DOS

Los monos ya estaban en la ciudad. Volaban por las cornisas, colgaban en racimos de las farolas urbanas, bailaban en los cruces formando horribles multitudes peludas, se pegaban a las ventanas, se tiraban adoquines arrancados del pavimento, perseguían a personas enloquecidas que habían saltado a la calle en paños menores…

Donald detuvo el camión en varias ocasiones para recoger a personas que huían. Habían tirado los bidones hacía rato. Durante unos minutos, delante del camión galopó un caballo desbocado que arrastraba un carro, en el que se agachaba y saltaba un enorme babuino, agitando unos enormes brazos peludos, Andrei vio al carro incrustarse estruendosamente en una farola; el caballo siguió adelante, arrastrando los correajes rotos, mientras que el babuino se colgó de un salto de la tubería de desagüe más cercana, trepó y desapareció en una azotea.

La plaza mayor era un hervidero de pánico. Los autos llegaban y salían, los policías corrían, gente perdida vagaba en paños menores de un lado a otro, junto a la entrada habían acorralado a un funcionario contra la pared, le gritaban y le exigían algo, pero él a su vez se defendía agitando el bastón y el portafolios.

— Qué lío — dijo Donald, saltando del camión.

Entraron corriendo en el edificio y al momento se perdieron en la densa multitud de personas vestidas de civil, personas que llevaban el uniforme de la policía y personas en paños menores. Retumbaba el ruido de muchas voces y el humo del tabaco hacía arder los ojos.

— ¡Dése cuenta! No puedo ir así, en calzoncillos…

— Abrid de inmediato el arsenal y repartid las armas… ¡Demonios, por lo menos a los policías!

— ¿Dónde está el jefe de policía? Ahora mismo estaba por aquí…

— Allí se ha quedado mi esposa, ¿puede entender eso? ¡Y mi anciana suegra!

— Oiga, no pasa nada. Son monos, nada más que monos.

— ¡Imagínese! Me levanto, ¿y qué veo en el alféizar de la ventana?

— ¿Y por dónde anda el jefe de policía? Seguro que duerme, ese culo gordo.

— Teníamos una farola en el callejón. La derribaron…

— ¡Kovalevski! ¡Corriendo, al despacho número doce!

— Pero estarán de acuerdo en que, llevando sólo los calzoncillos…

— ¿Quién sabe conducir? ¡Choferes! ¡Todos a la plaza! ¡Junto al tablón de anuncios!

— Pero ¿dónde demonios se ha metido el jefe de policía? ¿Habrá huido, el muy miserable?

— Haz lo siguiente. Llévate a los muchachos a los talleres de fundición. Allí, que recojan esas… las varillas, las que se usan para vallar los parques… ¡Que las recojan todas, todas! Y regresan aquí de inmediato…

— Le di con tal fuerza a esa jeta peluda que hasta me he lastimado el brazo…

— Y las escopetas de aire, ¿sirven?

— ¡Tres coches a la manzana setenta y dos! Cinco coches a la setenta y tres…

— Tenga la bondad de ordenar que les entreguen equipamiento de segunda reserva. Pero con recibo, para que lo devuelvan después.

— Oiga, ¿y tienen cola? ¿O es mi imaginación?

A Andrei lo empujaban, lo apretaban, lo acorralaban contra las paredes del pasillo, le habían pisado los dos pies, y él también empujaba, trataba de avanzar, de quitar a otros de su camino… Al principio buscaba a Donald para servirle de testigo de descargo en la confesión y entrega del arma, pero después comprendió finalmente que la invasión de los babuinos era al parecer un hecho muy serio y por algo se había armado semejante confusión. Enseguida lamentó no saber conducir un camión, no conocer dónde se encontraban los talleres de fundición con las misteriosas varillas, y no tener ni idea de cómo entregar equipamiento de segunda reserva a nadie; como resultado, era totalmente innecesario allí. Intentó, al menos, contar lo que había visto con sus propios ojos, quizá aquellos datos serían de utilidad, pero unos no le prestaban la menor atención, y otros, apenas comenzaba a hablar, lo interrumpían y narraban sus propias vivencias.

Constató con amargura que no encontraba caras conocidas en aquel torbellino de guerreras y calzoncillos, sólo vio un instante el negro rostro de Silva, que llevaba la cabeza envuelta en un trapo ensangrentado, pero desapareció enseguida. Mientras tanto, se emprendían algunas acciones, alguien organizaba a algunas personas, las enviaba a alguna parte, las voces subían de tono, cada vez más firmes, los calzoncillos comenzaron a desaparecer y poco a poco las guerreras se hicieron notar más. Hubo un momento en que a Andrei le pareció oír el paso rítmico de las botas y una canción de filas, pero resultó que solamente habían dejado caer la caja fuerte portátil, que fue dando tumbos escaleras abajo hasta atascarse en la puerta del departamento de alimentación…

En ese momento, Andrei descubrió un rostro conocido, el de un funcionario con quien había trabajado en la contaduría de la Cámara de Pesos y Medidas. Llegó hasta él echando a un lado a las personas con las que se cruzaba, lo arrinconó contra la pared y, de un tirón, le contó que él. Andrei Voronin («¿se acuerda? trabajamos juntos»), actualmente estibador del servicio de recogida de basura, no podía encontrar a nadie, por favor, dígame a dónde puedo ir para ser útil, seguramente se necesita gente… El funcionario lo escuchó durante cierto tiempo, pestañeando febrilmente mientras hacía intentos convulsivos por liberarse, pero finalmente lo apartó de un empujón.

— ¿Adonde puedo indicarle que vaya? — gritó —. ¿Qué, no ve que llevo unos papeles para que los firmen?

Y huyó corriendo por el pasillo.

Andrei hizo varios intentos más de tomar parte en la actividad organizada, pero todos lo rechazaban o se desentendían de él, todos estaban muy apurados, no encontró ni a una persona que estuviera tranquila en su puesto y, digamos, confeccionando una lista de voluntarios. Entonces, Andrei se enfureció y se dedicó a abrir de par en par las puertas de los despachos, con la esperanza de encontrar a algún funcionario responsable que no corriera, no gritara y no hiciera aspavientos. La idea más lógica sugería que, en alguna parte, debía existir allí un puesto de mando, desde el cual se dirigía toda aquella actividad.

El primer despacho estaba vacío. En el segundo había un hombre en calzoncillos que gritaba por un teléfono, y otro que maldecía mientras trataba de ponerse una bata de trabajo que le venía estrecha. Por debajo de la bata asomaban unos pantalones de policía y unos zapatos de uniforme, limpios y brillantes, pero sin cordones. Al meter la cabeza en el tercer despacho, algo rosado con botones golpeó el rostro de Andrei, que retrocedió al momento después de haber visto, un instante, cuerpos hermosos y obviamente femeninos. Pero en el cuarto despacho había un Preceptor.

Estaba sentado en el alféizar, con las rodillas entre los brazos, y miraba a la oscuridad más allá del cristal, iluminada a veces por la luz de los faros de algún coche. Cuando Andrei entró, el Preceptor volvió hacia él su rostro rubicundo y bondadoso, alzó levemente las cejas como hacía siempre y sonrió. Y al ver la sonrisa, Andrei se tranquilizó enseguida. Su rabia y su furia desaparecieron y quedó claro que, al fin y al cabo, todo se arreglaría sin falta, todo volvería a quedar en su lugar y, en general, terminaría bien.

— Bueno — dijo, abriendo los brazos y sonriendo en respuesta —. Resulta que nadie me necesita. No sé conducir, no sé dónde está el gimnasio… Qué contusión, no entiendo nada.

— Claro — asintió el Preceptor con simpatía —. Una horrible confusión. — Bajó los pies del alféizar, metió las manos debajo del trasero y comenzó a agitar los pies como un niño —. Hasta da vergüenza. Qué indecencia. Gente adulta, seria, la mayoría de ellos con experiencia… ¡Eso quiere decir que no hay suficiente organización! ¿No es verdad. Andrei? Entonces, hay algunos puntos esenciales que se han quedado sin resolver. Falta de preparación. Falta de disciplina… Y, por supuesto, burocracia.

— ¡Sí! ¡Por supuesto! — afirmó Andrei —. ¿Sabe qué he decidido? No volveré a buscar a nadie ni voy a aclarar nada más, agarraré un palo y me iré. Me uniré a algún destacamento. Y si no me aceptan, actuaré yo mismo. Allí han quedado mujeres… y niños… — El Preceptor asentía al escuchar cada una de sus palabras; ya no sonreía, en ese momento su rostro expresaba seriedad y simpatía —. Sólo hay una cosa… — siguió Andrei, arrugando el rostro —. ¿Qué pasa con Donald?

— ¿Con Donald? — repitió el Preceptor, levantando las cejas —. ¡Ah, con Donald Cooper! — Se echó a reír —. Seguramente usted piensa que Donald Cooper ha sido arrestado y ha confesado sus crímenes… Nada de eso. En este mismo momento, Donald Cooper organiza un destacamento de voluntarios para rechazar esta descarada invasión, y por supuesto no es un gángster ni ha cometido ningún crimen. La pistola la consiguió en el mercado, la cambió por un reloj antiguo con caja de música. ¿Qué vamos a hacer? Toda su vida ha llevado un arma en el bolsillo, está acostumbrado.

— ¡Por supuesto! — dijo Andrei, sintiendo un enorme alivio —. ¡Está claro! Yo mismo no podía creerlo, simplemente consideré que… ¡Está bien! — Se volvió para marcharse, pero se detuvo —. Dígame… si no es un secreto, claro está. Dígame, ¿qué objetivo tiene todo esto? ¡Monos! ¿De dónde han salido? ¿Qué deben demostrar?

El Preceptor suspiró y bajó del alféizar. — De nuevo me hace preguntas a las que yo…

— ¡No! ¡Comprendo! — dijo Andrei con sentimiento, llevándose las manos al pecho —. Yo sólo…

— Espere. De nuevo me hace preguntas a las que, simplemente, no sé responder. Entiéndalo de una vez por todas: no sé responder. ¿Recuerda la erosión de las edificaciones? La transformación del agua en hiel… Aunque eso ocurrió antes de su llegada. Ahora, ahí lo tiene, los babuinos. Acuérdese: usted me preguntaba todo el tiempo cómo era eso de que personas de diferentes nacionalidades hablaran todas el mismo idioma y ni siquiera se dieran cuenta de ello. Acuérdese de cómo eso lo impresionaba, cómo no acababa de entenderlo e incluso se asustaba, cómo le demostraba a Kensi que él hablaba en ruso, y Kensi le decía que usted hablaba en japonés. ¿Lo recuerda? Y ahora usted ya se ha acostumbrado, ahora esas preguntas no le entran en la cabeza. Una de las condiciones del Experimento. El Experimento es eso, el Experimento, ¿qué más se puede decir en este caso? — Sonrió —. Vaya, vaya, Andrei. Su lugar está allí. La acción ante todo. Cada cual en su puesto, y cada cual hace todo lo que puede.

Andrei salió, ni siquiera salió sino que saltó al pasillo con una total sensación de vacío, bajó por la escalera principal hasta la plaza y al momento vio un grupo de personas con aire diligente, que se movían con serenidad en torno a un camión, bajo una farola. Sin vacilar, se incorporó al grupo, se abrió camino hasta la primera fila, le pusieron en las manos una pesada lanza metálica y se sintió armado, fuerte y listo para el combate decisivo.

No lejos, alguien daba órdenes sonoras (¡una voz conocida!), exigiendo que formaran en tres columnas, y Andrei, con la lanza apoyada sobre el hombro, corrió hacia allá y encontró un sitio entre un latinoamericano corpulento que llevaba tirantes por encima de la camisa de dormir y un intelectual escuálido, de cabello rubio, que se veía muy nervioso: a cada momento se quitaba las gafas, echaba el aliento sobre los cristales, los frotaba con un pañuelo y se las colocaba en la nariz, ayudándose con dos dedos.

El destacamento era pequeño, no más de treinta personas. Y su comandante resultaba ser Fritz Geiger, lo que por una parte era bastante molesto, pero por otra era imposible no darse cuenta de que, en la situación reinante, Geiger estaba, por así decirlo, en su puesto, aunque fuera un fascista fugitivo. Como correspondía a un suboficial de la Wehrmacht, soltaba abundantes tacos y no resultaba agradable oírlo.

— ¡Al-linearse! — gritaba para toda la plaza, como si estuviera dirigiendo un regimiento en unas maniobras de infantería —. ¡Oye, tú, el de las pantuflas! ¡Sí, tú mismo! ¡Mete la panza…! Y vosotros, qué pose es ésa, parecéis vacas recién ordeñadas. ¿Cómo, que no tiene que ver con vosotros? Las picas, apoyadas en el suelo. ¡No, en el hombro no, he dicho que en el suelo! ¡Tú, la vieja de los tirantes! ¡Fi-i-ir-mes! Seguidme… ¡De frente, march…!

Echaron a andar sin mucha marcialidad. Enseguida, el que iba atrás le pisó el pie a Andrei, que tropezó, empujó al intelectual con el hombro y éste dejó caer las gafas, que limpiaba por enésima vez.

— ¡Bestia! — le dijo Andrei al de atrás, sin poder contenerse.

— ¡Tenga más cuidado! — chilló el intelectual con voz aflautada —. ¡Por Dios, hombre!

Andrei lo ayudó a buscar las gafas, y cuando Fritz corrió hacia ellos, ahogándose de rabia, Andrei lo mandó a hacer puñetas.

Junto con el intelectual, que no paraba de dar las gracias y tropezar, alcanzaron la columna, caminaron otros veinte metros y recibieron la orden de montar en los transportes. Los «transportes», por cierto, eran un camión, un enorme vehículo para la distribución de mortero de cemento. Cuando subieron, descubrieron que algo chapoteaba y salpicaba bajo los pies. El tío de las pantuflas trepó la baranda con esfuerzo, bajó y anunció, chillando, que no tenía la intención de ir a ninguna parte en ese transporte. Fritz le ordenó que volviera a montar. El hombre, alzando más la voz, dijo que llevaba pantuflas y se le habían empapado los pies. Fritz lo llamó cerdo preñado. El hombre de las pantuflas empapadas no se amilanó y dijo que él en particular no era un cerdo, que posiblemente un cerdo estaría contento de viajar en aquel cenagal, que pedía humildes disculpas a todos los que habían aceptado viajar en aquella pocilga, pero… En ese momento, el latinoamericano bajó del camión, escupió despreciativamente delante de Fritz, metió sus pulgares bajo los tirantes y, sin prisa, se alejó de allí.

Contemplando todo aquello, Andrei se sintió inundado de cierta alegría maligna. No se trataba de que aprobara el comportamiento del hombre de las pantuflas, menos todavía lo que había hecho el latinoamericano, no había dudas de que ambos habían demostrado una carencia total de compañerismo, como verdaderos pancistas, pero le resultaba curioso saber qué haría en ese momento nuestro suboficial derrotado y cómo saldría de la situación creada.

Andrei se vio obligado a reconocer que el suboficial derrotado salió de la situación con honor. Sin decir palabra, Fritz giró sobre el tacón y saltó al estribo del lado del chofer.

— ¡En marcha! — ordenó. El camión echó a andar, y en ese instante conectaron el sol.

Manteniendo el equilibrio con dificultad y agarrándose a los que tenía al lado. Andrei torció el cuello para contemplar cómo se encendía el disco violeta en su lugar acostumbrado. Al principio tembló, como si tuviera pulsaciones, se hizo cada vez más brillante, se volvió naranja, amarillo, blanco, después se apagó un instante y al momento se encendió a toda potencia, y ya fue imposible mirarlo directamente.

Comenzaba un nuevo día. El cielo, totalmente negro y sin estrellas, se volvió de un azul turbio y estival, comenzó a soplar un viento ardiente como el del desierto, y la ciudad surgió como de la nada, brillante, multicolor, cruzada por sombras azuladas, enorme, ancha… Los pisos se amontonaban unos sobre otros, los edificios asomaban por encima de otros edificios, todos diferentes entre sí, y se hizo visible la Pared Incandescente, que se elevaba al cielo por la derecha, mientras por la izquierda, en los espacios entre los tejados, surgió un vacío azul, como si el mar estuviera allí, y al momento surgieron las ganas de beber. Muchos, por hábito, miraron el reloj en ese momento. Eran las ocho en punto.

El viaje duró poco. Al parecer, las hordas de simios aún no habían llegado allí: las calles estaban tranquilas y desiertas, como siempre a esa hora temprana. En algunas casas se abrían las ventanas, personas que acababan de despertar se estiraban y miraban indiferentes al camión. Mujeres con gorritos de dormir colgaban colchonetas en los alféizares de las ventanas. En uno de los balcones, un anciano nudoso de larga barba, con calzones a rayas, hacía sus ejercicios matutinos. El pánico aún no había llegado hasta allí, pero cerca de la manzana dieciséis comenzaron a aparecer los primeros fugitivos desaliñados, más enojados que asustados, algunos con bultos a la espalda. Esas personas, al ver el camión, se detenían, hacían señas con las manos y gritaban algo. El vehículo dobló hacia la Cuarta Izquierda con un bramido, atropellando casi a una pareja de ancianos que empujaba un carro de dos ruedas lleno de maletas, y se detuvo. Al momento todos vieron a los babuinos.

Los simios se sentían en la Cuarta Izquierda como en su casa, en la selva o dondequiera que vivieran. Con las colas levantadas en forma de gancho, caminaban despacio, en grupo, yendo de una acera a la otra, saltaban alegremente por las cornisas, se balanceaban colgando de las farolas, se paraban sobre las columnas con anuncios para buscarse unos a otros con atención, intercambiaban gruñidos, hacían muecas, se peleaban y hacían el amor con toda naturalidad. Una banda de bestias plateadas destrozaba un tenderete de comida, dos gamberros colilargos acosaban a una mujer transida de terror, paralizada en un portal, y una belleza lanuda, que descansaba sobre la caseta del regulador de tránsito, le mostraba la lengua a Andrei con coquetería. El viento cálido arrastraba a lo largo de la calle nubes de polvo, plumas de almohadones, hojas de papel, mechones de lana y olores rancios de guarida de animales. Andrei, confuso, miró a Fritz. Este, con los ojos entrecerrados y aspecto de experimentado jefe militar, examinaba el campo del inminente combate. El chofer apagó el motor y se hizo un silencio que estalló segundos después en sonidos salvajes, totalmente ajenos a la vida urbana: rugidos y maullidos, ronroneos profundos, eructos, chasquidos de lenguas, ronquidos… En ese momento, la mujer acorralada gritó con todas sus fuerzas y Fritz pasó a la acción.

— ¡Bajad! — ordenó —. Desplegaos, formando una cadena. ¡He dicho una cadena, no un bulto! ¡Adelante! ¡Pegadles, echadlos! ¡Que no quede aquí ni una de esas bestias! ¡Atizadles en la cabeza, en el lomo! ¡No los pinchéis, pegadles! ¡Adelante, rápido! ¡No os detengáis, eh, vosotros, los de allí atrás!

Andrei fue uno de los primeros en saltar. No buscó un lugar en la cadena, sino que agarró su pica de hierro con más comodidad y corrió en ayuda de la mujer. Los gamberros colilargos, al verlo, comenzaron a soltar una risa diabólica y huyeron a saltos por la calle, moviendo con descaro sus traseros asquerosos. La mujer seguía chillando con todas sus fuerzas, con los ojos y los puños cerrados, pero ya nada la amenazaba y Andrei se desentendió de ella. Echó a correr hacia los gamberros que destrozaban el tenderete.

Se trataba de animales grandes, con experiencia, sobre todo uno de ellos, de cola negra como el carbón, que estaba sentado sobre un barril y metía su brazo peludo hasta el hombro, sacaba pepinillos en salmuera y los devoraba con placer, escupiendo de cuando en cuando sobre sus colegas, que se divertían arrancando la pared de aglomerado del tenderete. Al ver a Andrei que se aproximaba, el de la cola negra dejó de masticar y se rió con lascivia. A Andrei no le gustó nada aquella mueca burlona, pero no podía retroceder.

— ¡Largo! — gritó, agitando la vara metálica, y se lanzó hacia delante.

El colinegro enseñó más los dientes, amenazador. Sus colmillos eran como los de un cachalote. Sin prisa bajó del barril, retrocedió unos pasos y se puso a mordisquearse el sobaco.

— ¡Fuera, bicho! — volvió a gritar Andrei y, tomando impulso, golpeó el barril con el hierro. Entonces el colinegro se echó a un lado y de un salto llegó a la cornisa del segundo piso. Alentado por la cobardía del adversario, Andrei corrió hacia el tenderete y golpeó la pared con la barra. La madera se agrietó y los compinches del colinegro salieron huyendo en diferentes direcciones. El campo de batalla había quedado limpio y Andrei miró a su alrededor.

Las huestes combativas de Fritz se habían dispersado. Confusos, los combatientes caminaban por la calle desierta, revisaban las entradas a los patios, se detenían, levantaban la cabeza y miraban a los babuinos que se amontonaban en las cornisas de los edificios. A lo lejos, haciendo girar un palo sobre su cabeza, corría el intelectual, persiguiendo a un mono cojo que huía sin prisa dos pasos por delante de él. No había contra quién combatir, hasta Fritz estaba confuso. De pie junto al camión, se mordisqueaba un dedo con el ceño fruncido.

Los babuinos, que se habían callado, al sentirse seguros comenzaron de nuevo a intercambiar réplicas, rascarse y hacer el amor. Los más descarados bajaban un poco y hacían muecas para provocar. Andrei volvió a ver al colinegro: estaba al otro lado de la calle, encaramado sobre una farola y retorciéndose de risa. Un hombre que parecía griego, pequeñito y muy moreno, con aspecto amenazador, caminó hacia la farola. Tomó impulso y, con todas sus fuerzas, lanzó la barra de hierro contra el colinegro. Hubo un estruendo, trozos de cristal volaron por los aires, el colinegro asustado se elevó casi un metro y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse con la cola, volvió a su pose anterior y, curvando la espalda, le soltó un chorro de excrementos líquidos al griego. Andrei estuvo a punto de vomitar y se volvió: el chorro le había dado de lleno al hombre, era imposible pensar en otra cosa. Caminó hacia Fritz. — ¿Qué vamos a hacer? — preguntó.

— El diablo sabrá… — respondió Fritz con rabia —. Si tuviera un lanzallamas…

— Podríamos traer ladrillos — propuso un jovenzuelo, con el rostro lleno de granos —. Soy de la fabrica de ladrillos. Podemos ir en el camión; en media hora estaremos de vuelta.

— No — dijo Fritz, autoritario —. Los ladrillos no sirven. Destrozaremos todos los cristales, y después, con esos mismos ladrillos, ellos nos… No, haría falta un poco de pirotecnia. Cohetes, petardos… ¡Si tuviéramos diez balones de fosgeno!

— ¿De dónde vamos a sacar petardos en la ciudad? — pronunció una voz de bajo en tono despectivo —. Y con respecto al fosgeno, prefiero a los monos…

Los hombres comenzaron a congregarse en torno al jefe. El único que permanecía lejos era el griego moreno, que se lavaba en una boca de riego mientras soltaba tacos a granel.

De reojo, Andrei miraba como el colinegro y sus compinches se acercaban sigilosamente al tenderete. Aquí y allá, en las ventanas de los edificios, comenzaron a aparecer rostros de habitantes locales, mayoritariamente de mujeres, pálidos por el terror vivido y rojos de excitación.

— ¿Qué hacéis ahí parados? — gritaban, irritadas, por las ventanas —. Echadlos de aquí, hombres… Mirad cómo desvalijan el tenderete… Hombres, ¿qué esperáis? ¡Tú, el rubio! ¡Ordena hacer algo, eh! ¿Por qué estáis ahí tiesos como postes? ¡Mis niños lloran! ¡Haced algo para que podamos salir! ¡Y se dicen hombres! ¡Se han asustado ante unos monos!

Los hombres miraban a su alrededor con aire sombrío. La moral estaba por los suelos.

— ¡Los bomberos! Hay que llamar a los bomberos — insistía el de la voz de bajo despectiva —. Con escaleras, con mangueras.

— No tenemos tantos bomberos.

— Los bomberos están en la calle Mayor.

— ¿No podríamos preparar antorchas? ¡Quizá el fuego los asuste!

— ¡Rayos! ¿A quién se le ocurrió quitarle las armas a la policía? ¡Que se las devuelvan!

— ¿Y no sería mejor que regresáramos a casa, colegas? Cada vez que pienso que mi esposa está sola en este momento…

— No diga tonterías. Todos tienen esposa. Esas mujeres también son esposas de alguien.

— Exactamente…

— ¿Y si subimos a las azoteas? Desde allí podríamos, digamos…

— ¿Con qué los vas a empujar, idiota? ¿Con tu lanza?

— ¡Asquerosos! — gritó de repente, con odio, el de la voz de bajo despectiva, corrió unos pasos y lanzó su barra de metal contra el sufrido tenderete; perforó la pared de aglomerado, la pandilla del colinegro lo miró sorprendida, y al momento volvieron a meter mano al barril de pepinillos y a los sacos de patatas.

Las mujeres se echaron a reír en las ventanas, burlándose del tipo.

— Pues, sí — dijo otro, como meditando en voz alta —. En cualquier caso, con nuestra presencia los mantenemos aquí, les impedimos seguir actuando. Eso está bien. Mientras estemos aquí, no se atreverán a continuar su avance en profundidad…

Todos comenzaron a mirar a su alrededor y a murmurar. Al instante hicieron callar al que intentaba razonar. En primer lugar, se veía que los babuinos continuaban su avance en profundidad sin prestar atención a la presencia de aquel prodigio de raciocinio. Y, en segundo, en caso de que los monos no avanzaran, ¿qué pretendía, pasar la noche allí? ¿Vivir allí? ¿Dormir allí? ¿Orinar y defecar allí?

En ese momento se escuchó el lento golpear de unos cascos, el chirrido de un carretón, y todos callaron y miraron calle arriba. Por el pavimento se aproximaba sin prisa un carro tirado por dos caballos, sobre el cual dormitaba, sentado de costado y con las piernas colgando por fuera, un hombre corpulento que vestía una guerrera militar desteñida del ejército ruso, unos pantalones de algodón, de uniforme, también desteñidos y ceñidos a las pantorrillas, y que calzaba unas gruesas botas de piel sintética. La cabeza inclinada del hombre estaba totalmente cubierta de cabellos castaños en desorden, y sostenía con indolencia las riendas en sus enormes manos quemadas por el sol. Los caballos (uno tordo y el otro bayo) avanzaban sin prisa y al parecer también dormían sobre la marcha.

— Va al mercado — dijo alguien, con respeto —. Es un granjero.

— Como si los granjeros no tuvieran suficientes desgracias, ahora sólo falta que esas bestias lleguen hasta allá…

— Por cierto, me imagino la que armarán los babuinos en los campos.

Andrei contemplaba la escena con curiosidad. Por primera vez desde que estaba en la ciudad veía a un granjero, aunque había oído muchas cosas sobre ellos. Se decía que eran sombríos y algo asilvestrados, que vivían lejos al norte y combatían allí duramente con ciénagas y selvas, que visitaban la ciudad solamente para vender sus productos y, a diferencia de los habitantes urbanos, nunca cambiaban de profesión.

El carro se acercaba lentamente. Su conductor, que de vez en cuando sacudía la cabeza sin despertarse y chasqueaba los labios, llevaba las riendas casi sueltas, pero de repente los monos, que hasta entonces se habían comportado más o menos pacíficamente, fueron presa de una violenta excitación. Quizá se debiera a los caballos, o posiblemente se hartaran de la presencia de multitudes ajenas en sus calles, el hecho es que comenzaron a agitarse, a correr de un lado a otro, a enseñar los dientes, y los más decididos subieron a las azoteas por los tubos de desagüe y se dedicaron a partir tejas.

Uno de los primeros trozos golpeó al cochero entre los omóplatos. El granjero se sacudió, se estiró y examinó los alrededores con ojos muy abiertos y enrojecidos. El primero al que vio fue al intelectual de las gafas, que regresaba agotado de su inútil persecución, caminando en solitario tras el carro. Sin decir palabra, el granjero soltó las riendas (los caballos se detuvieron al instante), saltó a la calle y, girando sobre la marcha, se lanzó hacia el que creía lo había agredido, pero en ese momento otro trozo de teja golpeó al intelectual en la sien. El hombre gritó, dejó caer la barra metálica y se agachó, agarrándose la cabeza con ambas manos. El granjero se detuvo, perplejo. En torno a él caían trozos de teja sobre el pavimento y se rompían en trocitos color naranja.

— ¡Destacamento, poneos a cubierto! — ordenó Fritz con decisión y corrió hacia el portal más cercano.

Todos echaron a correr en diferentes direcciones. Andrei se pegó a la pared en una zona fuera del alcance de los monos y siguió con interés los pasos del granjero, que totalmente perplejo miraba a su alrededor y no lograba entender nada, a juzgar por su expresión. Su mirada nebulosa se deslizaba por las cornisas y los tubos de desagüe, llenos de babuinos enloquecidos. Frunció el ceño, sacudió la cabeza y volvió a abrir los ojos.

— ¡Su puñetera madre, por la izquierda!

— ¡Cúbrete! — le gritaban de todas partes —. ¡Oye, el de la barba! ¡Ven aquí! ¡Tú, tonto del pantano, te van a romper el coco!

— ¿Qué ocurre? — preguntó el granjero a gritos, mirando al intelectual que se movía a cuatro patas, buscando sus gafas —. ¿Me puede decir quiénes son esos que están ahí?

— Monos, por supuesto — respondió el intelectual con irritación —. ¿Acaso no lo ve usted mismo, caballero?

— Vaya costumbres tienen aquí — pronunció el granjero, totalmente anonadado, pero ya bien despierto —. Siempre están inventando algo…

El ánimo de aquel habitante de las ciénagas era entonces filosófico y bonachón. Había llegado a la conclusión de que la ofensa que le habían inferido no podía ser considerada como tal, y en ese momento sólo se sentía algo confuso ante el espectáculo de las hordas peludas que saltaban por cornisas y farolas. Se limitaba a mover la cabeza en señal de reproche y a rascarse la barba. Pero en ese momento el intelectual encontró por fin sus gafas, recogió su vara y corrió a toda velocidad en busca de protección, de manera que el granjero quedó solo en el centro de la calle, un blanco único y bastante tentador para los francotiradores velludos. Lo desfavorable de su posición no tardó en hacerse notar. Media docena de grandes trozos de teja se estrellaron junto a sus pies, y fragmentos menores le golpearon la cabeza despeinada y los hombros.

— ¡Qué rayos es esto! — rugió el granjero.

Un nuevo fragmento le golpeó la frente. El hombre calló y corrió hacia su carro. Eso ocurría justo frente a Andrei, que primero pensó que el granjero montaría en el carro, lo mandaría todo al diablo y escaparía a su ciénaga, lejos de aquel lugar peligroso. Pero el barbudo no tenía la menor intención de irse. Mascullando tacos, comenzó a buscar algo en su cargamento con prisa febril. Su ancha espalda no dejaba que Andrei viera qué hacía, pero las mujeres del edificio de enfrente, que lo veían todo, de repente chillaron, cerraron las ventanas y desaparecieron de la vista. Andrei no tuvo tiempo siquiera de pestañear. El barbudo se acuclilló, y por encima de su cabeza apareció, apuntando a las azoteas, un cañón grueso, brillante, aceitado, cubierto por un cilindro metálico lleno de perforaciones…

— ¡A-al-to! — gritó Fritz, y Andrei lo vio correr hacia el carro a grandes saltos.

— Bestias inmundas, bichos… — mascullaba el barbudo, mientras realizaba movimientos complicados y ágiles con las manos, que iban acompañados por chasquidos metálicos y tintineos.

Andrei se encogió, esperando fuego y estruendo, y los monos en las azoteas también percibieron algo. Dejaron de moverse, se sentaron sobre sus colas y comenzaron a intercambiar opiniones, moviendo sus cabezas perrunas.

Pero Fritz ya estaba junto al carro. Agarró al barbudo por el hombro.

— ¡Suelte eso! — ordenó con autoridad.

— ¡Espera! — replicó el barbudo con desencanto, mientras movía el hombro —. Espera, ahora acabo con ellos, canallas colilargos…

— ¡Le he ordenado que suelte eso! — gritó Fritz.

Entonces, el barbudo lo miró y comenzó a levantarse lentamente.

— ¿Qué ocurre? — preguntó, alargando las palabras con un desprecio indescriptible. Tenía la misma estatura que Fritz, pero era mucho más ancho de hombros y tenía un tórax más potente.

— ¿De dónde ha sacado el arma? — preguntó Fritz con brusquedad —. ¡Sus documentos!

— ¡Vaya, mocoso! — replicó el barbudo, con amenazadora sorpresa —. ¿Así que quieres ver mis documentos? ¿Y no querrás esto, piojo albino?

Fritz no prestó atención al gesto grosero y continuó mirando a los ojos del barbudo.

— ¡Rumer! — gritó Fritz con todas sus fuerzas —. ¡Voronin! ¡Frijat! ¡A mí!

Al oír su apellido, Andrei se sorprendió, pero al momento se despegó de la pared y echó a andar sin prisa hacia el carretón. Del otro lado, a trote corto, se aproximaba el robusto Rumer, que en el pasado había sido boxeador profesional, y llegaba corriendo con todas sus fuerzas el amigo de Fritz, el pequeño y flaco Otto Frijat, un chico muy rubio de orejas enormes.

— Vamos, vamos — decía el granjero con expresión burlona, mientras observaba todos aquellos preparativos bélicos.

— De nuevo le ruego que muestre sus documentos — repitió Fritz con gélida cortesía.

— Puedes irte a hacer puñetas — respondió el barbudo con negligencia. Miraba sobre todo a Rumer, y como quien no quiere la cosa, colocó su mano sobre el mango de un látigo impresionante, hecho de piel cruda.

— ¡Chicos, chicos! — advirtió Andrei —. Oye, soldado, mejor no discutas, somos de la alcaldía…

— Me cisco en vuestra alcaldía — respondió el granjero, midiendo a Rumer con la mirada de la cabeza a los pies.

— ¿Qué pasa? — preguntó Rumer, con voz queda y ronca.

— Usted lo sabe perfectamente — le dijo Fritz al barbudo —. Las armas están prohibidas dentro de los límites de la ciudad. Sobre todo las ametralladoras. Si tiene autorización, le ruego que la muestre.

— ¿Y quiénes sois para pedirme la autorización? ¿Qué, sois la policía? ¿O algo así como la Gestapo?

— Somos un destacamento voluntario de autodefensa.

— Si sois de la autodefensa — replicó el barbudo soltando una risita burlona —, defendeos, quién os lo impide.

Iba madurando una conversación normal y sensata. El destacamento comenzó a agruparse en torno al carretón. Hasta los habitantes locales del género masculino salieron de los portales, llevando en las manos cosas tan dispares como atizadores, patas de silla o herramientas. Contemplaban con curiosidad al barbudo, así como la siniestra ametralladora que yacía sobre una lona, y algo redondo y de vidrio que asomaba su superficie brillante por debajo de la misma. Olfateaban el aire: el granjero estaba rodeado por una atmósfera muy particular, donde olía a sudor, embutidos preparados con ajo y bebidas alcohólicas.

Pero Andrei, con una ternura que lo asombraba a él mismo, contemplaba la guerrera desteñida con las axilas sudadas y un único botón de bronce (y, además, desabrochado) en el cuello, la gorra, con la huella de una estrella de cinco puntas, desplazada hacia la ceja derecha como era de rigor, las pesadas botas-aplastamierda de piel artificial; quizá lo único que rompía la imagen, lo que estaba fuera de lugar, era la barbita. Y en ese momento le vino a la cabeza la idea de que todo aquello debía concitar en Fritz pensamientos y sensaciones muy diferentes. Miró a Fritz, que permanecía tenso con los labios apretados en una línea fina, con arrugas despectivas en torno a la nariz, mientras intentaba congelar al barbudo con la mirada de sus ojos de un gris acerado, unos auténticos ojos arios.

— Nosotros no estamos obligados a pedir autorización — decía mientras tanto, displicente, el barbudo, que jugueteaba con el látigo —. En general, nosotros no estamos obligados a nada, únicamente tenemos la obligación de alimentaros a vosotros, gorrones.

— Está bien — resonó la voz de bajo en las filas traseras —. ¿Y de dónde ha salido la ametralladora?

— ¿La ametralladora? Gran cosa. Es la conexión entre la ciudad y la aldea. Yo te doy un cuarto trasero de un cerdo, tú me das una ametralladora, todo de manera limpia y honrada…

— No, no, no — volvió a retumbar la voz de bajo —. Como quiera que sea, una ametralladora no es un juguete, no es como una trituradora de grano…

— Pero yo creo — intervino el que intentaba razonar — que a los granjeros se les permite tener armas.

— ¡A nadie se le permite tener armas! — chilló Frijat, muy congestionado.

— ¡Vaya tontería! — repuso el que intentaba razonar.

— Claro que es una tontería — exclamó el barbudo —. Quisiera veros en nuestra ciénaga, por la noche, en épocas de celo…

— ¿Quién está en celo? — preguntó, interesadísimo, el intelectual que, gafas en mano, había logrado llegar hasta la primera fila.

— Uno que necesita estarlo — le respondió el granjero con desprecio.

— No, perdone… — balbuceó el intelectual —. Soy biólogo, y hasta este momento no he podido…

— Cállese — le ordenó Fritz —. Y a usted, le sugiero que me siga — continuó, dirigiéndose al barbudo —. Se lo sugiero para evitar un inútil derramamiento de sangre.

Sus miradas se cruzaron. Aquel barbudo maravilloso había entendido, siguiendo indicios que sólo él comprendía, con quién estaba tratando. Su pelambre facial se abrió en una sonrisita irónica.

— ¿Mleko-yaiki? — pronunció con una vocecilla repelente e injuriosa —. Hitler kaput1!

Le importaba un comino el derramamiento de sangre, inútil o no.

Fue como si a Fritz le pegaran un puñetazo en la barbilla. Echó la cabeza hacia atrás, su rostro pálido se volvió púrpura y sus pómulos se tensaron. Por un momento, Andrei creyó que se lanzaría contra el barbudo, y se dispuso a intervenir para evitar la pelea, pero Fritz se contuvo. La sangre huyó de su rostro.

— Eso no guarda relación alguna con este asunto — pronunció con sequedad —. Tenga la bondad de seguirme.

— ¡Déjelo usted en paz, Geiger! — dijo el de la voz de bajo —. Está claro que es un granjero. ¿A qué nos dedicamos ahora, a molestar a los granjeros?

Y todos asintieron y comenzaron a murmurar: sí, por supuesto, es un granjero, se irá y se llevará su ametralladora, no es un gángster, claro que no.

— Nuestra misión es espantar a los babuinos y aquí estamos, jugando a los policías — agregó el que intentaba razonar.

La tensión desapareció al momento. Habían olvidado a los babuinos, que de nuevo se paseaban por donde querían, comportándose como si estuvieran en la selva. Además, la población local parecía aburrida de esperar acciones decididas por parte del destacamento de autodefensa. Con seguridad habían llegado a la conclusión de que de allí no saldría nada bueno y que ellos mismos tenían que acomodarse a la situación. Y ya se veía a las mujeres, con aire diligente y labios apretados, con monederos en las manos, haciendo sus labores matutinas. Algunas llevaban en las manos escobas y palos de fregonas para espantar a los monos más descarados. Ya comenzaban a quitar las persianas del escaparate de la tienda, y el dueño del tenderete caminaba en torno a su quiosco semidestruido, se agachaba, se rascaba la espalda y, obviamente, calculaba algo mentalmente. Había cola en la parada del autobús, y ya se veía a lo lejos el primer transporte público, que tocó con fuerza el claxon, espantando a los babuinos que desconocían las reglas del tránsito e infringían las disposiciones del consistorio de la ciudad.

— Sí, señores míos — dijo una voz —. Parece que tendremos que habituarnos a todo esto. ¿Nos vamos a casa, jefe?

Fritz examinaba la calle con aire sombrío, mirando de reojo.

— Pues sí… — dijo, con voz sencillamente humana —. Vámonos todos a casa.

Giró sobre sí mismo, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia el camión. El destacamento lo siguió. Se encendieron cerillas y mecheros, alguien preguntaba, intranquilo, qué hacer con la llegada tarde al trabajo, si no sería bueno que les dieran una justificación por escrito… El que intentaba razonar también tenía algo que decir al respecto: ese día todos llegarían tarde al trabajo, no hacía falta justificación alguna. La multitud que rodeaba el carretón se dispersó. Sólo quedaron allí Andrei y el biólogo de gafas, que se había jurado a sí mismo no irse de allí sin averiguar quién tenía el celo en las ciénagas.

El barbudo, mientras desarmaba y guardaba de nuevo la ametralladora, explicó con condescendencia que quienes tenían el celo en las ciénagas eran los rojigátores, y los rojigátores, hermanos, eran algo así como cocodrilos. ¿Has visto a los cocodrilos? Pues igualitos, sólo que lanudos. Cubiertos de una lana roja y dura. Y cuando están en celo, hermanito, es mejor estar lo más lejos posible. En primer lugar, son más grandes que un buey, y en segundo, cuando están así no perciben nada, les da lo mismo una casa que un cobertizo, lo destrozan todo…

Los ojos del intelectual ardían de interés, escuchaba ansioso, arreglándose las gafas a cada momento con los dedos muy abiertos.

— ¿Vais a venir o no? — los llamó Fritz desde el camión —. ¡Andrei!

El intelectual miró hacia el camión, después miró su reloj, soltó un gemido lastimero y se puso a balbucear excusas y agradecimientos. Después, apretó y sacudió con todas sus fuerzas la mano del barbudo y se marchó corriendo. Pero Andrei decidió quedarse.

Ni él mismo sabía por qué se había quedado. Había sufrido algo así como un ataque de nostalgia. No se trataba de que añorara hablar en ruso, pues a su alrededor todos hablaban en ruso. Tampoco porque aquel barbudo le pareciera la encarnación de la patria, nada de eso. Pero había en él algo que no podía percibir en el cáustico Donald, en el alegre y ardiente, pero de todos modos algo ajeno Kensi, ni en Van, siempre bondadoso, siempre cortés, pero siempre asustado. Y mucho menos en Fritz, un hombre sobresaliente a su manera, pero enemigo mortal hasta el día anterior… Andrei no sospechaba cuánto añoraba aquel algo misterioso.

— ¿Qué, compatriota? — preguntó el barbudo mirándolo de reojo.

— De Leningrado — dijo Andrei, sintiéndose incómodo, y para ocultar aquella incomodidad, sacó el tabaco y convidó al barbudo.

— Vaya, vaya… — dijo el hombre, sacando un cigarrillo del paquete —. Así que eres un compatriota. Yo, hermanito, soy de Vologdá. ¿Has oído hablar de Cherepóviets? Pues de ahí mismo soy, de Cherepóviets.

— ¡Por supuesto! — replicó Andrei con alegría —. Ahora mismo acaban de inaugurar un enorme combinado metalúrgico, una planta gigantesca.

— ¡No me digas! — dijo el barbudo, con notable indiferencia —. Así que hasta allí han llegado. Está bien. ¿Y a qué te dedicas aquí? ¿Cómo te llamas? — Andrei se presentó. El barbudo siguió —: Como ves, soy campesino. Granjero, como dicen aquí. Me llamo Yuri Konstantinovich Davidov. ¿Quieres beber algo?

— Es demasiado temprano — dijo, dubitativo.

— Sí, puede ser — aceptó Yuri Konstantinovich —. Todavía tengo que ir al mercado. Yo llegué anoche y me fui directamente a los talleres, allí me habían prometido una ametralladora hace tiempo. Dimos unas vueltas, la probamos y les entregué un jamón, una garrafa de aguardiente, y cuando me di cuenta, habían desconectado el sol…

Mientras contaba aquello, Davidov había terminado de empaquetar toda su carga, había tomado las riendas, se había montado de lado en el carretón y los caballos habían echado a andar. Andrei caminaba a su lado.

— Sí — continuó Yuri Konstantinovich —. Habían desconectado el sol. Uno me dijo: «Vamos a un lugar que conozco». Fuimos allí, bebimos y comimos. Ya sabes que es difícil conseguir vodka en la ciudad, pero yo traigo aguardiente casero. Ellos ponían la música y yo la bebida. Por supuesto, había chicas… — Los recuerdos hicieron a Davidov sacudir la barba. Continuó, bajando la voz —: Hermanito, en las ciénagas hay muy pocas hembras. Hay una viuda, ¿entiendes? y vamos a verla… su marido se ahogó el año antepasado… Y ya sabes qué pasa: vas a verla, qué otra cosa puedes hacer, pero después tienes que arreglarle la cosechadora, o ayudarla a recoger la cosecha, o vaya usted a saber qué… ¡Menudo fastidio! — Espantó con el látigo a un babuino que seguía el carretón —. En general, hermanito, vivimos allí como si estuviéramos en combate. No es posible sobrevivir sin armas. ¿Y el rubio ese, quién era? ¿Un alemán?

— Sí, un alemán — respondió Andrei —. Antiguo suboficial, fue hecho prisionero en Konigsberg, y de allí vino para acá…

— Ya me parecía que tenía una jeta repugnante — explicó Davidov —. Esas malditas lombrices me hicieron retroceder hasta el mismo Moscú, terminé en el hospital de campaña, me volaron medio trasero. Pero después me desquité. Era tanquista, ¿entiendes? La última vez, ardí en las afueras de Praga… — Se retorció la barba —. ¡Mira qué casualidad! ¡Y nos hemos encontrado aquí!

— No es mala persona, es un tipo eficiente — dijo Andrei —. Y valiente. De vez en cuando monta un numerito, pero trabaja bien, con energías. En mi opinión, es una persona excelente para el Experimento. Un organizador.

Davidov se quedó callado un rato, chasqueando la lengua a los caballos.

— La semana pasada vino a las ciénagas uno de esos sujetos — comenzó a contar, tras la pausa —. Nos reunimos en casa de Kowalski, un granjero polaco que vive a diez kilómetros de mi granja; tiene una buena casa, amplia… Nos reunimos allí. Y el tío comienza a marearnos: que si entendemos bien las tareas del Experimento. Venía del ayuntamiento, del departamento agrícola. Y nos íbamos dando cuenta, claro, de que todo aquello llevaba a que si lo entendíamos bien, sería adecuado subir los impuestos… ¿Y tú, estás casado? — preguntó de repente.

— No.

— Te lo preguntaba porque hoy tendré que pasar la noche en alguna parte. Tengo un asuntito aquí mañana por la mañana.

— ¡Ni una palabra más! — respondió Andrei —. Mi piso está a su disposición. Venga, pase la noche allí, tengo mucho espacio, eso me alegra…

— Y a mí también me alegra — dijo Davidov, sonriendo —. Somos compatriotas.

— Anote la dirección. ¿Tiene dónde escribir?

— Simplemente dímela, la recordaré.

— Es muy sencilla: calle Mayor, número ciento cinco, piso dieciséis. La entrada es por el patio. Si por casualidad resulta que no estoy, busque al conserje, es un chino llamado Van, le dejaré la llave.

Davidov le caía muy bien a Andrei, aunque al parecer sus ideas no coincidían.

— ¿En qué año naciste? — preguntó el granjero.

— En el veintiocho.

— ¿Y cuándo saliste de Rusia?

— En el cincuenta y uno. Hace sólo cuatro meses.

— Aja. Yo vine de Rusia en el cuarenta y siete… Dime. Andriuja. ¿qué tal les va en el campo, ha mejorado algo?

— ¡Por supuesto! — dijo Andrei —. Lo han reconstruido todo, los precios bajan de año en año… Es verdad que no he estado en el campo tras la guerra, pero a juzgar por el cine y por los libros, ahora se vive bien allí.

— Hum… el cine — pronunció Davidov, dubitativo —. El cine, ¿te das cuenta? es algo que…

— Pues no. En la ciudad, en las tiendas hay de todo. Abolieron las cartillas de racionamiento hace tiempo. ¿De dónde sale todo? Está claro que de la aldea…

— Eso, sin la menor duda. De la aldea… — Davidov quedó pensativo un instante —. Cuando regresé del frente, mi mujer había muerto. Mi hijo había desaparecido. La aldea estaba desierta. Bueno, eso lo podemos arreglar, pensé. ¿Quién ha ganado la guerra? ¡Nosotros! O sea, ahora tenemos fuerza. Me propusieron como presidente del koljós. Acepté. En la aldea sólo había mujeres, así que no tenía necesidad de casarme. Pasamos el cuarenta y seis de cualquier manera, me dije que todo sería más fácil después de eso… — De repente calló y se mantuvo así un largo rato, como si se hubiera olvidado de la existencia de Andrei —. Felicidad para toda la humanidad — masculló de pronto —. ¿Tú crees en eso?

— Por supuesto.

— Yo también creía. No, pensé, en la aldea eso no va a funcionar. Seguro que se trata de un error, pensé. Antes de la guerra nos tenían atados por la cintura, después de la guerra, por la garganta. No, pensé, de esa manera nos van a ahogar. La vida era opaca, como las charreteras de un general. Yo comencé a beber, y de repente, el Experimento. — Suspiró pesadamente —. Entonces, qué crees, ¿les saldrá el Experimento?

— ¿Qué es eso de «les saldrá»? ¡«Nos» saldrá!

— Está bien, ¿nos saldrá? ¿Sí o no?

— Debe salir — repuso Andrei con firmeza —. Eso depende sólo de nosotros.

— Lo que depende de nosotros, lo hacemos. Allá, aquí… En general, no hay de qué quejarse, por supuesto. La vida, aunque dura, es mucho mejor. Lo fundamental es que dependes de ti. Y si viene alguien, lo tiras a la letrina y se acabó. ¿Eres militante del partido?

— De la Juventud Comunista. Usted. Yuri Konstantinovich, tiene un punto de vista demasiado lúgubre. El Experimento es el Experimento. Es difícil, hay muchos errores, pero seguro que no puede ser de otra manera. Cada cual en su puesto, cada cual hace todo lo que puede.

— ¿Y en qué puesto estás tú?

— Recogedor de basuras — dijo Andrei con orgullo.

— Un puesto importante — replicó Davidov —. ¿Eres especialista en algo?

— Mi especialidad es muy particular. Astrónomo. — Lo pronunció con cierto reparo y miró de reojo a Davidov, aguardando una burla, pero el granjero, por el contrario, se interesó.

— ¿De veras que eres astrónomo? Entonces, hermanito, tú debes saber dónde estamos metidos. ¿Es un planeta cualquiera o, digamos, una estrella? En las ciénagas, donde yo vivo, todos los días discuten eso, llegan hasta las manos, ¡te lo juro! Se hartan de aguardiente y cada cual comienza a soltar sus ideas… Hay quien dice que estamos como en un acuario, en la misma Tierra. Un acuario gigantesco, y en lugar de peces hay personas. ¡De verdad! Y, desde un punto de vista científico, ¿qué piensas tú de eso?

Andrei se rascó la coronilla y se echó a reír. En su piso esa discusión a veces se convertía casi en una pelea a puñetazos, sin que hiciera falta aguardiente. Y sobre aquello del acuario, Izya Katzman repetía las mismas palabras, riéndose y salpicando saliva.

— Cómo explicárselo… — comenzó —. Es algo complicado. Incomprensible. Pero, desde un punto de vista científico, sólo puedo decirle una cosa: es difícil que se trate de otro planeta. Y menos todavía de una estrella. En mi opinión, todo lo que hay aquí es artificial, y no guarda relación alguna con la astronomía.

— Un acuario — asintió Davidov con convicción —. Y el sol aquí es como una bombilla. Además, la pared amarilla que llega al cielo… Oye, dime, si sigo por este callejón, ¿llegaré al mercado o no?

— Llegará al mercado — respondió Andrei —. ¿Recuerda mi dirección?

— La recuerdo, espérame a la noche.

Davidov azotó levemente a los caballos, soltó un silbido y el carretón desapareció con estrépito por la calleja. Andrei se encaminó a su casa.

«Vaya buen tío — pensó, emocionado —. ¡Un soldado! Seguramente no se brindó voluntario para el Experimento, sino que huía de las privaciones, pero no soy quién para juzgarlo. Estaba herido, la economía andaba por los suelos, es lógico que vacilara. Y por lo que se ve, su vida aquí tampoco es un paseo. Y no es el único que vacila, aquí hay muchos que dudan…»

Los babuinos estaban a sus anchas en la calle Mayor. Sería porque Andrei ya se había acostumbrado a ellos, o porque se trataba de otros monos, pero ya no parecían tan descarados ni amenazadores como horas antes. Tomaban el sol en grupos, intercambiaban sonidos, se buscaban y cuando la gente pasaba a su lado, tendían sus manos peludas de palmas negras, y con expresión mendicante pestañeaban con ojos llorosos. Era como si hubiera aparecido de repente en la ciudad una enorme cantidad de mendigos. Andrei vio a Van en la entrada de su edificio. El chino estaba sentado sobre un pedestal, encorvado, con aire de tristeza, con las manos cansadas entre las rodillas.

— ¿Perdieron los bidones? — preguntó, sin levantar la cabeza —. Mira qué cosas pasan…

Andrei echó un vistazo por la entrada del patio y se asustó. La basura lo cubría todo, hasta la altura de la farola. Un estrecho caminito permitía llegar hasta la oficina del conserje.

— ¡Dios mío! — dijo Andrei, y empezó a agitarse —. Ahora mismo yo… espera… ahora voy… — Intentó recordar las calles por las que él y Donald habían pasado de madrugada y en qué lugar los fugitivos habían tirado los bidones del camión.

— No es necesario — dijo Van con desesperación —. Ya pasó por aquí una comisión. Anotó los números de los bidones y prometió que por la noche los traerían de vuelta. Por supuesto, no traerán nada esta noche, pero quizá lo hagan por la mañana, ¿eh?

— Van, date cuenta de que todo aquello fue un infierno, me da hasta vergüenza acordarme…

— Lo sé. Donald me ha contado cómo fue todo.

— ¿Ya está en casa? — preguntó Andrei, más animado.

— Sí. Dijo que no le pasara a nadie, que le dolían las muelas. Le di una botella de vodka y se fue.

— Vaya… — masculló Andrei, que contemplaba de nuevo los montones de basura.

Y de repente sintió unos deseos locos, insoportables, casi histéricos, de bañarse, de tirar el hediondo mono de trabajo, de olvidarse de que mañana tendría que palear toda aquella porquería… A su alrededor, el mundo se volvió pegajoso y maloliente. Andrei, sin decir una palabra más, atravesó corriendo el patio en dirección a su escalera, subió los peldaños de tres en tres temblando de impaciencia, llegó a su piso, buscó la llave bajo la alfombrilla, abrió la puerta y un aire fresco, perfumado con agua de colonia, lo acogió entre sus amantes brazos.

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