TRES

Ante todo, se desvistió hasta quedarse totalmente desnudo. Hizo un bulto con el mono de trabajo y la ropa interior, y lo tiró a una caja llena de cosas sucias. El fango, con el fango. A continuación, desnudo en el centro de la cocina, miró a su alrededor y un nuevo motivo de asco lo hizo estremecerse. La cocina estaba llena de vajilla sucia. En los rincones había montones de platos, cubiertos por telarañas azuladas de moho, que ocultaban caritativamente unos restos negruzcos. Sobre la mesa había un montón de copas manoseadas y turbias, vasos y latas de frutas en conserva. Y, encima de los taburetes, atufaban en silencio ollas ennegrecidas, sartenes llenas de grasa, espumaderas y cazos. Se dirigió al fregadero y abrió el grifo. ¡Qué felicidad! ¡Había agua caliente! Y se dedicó a poner orden.

Tras lavar toda la vajilla, agarró la fregona. Trabajó con dedicación y entusiasmo, como si estuviera limpiando la suciedad de su cuerpo. Pero no alcanzó a limpiar las cinco habitaciones. Se limitó a la cocina, el comedor y el dormitorio. En el resto, sólo echó un vistazo con cierta perplejidad: aún no se acostumbraba, y no podía comprender para qué una persona sola necesitaba tantos cuartos, sobre todo tan innecesariamente grandes y que olían a moho. Cerró bien las puertas de aquellas habitaciones y puso sillas delante.

Tenía que bajar al quiosco a comprar algo para la noche. Llegaría Davidov, y seguramente pasaría por allí alguien de la panda habitual. Pero decidió darse un baño antes que nada. El agua estaba ya casi fría, pero de todos modos era maravilloso. Después, vistió la cama de limpio. Y cuando vio la cama con sábanas impolutas y fundas almidonadas, cuando percibió el olor a frescura que salía de ellas, tuvo unas ganas repentinas y locas de acostarse sobre aquella limpieza olvidada con el cuerpo limpio, y se dejó caer con tal fuerza que los muelles defectuosos chirriaron y la vieja madera pulida crujió.

¡Sí, aquello era maravilloso! Era algo fresco, perfumado, crujiente… A la derecha, al alcance de su mano, había un paquete de cigarrillos y cerillas, y a la izquierda, también a su alcance, había una balda con novelas policíacas escogidas. Lo único que faltaba era un cenicero que estuviera a la misma distancia, y además, se le había olvidado limpiar el polvo de la balda, pero se trataba de algo sin la menor importancia. Seleccionó Diez negritos, de Agatha Christie, encendió un cigarrillo y se dedicó a leer.

Cuando se despertó, aún era de día. Escuchó con atención. En el piso y en el edificio reinaba el silencio: sólo el agua, que goteaba copiosamente de los grifos defectuosos, creaba un extraño conjunto de sonidos. Además, el dormitorio estaba limpio, y aquello era extraño y a la vez inexplicablemente agradable. Después, llamaron a la puerta. Se imaginó a Davidov, enérgico, tostado por el sol, con olor a heno y a aguardiente recién destilado, de pie delante del portal, con las riendas de los caballos en la mano y una botella de aguardiente ya preparada. Llamaron otra vez, y se despertó del todo.

— ¡Voooy! — gritó, se levantó de un salto y se puso a buscar los pantalones. Encontró unos a rayas, de pijama, que los anteriores inquilinos habían dejado olvidados, y se los puso con precipitación. La goma estaba pasada y tenía que aguantarse los pantalones por un lado.

En contra de lo que esperaba, al otro lado de la puerta principal nadie soltaba tacos con alegría, no relinchaban los caballos y no se oía agitarse ningún líquido. Sonriendo con anticipación, Andrei quitó el pestillo, abrió la puerta, dio un grito y retrocedió un paso mientras se agarraba la maldita goma con las dos manos. Ante él se encontraba la mismísima Selma Nagel, la nueva del número dieciocho.

— ¿No tendrá usted un cigarrillo por casualidad? — preguntó la chica, sin que mediara un saludo.

— Sí… por favor… entre… — balbuceó Andrei, retrocediendo unos pasos.

La chica entró y pasó por delante de él, envolviéndolo en el vaho de un perfume desconocido. Llegó hasta el comedor, mientras él cerraba la puerta de un golpe.

— ¡Un momento, espere, ahora voy! — gritó con desesperación corriendo al dormitorio.

«Ay, ay, ay — se dijo —. Ay, ay, ay, cómo es posible que yo…»

En realidad no sentía la menor vergüenza, incluso se sentía alegre de estar tan limpio, recién bañado, con sus hombros anchos, su piel lisa, sus bíceps y tríceps bien desarrollados: le daba lástima tener que vestirse. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hacerlo, abrió la maleta, rebuscó y encontró los pantalones de un chándal y una chaqueta deportiva, lavada y descolorida, con las letras LU entrelazadas en el pecho y la espalda. Así se presentó ante la hermosa Selma Nagel, sacando el pecho, con los hombros echados para atrás, caminando con ligereza y llevando un paquete de cigarrillos en la mano extendida.

La hermosa Selma Nagel cogió un cigarrillo con indiferencia, sacó un mechero y lo encendió. Ni siquiera miró a Andrei, y su aspecto parecía decir que nada en el mundo le interesaba. En realidad, no parecía tan hermosa a la luz del día. Su rostro no era completamente simétrico sino más bien basto: la nariz era corta y respingona, los pómulos demasiado anchos, y la boca grande estaba excesivamente pintada. Pero sus piernas, totalmente desnudas, estaban más allá de cualquier alabanza. Por desgracia, el resto no se dejaba ver, alguien le había enseñado a llevar ese tipo de ropa que más bien parece un saco. Un jersey. Y con semejante cuello. Como el de un buzo.

Estaba sentada en un sillón, con una bella pierna encima de la otra, también bella, y miraba a su alrededor sin emoción mientras sostenía el cigarrillo como los soldados, protegiendo el fuego dentro de la mano. Andrei se sentó con cierto desparpajo, pero con elegancia, en el borde de la mesa, y también encendió un cigarrillo.

— Me llamo Andrei — dijo él. Ella le dirigió una mirada indiferente. Sus ojos no eran lo que le habían parecido la noche anterior. Eran unos ojos grandes, pero no de color negro sino azul pálido, casi transparentes.

— Andrei — repitió la chica —. ¿Polaco?

— No, ruso. Y usted se llama Selma Nagel y es de Suecia.

— De Suecia — asintió ella —. ¿Así que era usted a quien zurraban en la comisaría?

— ¿En qué comisaría? — Andrei la miraba, perplejo —. Nadie me ha zurrado.

— Oye, Andrei, dime. ¿por qué no me funciona aquí este aparato? — De repente, se colocó sobre la rodilla una pequeña cajita laqueada, algo más grande que una caja de cerillas —. En todas las bandas sólo oigo pitidos y crujidos, nada de música.

Andrei tornó la cajita con cuidado y descubrió asombrado que se trataba de un receptor de radio.

— ¡Qué maravilla! — musitó —. ¿Con sintonía automática?

— ¡Y qué sé yo! — Le quitó el receptor, se oyó un ruido ronco, el chasquido de una descarga y un zumbido monótono —. No funciona. ¿Qué, nunca has visto uno así?

Andrei negó con la cabeza.

— En general, no debe funcionar — explicó —. Aquí sólo hay una estación de radio, y transmite directamente a la red urbana.

— ¡Dios mío! ¿Y qué puede hacer uno en este sitio? Tampoco hay caja tonta…

— ¿Caja tonta?

— La tele… ¡La te-ve!

— Ah, no creo que lo tengan planificado para un futuro próximo.

— ¡Qué aburrimiento!

— Puedes conseguir un fonógrafo — propuso Andrei, avergonzado: en realidad, qué mundo era aquél, sin radio, sin televisión, sin cine…

— ¿Fonógrafo? ¿Y qué es eso?

— ¿No sabes qué es un fonógrafo? — se asombró Andrei —. Pues un gramófono. Pones un disco…

— Ah, un tocadiscos… — dijo Selma, sin el menor entusiasmo —. ¿Y hay grabadoras?

— Vaya pregunta. ¿Qué crees que soy, un vendedor de equipos eléctricos?

— Eres como un salvaje — declaró Selma Nagel —. En una palabra, un ruso. Bien, escuchas el gramófono, seguramente bebes vodka y ¿qué más sabes hacer? ¿Corres en moto? ¿O resulta que tampoco tienes una moto?

— No he venido a este sitio para correr en moto — dijo Andrei, enojado —. Vine a trabajar. Y tú, por ejemplo, ¿qué te dispones a hacer aquí?

— Vaya, ha venido a trabajar… — dijo Selma —. Cuéntame por qué te zurraban en la comisaría.

— ¡Que no me zurraban en la comisaría! ¿De dónde has sacado eso? En general, aquí no golpean a nadie en las comisarías. No estamos en Suecia.

Selma soltó un silbido.

— Vaya, vaya — dijo, burlona —. Eso quiere decir que sólo ha sido un sueño. — Aplastó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro, se levantó y dio unos graciosos pasos de baile por la habitación —. ¿Y quién vivía aquí antes que tú? — preguntó, parándose delante del enorme retrato ovalado de una dama con traje lila que tenía un caniche sobre las rodillas —. Por ejemplo, el que vivía en mi piso era un maníaco sexual, sin la menor duda. Hay pornografía por todos los rincones, las paredes están llenas de preservativos usados, y en el armario encontré una colección de ligas para medias de mujer. No sé si se trata de un fetichista o de un lamedor.

— Eso es mentira — dijo Andrei, que se había quedado pasmado —. Todo eso es mentira, Selma Nagel.

— ¿Y qué razón tendría para mentir? — se asombró Selma —. ¿Quién vivía ahí? ¿Lo sabes? — ¡El alcalde! ¡El alcalde actual era el que vivía ahí! ¿Entiendes?

— Ah — dijo Selma, con indiferencia —. Entendido.

— ¿Qué has entendido? — dijo Andrei —. ¿Qué es lo que tú has entendido? — gritó, cada vez más airado —. ¿Qué puedes entender aquí? — Y calló de repente. De eso no se podía hablar. Era algo que se sufría por dentro.

— Con toda seguridad tiene casi cincuenta años — anunció Selma con aire de conocedora —. Está a un paso de la vejez, pierde los estribos. Está en la menopausia. — Sonrió y clavó de nuevo la mirada en el retrato con el caniche.

Se hizo el silencio. Andrei sufría por el alcalde, apretando los dientes. El alcalde era corpulento, imponente, totalmente canoso y de rostro muy atractivo. En las reuniones de los representantes de la ciudad hablaba muy bien: sobre la contención, la fuerza de espíritu, la capacidad interior de sacrificio, la moral… Y cuando te lo tropezabas en el descansillo de la escalera, siempre tendía una mano grande, cálida y seca, que uno apretaba con placer, y preguntaba, siempre cortés y atento, si el sonido de su máquina de escribir no le causaba molestias a él, Andrei, por las noches.

— ¡No me crees! — dijo Selma de repente. Ya no contemplaba el retrato, sino observaba a Andrei con una mezcla de enojo y curiosidad —. Pues no necesito que me creas. Lo que pasa es que me da asco limpiar todo eso. ¿Aquí no se podría contratar a alguien para que lo haga?

— Contratar a alguien — repitió Andrei, con expresión estúpida —. ¡Vete al diablo! — exclamó, iracundo —. Límpialo tú misma. Aquí no hay lugar para las que no quieren mancharse las manos.

Se miraron el uno al otro durante un rato, con mutua antipatía. Después, Selma apartó la vista a un lado.

— ¡No sé por qué demonios vine aquí! ¿Qué hago yo en este lugar?

— Nada de particular — dijo Andrei, sobreponiéndose a su antipatía. Había que ayudar a las personas. Había visto a demasiados novatos de todo tipo —. Harás lo que hacemos todos. Irás a la bolsa, llenarás una tarjeta, la echarás en el buzón de recepción… Allí tenemos una máquina distribuidora. ¿Qué eras en el otro mundo?

— Hetaira — dijo Selma.

— ¿Qué?

— ¿Cómo explicarte…? Uno, dos, y abres las piernas…

Andrei volvió a quedarse pasmado.

«Miente — pensó —. Todo el tiempo miente, la maldita. Se burla de mí como si fuera idiota.»

— ¿Y ganabas mucho dinero? — preguntó, sarcástico.

— Tonto — dijo ella, con voz casi cariñosa —. No se trataba de ganar dinero. Era sólo para divertirme. Para no aburrirme…

— ¿Cómo eras capaz…? — dijo Andrei con amargura —. ¿En qué estaban pensando tus padres? Eres joven, tendrías que haberte dedicado a estudiar…

— ¿Para qué? — preguntó Selma.

— ¿Cómo que para qué? Para ser alguien… Para ser ingeniera, maestra… Podrías haber ingresado en el partido comunista, luchar por el socialismo…

— Dios mío, dios mío — balbuceó Selma con voz ronca, se dejó caer de repente en el sillón y se cubrió el rostro con las manos.

Andrei se asustó, pero a la vez se sentía orgulloso y percibía la fuerza formidable de la responsabilidad.

— Tranquila, tranquila — dijo, acercándose a ella con movimientos torpes —. No importa qué hubo, eso quedó atrás. Se acabó. No te preocupes. Posiblemente es mejor que todo haya resultado así: aquí podrás recuperar lo perdido. Yo tengo muchos amigos, todos ellos son verdaderos seres humanos… — Recordó a Izya y frunció el entrecejo —. Te ayudaremos. Lucharemos juntos. ¡Aquí hay muchísimas cosas que hacer! Hay mucho desorden, bastante caos, basura… cada persona es necesaria. ¡No puedes imaginarte cuánta porquería ha venido huyendo para acá! Por supuesto, uno nunca lo pregunta, pero a veces entran ganas de saber para qué han venido aquí, quién necesita semejante basura. — Estaba a punto de darle a Selma una palmada amistosa, fraternal quizás, en el hombro.

— ¿Eso quiere decir que aquí todos son así? — preguntó la chica interrumpiéndolo, sin apartar el rostro de las manos.

— Así, ¿cómo?

— Como tú, Idiotas.

— ¿Quién te crees que eres?

Andrei se apeó de la mesa de un salto y comenzó a caminar en círculo por la habitación. Qué burguesa. Para colmo, ramera. Así que para no aburrirse… Además, la sinceridad de Selma lo impresionaba. La sinceridad era lo mejor. Cara a cara, a través de las barricadas. No era el caso de Izya, por ejemplo, que nunca se sabía si estaba contigo o no, siempre resbaladizo como un gusano, siempre capaz de escapar por cualquier resquicio…

Selma soltó una risita a su espalda.

— ¿Por qué das esas carreritas? — dijo —. No tengo la culpa de que seas tan idiota. Bueno, perdona.

Sin soltar vapor, Andrei hizo un gesto brusco en el aire con la mano.

— Escucha una cosa, Selma, eres una persona que se ha abandonado totalmente y hará falta mucho tiempo para dejarte limpia. Y te ruego que no te hagas la idea de que estoy furioso contigo personalmente. Es con la gente que te dejó caer tan bajo, con ellos tengo cuentas que arreglar. Pero contigo, no. Estás aquí, y eso significa que eres nuestra camarada. Si trabajas bien, seremos buenos amigos. Y vas a tener que trabajar bien. Aquí es como en el ejército: si no sabes, te enseñamos, si no quieres, ¡te obligamos! — Le encantaba oírse hablar, le recordaba los discursos de Liosha Baldaiev, el líder de los jóvenes comunistas de la facultad. En ese momento se dio cuenta de que Selma había apartado finalmente el rostro de las manos y lo miraba con curiosidad y miedo: le hizo un guiño, tratando de alentarla —. Sí, sí, te obligaremos, ¿qué te creías? A la obra venía cada holgazán… al principio sólo querían ir a tomar cerveza y después, a dormir al bosque. ¡Pero los educamos! ¡Y cómo! Sabes, el trabajo humaniza hasta a un mono.

— ¿Y aquí los monos andan paseándose siempre por las calles?

— No — dijo Andrei, en tono más lúgubre —. Sólo a partir de hoy. En honor a tu llegada.

— ¿Los van a humanizar? — preguntó Selma sigilosamente.

Andrei no pudo hacer otra cosa que reírse.

— Depende, si surge la necesidad — respondió —. Es posible que haga falta humanizarlos. El Experimento es el Experimento.

A pesar de su escarnecedora demencia, no le pareció que aquella idea careciera de cierto principio racional. Le pasó por la cabeza que sería bueno formular por la noche esa pregunta. Pero en ese mismo instante se le ocurrió otra cosa.

— ¿Qué vas a hacer esta noche? — preguntó.

— No sé, cualquier cosa. ¿Qué suelen hacer aquí?

Llamaron a la puerta. Andrei miró el reloj. Ya eran las siete, comenzaba la reunión.

— Esta noche te quedas conmigo — le dijo a Selma en tono categórico. A aquella persona tan consentida sólo se la podía tratar con firmeza —. No te prometo mucha diversión, pero conocerás a gente interesante. ¿De acuerdo?

Selma sólo encogió un hombro y se dedicó a arreglarse el cabello. Andrei fue a abrir. Ya estaban golpeando con los pies. Se trataba de Izya Katzman.

— ¿Quién está ahí, una mujer? — preguntó el recién llegado desde el umbral —. ¿Cuándo vas por fin a poner un timbre?

Como siempre al llegar a la reunión, Izya estaba cuidadosamente peinado, con el cuello de la camisa bien almidonado y los puños impecables. La corbata, estrecha y bien planchada, ocupaba con total precisión el espacio definido por una línea que iba desde la nariz hasta el ombligo. Pero, de todos modos, Andrei hubiera preferido en ese momento ver a Donald o a Kensi.

— Pasa, pasa, charlatán. ¿Qué te ocurre hoy, que has llegado antes que los demás?

— Pues sabía que tenías una mujer de visita — respondió Izya, frotándose las manos y riéndose por lo bajo —, y vine corriendo a echarle un vistazo.

Entraron en el comedor; Izya se encaminó hacia Selma.

— Izya Katzman — se presentó, con voz aterciopelada —. Basurero.

— Selma Nagel — respondió ella sin mucho entusiasmo, ofreciendo su mano —, ramera.

Izya rechinó de placer y besó delicadamente la mano de la chica.

— ¡A propósito! — dijo, volviéndose primero hacia Andrei, y después hacia Selma —. ¿No lo habéis oído? El consejo de representantes regionales estudia un proyecto de resolución. — Levantó un dedo y bajó la voz —. «Sobre la preservación del orden en la situación creada por la presencia en el casco urbano de grandes concentraciones de monos cinocéfalos». ¡Uf! Se propone la inscripción de todos los monos, a los que se les pondrá collares metálicos y placas con sus nombres propios, y a continuación serán adscritos a instituciones y ciudadanos particulares que, de ahí en adelante, serán responsables de ellos. — Soltó una risita, gruñó y comenzó a dar puñetazos con la mano derecha en la palma de su mano izquierda, mientras profería gemidos largos y agudos —. ¡Es grandioso! Lo han parado todo, en todas las fábricas se preparan con urgencia los collares y las placas. El señor alcalde adoptará personalmente a tres simios sexualmente maduros y llama a la población a imitar su ejemplo. ¿Adoptarás una mona, Andrei? ¡Selma se opondrá, pero el Experimento lo exige! Como todos saben, el Experimento es el Experimento. Espero que usted no ponga en duda, Selma, que el Experimento es precisamente un experimento, no un excremento, ni un exponente, ni un permanente, sino exactamente el Experimento…

— ¡Vaya charlatán! — logró intercalar Andrei, entre risotadas y gemidos.

Eso era lo que más temía. Ese nihilismo, ese pasotismo debía influir de manera desastrosa en los recién llegados. Por supuesto, era más divertido ir de casa en casa riéndose y burlándose de todo, en lugar de arremangarse y…

Izya dejó de reírse y, nervioso, comenzó a pasear por la habitación.

— Quizá no sea más que un rumor — dijo —. Es posible. Pero tú, Andrei, como siempre, no entiendes nada de la psicología de los jefes. En tu opinión, ¿a qué debe dedicarse la dirección?

— ¡A dirigir! — respondió Andrei, aceptando el reto —. A dirigir y no a parlotear, ni a difundir rumores. A coordinar las acciones de los ciudadanos y las organizaciones…

— ¡Detente! A coordinar las acciones, ¿con qué objetivo? ¿Cuál es el objetivo final de esa coordinación?

— Es elemental — respondió Andrei, encogiéndose de hombros —. El bienestar general, el orden, la creación de condiciones óptimas para el avance del progreso…

— ¡Oh! — Izya volvió a levantar el dedo. Entreabrió la boca y abrió mucho los ojos —. ¡Oh! — repitió y volvió a callar. Selma lo miraba con asombro —. ¡El orden! — proclamó Izya —. ¡El orden! — Sus ojos se abrieron todavía más —. Y ahora, imagina que en la ciudad que diriges aparecen incontables manadas de babuinos. No puedes echarlos, pues no cuentas con fuerzas suficientes para ello. Tampoco puedes alimentarlos de manera centralizada: no tienes suficiente comida, no te alcanzan las reservas. Los monos mendigan por las calles, creando un desorden insoportable: ¡aquí no hay ni puede haber mendigos! Los monos ensucian, no recogen sus desperdicios, y nadie tiene la intención de hacerlo por ellos. ¿Qué conclusión se saca de todo esto?

— Pues, en todo caso, nada de ponerles un collar — respondió Andrei.

— ¡Correcto! — dijo Izya, en tono aprobatorio —. Por supuesto, nada de ponerles un collar. La primera conclusión práctica: ocultar la existencia de los babuinos. Hacer como si no existieran. Pero, por desgracia, eso tampoco es posible. Son demasiados, y por el momento nuestro gobierno es asquerosamente democrático. Y de repente, surge una idea de una sencillez aplastante: ¡controlar la presencia de los babuinos! Legalizar el caos y el desorden, y convertirlos de esa manera en elementos de un orden riguroso, como corresponde al estilo de gobierno de nuestro bondadoso alcalde. En lugar de manadas de mendigos y gamberros, tendremos dulces mascotas domésticas. ¡Todos amamos a los animales! La reina Victoria amaba a los animales. Darwin amaba a los animales. Dicen que hasta Beria amaba a algunos animales, y qué decir de Hitler…

— Nuestro rey Gustavo también ama a los animales — intervino Selma —. Tiene gatos.

— ¡Excelente! — exclamó Izya, dándose puñetazos en la palma de la mano —. El rey Gustavo tiene gatos, y Andrei Voronin tiene un babuino personal. Y si ama lo suficiente a los animales, hasta dos babuinos…

Andrei se desentendió con un gesto y fue a la cocina, a revisar sus reservas. Mientras registraba los estantes, olisqueando con precaución y dando la vuelta a unos paquetes polvorientos con restos rancios y ennegrecidos, la voz de Izya seguía retumbando en la sala y de vez en cuando se oía la risa sonora de Selma y los gemidos y gruñidos del propio Izya.

No quedaba nada de comer: una patata ya germinada, una sospechosa lata de sardinas y una flauta de pan petrificada. Entonces, Andrei metió la mano en el cajón de la mesa de la cocina y decidió contar el dinero que le quedaba. Le llegaría exactamente hasta el día del cobro, siempre que ahorrara y no invitara a nadie sino, por el contrario, se dejara invitar.

«Me llevarán a la tumba — pensó Andrei, preocupado —. Al diablo, basta ya. Les sacaré las tripas a todos. ¿Qué se creen que es esto, un comedor público o qué? ¡Babuinos!»

Llamaron de nuevo a la puerta y Andrei fue a abrirla con una mueca siniestra en el rostro. Por el camino, se dio cuenta de que Selma estaba sentada sobre la mesa con las manos debajo de los muslos y la boca pintada hasta las orejas, ay, qué putita, mientras Izya seguía derrochando elocuencia delante de ella, haciendo amplios ademanes con sus brazos de babuino, perdida toda elegancia: el nudo de la corbata bajo la oreja derecha, los pelos de punta y las mangas de la camisa grises.

El recién llegado era el ex suboficial de la Wehrmacht Fritz Geiger, en compañía de su mejor amigo, el soldado de ese mismo ejército Otto Frijat.

— Se presentan dos efectivos — los saludó Andrei con su sonrisa siniestra.

Fritz entendió aquel saludo como una burla contra la dignidad de un suboficial alemán y su rostro se hizo impenetrable, mientras que Otto, un hombre blando y de rasgos espirituales imprecisos, se limitó a entrechocar los tacones y a sonreír con gesto obsequioso.

— ¿A qué viene ese tono? — preguntó Fritz con voz gélida —. ¿No será mejor que nos vayamos?

— ¿Habéis traído algo de comer? — preguntó Andrei.

— ¿De comer? — repitió Fritz la pregunta con un movimiento enigmático de la mandíbula inferior —. Pues… cómo decirte… — Y miró a Otto con expresión interrogante: éste, a su vez, sonrió avergonzado y se sacó del bolsillo de los pantalones una botella plana que le tendió a Andrei como si fuera un pase, con la etiqueta hacia arriba.

— Está bien… — dijo Andrei, ablandándose, y cogió la botella —. Pero, muchachos, tened en cuenta que no hay nada de comer. ¿No tendréis al menos un poco de dinero?

— ¿Y al menos nos dejarás que acabemos de entrar? — inquirió Fritz, que había vuelto la cabeza de lado levemente, con la oreja hacia la puerta, y escuchaba con atención las carcajadas femeninas que salían del comedor.

— ¡Dinero! — dijo Andrei, dejándolos entraren el vestíbulo —. ¡El dinero sobre la mesa!

— Ni siquiera aquí podemos evitar el pago de indemnizaciones de guerra, Otto — dijo Fritz, abriendo su monedero —. ¡Ahí tienes! — Metió varios billetes en la mano de Andrei —. Dale un cesto a Otto, dile qué hay que comprar y que vaya.

— Esperad un momento — dijo Andrei, y los condujo al comedor.

Mientras los tacones entrechocaban, se inclinaban cabelleras bien peinadas y se escuchaban piropos más bien bastos, Andrei llevó a Izya a un lado y, sin explicarle nada, le registró los bolsillos, cosa de la que su amigo ni siquiera pareció darse cuenta. Se limitó a tratar de quitarlo del camino para poder terminar la historia que estaba contando. Después de reunir todo lo que pudo hallar, Andrei se apartó y se puso a contar el monto de la indemnización recaudada. No era ni tanto ni tan poco. Miró a su alrededor. Selma seguía sentada sobre la mesa, moviendo las piernas. Su melancolía se había esfumado y parecía alegre. Fritz le encendía un cigarrillo. Izya se disponía a contar una nueva historia, entre risitas y exclamaciones. Otto, ruborizado, se sentía inseguro de sus modales en presencia de la chica, movía constantemente sus grandes orejas y permanecía de pie en medio de la habitación, en posición de firmes.

Andrei lo agarró por la manga y tiró de él hacia la cocina.

— Ven, no te echarán de menos.

Otto no se resistió, al parecer hasta sintió satisfacción. Al llegar a la cocina, se puso a trabajar de inmediato. Le quitó a Andrei la cesta para las verduras, la sacudió sobre el cubo de la basura (cosa que nunca se le hubiera ocurrido a Andrei), con rapidez y precisión cubrió el fondo con periódicos viejos, y encontró enseguida una bolsa de malla que Andrei había perdido el mes anterior.

— Quizá encuentre salsa de tomate… — dijo metiendo en la bolsa un tarro vacío que aclaró previamente, además de algunos periódicos viejos, por si acaso —. Vas y no tienen con qué envolver…

Todos los actos de Andrei se redujeron a pasar el dinero de un bolsillo a otro, a dar cortos paseítos impacientes, y a proferir exclamaciones tales como: «Vaya, ya está bien… Sí, vamos… ¿Vamos ya?».

— ¿Tú también vienes? — dijo Otto encantado, listo para salir.

— Sí, ¿por qué?

— Yo solo me basto.

— ¿Por qué solo? Entre los dos terminaremos antes. Tú te vas al mostrador, yo voy haciendo la cola para pagar…

— Tienes razón — dijo Otto —. Claro. Por supuesto.

Salieron por la puerta de servicio y bajaron por la escalera trasera. Por el camino espantaron a un babuino, que salió disparado por la ventana con tal celeridad que temieron por su vida, pero nada, estaba allí colgando de la escalera de incendios y enseñando los colmillos.

— Podríamos darle las mondas — dijo Andrei, pensativo —. En casa tengo mondas para una manada entera.

— ¿Voy a buscarlas? — propuso Otto con presteza.

— Más tarde — dijo, después de mirarlo, y siguió adelante. La escalera comenzaba a oler mal. En general, nunca había olido bien, pero había aparecido un nuevo hedor, y al bajar otro piso, descubrió la causa.

— Van tendrá que trabajar un poco más — dijo Andrei —. En este momento, lo peor es trabajar de conserje. ¿De qué trabajas ahora?

— De viceministro — respondió Otto, sin entusiasmo —. Llevo tres días en el cargo.

— ¿De qué ministerio? — se interesó Andrei.

— Del de formación profesional.

— ¿Es duro?

— No entiendo nada — dijo Otto, con tristeza —. Muchísimos papeles, informes, resoluciones, plantillas, presupuestos… Y allí nadie se entera. Todos andan corriendo de un lado para otro, todos preguntan… Espera, ¿adonde vas? — A la tienda.

— No. Vamos a la de Hofstatter. Es más barata, y como es alemán…

Fueron a la de Hofstatter, que en la esquina de la calle Mayor y la calle de la Antigua Persia tenía un establecimiento, mezcla de tienda de verduras y de ultramarinos. Andrei había estado allí un par de veces y se había marchado con las manos vacías. Había poco donde escoger y al parecer el propio Hofstatter elegía a sus clientes.

La tienda estaba vacía, y en los estantes se veían filas interminables de latas idénticas, que contenían rábano picante rosado. Andrei fue el primero en entrar.

— Voy a cerrar — dijo Hofstatter levantando su rostro abotagado y pálido de la caja.

Pero en ese mismo momento entró Otto, enganchando la cesta en el picaporte, y el rostro hinchado y pálido del tendero se iluminó con una sonrisa. El cierre de la tienda quedó pospuesto, claro. Otto y Hofstatter se perdieron en las entrañas del establecimiento, y al instante se oyó el sonido de cajas que se desplazaban, patatas que eran echadas en la cesta, tarros de vidrio que se iban llenando y voces que hablaban en murmullos.

Andrei echó una mirada a su alrededor. Sí, el comercio privado del señor Hofstatter ofrecía un espectáculo deplorable. La balanza, como era de esperar, no había pasado el control preceptivo, y la higiene era menos que satisfactoria.

«Por cierto, eso no es asunto mío — pensó Andrei —. Cuando todo funcione correctamente, los tíos como Hofstatter desaparecerán. Se puede decir que en el momento actual están ya a punto de desaparecer. En todo caso, no pueden dar servicio a todos. Qué buen camuflaje, ha puesto latas de rábano picante por todos lados. Habría que mandarle a Kensi. Nacionalista de mierda, vaya mercado negro que ha armado aquí. Sólo para alemanes.»

— ¡El dinero! — dijo Otto, en un susurro, saliendo de la trastienda.

Presuroso, Andrei le entregó un bulto de billetes arrugados. Otto, con no menos prisa, sacó varios billetes del montón, le devolvió el resto a Andrei y se perdió de nuevo en la trastienda. Un minuto después apareció tras el mostrador con la bolsa de malla y la cesta en las manos, ambas llenas a rebosar. A sus espaldas apareció el rostro de Hofstatter, semejante a una luna llena. Otto sudaba y no dejaba de sonreír.

— Vengan por aquí, jóvenes — repetía Hofstatter, bonachón —, vengan, me encanta ver alemanes auténticos… Me saludan en especial al señor Geiger… Para la semana que viene, me han prometido traer un poco de carne de cerdo. Díganle al señor Geiger que le reservaré tres kilos…

— Sin falta, señor Hofstatter — respondió Otto —. Y no olvide, por favor, hacerle llegar nuestros respetos a Elsa, en nombre de todos, y en especial del señor Geiger…

Hablaban a dúo, y aquel zumbido prosiguió hasta la misma puerta, donde Andrei le quitó de las manos a Otto la bolsa de malla, llena de zanahorias hermosas y limpias, remolachas firmes y cebollas blancas: entre ellas asomaba el cuello de una botella cerrada con un tapón, y encima, saliendo a través de la malla, había apio, acelgas, cilantro y perejil.

Cuando doblaron la esquina, Otto dejó la cesta sobre la acera, sacó un gran pañuelo a cuadros y, jadeando, se puso a enjugarse la cara.

— Espera… Descansemos un momento — dijo, en voz baja.

Andrei encendió un cigarrillo y convidó a Otto.

— ¿Dónde han comprado esas zanahorias? — preguntó al cruzarse con ellos una mujer vestida con un abrigo masculino de cuero.

— Se terminaron — respondió Otto con apresuramiento —. Éstas eran las últimas. Ya cerraron… Ese diablo calvo acabó con mi paciencia… — le contó a Andrei —. Ya no sé ni qué le he dicho. Cuando Fritz se entere, me va a arrancar la cabeza… Ni siquiera me acuerdo de qué le he prometido.

Andrei no entendía nada, y Otto se lo explicó en pocas palabras. — El señor Hofstatter, verdulero de Erfurt, tuvo una vida llena de esperanzas, pero carente de suerte. Cuando en 1932 un judío abrió una gran tienda moderna de verduras frente a la suya, obligándolo a cerrar, Hofstatter descubrió que era un alemán auténtico e ingresó en un destacamento de asalto. Allí estuvo a punto de hacer carrera, y en 1934 pudo darle personalmente un puñetazo en la jeta al judío antes mencionado, y estaba ya a punto de apropiarse de su negocio cuando en ese momento desenmascararon a Rohm, y Hofstatter fue depurado. En esa época ya estaba casado, y la bella Elsa de rubia melena ya había nacido. Durante varios años fue sobreviviendo como pudo, después lo llamaron a filas y comenzó apenas a participar en la conquista de Europa cuando fue alcanzado por una bomba de su propia aviación cerca de Dunkerque y recibió un enorme fragmento de metralla en los pulmones, de manera que, en lugar de ir a París, lo mandaron a un hospital militar en Dresde, donde estuvo ingresado hasta 1944, y estaba a punto de recibir el alta cuando tuvo lugar el famoso bombardeo de la aviación aliada que destruyó totalmente la ciudad en una noche. A causa del horror vivido entonces perdió todo el cabello, y según él mismo contaba, quedó algo trastornado. Por esa razón, al regresar a su Erfurt natal, estuvo escondido en el sótano de su casa en los momentos cruciales, en los que aún hubiera podido huir hacia el oeste. Cuando finalmente se decidió a salir a la luz, ya todo había terminado. Es verdad que le concedieron el permiso para poner una tienda de verduras, pero ni hablar de ampliarla. En 1946 falleció su mujer y él, ya totalmente trastornado, cedió a las propuestas de un Preceptor y, sin entender exactamente qué era aquello por lo que había optado, se mudó a la Ciudad con su hija. Allí se había recuperado un poco, aunque al parece hasta el presente sospechaba que estaba recluido en un gran campo especial de concentración del Asia Central, a donde habían enviado a todos los ciudadanos de Alemania Oriental. Pero nunca se había restablecido del todo. Adoraba a los alemanes auténticos (estaba seguro de poseer un olfato especial para detectarlos), tenía un miedo mortal a los chinos, los árabes y los negros, cuya presencia aquí no entendía y no podía explicar, pero al que más respetaba y consideraba era al señor Geiger. Ocurrió que, durante una de sus primeras visitas al establecimiento del señor Hofstatter, mientras Otto llenaba las bolsas de malla, el avispado Fritz comenzó a cortejar con rapidez, a lo militar, a la rubia Elsa, muy cabreada por haber perdido toda esperanza de un matrimonio decente. Y desde ese momento, en el alma del loco y calvo Hofstatter había brotado la rutilante esperanza de que aquel ario magnífico, apoyo del Führer y terror de los judíos, sacaría finalmente a la desgraciada familia de los Hofstatter de aquellas aguas turbulentas y la conduciría a un sereno remanso.

«Y a Fritz, qué más le da — se quejaba Otto, que a cada minuto cambiaba de mano el pesado cesto —. Visita a los Hofstatter una o dos veces al mes, cuando no nos queda nada de comer, acaricia un poco a esa tonta y se larga. Pero yo vengo aquí todas las semanas, a veces en dos o tres ocasiones… Hofstatter es un idiota total pero es un buen comerciante, tiene excelentes relaciones con los granjeros, el género que vende es de primera y los precios no son muy altos… ¡Estoy harto de contar mentiras! Debo asegurarle que Fritz está absolutamente enamorado de Elsa. O que el final de la judería internacional se aproxima y es inevitable. Que los ejércitos del gran Reich siguen avanzando hacia su tienda de verduras… Yo mismo me confundo, y creo que he acabado por enloquecerlo del todo. Pero me siento culpable por seguir comiéndole el coco a un viejo chalado. Ahora me ha preguntado qué pueden significar esos babuinos. Y yo, sin pensar, le suelto que se trata de un desembarco, de un desembarco de los arios, de una estratagema. No me creerás, pero se puso muy contento y me abrazó.

— ¿Y qué hay de Elsa? — preguntó Andrei con curiosidad —. ¿También está loca?

— Elsa… — El rostro de Otto se volvió de color púrpura y las orejas se le movieron. Tosió un par de veces —. También ahí tengo que trabajar como un caballo. A ella le da lo mismo, Fritz, Otto, Iván, Abraham… La chica tiene treinta años y Hofstatter sólo deja que Fritz y yo nos acerquemos a ella.

— Menudo par de canallas, tú y Fritz — dijo Andrei con sinceridad.

— ¡De los peores! — asintió Otto con tristeza —. Y lo más horrible es que no tengo la menor idea de cómo vamos a salir de este lío. Soy débil, no tengo carácter.

Guardaron silencio hasta llegar a la casa. Otto resoplaba y se cambiaba el cesto de mano. No quiso subir.

— Lleva esto tú, y pon a hervir agua en la olla grande — indicó —. Dame dinero; pasaré por la tienda, quizá encuentre algunas conservas. — Vaciló y bajó los ojos —. Tú… no le digas nada a Fritz de todo esto. O me dará un buen repaso. Ya sabes cómo es, le gusta que todo esté en su sitio. ¿Y a quién no le gusta eso?

Se separaron, y Andrei subió la bolsa de malla y el cesto por la escalera de atrás. El cesto pesaba muchísimo, como si Hofstatter lo hubiera llenado de balas de cañón.

«Sí, hermanito — pensaba Andrei con rabia —. ¿De qué Experimento se puede hablar si ocurren cosas así? ¿Cómo experimentar con gente como Otto y Fritz? Qué cabritos, no tienen honor ni conciencia. Pues, claro — pensó con amargura —. Vienen de la Wehrmacht, de la Hitlerjugend2. Escoria. ¡Hablaré con Fritz! Esto no puede quedar así, se trata de una persona que se corrompe moralmente ante nuestros ojos. ¡Pero podría convertirse en un ser humano auténtico! ¡Debe! A fin de cuentas, se puede decir que en aquella ocasión me salvó la vida. Me hubieran clavado una navaja entre las costillas y todo hubiera terminado. Pero se cagaron, todos manos arriba, y fue sólo por Fritz. ¡Eso es un ser humano! ¡Hay que luchar por él!»

Resbaló en uno de los residuos de la actividad biológica de los babuinos, soltó un taco y se dedicó a mirar dónde pisaba.

Tan pronto llegó a la cocina, se dio cuenta de que en el piso había ocurrido un cambio. En el comedor, el gramófono chirriaba y zumbaba. Se oía el ruido de platos. Los pies de los que bailaban se arrastraban por el suelo. Y por encima de todos aquellos sonidos, retumbaba la conocida voz de barítono de Yuri Konstantinovich.

— Tú, hermanito, deja fuera todo lo que tenga que ver con la economía y la sociología. Nos las arreglaremos sin eso. Pero la libertad, hermanito, eso es harina de otro costal. Por la libertad se puede hasta matar…

En la olla grande, puesta al fuego, hervía ya el agua: sobre la mesa de la cocina descansaba un cuchillo recién afilado, y del horno salía un delicioso olor a carne asada. En un rincón de la cocina, recostados uno contra otro, había dos robustos sacos de arpillera, y sobre ellos yacía una chaqueta enguatada, grasienta y quemada, un látigo conocido y unos arreos. Allí mismo estaba la ametralladora, lista para ser usada, con un cargador plano y pavonado que sobresalía de la recámara. Bajo la mesa se veía el destello de una garrafa que tenía pegadas pajitas y pelusa de maíz.

Andrei dejó caer el cesto y la bolsa de malla.

— ¡Eh, haraganes! — gritó —. El agua está hirviendo.

La voz de Davidov dejó de retumbar y en la puerta apareció Selma, con la cara roja y los ojos brillantes. Detrás de ella se veía a Fritz. Al parecer, estaban bailando y al ario aún no se le había ocurrido retirar sus manazas rojizas del talle de Selma.

— ¡Hofstatter te manda saludos! — dijo Andrei —. Elsa está preocupada porque no vas a verla… ¡El niño tiene casi un mes ya!

— Qué broma más estúpida — dijo Fritz, con gesto de asco, pero retiró sus manos de Selma —. ¿Dónde está Otto?

— Es verdad, el agua está hirviendo — dijo Selma, asombrada —. ¿Qué hay que hacer ahora?

— Agarra el cuchillo — dijo Andrei —, y ponte a pelar patatas. A ti, Fritz, creo que te encanta la ensalada de patatas. Así que ocúpate de eso, yo voy a hacer de anfitrión. Andrei dio un paso hacia el comedor, pero Izya Katzman lo retuvo en la puerta. Su cara brillaba, y parecía encantado.

— Oye — susurró, riéndose y salpicando saliva —, ¿de dónde has sacado a este tío tan estupendo? Resulta que allá, en las granjas, lo que tienen es un verdadero oeste salvaje. ¡Una locura americana!

— La locura rusa no es peor que la americana — dijo Andrei con desagrado.

— Sí, cómo no — gritó Izya —. «¡Cuando los cosacos judíos se rebelaron, hubo una insurrección en Birobidzhan, y a quien quiera atrapar a nuestro Berdichev, un forúnculo en el culo le saldrá…!»

— Basta de tonterías — dijo Andrei, serio —. No me gustan esas cosas… Fritz, te dejo a Selma y a Katzman para que te ayuden, preparadlo todo, y rápido, tengo hambre pero estoy cansado… Y no gritéis aquí. Otto debe llamar a la puerta, ha ido a buscar conservas.

Después de ponerlo todo en su sitio. Andrei fue al comedor y allí, antes que nada, le dio un fuerte apretón de manos a Yuri Konstantinovich. Éste, tan rubicundo y oloroso como por la mañana, estaba en el centro de la habitación, con las piernas muy separadas, enfundadas en botas de fieltro, y las manos metidas debajo del cinturón de soldado. Sus ojos mostraban alegría y algo de locura. Andrei había visto aquella mirada en personas desinhibidas, a quienes gustaba trabajar bastante, beber más y no temían a nada en el mundo.

— ¡Aquí estoy! — dijo Davidov —. He venido, como te prometí. ¿Has visto la garrafa? Para ti. Las patatas, para ti, dos sacos. Me daban algo por ellos. Pero pensé que no me hacía ninguna falta. Es mejor que se las lleve a una buena persona, pensé. Viven aquí, en sus casas de piedra, se pudren sin ver la luz del sol… Óyeme, Andrei, le estoy diciendo aquí a Kensi que deje todo esto. ¿Hay algo aquí que no hayáis visto? Recoged a vuestros niños, vuestras mujeres, vuestras novias, y venid con nosotros.

Kensi, que después de terminar su turno aún llevaba el uniforme, pero con la guerrera abierta, distribuía torpemente por la mesa, con una mano, platos de distintos tamaños. Llevaba vendada la mano izquierda. Sonrió y señaló a Davidov con la cabeza.

— Todo terminará así, Yura — dijo —. Vendrá una invasión de calamares y entonces huiremos todos a una a las ciénagas, con vosotros.

— No sé por qué tienen que esperar a esos… cómo se llaman… Mandad a esos calamares al infierno. Mañana regreso, el carro irá vacío, puedo llevar a tres familias con comodidad. Tú no tienes familia, ¿verdad? — se dirigió a Andrei.

— Dios me libre — dijo Andrei.

— Y esa chica, ¿es algo tuyo? ¿O no tiene nada que ver contigo?

— Es nueva. Llegó de madrugada.

— ¿Y no es mejor así? Es una señorita agradable, muy atenta. Recógela y nos vamos, ¿sí? Allí tenemos aire limpio. Y leche. Seguro que hace por lo menos un año que no tomas leche fresca. Siempre pregunto por qué no tienen leche fresca en las tiendas. Yo sólo tengo tres vacas, y dispongo de leche suficiente para cumplir con las entregas al estado, bebo toda la que quiero, alimento a los cerdos con ella y tiro una parte. Puedes vivir allí, ¿entiendes? Te levantas por la mañana para ir al campo a trabajar, y ella te da una jarra de leche fresca, recién ordeñada, ¿qué tal? — Hizo un guiño, cerrando con fuerza primero un ojo y después el otro, se echó a reír, le dio una palmada a Andrei en el hombro y se puso a dar paseítos por la habitación, haciendo rechinar las tablas del piso, apagó el gramófono y volvió junto a Andrei —. Y el aire que se respira allí. Aquí casi no queda, huele a jaula de fieras, eso es lo que respiráis… Kensi, no te esfuerces más. Llama a la chica, que ponga la mesa.

— Está en la cocina, pelando patatas — dijo Andrei con una sonrisa; después se dio cuenta y se puso a ayudar a Kensi.

Davidov era muy simpático. Muy entrañable. Como si lo conociera desde hacía años. ¿Y acaso sería mala idea largarse a las ciénagas? Con leche o sin ella, seguro que allí la vida era más saludable. ¡Míralo, si parece una escultura!

— Alguien llama — le dijo Davidov —. ¿Abro yo o vas tú?

— Ahora voy — dijo Andrei y fue hacia la puerta principal.

Al otro lado estaba Van, sin su chaqueta enguatada, con una camisa azul de seda sintética que le llegaba a las rodillas y una toalla en torno a la cabeza.

— ¡Han traído los bidones! — dijo, con una alegre sonrisa.

— Al diablo los bidones — replicó Andrei, en tono no menos alegre —. Que esperen. ¿Por qué has venido solo? ¿Dónde está Maylin?

— En casa. Está muy cansada. Duerme. El niño estaba malito.

— Entra, no te quedes ahí de pie… Vamos, te presentaré a un buen hombre.

— Ya nos conocemos — dijo Van mientras entraba en el comedor.

— ¡Ah, Vanya! — gritó Davidov, con súbita alegría —. ¡También has venido! Vaya — dijo, volviéndose hacia Kensi —, yo sabía que Andrei era un buen muchacho. Fíjate, en su casa se reúne gente buena. Tú, por ejemplo, o ese judío… cómo se llama… ¡Bien, ahora tendremos un gran festín! Voy a ver qué están haciendo ahí. En realidad, no había nada que hacer, pero no sé qué trabajo se han inventado…

Van apartó rápidamente a Kensi de la mesa y se dedicó a distribuir los cubiertos de forma cuidada y precisa. Kensi se arreglaba la venda con la mano libre, agarrándola con los dientes. Andrei se puso a ayudarlo.

— Donald no acaba de llegar — dijo, preocupado.

— Se encerró en su casa y pidió que no lo molestaran — explicó Van.

— Está muy raro últimamente, muchachos. Bueno, qué se le va a hacer. Oye, Kensi. ¿qué te ha pasado en la mano?

— Me ha atacado un babuino — explicó el policía, torciendo levemente el gesto —. El muy canalla. Me mordió hasta el hueso.

— No me digas — se asombró Andrei —. Creía que eran pacíficos.

— Pacíficos… Si te atrapan y comienzan a ponerte un collar…

— ¿De qué collar hablas?

— La orden quinientos siete. Censar a todos los babuinos y ponerles un collar numerado. Mañana se los vamos a entregar a la población. Pudimos pescar a unos veinte, y a los demás los espantamos hasta la circunscripción vecina, que averigüen allí qué hacer con ellos. ¿Qué haces ahí con la boca abierta? Trae más copas, no alcanzan.

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