DOS

Cuando se sentaron a la mesa. Geiger se volvió hacia Izya.

— Come, mi querido judío. Come y disfruta.

— No soy tu querido judío — replicó Izya, mientras se servía ensalada —. Te he dicho cien veces que soy mi propio judío. Tu querido judío es ése — dijo, señalando a Andrei con el tenedor.

— ¿Y no hay zumo de tomate? — preguntó Andrei, gruñón, examinando la mesa.

— ¿Quieres zumo de tomate? — preguntó Geiger —. ¡Parker! ¡Zumo de tomate para el señor consejero!

En la puerta del comedor apareció un joven corpulento y rozagante, el ayudante personal del presidente, que se aproximó a la mesa haciendo sonar suavemente las espuelas, y con una leve reverencia colocó delante de Andrei una jarra con zumo de tomate frío.

— Gracias, Parker — dijo Andrei —. No te preocupes, yo mismo me sirvo.

Geiger asintió y Parker desapareció.

— ¡Bien amaestrado! — masculló Izya con la boca llena.

— Un muchacho excelente — dijo Andrei.

— Manjuro, en la comida, ordena servir vodka — contó Izya.

— ¡Chivato! — le dijo Geiger, en tono de reproche.

— ¿Por qué? — se asombró Izya.

— Si Manjuro bebe vodka durante la jornada laboral, tengo que sancionarlo.

— No puedes fusilarlos a todos.

— La pena de muerte ha sido abolida — dijo Geiger —. Por cierto, no estoy seguro. Habría que preguntarle a Chachua…

— ¿Y qué le ocurrió al antecesor de Chachua? — preguntó Izya con expresión de inocencia.

— Fue pura casualidad — dijo Geiger —. Un tiroteo.

— Por cierto, era un funcionario de primera — señaló Andrei —. Chachua conoce su oficio, pero aquél… era un tipo fenomenal.

— Sí, metimos la pata muchas veces… — Geiger quedó pensativo —. Novatos, inexpertos…

— Todo lo que termina bien, está bien — dijo Andrei.

— ¡Todavía no ha terminado nada! — objetó Izya —. ¿De dónde sacan que todo ha terminado?

— Al menos, los tiros han terminado — gruñó Andrei.

— Los tiros de verdad todavía no han empezado — anunció Izya —. Oye, Fritz. ¿hubo un atentado contra ti?

— ¿Qué idiotez es ésa? — preguntó Geiger con el ceño fruncido —. Claro que no.

— Pues los habrá — prometió Izya.

— Gracias — respondió Geiger fríamente.

— Habrá atentados — prosiguió Izya —, se incrementará el consumo de drogas. Habrá motines de gente con la barriga llena. Ya han aparecido los hippies, de ellos no te digo nada. Habrá quien proteste suicidándose, pegándose fuego, haciéndose estallar. Por cierto, de ésos ya tenemos.

Geiger y Andrei intercambiaron miradas.

— Ahí lo tienes — dijo Andrei, molesto —. Ya lo sabe.

— Me encantaría saber cómo te has enterado — masculló Geiger, mirando a Izya con ojos entrecerrados.

— ¿Cómo me he enterado? — preguntó Izya con celeridad. Soltó el tenedor —. ¡Aguardad! ¡Ah! Entonces, ¿fue un suicidio de protesta? Ya me decía yo que todo eso era una idiotez. Obreros borrachos que van por ahí con dinamita… ¡Mira lo que era! Sinceramente, yo pensaba que era un atentado frustrado. Está claro. ¿Y quién ha sido?

— Un tal Dennis Lee — dijo Geiger tras un silencio —. Andrei lo conocía.

— Lee… — repitió Izya, pensativo, frotando unas salpicaduras de mayonesa en la solapa de su chaqueta —. Dennis Lee… Espera, ¿era un tipo muy flaco? ¿Periodista?

— Tú también lo conocías — dijo Andrei —. Acuérdate, en mi periódico…

— ¡Sí, sí! — exclamó Izya —. ¡Exacto! Lo recuerdo.

— Por Dios, mantén la boca cerrada — dijo Geiger.

En la cara de Izya apareció su pétrea sonrisa característica, y se puso a pellizcarse la verruga.

— Eso quiere decir… — balbuceó —. Está claro… Clarísimo… Se ató explosivos al cuerpo y fue a la plaza… Seguro que mandó cartas a todos los periódicos, qué locura. Claro, claro… ¿Y qué vas a hacer ahora? — se volvió hacia Geiger.

— Ya está hecho — dijo Geiger.

— ¡Sí, claro! — intervino Izya con impaciencia —. Todo es secreto, se ha hecho circular una mentira oficial, has azuzado a Rumen, pero no hablo de eso. ¿Qué piensas de todo esto? ¿O lo consideras algo casual?

— No. No considero que sea casual — dijo Geiger lentamente.

— ¡Gracias a Dios! — exclamó Izya.

— Y tú, ¿qué piensas? — le preguntó Andrei.

— ¿Y tú? — contraatacó Izya, volviéndose rápidamente hacia él.

— Yo pienso que toda sociedad ordenada tiene sus maníacos. Dennis era un maníaco, eso no deja lugar a dudas. Tenía delirios filosóficos. Y, por supuesto, no era el único en la Ciudad…

— ¿Y qué decía? — preguntó Izya, ansioso.

— Decía que se aburría. Decía que no hemos encontrado nuestro verdadero objetivo. Decía que todo el trabajo que hemos hecho para elevar el nivel de vida es una tontería y no resuelve nada. Decía muchas cosas, pero no podía proponer nada de utilidad. Un maníaco. Un histérico.

— Y, de todos modos, ¿qué quería? — preguntó Geiger.

— Los habituales delirios populistas — dijo Andrei con un ademán despectivo.

— No entiendo — repuso Geiger.

— Daba por seguro que la misión de las personas educadas era elevar al pueblo hasta su nivel. Pero, por supuesto, no tenía la menor idea de cómo hacerlo.

— ¿Y por eso se suicidó? — dijo Geiger, dudando.

— Te digo que se trataba de un maníaco.

— ¿Y cuál es tu opinión? — preguntó Geiger a Izya.

— Si llamamos maníaco — soltó Izya sin meditar la respuesta ni un instante — a una persona que analiza un problema sin solución, entonces sí, era un maníaco. Y tú — Izya señaló a Geiger con un dedo —, no lo entenderás. Tú eres de los que sólo se ocupan de problemas solubles.

— Supongamos — intervino Andrei — que Dennis estaba totalmente convencido de que el problema tenía solución.

— Ninguno de los dos entiende un carajo — declaró Izya rechazando la idea con un ademán —. Os consideráis tecnócratas, miembros de la élite. Para vosotros, la palabra demócrata es una injuria. Cada roto que reconozca su descosido correspondiente. Vosotros despreciáis profundamente a las masas y estáis orgullosísimos de este desprecio. Pero, en realidad, sois esclavos por completo de esas masas. Todo lo que hacéis, lo hacéis para las masas. Todo lo que os preocupa es algo que las masas necesitan en primer lugar. Vivís para las masas. Si las masas desaparecen, perderíais el sentido de vuestras vidas. Sois unos pobres albañiles que dais lástima. Y por esa misma razón nunca os convertiréis en maníacos. Todo lo que necesitan las grandes masas se consigue de manera relativamente fácil. Por eso, todas vuestras tareas tienen una solución previsible. Nunca entenderéis a las personas que se suicidan como señal de protesta.

— ¿Por qué no las vamos a entender? — replicó Andrei, irritado —. ¿Qué hay que entender? Por supuesto, hacemos lo que quiere la gran mayoría. Y a esa mayoría le damos, o le intentamos dar todo, menos ciertos lujos refinados que, por supuesto, esa mayoría no necesita. Pero siempre hay una minoría ínfima que quiere precisamente eso. Sólo tienen un deseo, como una idea fija. ¡Lo que quieren es esos lujos refinados! Simplemente, porque se trata de lo que no se puede conseguir. Así surgen los maníacos sociales. ¿Qué hay que entender? ¿O de veras crees que es posible elevar a todos esos imbéciles al nivel de la élite?

— No se trata de mí — dijo Izya, haciendo una mueca —. Yo no me considero esclavo de la mayoría ni servidor del pueblo. Nunca he trabajado para el pueblo y no considero que le deba nada…

— Bien, bien — dijo Geiger —. Todo el mundo sabe que sigues tu camino. Volviendo a los suicidios: ¿acaso consideras que habrá suicidios de ese tipo, no importa cuál sea la política que llevemos a cabo?

— ¡Ocurrirán, precisamente porque lleváis a cabo una política bien definida! — dijo Izya —. Y mientras más tiempo pase, más suicidios habrá, porque le quitáis a la gente la preocupación por el pan nuestro de cada día y no le dais nada a cambio. La gente se asquea y se aburre. Por eso habrá suicidios, drogadicción, revoluciones sexuales y motines estúpidos por cualquier motivo baladí.

— ¡Pero qué tonterías dices! — exclamó Andrei, de todo corazón —. Piensa lo que dices, tú, experimentador piojoso. ¡Necesita algo picante en la vida, pobrecito! ¿Es eso, no? ¿Propones crear insuficiencias artificiales? ¡Medita qué saldría de ahí!

— No me sale a mí — dijo Izya, extendiendo la mano dañada por encima de la mesa para coger el cuenco de la salsa —. Te sale a ti. Y que no podéis dar nada a cambio, eso es un hecho. Vuestras grandes obras son absurdas. El Experimento por encima de los experimentadores es un delirio, es algo que a nadie le importa… Y dejad de gruñirme, no os estoy acusando de nada. Simplemente, las cosas son así. Ése es el destino de todos los populistas, y no importa que vista la toga del tecnócrata bienhechor, o que pretenda inculcarle al pueblo ciertos ideales sin los que, en su opinión, el pueblo no podría vivir… Son las dos caras de la misma moneda. Al final, o bien el motín de los hambrientos, o bien el motín de los hartos, elegid a vuestro gusto. Habéis optado por el motín de los hartos, y perfecto, ¿por qué os lanzáis contra mí?

— No manches de salsa el mantel — le dijo Geiger, molesto.

— Perdón… — Distraído, Izya extendió con una servilleta el charco de salsa sobre el mantel —. Eso se demuestra aritméticamente. Supongamos que los insatisfechos son sólo el uno por ciento. Si en la Ciudad hay un millón de habitantes, eso quiere decir que los insatisfechos son diez mil. Que sean una décima parte. Mil, entonces. Esos mil comenzarán a gritar bajo vuestras ventanas. Y además, tened en cuenta que no existen personas totalmente satisfechas. Sólo existen los totalmente insatisfechos. A cada persona le falta algo. Digamos que está conforme con todo, pero no tiene coche. ¿Por qué? Pues en la Tierra estaba habituado al coche, pero aquí no lo tiene, y lo peor, no está previsto que lo vaya a tener… ¿Os imagináis cuánta gente así hay en la ciudad? — Izya calló y se dedicó a comer macarrones, cubriéndolos con abundante salsa —. Qué comida más sabrosa — añadió —. Con mis ingresos, el único lugar donde se come de veras es en la Casa de Vidrio.

Andrei lo miraba comer. Soltó un gruñido y se sirvió zumo de tomate. Lo bebió y encendió un cigarrillo.

«Siempre es apocalíptico. Las siete plagas… Las bestias, bestias son. Por supuesto, se amotinarán, para eso tenemos a Rumer. Es verdad que el motín de los hartos es algo novedoso, casi una paradoja. Creo que eso nunca ha ocurrido en la Tierra. Al menos, durante mi vida. Y los clásicos no hablan de nada semejante. Pero un motín es un motín. El Experimento es el Experimento, el fútbol es el fútbol… ¡Puaj!»

Se volvió hacia Geiger. Fritz, recostado en su butacón, con aire distraído se hurgaba entre los dientes con un dedo, y una idea de una terrible simplicidad aturdió repentinamente a Andrei: «Dios mío, no es nada más que un suboficial de la Wehrmacht, un soldado sin estudios que no había leído en toda su vida ni diez libros, ¡y él era quien decidía! Por cierto, yo también decido».

— En nuestra situación — le dijo a Izya —, la persona decente no tiene opción. La gente pasó hambre, fue reprimida, padeció terror y tortura física; niños, ancianos, mujeres… Crear condiciones para una vida digna era nuestro deber.

— Correcto, correcto — dijo Izya —. Lo entiendo perfectamente. Habéis actuado movidos por la lástima, la caridad, etcétera. No se trata de eso. No es difícil sentir lástima de mujeres y niños que lloran de hambre, eso está al alcance de cualquiera. Pero ¿podríais sentir lástima de un tío saludable, bien comido, con un órgano sexual — Izya hizo un gesto demostrativo — de este tamaño? ¿De un tío corroído por el hastío? Al parecer, Dennis Lee podía, pero vosotros, ¿seríais capaces de ello? ¿O lo pondríais inmediatamente ante el paredón?

Calló al ver que Parker hacía su entrada acompañado por dos bellas chicas con delantales blancos. Recogieron la mesa, sirvieron el café con nata batida. Izya se embadurnó enseguida y se dedicó a relamerse hasta las orejas, como un gato.

— Y, en general, ¿sabéis qué creo? — comenzó a decir, pensativo —. Tan pronto la sociedad soluciona alguno de sus problemas, al instante surge otro de las mismas dimensiones… no, de dimensiones mayores. — Se animó —. De aquí sale una deducción muy interesante. A fin de cuentas, la sociedad se enfrentará a problemas tan complicados que su solución ya no estará en manos de las personas. Y en ese momento, el progreso se detendrá.

— Tonterías — dijo Andrei —. La humanidad no se planteará problemas que no sea capaz de solucionar.

— Y yo no hablo de los problemas que se planteará la humanidad. Esos problemas aparecerán por sí solos. La humanidad nunca se planteó el problema del hambre. Simplemente, pasaba hambre.

— ¡Otra vez! — dijo Geiger —. Basta. Qué ganas de hablar y hablar. Podría pensarse que no tenemos otra cosa que hacer más que darle a la sinhueso.

— ¿Y qué otra cosa tenemos que hacer? — se asombró Izya —. Por ejemplo, ahora estoy en mi hora de comida.

— Como quieras — repuso Geiger —. Yo quería hablar de tu expedición. Pero podemos dejarlo para otra ocasión, claro.

— Perdona — dijo, muy serio, Izya; se había quedado inmóvil, con la cafetera en la mano —. ¿Por qué dejarlo para otra ocasión? De eso nada, ya lo hemos hecho unas cuantas veces…

— ¿Y por qué habláis tanto? — le respondió Geiger —. De oíros, se le secan las orejas a cualquiera.

— ¿Qué expedición es ésa? — intervino Andrei —. ¿A buscar los archivos?

— ¡La gran expedición al norte! — anunció Izya, pero Geiger lo detuvo con un gesto de su enorme mano blanca.

— Es una conversación preliminar — dijo —, pero ya he aprobado la expedición y he asignado los recursos. El transporte estará listo dentro de tres o cuatro meses. Y ahora habría que esbozar los objetivos generales y el programa de trabajo.

— ¿Eso quiere decir que será una expedición compleja? — preguntó Andrei.

— Sí, Izya tendrá sus archivos, y tú podrás llevar a cabo observaciones del sol y todo lo demás que te haga falta.

— ¡Gracias a Dios! — dijo Andrei —. ¡Por fin!

— Pero tendréis, al menos, un objetivo adicional — dijo Geiger —. Exploración en profundidad. La expedición debe llegar lo más lejos posible al norte. Lo más lejos posible. Hasta donde alcancen el agua y el combustible. Por eso, hay que seleccionar con especial cuidado, con mucha atención, a las personas que formarán parte del grupo. Sólo voluntarios, y los mejores entre los voluntarios. Nadie sabe a ciencia cierta qué puede haber allí, al norte. Es totalmente posible que no sólo tengan que buscar papeles y mirar por el telescopio, sino que además haya que disparar, asediar, escapar de un cerco y cosas así. Por eso, habrá militares en el grupo. Quiénes y cuántos serán, lo precisaremos más tarde…

— ¡Los menos posible! — dijo Andrei, arrugando el gesto —. Conozco bien a tus militares, será imposible trabajar… — Molesto, apartó la taza —. Y, la verdad, no entiendo. No entiendo con qué objetivo irán los militares. No entiendo qué tiroteos puede haber allí. Se trata del desierto, de ruinas, ¿quién nos va a disparar?

— Hermanito, allí puede haber de todo — dijo Izya, divertido.

— ¿Qué significa «de todo»? Pudiera ser que aquello estuviera lleno de demonios, y entonces ¿tendríamos que llevar sacerdotes?

— ¿Me dejáis que termine de hablar? — preguntó Geiger.

— Habla — masculló Andrei, molesto.

«Siempre sale así — pensó —. Como cuando lo acarician a uno con la pata de un mono. Si el deseo se cumple, lo hace con una carga adicional tal que hubiera sido mejor que no se cumpliera. De eso, nada. No pondré la expedición en manos de los señores oficiales. El jefe de la expedición es Quejada. Jefe de la parte científica y de todo el grupo. De otra manera, idos a hacer puñetas, no tendréis datos cosmográficos y que los cabos le den órdenes a Izya. La expedición es científica, y por tanto será dirigida por un científico.» En ese momento recordó que Quejada no gozaba de confianza política, y el recuerdo lo enojó tanto que pasó por alto una parte de lo que decía Geiger.

— ¿Qué, qué? — preguntó, con una sacudida de alarma.

— Te pregunto: ¿a qué distancia de la Ciudad puede hallarse el fin del mundo?

— Más exactamente, el principio — intervino Izya.

Andrei, molesto, se encogió de hombros.

— ¿Lees mis informes? — le preguntó a Geiger.

— Los leo. En ellos se dice que al alejarse hacia el norte, el sol se acerca al horizonte. Es obvio que en un punto lejano del norte, baja a la altura del horizonte y más adelante se pierde de vista. Entonces, te pregunto: ¿puedes decir qué distancia hay hasta ese sitio?

— No lees mis informes — dijo Andrei —. Si los hubieras leído, te habrías dado cuenta de que he organizado esta expedición precisamente para aclarar dónde se encuentra el lugar en el que comienza el mundo.

— Eso lo he entendido — dijo Geiger con paciencia —. Y te pregunto la distancia aproximada. ¿Puedes darme aunque sea una estimación de ese dato? ¿De cuánto estamos hablando, de mil kilómetros? ¿Cien mil? ¿Un millón? Estamos definiendo los objetivos de la expedición, ¿entiendes? Si ese objetivo se encuentra a un millón de kilómetros de distancia, deja de ser un objetivo válido. Pero si…

— Está claro, está claro — dijo Andrei —. Debiste formularlo así. Veamos… La dificultad consiste en que no conocemos la curvatura del mundo ni la distancia hasta el sol. Si contáramos con muchas observaciones a lo largo de toda la Ciudad, no de la actual, sino desde el principio hasta el día de hoy, entonces podríamos calcular esa magnitud. Necesitamos un arco grande, ¿entiendes? Al menos, varios centenares de kilómetros. Pero sólo tenemos material para un arco de cincuenta kilómetros. Por eso, la precisión es ínfima.

— Dame el mínimo y el máximo — insistió Geiger.

— El máximo es el infinito, en caso de que el mundo sea plano. Y el mínimo es del orden de mil kilómetros.

— Sois unos vividores — dijo Geiger, con gesto despectivo —. He invertido tanto dinero en vosotros, y como resultado…

— No digas eso — replicó Andrei —. Llevo dos años intentando conseguir que se lleve a cabo la expedición. Si quieres conocer en qué mundo vives, dame dinero, transporte, gente… De otra manera, no tendrás nada. Sólo necesitamos un arco de unos quinientos kilómetros. Mediremos la gravitación, la variación de brillo, los cambios según la altura…

— Está bien — lo interrumpió Geiger —, dejemos eso para otro día. Son detallitos. Sólo quiero que os quede bien claro que uno de los objetivos de la expedición es llegar hasta el principio del mundo. ¿Lo habéis entendido?

— Lo hemos entendido — dijo Andrei —. Pero no entiendo qué falta te hace eso.

— Quiero saber qué hay allí. Y allí hay algo. Algo de lo que dependen muchísimas cosas.

— ¿Por ejemplo?

— Por ejemplo, la Anticiudad.

— La Anticiudad… — Andrei soltó un bufido —. ¿Aún crees en eso?

Geiger se levantó, cruzó las manos a la espalda y comenzó a pasearse por el comedor.

— Creer, no creer… Debo saber con toda seguridad si existe o no.

— Personalmente — dijo Andrei —, hace mucho tiempo que considero que la Anticiudad no es nada más que un invento de los antiguos dirigentes.

— Como el Edificio Rojo — dijo Izya quedamente, soltando una risita.

— El Edificio Rojo no viene al caso — replicó Andrei frunciendo el ceño —. El propio Geiger ha asegurado que la antigua dirección preparaba una dictadura militar, que les hacía falta una amenaza exterior, y ahí tenéis la Anticiudad.

— ¿Y por qué tú te manifiestas en contra de que la expedición llegue hasta el final? — preguntó Geiger, deteniéndose delante de ambos —. ¿Acaso no sientes curiosidad por saber qué puede haber allí? ¡Qué consejeros me ha dado el cielo!

— ¡Allí no hay nada! — dijo Andrei, presa de cierta contusión —. Un frío terrible, la noche eterna, un desierto de hielo. El lado oculto de la Luna, ¿entiendes?

— Dispongo de otros datos — dijo Geiger —. La Anticiudad existe. No hay allí ningún desierto helado, y si existe, es posible atravesarlo. Allí hay una ciudad igual que la nuestra, pero no sabemos lo que ocurre en ella ni qué quieren sus habitantes. Y se cuenta, por ejemplo, que allí todo funciona al revés. Cuando nos va bien, a ellos les va mal… — Se interrumpió y volvió a pasearse por el comedor.

— Dios mío. ¿Qué fantasía delirante es ésa?

Miro a Izya y calló. Izya estaba sentado cómodamente, con las manos cruzadas tras el espaldar del butacón, la corbata debajo de una oreja, rutilante, con un brillo aceitoso, mirando a Andrei con expresión victoriosa.

— Está claro — dijo Andrei —. ¿Puedes decirme de qué fuente has obtenido esos datos? — le preguntó a Izya.

— Del mismo sitio — respondió Izya —. La historia es una ciencia grandiosa. Y en nuestra ciudad tiene un peso muy, muy especial. Además de lo que conocemos, ¿qué otra cosa hace grande a nuestra ciudad? Por alguna razón, aquí no se destruyen los archivos. No hay guerras, no hay invasiones, no se destruye con la espada lo que se escribe con la pluma… — Esos archivos tuyos — dijo Andrei con enfado.

— ¡Y que lo digas! Fritz no me dejará mentir: ¿quién descubrió el carbón? Trescientas mil toneladas en un almacén subterráneo. ¿Acaso fueron tus geólogos? Pues no, lo descubrió Katzman. Y, fíjate, sin salir de su despacho…

— En dos palabras — dijo Geiger, sentándose otra vez en el butacón —, la ciencia es una cosa, los archivos son otra, y yo quiero saber lo siguiente: en primer lugar, ¿qué tenemos en la retaguardia? ¿Se puede vivir allí? ¿Qué utilidad se puede extraer de allí? Segundo: ¿quién vive allí? A todo lo largo, desde aquí — dijo golpeando la mesa con la uña —, hasta el fin del mundo, o el principio, o el lugar al que lleguéis, sea lo que sea. ¿Qué tipo de gente? ¿Son seres humanos? ¿Por qué están allí? ¿De qué viven? Y, tercero: todo lo que se logre averiguar sobre la Anticiudad. Os estoy planteando un objetivo político. Y ése es el objetivo real de la expedición, Andrei, eso es lo que debes entender. Dirigirás esa expedición, averiguarás todo lo que te he dicho y me informarás de los resultados aquí, en esta habitación.

— ¿Cómo, cómo? — dijo Andrei.

— Informarás. Aquí. A mí, personalmente.

— ¿Quieres mandarme a mí allí?

— ¡Naturalmente! ¿Qué creías?

— Permíteme… — Andrei estaba confuso —. ¿Con motivo de qué? No tenía la intención de ir a ninguna parte. Tengo muchísimo trabajo, ¿a quién se lo dejo? ¡Y no quiero ir a ninguna parte!

— ¿Cómo que no quieres ir? ¿Por qué me acosabas entonces? Si tú no vas, ¿a quién mando entonces?

— Dios mío — dijo Andrei —. ¡A quien se te ocurra! Pon al mando a Quejada, es un explorador muy experimentado… O a Butz, por ejemplo. — Calló, al percibir la mirada atenta de Geiger.

— Mejor no hablemos de Quejada ni de Butz — dijo Geiger, en voz baja.

Andrei no supo qué responder y se hizo un silencio incómodo. Geiger se sirvió un poco de café frío.

— En esta ciudad — comenzó a decir, con el mismo tono de voz —, confío únicamente en dos o tres personas, no más. De ellos, sólo tú puedes encabezar la expedición. Porque estoy seguro de que si te pido llegar hasta el final, tú llegarás hasta el final. No te echarás atrás a medio camino, y no le permitirás a nadie que lo haga. Y cuando presentes después el informe, podré confiar en él. También podría confiar, por ejemplo, en un informe de Izya, pero por desgracia es un administrador funesto, y como político no sirve para nada. ¿Me entiendes? Por eso, tú decides. O eres tú quien encabeza esa expedición, o no habrá expedición.

Volvió a reinar el silencio.

— Ojojojó — dijo Izya, sintiéndose violento —. ¿No será mejor que salga, administradores?

— Quédate ahí sentado — ordenó Geiger sin volverse —. Diviértete, come pasteles.

Andrei le daba vueltas febrilmente a todo aquello en su cabeza. «Dejarlo todo. A Selma. La casa. La vida tranquila y acomodada. ¿Para qué rayos me hace falta todo eso? Dejar a Amalia. Largarme quién sabe a dónde. Al calor. Al fango. Con comida asquerosa… ¿Me habré hecho viejo, o qué? Hace un par de años, esa propuesta me hubiera encantado. Pero ahora no quiero. De ninguna manera. Soportar diariamente a Izya, en cantidades industriales. A militarotes. Hordas de soldados. Y seguro que habrá que recorrer los mil kilómetros a pie, con una mochila en los hombros, que por supuesto no va a estar vacía… Y con un arma. Madre mía, quizá haya que disparar, quizá me vea obligado a hacerlo. ¿Qué puñetera falta me hace meterme bajo las balas? ¿Qué cono ando buscando ahí? Tendría que llevarme al tío Yura, sin falta, no confío para nada en esos militares. Calor, ampollas, mal olor… Y allá, bien lejos, seguro que habrá un frío asqueroso… Por lo menos tendremos todo el tiempo el sol a la espalda. Y me llevaré a Quejada, no me iré sin él, no me importa que no sea de fiar, con Quejada tendré asegurada la parte científica. Y todo ese tiempo sin mujer, yo ya no puedo, he perdido la costumbre. Pero me las pagarás. Tendrás que aumentarme la plantilla, en primer lugar, en la oficina, y en el departamento de psicología social… y no estaría mal en el de geodesia… En segundo lugar, tendrás que callar a Vareikis. Y, en general, no quiero ninguna de esas limitaciones políticas en la ciencia. En otros departamentos no es asunto mío. ¡Pero si allá lejos no hay agua! Por alguna razón, la Ciudad sigue desplazándose hacia el sur, al norte los manantiales se agotan. ¿Qué pretendes, que lleve el agua a la espalda? ¿Agua para mil kilómetros?»

— Entonces, ¿qué? — preguntó Andrei —. ¿Tengo que llevar el agua a la espalda? ¿El agua para mil kilómetros?

— ¿Qué agua? — Sorprendido, Geiger levantó las cejas.

— Está bien — dijo Andrei, dándose cuenta de que no lo entendían —. Yo mismo escogeré a los militares, ya que insistes en que vayan. No sea que me mandes a algunos idiotas. ¡Y que haya un mando único! — exclamó, amenazante, levantando un dedo —. ¡El jefe seré yo!

— Tú, tú — dijo Geiger, tranquilizándolo. Sonrió y se recostó —. En general, tú los escogerás a todos. Te impongo sólo a una persona: a Izya. Los demás, los pones tú. Busca buenos mecánicos, elige a un médico.

— Por cierto, ¿tendré transporte?

— Lo tendrás — dijo Geiger —. Y de buena calidad. Del que nunca hemos tenido. No tendrás que cargar con nada, quizá sólo con un fusil… No te preocupes, ésas son cosas sin importancia. Todo eso lo discutiremos en detalle cuando hayas seleccionado a los jefes de destacamento. Quiero llamarte la atención sólo hacia una cosa: ¡la confidencialidad! Chicos, quiero que me la garanticéis. Por supuesto, es imposible ocultar semejante proyecto, habrá que hacer circular cierta desinformación, por ejemplo que habéis salido en busca de petróleo. Al kilómetro doscientos cuarenta. Pero los objetivos políticos de la expedición serán conocidos sólo por vosotros. ¿De acuerdo?

— De acuerdo — respondió Andrei, preocupado.

— Izya, esto se refiere sobre todo a ti. ¿Me oyes?

— Aja — respondió Izya, con la boca llena.

— ¿Y cuál es la razón de tanto secreto? — preguntó Andrei —. ¿Qué es lo que intentamos hacer para que haya que llevarlo a cabo con todo secreto?

— ¿No lo entiendes? — preguntó Geiger, torciendo el gesto.

— No lo entiendo — dijo Andrei —. No veo absolutamente nada que sea una amenaza para el sistema.

— ¡No es para el sistema, idiota! — dijo Geiger —. ¡Es contra ti! ¡La amenaza es contra ti! ¿Acaso no entiendes que ellos nos temen tanto como nosotros a ellos?

— ¿Quiénes son ellos? ¿Esos habitantes de la Anticiudad de que hablas, o qué?

— Ellos mismos. Si por fin se nos ha ocurrido mandar exploradores, ¿por qué no suponer que ellos lo hayan hecho desde hace mucho? ¿O que la Ciudad está llena de espías suyos? ¡No sonrías, no sonrías, idiota! ¡No estoy bromeando! Si caes en una emboscada, os rebanarán la cabeza a todos como si fuerais pollitos.

— Está bien — dijo Andrei —. Me has convencido. Me callo.

Geiger siguió mirándolo atentamente durante unos momentos.

— De acuerdo — dijo a continuación —. Quiere decir que habéis entendido los objetivos. Y lo relativo a la confidencialidad. Entonces, eso es todo. Hoy firmaré el decreto de tu nombramiento como jefe de la operación… digamos…

Noche y niebla — sugirió Izya, abriendo mucho los ojos con aire de inocencia.

— ¿Qué? No… Demasiado largo. Digamos… Zigzag. Operación Zigzag. ¿No suena bien? — Geiger sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo de la chaqueta e hizo una anotación —. Andrei, puedes dar comienzo a los preparativos. Quiero decir, por ahora de la parte puramente científica. Elige a la gente, formula las tareas… haz los pedidos de equipamiento y pertrechos. Daré luz verde a tus pedidos. ¿Quién te sustituirá?

— ¿En la oficina? Butz.

— Bueno, sí — dijo finalmente Geiger con una mueca de desagrado —. Que sea Butz. Déjalo encargado de los asuntos de la consejería, y tú dedícate a la Operación Zigzag a tiempo completo. ¡Y adviértele a Butz que le dé menos a la lengua! — gritó de repente.

— Una cosa — dijo Andrei —. Vamos a ponernos de acuerdo…

— ¡Al diablo, al diablo! — replicó Geiger —. No quiero hablar ahora de esos temas. ¡Ya sé qué me quieres decir! Pero el pez comienza a pudrirse por la cabeza, señor consejero, y lo que has armado en la consejería… ¡rayos!

— Jacobinos — le sugirió Izya.

— ¡Tú, judío, cállate! — gritó Geiger —. ¡Marchaos todos al infierno, charlatanes! Me habéis enredado del todo… ¿De qué estaba hablando yo?

— De que no quieres hablar sobre ese tema — dijo Izya. Geiger lo miró, sin entender.

— Te ruego encarecidamente, Fritz — dijo Andrei, con intencionada calma —, que protejas a mis colaboradores de cualquier tipo de estupidez ideológica. Yo los elegí personalmente, confío en ellos y si de verdad quieres que haya ciencia en la Ciudad, déjalos en paz.

— Muy bien, muy bien — gruñó Geiger —. No vamos a hablar hoy de eso…

— Sí, vamos a hablar — repuso Andrei en tono sumiso, enternecido por su propia actitud —. Tú me conoces bien, estoy totalmente de tu lado. Pero entiende una cosa, por favor: es imposible que esa gente no refunfuñe. Son así. El que no refunfuña, no vale nada. ¡Que rezonguen! Yo mismo cuidaré de la pureza ideológica en mi consejería. Puedes estar tranquilo. Y dile, por favor, a nuestro querido Rumer que de una vez por todas…

— ¿Puedes hablar sin ese tono de ultimátum? — preguntó Fritz, altivo.

— Claro que sí — dijo Andrei, ya con plena sumisión —. Puedo. Sin tono de ultimátum se puede, sin ciencia se puede, sin expedición se puede…

— ¡No quiero hablar ahora de ese tema! — dijo Geiger, respirando ruidosamente por las ventanas de la nariz muy abiertas, y clavándole la mirada.

Y Andrei comprendió que, por ese día, era suficiente. Sobre todo porque es verdad que, para hablar de esos temas, lo mejor es hacerlo sin testigos.

— Pues si no quieres, no hablamos — dijo, conciliador —. Es que lo tenía en la punta de la lengua. Hoy, Vareikis me ha dejado hasta las narices… Escucha, quiero preguntarte una cosa: la cantidad total de carga que podremos llevar. Dime una cifra orientativa aunque sea.

Geiger resopló varias veces por la nariz, después miró de reojo a Izya y se recostó en el asiento.

— Calcula unas cinco o seis toneladas… quizá algo más — explicó —. Llama a Manjuro… Pero ten en cuenta que aunque él sea la cuarta persona en la jerarquía del estado, desconoce los verdaderos objetivos de la expedición. Él responde por el transporte. Te dará todos los detalles.

— Bien — dijo Andrei asintiendo —. ¿Y sabes a quién quiero llevarme de los militares? Al coronel.

— ¿Al coronel? — Geiger dio un respingo —. ¡No eres tonto! ¿Y con quién me quedo yo aquí? El coronel es el centro del Estado Mayor general…

— Excelente — dijo Andrei —. Eso quiere decir que, simultáneamente, el coronel llevará a cabo la exploración en profundidad. Estudiará en persona el posible escenario de las acciones. Y tengo muy buenas relaciones con él… A propósito, chicos, esta noche doy una fiestecita. Boeufbourguignon. ¿Qué os parece?

— Humm… — gruñó Geiger, que puso cara de preocupación de inmediato —. ¿Hoy? No sé, amigo, no podría decirte con seguridad… Simplemente, no lo sé. Quizá pase un minuto por allí.

— Como quieras. — Andrei suspiró —. Pero si no puedes venir, te ruego que no mandes a Rumer en representación tuya, como la vez anterior. No estoy invitando al presidente, sino a Fritz Geiger. No necesito sustitutos oficiales.

— Veremos, veremos… — repuso Geiger —. ¿Otro café? Tenemos tiempo. ¡Parker!

En el umbral apareció el rubicundo Parker, que recibió el pedido de café inclinando la cabeza, con el cabello partido por una raya perfecta.

— El consejero Rumer — dijo, con voz delicada — espera en el teléfono al señor presidente.

— Como si nos hubiera oído — gruñó Geiger mientras se ponía de pie —. Perdonadme, ahora regreso.

Salió, y al instante aparecieron las chicas de delantal blanco. Sirvieron la segunda ronda de café rápido y sin hacer ruido, y salieron junto con Parker.

— ¿Y tú, vendrás? — le preguntó Andrei a Izya.

— Con mucho gusto — dijo Izya, mientras bebía el café con silbidos y sorbetones —. ¿Quién más va a estar?

— Estará el coronel, los Dollfuss, quizá Chachua… ¿Quién quieres que esté?

— Sinceramente, te diré que la mujer de Dollfuss no me hace ninguna falta.

— No te preocupes, le echaremos a Chachua.

Izya asintió.

— Hace tiempo que no nos reuníamos, ¿no crees? — dijo, de repente.

— Sí, hermanito, el trabajo…

— Mientes, mientes, ¿de qué trabajo me hablas? Te sientas allí a sacarle brillo a tu colección de armas. Ten cuidado, no sea que te pegues un tiro por descuido. ¡Sí! Y, a propósito, he conseguido una pistolita. Una auténtica Smith & Wesson, de la pradera…

— ¿De veras?

— Pero está oxidada, toda cubierta de orín.

— ¡No se te ocurra limpiarlo! — gritó Andrei, mientras se levantaba de un salto —. Tráelo cómo esté o lo echarás todo a perder con esas manos torcidas tuyas. Y no es una pistolita, sino un revólver. ¿Dónde lo encontraste?

— Lo encontré donde debía — replicó Izya —. Aguarda, en la expedición hallaremos muchísimas cosas, no podremos traerlas todas a casa…

Andrei puso la taza de café sobre la mesa. Aquella faceta de la expedición todavía no le había pasado por la cabeza, y al instante se sintió presa de una animación inusual al imaginarse la irrepetible colección de Colts, Brownings, Mausers, Parabellums, Zauers, Walters… y otras armas, más lejanas en el tiempo: pistolas de duelo Lepage y Rochatte, enormes pistolones de abordaje con bayoneta, maravillosas armas artesanales del Lejano Oeste… todos aquellos tesoros indescriptibles con los que no se atrevía ni a soñar mientras leía una y otra vez el catálogo de la colección personal del millonario Brunner, que por algún milagro alguien había traído a la Ciudad. Fundas, cajas, almacenes de armas… Quizá tenga la suerte de encontrar una Zbrojoska checa con silenciador, o una Astra novecientos, o quizá una Mauser cero-ocho, una rareza, un auténtico sueño, sí…

— ¿Y no coleccionas minas antitanque? — preguntó Izya —. O, digamos, culebrinas.

— No — dijo Andrei, sonriendo con alegría —. Sólo armas de fuego personales.

— Pues me han propuesto una bazuca de ocasión — dijo Izya —. Y no es muy cara, sólo doscientas piastras.

— Si de bazucas se trata, ve a ver a Rumer — dijo Andrei.

— Gracias. Ya he estado con Rumer — dijo Izya, y su sonrisa se congeló.

«Diablos — pensó Andrei —, qué metida de pata.» Pero, para suerte suya.

Geiger regresó en ese momento. Se veía satisfecho.

— A ver, quién le sirve una taza de café al presidente — dijo —. ¿De qué hablabais? — De arte y literatura — respondió Izya.

— ¿De literatura? — Geiger sorbió un poco de café —. ¡Vaya, vaya! ¿Y qué decían mis consejeros sobre literatura?

— Ese loco bromea — dijo Andrei —. Hablábamos de mi colección, no de literatura.

— ¿Y por qué, de repente, te interesa la literatura? — preguntó Izya, mirando a Geiger con curiosidad —. Siempre has sido un presidente muy práctico…

— Por eso me interesa, porque soy práctico — dijo Geiger —. Vamos a enumerar — propuso, mientras comenzaba a doblar los dedos —. En la Ciudad se publican dos revistas literarias, cuatro suplementos literarios de los periódicos, al menos una decena de series de novelitas de aventuras… creo que es todo. Y unos quince libros al año. Y, a pesar de todo, no hay nada decente. He hablado con gente entendida. En la Ciudad no ha aparecido ni una obra literaria de importancia ni antes del Cambio, ni después. Puro papel manchado para reciclaje. ¿Cuál es el problema?

Andrei e Izya se miraron entre sí. Sí, Geiger siempre era capaz de sorprenderlos, de eso no había la menor duda.

— De todos modos, hay algo que no entiendo — le dijo Izya a Geiger —. ¿A ti, qué te importa todo eso? ¿Buscas un escritor para encargarle tu biografía?

— Deja de bromear — repuso Geiger con paciencia —. En la Ciudad hay un millón de personas. Más de mil se consideran escritores. Pero todos carecen de talento. Es verdad que yo mismo no leo…

— No tienen talento, es verdad — asintió Izya —. Tu información es correcta. No se ven por aquí personas como Tolstoi o Dostoievski. Ni siquiera sus émulos.

— Y, en realidad, ¿por qué? — intervino Andrei.

— No hay escritores destacados — prosiguió Geiger —. No hay pintores. No hay compositores. No hay… ejem… escultores.

— No hay arquitectos — añadió Andrei —. No hay cineastas…

— No hay nada de eso — dijo Geiger —. ¡En un millón de personas! Al principio, eso sólo me asombraba, pero después, sinceramente, comenzó a preocuparme.

— ¿Por qué? — preguntó Izya de inmediato.

— Es difícil de explicar — aceptó Geiger, indeciso, mordiéndose el labio —. Personalmente, yo mismo no sé para qué hace falta todo eso, pero he oído que existe en toda sociedad decente. Y si no lo tenemos, eso quiere decir que algo anda mal. Mi razonamiento es el siguiente: antes del Cambio, la vida en la Ciudad era difícil, todo era un desorden, y supongamos que a nadie le interesaban las bellas artes. Pero ahora, la vida va acomodándose poco a poco.

— No — le interrumpió Andrei, pensativo —. Eso no tiene nada que ver. Por lo que sé, los más grandes artistas del mundo trabajaron en situación de desorden total. No hay ninguna regla al respecto. El gran artista podía ser un mendigo, un loco, un borracho, pero también una persona con recursos, rico quizá, como Turgueniev, por ejemplo… No sé…

— En todo caso — intervino Izya, mirando a Geiger —, si tienes la intención de elevar el nivel de vida de tus escritores de manera radical…

— ¡Sí! ¡Por ejemplo! — Geiger tomó otro sorbo de café, se lamió los labios y se puso a mirar a Izya con los ojos entrecerrados.

— ¡No lograrás ningún resultado! — dijo Izya con cierta satisfacción —. ¡Y no esperes obtener nada!

— Aguardad — dijo Andrei —. ¿Y no será que simplemente a la Ciudad no vienen personas creativas de talento? ¿Que no aceptan venir para acá?

— O no los invitan — dijo Izya.

— Tonterías — dijo Geiger —. El cincuenta por ciento de los habitantes de la ciudad son jóvenes. En la Tierra no eran nadie. ¿Cómo se puede saber si son creativos o no?

— ¿Y no será precisamente lo contrario, que es posible saber eso? — propuso Izya.

— Bueno, lo acepto — dijo Geiger —. En la Ciudad hay decenas de miles de personas que nacieron y crecieron aquí. ¿Y ellos, qué? ¿O el talento siempre es hereditario?

— En general, es muy extraño — dijo Andrei —. Hay magníficos ingenieros en la Ciudad. Hay muy buenos científicos. Quizá no lleguen a la altura de un Mendeleiev, pero tienen nivel mundial. Digamos, el propio Butz… Aquí hay muchísima gente con talento: inventores, administradores, artesanos… mucha gente que trabaja aplicando conocimientos.

— Exactamente — exclamó Geiger —. Eso es lo que me asombra.

— Oye, Fritz — dijo Izya —. ¿Por qué razón quieres echarte más preocupaciones encima? Digamos que surgen escritores de talento, y en sus obras geniales se dedicarán a darte caña a ti, a tu sistema, a tus consejeros… Verás las molestias que vas a tener. Al principio, intentarás convencerlos, después tendrás que amenazarlos, y finalmente te verás obligado a detenerlos.

— ¿Y por qué me van a dar caña sin falta? — se molestó Geiger —. ¿No podría ser, por el contrario, que me alaben?

— No — afirmó Izya —. No te alabarán. Hoy Andrei te ha explicado claramente cómo son los científicos. Pues resulta que los grandes escritores siempre andan rezongando. Es su estado normal, precisamente porque son la conciencia doliente de la sociedad, que ni siquiera sospecha que la tiene. Y como, en este caso, el símbolo de la sociedad eres tú, en primer lugar te tirarán tomates a ti… — Izya se echó a reír —. Me imagino cómo hablarán de Rumer.

— Es obvio que si Rumer tiene defectos — dijo Geiger, encogiéndose de hombros —, un auténtico escritor tiene la obligación de hacerlos evidentes. Para eso es escritor, para curar las llagas.

— Nunca en su vida los escritores han curado ninguna llaga — repuso Izya —. La conciencia doliente simplemente duele, es todo…

— A fin de cuentas, no se trata de eso — le interrumpió Geiger —. Dime sinceramente: ¿consideras que la situación actual es normal o no?

— ¿Y cuál es la norma? — preguntó Izya —. ¿Podemos considerar normal la situación en la Tierra?

— Te enrollas de nuevo — dijo Andrei, torciendo el gesto —. Sencillamente te han preguntado si puede existir una sociedad sin talentos creadores. ¿Te he comprendido correctamente, Fritz?

— Puedo precisar más la pregunta — dijo Geiger —. ¿Es normal que un millón de personas, aquí o en la Tierra, no hayan dado ni un talento creador en decenas de años?

Izya callaba y pellizcaba distraído su verruga.

— Si lo comparamos, digamos, con la Grecia antigua — dijo Andrei —, es totalmente anormal.

— Entonces, ¿cuál es el problema? — volvió a preguntar Geiger.

— El Experimento es el Experimento — dijo Izya —. Pero si lo comparamos, digamos, con los mongoles, aquí todo es normal.

— ¿Qué quieres decir con eso? — preguntó Geiger, suspicaz.

— Nada en particular — se asombró Izya —. Ellos también son un millón, o posiblemente más. Podemos ejemplificar, digamos, con los coreanos, o casi con cualquier país árabe…

— Sólo te faltan los gitanos — gruñó Geiger.

— A propósito, muchachos — dijo Andrei, animado —: ¿hay gitanos en la Ciudad?

— ¡Idos al infierno! — dijo Geiger con enojo —. Es imposible hablar de algo serio con vosotros…

Quiso añadir algo más, pero en ese momento apareció el rubicundo Parker en el umbral y al instante Geiger miró su reloj.

— Es todo — dijo, poniéndose de pie —. ¡Qué charla! — suspiró y comenzó a abotonarse el chaqué —. ¡A trabajar! ¡A trabajar, consejeros!

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