TRES

La redacción estaba desierta. Al parecer, los trabajadores habían huido cuando comenzó el tiroteo en las inmediaciones de la alcaldía. Andrei recorrió los cubículos, contemplando con indiferencia los papeles en desorden, las sillas caídas, la vajilla sucia con restos de bocadillos y las tazas con restos de café. De la parte trasera de la redacción le llegaba, muy alto, una marcha militar, lo que le resultaba muy extraño. Selma lo seguía, agarrada de su manga. Hablaba todo el tiempo, decía algo como si lo regañara, pero Andrei no la escuchaba.

«No sé por qué se me ha ocurrido venir hasta aquí — pensó —. Todos han huido, al unísono, y han hecho lo correcto. Ahora estaría en casa, acostado, acariciándome las malditas costillas, medio dormido, sin prestar atención a nada.»

Entró en el departamento de noticias de la ciudad y vio a Izya.

No se dio cuenta en un primer momento de que se trataba de Izya. Estaba de pie en un rincón, detrás de la mesa más lejana, apoyando las manos bien separadas, y revisaba una colección de periódicos antiguos. Estaba pelado casi al rape, hecho un mamarracho, un tipo extraño que vestía una sospechosa bata gris sin botones, y sólo un segundo después, cuando aquel hombre hizo una mueca conocida, enseñó los dientes y comenzó a pellizcarse la verruga del cuello, Andrei se dio cuenta de que se trataba de Izya.

Permaneció unos momentos junto a la puerta, mirándolo. Izya no los había oído entrar. En general, no oía ni se daba cuenta de nada: leía y, además, encima de su cabeza tenía un altavoz de donde salían los estruendosos compases de una marcha militar.

— ¡Pero si es Izya! — gritó Selma de repente, apartó a Andrei a un lado y echó a correr.

Izya levantó enseguida la cabeza, su sonrisa se hizo más amplia y abrió los brazos.

— ¡Vaya! — gritó, alegre —. ¡Habéis aparecido!

Mientras abrazaba a Selma, mientras le daba un beso sonoro y apetitoso en las mejillas y en los labios, mientras Selma gritaba algo indescifrable y exaltado y despeinaba sus cabellos erizados. Andrei se acercó a ellos, tratando de controlar la tremenda vergüenza que se había apoderado de él. La cortante sensación de culpa, de haber traicionado a un amigo, que había estado a punto de hacerle perder el sentido aquella mañana en el sótano, se había embotado a lo largo del último año, casi había desaparecido: pero ahora lo estremecía de nuevo, y al llegar junto a Izya estuvo varios segundos dudando antes de atreverse a tenderle la mano. Hubiera considerado natural que Izya no quisiera prestar atención a su mano tendida, o que hubiera dicho algo despectivo e injuriante: en su lugar, habría actuado exactamente así. Pero Izya se liberó del abrazo de Selma y le apretó la mano con calor.

— ¿Dónde te han maquillado con tanta imaginación? — preguntó, muy interesado.

— Me han dado una paliza — fue la corta respuesta de Andrei, Izya lo había sorprendido. Quería preguntarle muchas cosas, pero se limitó a una —: ¿Cómo es que estás aquí?

En lugar de responder, Izya pasó varias páginas de la colección de periódicos.

— «Ningún razonamiento — leyó con énfasis, gesticulando de forma exagerada — puede explicar la furia con la que la prensa gubernamental arremete contra el Partido del Renacimiento Radical. Pero si recordamos que son precisamente los militantes del PRR, esa diminuta y joven organización, los que denuncian más abiertamente cada caso de corrupción…»

— Deja eso — dijo Andrei, torciendo el gesto.

— «De arbitrariedad — siguió Izya, limitándose a levantar la voz —, de estupidez burocrática e indefensión administrativa; si recordamos que los militantes del PRR fueron los primeros en prevenir al gobierno sobre la inutilidad de los impuestos a las ciénagas…» ¡Bielinski! ¡Pisarev! ¡Plejanov! ¿Esto lo escribiste tú mismo o fueron tus idiotas de alquiler?

— Está bien, está bien — dijo Andrei, irritado, mientras intentaba quitarle los periódicos.

— ¡No, aguarda! — gritó Izya, amenazando con el dedo y tirando de la colección de diarios hacia sí —. ¡Aquí hay otra perla! ¿Dónde está? Ah, aquí. «En nuestra ciudad abundan las personas honestas, como en cualquier ciudad habitada por trabajadores. Pero si hablamos de las agrupaciones políticas, es posible que sólo Friedrich Geiger pueda aspirar a ese alto título…»

— ¡Basta! — gritó Andrei, pero Izya le arrancó los periódicos de la mano, como en pos de Selma, que reía triunfante, y siguió leyendo, entre resoplidos y salpicaduras de saliva.

— «¡No hablemos de discursos, hablemos de hechos! Friedrich Geiger rechazó el puesto de ministro de información: Friedrich Geiger votó contra la ley que otorgaba importantes privilegios a los funcionarios eméritos de la fiscalía; Friedrich Geiger fue el único político que se manifestó en contra de la creación de un ejército regular, en el que pretendían asignarle un alto cargo…» — Izya tiró los periódicos bajo la mesa y se frotó las manos —. ¡En política, siempre has sido un idiota de primera! Pero en estos últimos meses, tu estupidez ha aumentado de manera catastrófica. ¡Te mereces la paliza que te han dado! Pero, al menos, ¿el ojo está bien?

— Lo está — dijo Andrei lentamente. Acababa de darse cuenta de que Izya movía el brazo izquierdo con torpeza, y que no podía doblar tres dedos de esa mano.

— ¡Desconéctalo y mándalo a hacer puñetas! — se oyó el grito de Kensi, que apareció en la puerta —. Ah, Andrei, ya estás aquí… Qué bueno. ¡Hola, Selma! — Atravesó deprisa el salón y retiró del enchufe el cable del reproductor.

— ¿Por qué? — gritó Izya —. Quiero oír los discursos de mis líderes. ¡Que retumben las marchas militares!

Kensi se limitó a mirarlo con rabia.

— Andrei — dijo —, vamos a tu despacho y te contare qué hemos hecho. Y hay que pensar qué vamos a hacer de aquí en adelante.

Su cara y sus manos estaban cubiertas de hollín. Echó a andar hacia lo profundo de la redacción y Andrei lo siguió. Sólo en ese momento notó el penetrante olor a papel quemado que salía de los cubículos. Izya y Selma lo seguían.

— ¡Amnistía general! — enumeraba Izya, que seguía resoplando y agitándose —. ¡El gran líder ha abierto las puertas de las mazmorras! Necesita espacio para los nuevos detenidos… — Suspiró y gimió —. Han soltado a todos los criminales, hasta el último, y como es notorio, yo soy un criminal. Han soltado hasta a los condenados a cadena perpetua…

— Has adelgazado — dijo Selma, con lástima —. La ropa te cuelga, estás todo harapiento…

— Los últimos tres días no nos dieron nada de comer, ni nos dejaron lavarnos…

— Seguro que tienes hambre.

— Pues no, aquí he comido suficiente.

Entraron en el despacho de Andrei. El calor que hacía allí era insoportable. El sol entraba por la ventana, y en la chimenea ardía el fuego. Allí estaba la secretaria pizpireta, cubierta de hollín como Kensi, revolviendo minuciosamente con el atizador un montón de papel que ardía. En el despacho todo estaba cubierto de hollín y de copos negros de documentos calcinados.

Al ver a Andrei, la secretaria se levantó de un salto y sonrió, asustada y obsequiosa.

«Nunca se me hubiera ocurrido que ella se quedaría aquí», pensó Andrei. Se sentó tras el escritorio y, sintiéndose culpable, hizo un esfuerzo, la saludó y le devolvió la sonrisa.

— La lista de todos los corresponsales especiales, así como de los miembros del consejo de redacción, con sus direcciones — enumeraba Kensi, diligente —. Los originales de todos los artículos políticos, los originales de los resúmenes semanales…

— Hay que quemar los artículos de Dupin — dijo Andrei —. Era el mayor adversario de los del PRR, en mi opinión…

— Ya los he quemado — dijo Kensi, impaciente —. Los de Dupin, y por si acaso, los de Filimonov…

— ¿Por qué tanto trajín? — dijo Izya, alegre —. ¡A vosotros os adorarán!

— No estoy muy seguro — masculló Andrei, sombrío.

— ¿Cómo que no estás muy seguro? ¿Quieres apostar? ¡Cien billetes!

— ¡Aguarda, Izya! — dijo Kensi —. Cierra la boca durante diez minutos, por Dios. He eliminado toda la correspondencia con la alcaldía, pero he conservado la correspondencia con Geiger…

— ¡Las actas del consejo de redacción! — cayó en cuenta Andrei —. Las del mes pasado…

Presuroso, registró el cajón inferior del escritorio, sacó la carpeta y se la tendió a Kensi que, encorvado, revisó varias hojas.

— Sííí — dijo, sacudiendo la cabeza —. Me había olvidado de esto… Precisamente, aquí está la intervención de Dupin… — Caminó hacia el hogar y tiró la carpeta al fuego —. ¡Remueva, remueva bien! — le ordenó, irritado, a la secretaria, que escuchaba a sus jefes con la boca entreabierta.

En la puerta apareció el jefe del departamento de cartas de los lectores, sudado y muy ansioso. Llevaba en los brazos un montón de carpetas que sostenía por arriba con la mandíbula.

— Aquí están… — gruñó, mientras dejaba caer los documentos junto al hogar —. Hay varias encuestas sociológicas, ni siquiera he querido revisarlas… Están anotados los apellidos, las direcciones… Jefe, ¿qué le ha pasado?

— Hola Dennis — dijo Andrei —. Le agradezco que se haya quedado aquí.

— ¿Tiene el ojo bien? — preguntó Dennis, secándose el sudor de la frente.

— Bien, bien — lo tranquilizó Izya —. No estáis eliminando lo que hace falta — advirtió —. Nadie os va a tocar. Sois un diario liberal opositor, medio amarillo. Simplemente, dejaréis de ser liberales y opositores.

— Izya — dijo Kensi —. Te lo advierto por última vez: deja de decir tonterías o tendré que echarte de aquí.

— ¡No estoy diciendo tonterías! — repuso Izya con tristeza —. ¡Déjame terminar! ¡Debéis eliminar las cartas! Seguramente, habrá personas inteligentes que os han escrito…

— ¡De-demonios! — masculló Kensi mirándolo con atención y salió corriendo del despacho.

Dennis lo siguió, secándose el rostro y el cuello sobre la marcha.

— No entendéis nada — dijo Izya —. Todos sois unos cretinos, y sólo están en peligro las personas inteligentes.

— Tienes razón en eso de que somos unos cretinos — dijo Andrei.

— ¡Aja! ¡Te estás volviendo listo! — exclamó Izya, agitando la mano tullida —. No vale la pena. Es peligroso. ¡Ahí es donde se encierra la tragedia! Ahora mucha gente se volverá lista, pero no lo suficiente. No tendrán tiempo de comprender que en este preciso momento hay que hacerse el tonto.

Andrei miró a Selma. Selma miraba a Izya alelada. Y lo mismo hacía la secretaria, Izya estaba allí de pie, con sus botines carcelarios, sin afeitar, sucio, andrajoso, con la camisa por fuera de los pantalones, con la bragueta medio abierta por carecer de botones. Se erguía allí, con su invariable aspecto de siempre, sin cambiar nada, hablando e ilustrando a sus oyentes. Andrei se levantó de su asiento, caminó hasta el hogar, se agachó junto a la secretaria, le quitó el atizador y se puso a remover el papel, que ardía con desgana.

— Y por eso — seguía ilustrándolos Izya —, no se trata sencillamente de eliminar aquellos papeles en los que se meten con nuestro líder. Hay diferentes maneras de meterse con el líder. Hay que eliminar los papeles escritos por personas inteligentes.

— Oíd, necesito ayuda — gritó Kensi, metiendo la cabeza en el despacho —. Chicas, no os quedéis aquí sin hacer nada, seguidme…

La secretaria se puso en pie de un salto, se acomodó la faldita sobre la marcha y salió corriendo al pasillo. Selma quedó inmóvil un segundo, como esperando que alguien la detuviera, pero al momento aplastó la colilla en el cenicero y también salió.

— Pero a vosotros, nadie os va a poner un dedo encima — seguía discurseando Izya, sin ver ni oír nada —. Os darán las gracias, os entregarán papel para que aumentéis la tirada, os subirán el salario y os ampliarán la plantilla… Y sólo después, en caso de que se os ocurra protestar, os agarrarán por los calzones y os refrescarán la memoria, recordándoos a Dupin, a Filimonov y todas vuestras locuras de liberales opositores. Pero, ¿qué sentido tiene protestar ¡Y no os pasará por la cabeza protestar, sino todo lo contrario!

— Izya — dijo Andrei, mirando al fuego —. ¿Por qué aquella vez no me dijiste qué había en la carpeta?

— ¿Qué? ¿En qué carpeta? Ah, en aquélla… — Izya calló de repente, se acercó al hogar y se agachó junto a Andrei. Se mantuvieron en silencio durante varios minutos.

— En aquella ocasión fui un asno — dijo Andrei al rato —. Un gilipollas total. Pero no era un chismoso ni un charlatán. Debiste haberte dado cuenta de eso.

— En primer lugar, no fuiste un gilipollas — dijo Izya —. Peor que eso, estabas agilipollado. Era imposible hablar contigo de ser humano a ser humano. Lo sé, durante cierto tiempo también me comporté así… Además, ¿qué pintan los chismes en esto? Estarás de acuerdo conmigo en que los ciudadanos corrientes no deben enterarse de esas cosas. Porque, de lo contrario, todo podría derrumbarse…

— ¿Qué? — dijo Andrei, confuso —. ¿A causa de tus cartas de amor?

— ¿Qué cartas de amor?

Durante unos instantes se miraron asombrados el uno al otro.

— Dios mío, claro — dijo Izya, haciendo su habitual mueca —. ¿Cómo no se me había ocurrido que él te contaría todo eso? ¿Qué necesidad tenía de contártelo? Él es nuestro líder, un águila. Quien sea dueño de la información será dueño del mundo, ¡eso lo aprendió muy bien de mí! — No entiendo nada — masculló Andrei, casi con desesperación. Presentía que en ese momento conocería algo muy vil de toda aquella historia, ya de por sí bastante canallesca —. ¿De qué hablas? ¿De quién? ¿De Geiger?

— Geiger, Geiger — asintió Izya —. Nuestro gran Fritz. ¿Así que lo que yo llevaba en la carpeta eran mis cartas de amor? ¿O quizá fotos comprometedoras? La viuda celosa y el mujeriego de Katzman… Sí, yo les firmé un acta donde decía eso. — Izya se levantó con cierta dificultad y se dedicó a pasearse por el despacho, frotándose las manos y soltando su risita.

— Sí — dijo Andrei —. Eso fue lo que me contó. La viuda celosa. Entonces, ¿todo era mentira?

— Por supuesto, ¿qué pensaste?

— Lo creí — dijo Andrei, sin extenderse. Hizo chirriar los dientes y removió con ferocidad el fuego en el hogar —. ¿Y qué fue lo que ocurrió de veras?

Izya callaba. Andrei miró lentamente a su alrededor. Izya estaba de pie, frotándose lentamente las manos, mirándolo con ojos vidriosos y una sonrisa congelada en la cara.

— Resulta interesante — masculló, inseguro —. ¿Será que se le ha olvidado? Bueno, no exactamente olvidado… — De repente, caminó hasta Andrei y se agachó a su lado —. Oye, no pienso decirte nada, ¿entiendes? Y si te lo preguntan, debes responder eso mismo: no dijo nada, lo negó todo. Dijo solamente que el caso tenía relación con un gran secreto del Experimento, dijo que era peligroso conocer ese secreto. Además mostró varios sobres lacrados y dijo, guiñando un ojo, que entregaría esos sobres a personas de confianza y que serían abiertos en caso de que lo detuvieran repentinamente o de su muerte prematura, ¿entiendes? Que no dijo el nombre de esas personas de confianza. Si te lo preguntan, eso es lo que vas a decir.

— Está bien — dijo Andrei lentamente, mirando al fuego.

— Eso será lo correcto — masculló Izya, mirando también las llamas —. Pero si te torturan… Rumer es un esbirro miserable… — se estremeció —. Pero es posible que nadie te pregunte nada. No sé. Habría que meditar un poco todo esto. Es difícil idear algo así, de repente.

Calló. Andrei seguía removiendo el montón de papeles que ardían entre llamas rojizas que saltaban de un lado a otro. Izya, momentos después, continuó tirando papeles al hogar.

— No tires las carpetas, sólo los papeles — dijo Andrei —. Fíjate, el cartón arde mal. ¿Y no temes que encuentren la carpeta?

— ¿Y qué debería temer? — dijo Izya —. Que tema Geiger. Si no la encontraron enseguida, ahora no podrán encontrarla. La tiré en una alcantarilla, y después me pregunté muchas veces si habría caído dentro o fuera… ¿Por qué te pegaron? En mi opinión, tienes unas excelentes relaciones con Fritz.

— No fue Fritz — dijo Andrei, reticente —. Simplemente, tuve mala suerte.

Kensi volvió de repente, acompañado por las chicas. Sobre el impermeable, que llevaban agarrado por las puntas, traían un montón de cartas. Tras ellos venía Dennis, que todavía se secaba el sudor.

— Creo que esto es todo — dijo —. ¿O se les ha ocurrido algo más?

— ¡Apartaos! — exigió Kensi.

Bajaron el impermeable junto al hogar y todos se pusieron a tirar las cartas al fuego. El hogar comenzó a zumbar. Izya metió la mano sana en el montón de papeles, escritos con tinta de diferentes colores, sacó una carta y, con su mueca habitual, comenzó a leerla con ansiedad.

— ¿Quién fue el que dijo que los manuscritos no arden? — balbuceó Dennis mientras resoplaba. Se sentó tras la mesa y encendió un cigarrillo —. En mi opinión, arden muy bien… Qué calor. ¿Abrimos las ventanas?

De repente, la secretaria chilló, se levantó de un salto y salió corriendo. — ¡Se me había olvidado — susurraba —, se me había olvidado por completo!

— ¿Cómo se llama? — se apresuró a preguntar Andrei.

— Amalia — gruñó Kensi —. Te lo he dicho cien veces… Oye, acabo de telefonear a Dupin…

— ¿Y qué?

La secretaria regresó con un montón de bloques de notas entre los brazos.

— Estas son todas sus órdenes, jefe — susurró —. Las había olvidado totalmente. Seguro que también hay que quemarlas, ¿sí?

— Por supuesto, Amalia — dijo Andrei —. Gracias por acordarse. Quémelas, Amalia, quémelas. ¿Qué dijo Dupin?

— Quería prevenirlo, decirle que todo estaba en orden, que habíamos eliminado todas las huellas. Y se asombró, preguntó qué huellas eran ésas. ¿Acaso había escrito algo así? Estaba terminando un reportaje detallado sobre el heroico asalto a la alcaldía, y se disponía a escribir un editorial titulado «Friedrich Geiger y el pueblo».

— Es una puta — dijo Andrei, con desgana —. Por cierto, como todos nosotros…

— ¡Cuando dices esas cosas, refiérete a ti mismo! — le gritó Kensi.

— Perdona — respondió Andrei, con la misma desgana —. Digamos que no todos somos unas putas. La mayoría, nada más.

Izya soltó una risita repentina.

— Aquí tenemos a una persona inteligente — proclamó, agitando una hoja de papel —. «Es totalmente obvio — leyó —, que la gente como Friedrich Geiger sólo aguardan alguna desgracia importante, no importa que sea de corta duración, basta que constituya una sensible interrupción del equilibrio, para desatar las pasiones y salir a la superficie, montados en la ola del motín…» ¿Quién ha escrito semejante cosa? — Buscó el remitente —. ¡Vaya, por supuesto! ¡A la hoguera, a la hoguera! — arrugó el papel y lo tiró al hogar.

— Escucha, Andrei — dijo Kensi —. ¿No es hora ya de pensar en el futuro?

— ¿Y qué hay que pensar? — gruñó Andrei mientras continuaba trajinando con el atizador —. De alguna manera sobreviviremos, resistiremos…

— ¡No hablo de nuestro futuro! — dijo Kensi —. Hablo del futuro del periódico, del futuro del Experimento.

Andrei lo miró con asombro, Kensi parecía el mismo de siempre. Como si no hubiera ocurrido nada. Como si nada hubiera pasado durante los últimos meses. Parecía estar más preparado a pelear que en otras ocasiones. Aunque fuera a pelear en nombre de la legalidad y los ideales. Como el martillo de un revólver, esperando que apretaran el gatillo. ¿O sería posible que no le hubiera ocurrido nada a él personalmente?

— ¿Has hablado con tu Preceptor? — preguntó Andrei.

— Sí, he hablado — respondió Kensi con aire retador.

— ¿Y qué te ha dicho? — preguntó Andrei, sobreponiéndose al pudor habitual que acompañaba siempre a las conversaciones sobre los Preceptores.

— Eso no le incumbe a nadie, y no tiene la menor importancia. ¿Qué pintan aquí los Preceptores? Geiger también tiene un Preceptor. Cada bandido en la Ciudad cuenta con un Preceptor. Pero eso no impide que cada cual piense por sí solo.

Andrei sacó un cigarrillo del paquete, lo ablandó entre los dedos y, frunciendo el ceño a causa del calor, lo encendió pegándolo al atizador incandescente.

— Estoy harto de todo — dijo, muy quedo.

— ¿De qué estás harto?

— De todo… En mi opinión, hay que huir de aquí, Kensi. Que se vayan todos al diablo.

— ¿Qué es eso de huir? ¿Qué quieres decir?

— Hay que largarse antes de que sea tarde, huir a las ciénagas, adonde el tío Yura, lo más lejos posible de todo este burdel. El Experimento se ha descontrolado, nosotros no podemos controlarlo de nuevo, así que la terquedad no tiene sentido. En las ciénagas al menos tendremos armas, tendremos la fuerza…

— ¡No me iré a las ciénagas! — declaró Selma de repente.

— No te lo estoy proponiendo a ti — dijo Andrei, sin volverse.

— Andrei — replicó Kensi —, eso sería desertar.

— Según tú, desertar, pero en mi opinión se trata de una maniobra inteligente. Pero haz lo que quieras. Me has preguntado qué pensaba sobre el futuro, y te respondo: no tengo nada que hacer aquí. De todas maneras, cesarán a todo el consejo de redacción y nos mandarán a recoger babuinos muertos. Bajo custodia. Y eso, en el mejor de los casos…

— ¡Y aquí tenemos a otra persona inteligente! — proclamó Izya con admiración —. Escuchad: «Soy un antiguo suscriptor de vuestro diario, y en general apruebo su posición. Pero ¿por qué defendéis constantemente a F. Geiger? ¿Será que no contáis con la suficiente información? Sé, de muy buena tinta, que Geiger ha abierto expedientes a todas las personas de alguna importancia en la Ciudad. Su gente se ha infiltrado en todo el aparato de la municipalidad. Seguramente, también en vuestro diario. Os aseguro que los militantes del PRR no son tan pocos como pensáis. Sé también que cuentan con armas…» — Izya miró el reverso de la carta —. Aja, mira de quién se trata… «Ruego no publicar mi nombre.» ¡A la hoguera, a la hoguera!

— Se podría pensar que conoces a todas las personas inteligentes de la Ciudad — dijo Andrei.

— A propósito, no son tantos — replicó Izya, metiendo la mano en el montón de papeles —. Y no hablo siquiera de que la gente inteligente casi nunca escribe a los diarios.

Se hizo el silencio, Dennis, satisfecho después del último cigarrillo, se acercó también al hogar y comenzó a tirar papeles al fuego en grandes montones.

— ¡Remueva, remueva, jefe! — dijo —. ¡Con más ánimo! Déme el atizador.

— En mi opinión, marcharse ahora de la ciudad es simplemente una cobardía — intervino Selma, retadora.

— Ahora tenemos que contar con cada persona honesta — coincidió Kensi —. Si nosotros nos marchamos, ¿quién se queda? ¿Quieres entregarle el periódico a los Dupin?

— Quedarás tú — dijo Andrei, cansado —. Puedes traer a Selma al periódico. O a Izya…

— Tú conoces bien a Geiger — le interrumpió Kensi —. Podrías utilizar tu influencia…

— No tengo la menor influencia sobre él — dijo Andrei —. Y si la tuviera, no quiero utilizarla. No sé hacer esas cosas, y me repelen.

De nuevo, todos callaron. Sólo se oía zumbar las llamas por el tubo de la chimenea.

— Por lo menos, que lleguen lo más pronto posible — gruñó Dennis, mientras tiraba al fuego el último montón de cartas —. Quiero beber algo, no tengo fuerzas para nada, pero para beber…

— No vendrán enseguida — replicó Izya al momento —. Antes, llamarán. — Tiró al fuego la carta que había estado leyendo y comenzó a pasearse por el despacho —. Dennis, usted no lo entiende, no lo sabe. ¡Es un ritual! Un procedimiento diseñado en tres países hasta sus menores detalles, probado hasta la saciedad. Chicas, ¿no hay nada de comer por aquí? — preguntó de repente.

— ¡Ahora, ahora mismo! — chilló la delgadísima Amalia, levantándose de un salto, y salió corriendo al recibidor.

— Por cierto — recordó Andrei, quién sabe por qué razón —. ¿Dónde está el censor?

— Tenía muchas ganas de quedarse — explicó Dennis —. Pero el señor Ubukata lo echó. El censor gritaba como un loco: «¿Adonde puedo ir? ¡Me estáis matando!». Hubo que pasarle el pestillo a la puerta para que no volviera a entrar. Al principio intentó abrirla con todo el cuerpo, pero al rato se desesperó y se fue. Oiga, voy a abrir un poco las ventanas. Este calor me tiene exhausto.

La secretaria regresó con una sonrisa tímida en sus labios pálidos, sin cosméticos, y le tendió a Izya una bolsa de plástico transparente con unas frituras. — ¡Mmm! — gritó Izya y comenzó a hacer ruidos con la boca.

— ¿Te duelen las costillas? — preguntó Selma muy queda, inclinándose hacia Andrei.

— No — se limitó a responder éste. La apartó, caminó hacia la mesa y en ese momento sonó el teléfono. Todos volvieron la cabeza y clavaron los ojos en el aparato de color blanco. El teléfono continuaba sonando.

— Adelante, Andrei — dijo Kensi, impaciente.

— Sí — contestó Andrei cogiendo el auricular.

— ¿Es la redacción del Diario Urbano? — preguntó una voz diligente.

— Sí — respondió Andrei.

— Por favor, con el señor Voronin.

— Soy yo.

Se oyó respirar a alguien y después sonaron los pitidos del final de la comunicación. Con el corazón latiéndole con violencia. Andrei colgó el teléfono cuidadosamente.

— Son ellos — dijo.

Izya masculló algo incomprensible, asintiendo largamente con la cabeza. Andrei se sentó. Todos lo miraban: Dennis, con una tensa sonrisa; Kensi, agotado y despeinado: Amalia, muy asustada; y Selma, con el rostro pálido. También Izya lo miraba mientras masticaba e intentaba a la vez sonreír, frotándose los dedos grasientos en los faldones de su chaqueta.

— ¿Qué miráis? — pronunció Andrei, con irritación —. Largaos todos de aquí.

Nadie se movió.

— ¿Por qué te preocupas? — dijo Izya, contemplando la última fritura —. Todo será tranquilo y pacífico, como dice el tío Yura. Tranquilo y pacífico, honesto y noble… Pero no debes hacer movimientos bruscos. Como si se tratara de una cobra.

Al otro lado de la ventana se oyó el traqueteo del motor de un auto y el chirrido de los frenos.

— ¡Kaize, Velichenko, conmigo! — ordenó una voz penetrante —. ¡Mirovich, de guardia junto a la puerta de entrada!

Y un segundo después, se oyó cómo llamaban abajo dando puñetazos en la puerta.

— Iré a abrir — dijo Dennis, y Kensi corrió al hogar y comenzó a revolver con todas sus fuerzas las cenizas todavía humeantes, haciéndolas volar por todo el recinto.

— ¡No haga movimientos bruscos! — le gritó Izya a Dennis, que se alejaba.

La puerta de abajo se estremeció y los vidrios temblaron, con un sonido quejumbroso. Andrei se levantó, cruzó las manos a la espalda apretándolas con todas sus fuerzas, y quedó de pie en el centro del despacho. La reciente sensación de náusea, angustia y flojera en las piernas volvió a adueñarse de él. Abajo cesó el ruido, dejó de escucharse el golpeteo, se oyeron voces irritadas y a continuación muchas botas comenzaron a recorrer los despachos vacíos.

«Como si se tratara de todo un batallón — le pasó a Andrei por la cabeza. Retrocedió y apoyó el trasero en la mesa. Le temblaban las rodillas —. No permitiré que me golpeen — pensó, con desesperación —. Prefiero que me maten. No he cogido la pistola… Qué lástima… ¿Será correcto no haberla cogido?»

Por la puerta, directamente frente a él, entró un hombre grueso de baja estatura, con un abrigo de buena calidad, con brazaletes blancos en las mangas y tocado con una enorme boina en la que se veía un distintivo. Calzaba botas muy brillantes, llevaba el abrigo ridículamente ceñido con un ancho cinturón del que colgaba, en el lado izquierdo, una funda amarilla totalmente nueva. Detrás del hombre entraron otros más, pero Andrei no los vio. Como encantado, contemplaba el rostro pálido y abotagado, de rasgos poco precisos y ojos enrojecidos.

«Tendrá conjuntivitis — le pasó por la cabeza —. Y está tan bien afeitado que el rostro le brilla como si se hubiera dado laca.»

El hombre de la boina examinó rápidamente el despacho y clavó después los ojos en Andrei.

— ¿El señor Voronin? — pronunció, con voz muy aguda y entonación interrogativa.

— Soy yo — alcanzó a decir Andrei con gran esfuerzo, mientras se agarraba del borde de la mesa con ambas manos.

— ¿El redactor jefe del Diario Urbano?

— Sí.

El hombre de la boina saludó con dos dedos, con gesto hábil, pero como al paso.

— Tengo el honor, señor Voronin — dijo, altisonante —, de entregarle un mensaje personal del señor presidente Friedrich Geiger.

Era obvio que tenía la intención de sacar el mensaje personal con un movimiento elegante, pero algo le salió mal y tuvo que buscar un rato en las profundidades de su abrigo, inclinado ligeramente hacia la derecha, con una expresión como de quien está siendo atacado por insectos. Andrei lo miraba como un condenado, sin entender nada, todo ocurría de forma extraña. No era eso lo que había esperado. «Quizá no sea nada», le pasó por la cabeza, pero en ese mismo instante apartó la idea de sí con un estremecimiento supersticioso.

Finalmente, apareció el mensaje y el hombre de la boina se lo tendió a Andrei con expresión irritada y algo ofendida. Andrei tomó el sobre crujiente y lacrado. Era un sobre postal de lo más corriente, largo, de color azul, con la imagen estilizada de un corazón con dos alitas de pájaro. En el sobre, una letra conocida había escrito: ANDREI VORONIN. REDACTOR JEFE DEL DIARIO URBANO, PERSONAL Y CONFIDENCIAL. F. GEIGER, PRESIDENTE. Andrei rasgó el sobre y extrajo una hoja corriente de papel de escribir con el borde azul.

¡Querido Andrei! Ante todo, permíteme agradecerte de todo corazón la ayuda y el apoyo que he recibido continuamente por parte de tu periódico durante estos últimos meses decisivos. Ahora, como puedes ver, la situación ha variado de manera radical. Estoy seguro de que la nueva terminología y algunos excesos inevitables no te confundirán: las palabras y los medios han cambiado, pero los objetivos siguen siendo los de siempre. Toma el diario en tus manos, has sido designado su redactor jefe y editor, de manera permanente y con plenos poderes. Elige tus colaboradores según tu criterio, amplía la plantilla, exige nuevas capacidades tipográficas, te doy carta blanca en todos los sentidos. El portador de esta carta, el subadjutor Raymond Zwirik, ha sido designado representante político de mi dirección de información en tu periódico. Como te darás cuenta enseguida, se trata de un hombre de pocas luces, pero conoce bien su oficio. Te ayudará a ponerte al día en la política general, sobre todo en los primeros tiempos. En caso de posibles conflictos, dirígete, por supuesto, personalmente a mí. Te deseo éxitos. Les enseñaremos a esos liberales babosos cómo hay que trabajar. Cordialmente, Fritz.

Andrei leyó dos veces el mensaje personal y confidencial, después dejó caer la mano en la que sostenía la carta y miró a su alrededor. De nuevo, todos lo miraban, pálidos, decididos y tensos. Sólo Izya brillaba como un samovar recién pulido, y a espaldas de los presentes lanzaba besos imaginarios al espacio. El subadjutor (qué demonios querría decir aquella palabra, le parecía haberla oído… adjutor, coadjutor… algo histórico, o de Los tres mosqueteros), el subadjutor Raymond Zwirik también lo miraba, con severidad pero con aire protector. Y junto a las puertas, balanceándose sobre los pies, había unos tipos desconocidos con carabinas y brazaletes blancos en las mangas que también lo miraban.

— Pues bien — comenzó a decir Andrei, mientras doblaba la misiva y la guardaba en el sobre. No sabía por dónde comenzar. — ¿Se trata de sus colaboradores, señor Voronin? — preguntó el subadjutor, en tono práctico, tomando la iniciativa con un ademán.

— Sí — dijo Andrei.

— Hum — pronunció Raymond Zwirik, con vacilación en la voz, mirando fijamente a Izya.

— Y usted, ¿quién es? — le preguntó con brusquedad Kensi en ese momento.

El señor Raymond Zwirik clavó sus ojos en él y a continuación, con cierto asombro, miró a Andrei, que tosió un par de veces.

— Señores — pronunció —. Permítanme que les presente al señor Zwirik, subcoadjutor…

— ¡Subadjutor! — lo corrigió Zwirik, airado.

— ¿Qué? Ah, sí, subadjutor. No subcoadjutor, sino simplemente subadjutor… Representante político en nuestro periódico. Desde este momento.

De repente, sin que viniera a cuenta. Selma bostezó y se cubrió la boca con la mano.

— ¿Representante de qué? — preguntó Kensi, sin reducir su hostilidad.

— ¡Representante político de la dirección de información! — proclamó Zwirik, en tono muy airado, sin dar tiempo a Andrei a sacar el mensaje del sobre.

— ¡Sus documentos! — dijo Kensi, bruscamente.

— ¡¿Qué?! — los ojos enrojecidos del señor Zwirik parpadearon con enojo.

— Documentos, plenos poderes, ¿tiene algo más que su estúpida tunda?

— ¡¿Quién es?! — gritó el señor Zwirik con voz penetrante, volviéndose de nuevo hacia Andrei —. ¡¿Quién es este hombre?!

— Es el señor Kensi Ubukata — se apresuró a explicar Andrei —. Vicerredactor jefe… Kensi, no se necesita documento alguno. Me ha traído una carta de Fritz.

— ¿De qué Fritz? — dijo Kensi, con gesto de asco —. ¿Qué pinta aquí ese tal Fritz?

— ¡Movimientos bruscos! — intervino Izya —. ¡Os ruego que no hagáis movimientos bruscos!

La cabeza de Zwirik se movía entre Izya y Kensi. Su rostro ya no brillaba y por momentos se ponía cada vez más rojo.

— Veo, señor Voronin — pronunció, finalmente —, que sus colaboradores no tienen todavía una idea clara de qué ha ocurrido hoy. ¡O al contrario! — Siguió alzando la voz —. ¡Se lo imaginan, pero de una manera extraña, torcida! Aquí veo papel quemado, veo rostros lúgubres, y no veo ninguna disposición para comenzar a trabajar. En el momento en que toda la Ciudad, todo nuestro pueblo…

— ¿Y ésos, quiénes son? — le interrumpió Kensi, señalando hacia los hombres que portaban carabinas —. ¿Quiénes son, nuevos colaboradores?

— ¡Pues, sí! ¡Señor ex vicerredactor jefe! Son los nuevos colaboradores. No puedo prometer que se trate de…

— Eso lo veremos — pronunció Kensi con una extraña voz chirriante y caminó hacia Zwirik —. No sé con qué fundamento…

— ¡Kensi! — intervino Andrei, en tono de indefensión.

— Con qué fundamento viene aquí a dar órdenes — prosiguió Kensi, sin prestar la menor atención a Andrei —. ¿Quién es usted? ¿Cómo tiene la osadía de comportarse de esa manera? ¿Por qué no muestra sus documentos? Ustedes no son otra cosa que bandidos armados que han entrado aquí para cometer un asalto.

— ¡Cállate, culo amarillo! — fue el grito salvaje de Zwirik, que se llevó la mano a la funda de la pistola.

Andrei se balanceó hacia delante para interponerse entre ellos, pero en ese momento lo empujaron con violencia por el hombro, y Selma se paró delante de Zwirik.

— ¡Cómo te atreves a expresarte así en presencia de mujeres, canalla! — le gritó —. ¡Culo gordo asqueroso! ¡Ladrón!

Andrei estaba totalmente confuso. Zwirik, Kensi y Selma gritaban a la vez. De reojo. Andrei vio que los tipos de la puerta se miraron, indecisos, y comenzaron a levantar sus carabinas, pero junto a ellos apareció de repente Dennis Lee, que agarraba por una pata un pesado taburete con el asiento de hierro; pero lo más terrible e increíble de todo era la zorrita de Amalia que, encorvada como una fiera, mostrando sus largos dientes blancos de aspecto terrorífico en aquel rostro pálido como el de un muerto, se acercaba sigilosamente a Zwirik, levantando sobre el hombro derecho el atizador humeante, como si fuera un palo de golf.

— ¡Me acuerdo muy bien de ti, hijo de perra, me acuerdo! — gritaba Kensi, sin ceder —. Robabas el dinero de las escuelas, miserable, y ahora te presentas como coadjutor…

— ¡Os hundiré en la mierda, eso es lo que vais a comer! ¡Enemigos de la humanidad!

— ¡Cállate, culo de puta! ¡Cállate antes de que te ponga la mano encima!

— ¡Movimientos bruscos! ¡Os lo imploro…!

Andrei, como hipnotizado, incapaz de moverse, no apartaba los ojos del atizador humeante. Se daba cuenta, sabía, que ocurriría algo horrible, irreparable, y que ya no podría impedirlo.

— ¡Vosotros, a la horca! — gritaba salvajemente el subadjutor, con los ojos inyectados de sangre, moviendo de un lado a otro su enorme pistola automática. De alguna manera, mientras todos gritaban y chillaban, había logrado extraer el arma de la funda, y la agitaba sin sentido, sin dejar de dar gritos penetrantes, pero en ese momento Kensi saltó hacia él y lo agarró por las solapas del abrigo. Zwirik trató de liberarse, empujando con ambas manos, y a continuación sonó un disparo, otro y otro más. El atizador describió una curva silenciosa en el aire, y todos quedaron paralizados.

Zwirik estaba solo en el centro del despacho y su rostro se volvía gris por momentos. Se frotaba con una mano el hombro lastimado por el atizador, mientras la otra continuaba extendida hacia delante. La pistola yacía en el suelo. Los tipos de la puerta, con la boca abierta del susto, habían bajado sus carabinas.

— Yo no quería… — pronunció Zwirik con voz temblorosa.

El taburete cayó de la mano de Dennis con estruendo, y sólo entonces Andrei comprendió a quién miraban todos. A Kensi, que retrocedía muy lentamente, con un movimiento extraño, mientras se cubría con ambas manos la parte inferior del pecho.

— Yo no quería… — repetía Zwirik con voz llorosa —. ¡Dios es testigo de que yo no quería!

A Kensi se le doblaron las piernas y se derrumbó suavemente, casi sin ruido, junto al hogar, sobre un montón de ceniza y restos de papel, y después de emitir un sonido torturado y confuso, se llevó lentamente las rodillas al vientre.

En ese momento, con un terrible grito, Selma clavó las uñas en el rostro de Zwirik, grueso, brillante, grisáceo, mientras todos los demás corrieron hacia el caído como para protegerlo, se agacharon sobre él y un minuto después Izya se irguió, volvió hacia Andrei el rostro, torcido por una extraña mueca, alzando mucho las cejas.

— Muerto… — balbuceó —. Asesinado.

Sonó el timbre del teléfono. Sin darse cuenta de qué hacía, Andrei, como en sueños, extendió la mano y tomó el auricular.

— ¿Andrei? ¿Andrei? — Era la voz de Otto Frijat —. ¿Estás bien? ¿Sano y salvo? ¡Gracias a Dios, estaba preocupado por ti! Ahora todo marchará perfectamente. Ahora Fritz nos protegerá, en caso de cualquier cosa…

Dijo algo más, habló de embutidos, de mantequilla, pero Andrei no lo escuchaba.

Selma lloraba, inconsolable, agachada en un rincón y agarrándose la cabeza entre las manos, mientras el subadjutor Raymond Zwirik frotaba sus mejillas grises, embadurnándolas con la sangre que salía de profundos arañazos y, como si de un mecanismo roto se tratara, repetía constantemente una misma frase.

— Yo no quería. Juro por Dios que no quería…

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