UNO

Tras sobreponerse al espasmo, Andrei tragó la última cucharada de aquella pasta, apartó asqueado el plato de campaña y extendió el brazo en busca de la taza. El té estaba caliente aún. Andrei cogió la taza y se puso a beber a sorbitos, con la vista fija en la llamita de la lámpara de petróleo. El té estaba muy cargado, quizá demasiado, olía a hierbas y tenía otro sabor, quizá a causa de aquella agua asquerosa que habían recogido en el kilómetro ochocientos veinte, o porque Quejada hubiese decidido medicar a los jefes con aquella porquería contra la diarrea. O sencillamente, habrían lavado mal la taza, ese día la había sentido particularmente grasienta y pegajosa.

Abajo, tras la ventana, los soldados hacían sonar sus platos de campaña. El chistoso de Tevosian dijo algo sobre la Lagarta y los soldados soltaron la carcajada.

— ¿Vais a ocupar vuestro puesto o a meteros con una tía bajo la manta, gusanos? — les gritó de repente con su voz prusiana el sargento Fogel —. ¿Por qué andas descalzo? ¿Dónde están tus botas, troglodita? — Una voz sombría respondió que tenía los pies en carne viva, y en algunas partes se le veían los huesos —. ¡Callaos, vacas preñadas! ¡Poneos las botas, y corriendo a vuestro puesto! ¡De inmediato!

Con deleite, Andrei movía bajo la mesa los dedos de sus pies descalzos, que algo habían descansado sobre el parqué frío.

«Oh, un cubo de agua fría… Para meter los pies…» Echó un vistazo a su taza. Estaba llena de té hasta la mitad y Andrei, mandándolo todo mentalmente al infierno, se lo bebió de un tirón en tres tragos ansiosos. Algo comenzó a rugir en sus tripas. Durante unos momentos Andrei, con cierta alarma, prestó oídos a lo que allí ocurría. Después puso a un lado la taza, se secó los labios con el dorso de la mano y examinó la caja metálica con documentos. Debía revisar los informes del día anterior.

«No tengo ganas. Ya tendré tiempo. Ahora quisiera recostarme, estirarme a todo lo largo, taparme con la chaqueta y cerrar los ojos unos seiscientos minutos…»

De repente, al otro lado de la ventana comenzó a traquetear con pasión el motor del tractor. Los restos de cristales en las ventanas temblaron, un trozo de revoque cayó del techo, casi sobre la lámpara. La taza vacía comenzó a dar saltitos y se desplazó hasta el borde de la mesa, Andrei, con el rostro torcido, se levantó, caminó descalzo hasta la ventana y echó un vistazo.

Recibió en el rostro el aire caliente de la calle que todavía no había tenido tiempo de enfriarse, el humo corrosivo de los tubos de escape, el hedor nauseabundo del aceite recalentado. A la luz polvorienta de un reflector portátil, un grupo de hombres barbudos, sentados sobre el pavimento, hurgaban con sus cucharas, sin mucho entusiasmo, en sus platos y ollas de campaña. Estaban descalzos, y casi todos iban desnudos hasta la cintura. Los torsos blancos y brillantes resplandecían, los rostros parecían negros, al igual que las manos, como si todos llevaran guantes. Andrei se dio cuenta repentinamente de que no conocía a ninguno de ellos. Una manada de simios desconocidos… El sargento Fogel entró en el círculo de luz con una enorme tetera en las manos, y los monos comenzaron a agitarse, a moverse, a estirarse… Tendieron sus tazas hacia la tetera, que el sargento apartaba con la mano libre mientras gritaba algo que casi no se oía debido al ruido de los motores.

Andrei volvió a la mesa, retiró de un tirón la tapa de la caja y sacó el libro de bitácora y los informes del día anterior. Desde el techo cayó otro trozo de yeso sobre la mesa. Andrei miró hacia arriba. La habitación tenía un puntal muy alto, más de cuatro metros, casi cinco. Las molduras del techo se habían caído en algunos sitios, y se veían unas tablillas que por alguna razón le hicieron recordar las deliciosas empanadillas de mermelada, que se servían con enormes cantidades de un té magnífico, bien preparado, en finos vasos de vidrio. Con limón. Sintió deseos de tener en las manos un vaso limpio, ir a la cocina y servirse toda el agua fría y cristalina que quisiera…

Andrei hizo un movimiento con la cabeza, se levantó y atravesó el recinto en diagonal, en dirección a una enorme vitrina. No tenía cristales en las puertas, ni libros, sólo quedaban las baldas vacías, cubiertas de polvo. Andrei ya lo sabía, pero de todos modos la revisó, metiendo la mano en los rincones oscuros.

Había que decir que la habitación se conservaba en bastante buen estado. Tenía dos butacones muy decentes, y uno más con el asiento destrozado, que alguna vez había sido muy caro, forrado de piel repujada. Pegadas a la pared frente a la ventana había varias sillas, y en el medio de la habitación destacaba una mesita de centro, con un búcaro de cristal que contenía alguna porquería ya seca. El papel pintado se había separado de las paredes, en algunos sitios estaba desprendido del todo: el parqué, reseco, se veía abombado, pero de todos modos la habitación se encontraba en un estado totalmente aceptable. Había vivido gente allí no hacía mucho, diez años antes a lo sumo.

Por primera vez, después del kilómetro quinientos, Andrei se tropezaba con una casa en buen estado de conservación. Tras muchos kilómetros de manzanas calcinadas hasta los cimientos, convertidas en un desierto carbonizado; tras muchos kilómetros de ruinas, cubiertas de arbustos espinosos, entre las que sobresalían absurdos cajones de varios pisos, que mucho tiempo atrás habían perdido el techo; tras muchos kilómetros de tierras baldías, donde asomaban paredes sin techo, donde se podía divisar toda la meseta, desde la Pared Amarilla al este hasta el borde del precipicio por el oeste, después de todo aquello aquí volvían a aparecer manzanas casi enteras, un camino adoquinado y quizá pudieran encontrar a algunas personas. Por si acaso, el coronel había dado la orden de redoblar las guardias.

¿Qué tal le iba al coronel? Los últimos días, el anciano se había resentido. Por cierto, como todos los demás. En ese preciso momento venía muy bien pasar la noche bajo techo y no bajo el cielo desnudo. Si hallaban agua en aquel lugar podrían detenerse durante varios días. Pero, al parecer, allí no había agua. Al menos, Izya decía que no tenía sentido confiar en que allí encontrarían agua. En toda aquella manada, los únicos que sabían algo eran Izya y el coronel…

El ruido de los motores casi no le dejó oír que llamaban a la puerta. Andrei volvió presuroso a su asiento, se echó la chaqueta por encima de los hombros y abrió el libro de bitácora.

— ¡Pase! — gritó.

Se trataba de Dagan, un hombre enjuto, viejo, casi de la edad de su coronel, bien afeitado, correctamente vestido, con todos los botones abrochados.

— ¿Me permite recoger, sir? — gritó.

«Dios mío — pensó Andrei mientras asentía —, cuánto hay que esforzarse para seguir manteniendo así la compostura en este desastre… Y no es un oficial, ni siquiera un sargento, sólo es un ordenanza. Un lacayo.»

— ¿Cómo está el coronel? — preguntó Andrei.

— ¿Perdón, sir? — Dagan se quedó inmóvil con los platos sucios en las manos, después de volver hacia Andrei una oreja larga, descarnada.

— ¡¿Que cómo se siente el coronel?! — gritó Andrei, y en ese mismo momento cesó el ruido del motor al otro lado de la ventana.

— ¡El coronel está tomando el té! — gritó Dagan en el silencio reciente, y al momento añadió, bajando la voz —. Perdón, sir. El coronel se siente bien. Ha cenado y ahora toma el té.

Andrei asintió, distraído, y pasó varias páginas del libro de bitácora.

— ¿Desea algo más, sir? — inquirió Dagan.

— No, gracias.

Cuando el ordenanza salió. Andrei buscó los informes del día anterior. Ese día no había registrado nada en el libro. La diarrea lo martirizaba tanto que apenas había logrado permanecer sentado hasta que finalizó el informe vespertino, y después se había pasado la mitad de la noche agachado en medio del camino, con el trasero desnudo apuntando hacia el campamento, escudriñando con ojos y oídos la penumbra nocturna, con la pistola en una mano y la linterna en la otra.

«Día 28.°», escribió en una página nueva y lo subrayó con dos gruesos trazos. A continuación, tomó el informe de Quejada.

«Se han recorrido 28 kilómetros — escribió —. La altura del sol es de 63° 51 13» (kilómetro 979). Temperatura media: a la sombra, +23 °C, al sol. +31 °C. Viento: 2,5 metros/segundo, humedad de 0,42. Gravitación: 0,998. Se realizaron perforaciones en los kilómetros 979, 981 y 986. No hay agua. El consumo de combustible fue de…»

Cogió el informe de Ellizauer, lleno de huellas de dedos sucios, y estuvo un rato desentrañando aquella letra intrincada.

«El consumo de combustible ha superado la norma en un 32 %. Reservas al concluir el día 28°: 3200 kilogramos. Estado de los motores: n°1, satisfactorio. n° 2, bujías gastadas y problemas en los pistones…»

Andrei no fue capaz de descifrar lo ocurrido con los pistones, a pesar de que había puesto la hoja de papel casi junto a la llama de la lámpara.

«Estado del personal. Estado físico: casi todos tienen ampollas en los pies, no cesa la diarrea generalizada, el sarpullido que tienen Permiak y Palotti en los hombros ha empeorado. No ha ocurrido nada importante. En dos ocasiones se detectaron lobos tiburones, que fueron espantados a tiros. Se dispararon doce cartuchos. El consumo de agua fue de 40 litros. Reservas al concluir el 28° día: 730 normas diarias…»

Al otro lado de la ventana, la Lagarta soltó un grito penetrante y se oyó la carcajada de varias gargantas dañadas por los cigarrillos. Andrei levantó la cabeza y escuchó con atención.

«Qué demonios — pensó —. Quizá no ha venido mal que se nos pegara. Al menos, es una diversión para los hombres… Pero en los últimos tiempos han comenzado a pelearse por ella.»

De nuevo, llamaron a la puerta.

— Pase — dijo Andrei, molesto.

Hizo su entrada el sargento Fogel, enorme, rubicundo, con grandes manchas de sudor que se extendían a partir de las axilas de su guerrera.

— ¡El sargento Fogel pide autorización para dirigirse al señor consejero! — gritó, con las manos pegadas a los muslos y los codos hacia fuera.

— Hable, sargento.

— Pido autorización para hablarle confidencialmente — añadió, bajando la voz y mirando hacia la ventana.

«Esto es algo nuevo», pensó Andrei con cierta sensación de desagrado.

— Pase, siéntese.

El sargento se aproximó al escritorio de puntillas, se sentó al borde del butacón y se inclinó hacia Andrei.

— La gente no quiere seguir adelante — pronunció a media voz.

Andrei se recostó en el asiento. «Era eso. Hasta dónde hemos llegado… Qué maravilla… Enhorabuena, señor consejero.»

— ¿Qué significa eso de que no quieren? — dijo —. ¿Alguien se lo ha pedido?

— Están extenuados, señor consejero — dijo Fogel, en confianza —. Se ha terminado el tabaco, las diarreas los han agotado. Y lo principal es que tienen miedo. Están aterrorizados, señor consejero.

Andrei lo miró en silencio. Había que hacer algo. Con urgencia. De inmediato, pero no sabía qué.

— Llevamos once días atravesando un lugar desierto, señor consejero — prosiguió Fogel, casi en un susurro —. El señor consejero recuerda que nos advirtieron que pasaríamos trece días sin encontrar a nadie y después sería nuestro fin. Quedan sólo dos días, señor consejero.

— Sargento — dijo Andrei y se humedeció los labios —. Qué vergüenza. Un guerrero veterano que cree en chismes de cotorras. ¡No esperaba eso de usted!

— De ninguna manera, señor consejero. — Fogel sonrió torcidamente, desplazando su enorme mandíbula inferior —. Yo no tengo miedo. Si tuviera allí — dijo señalando con un dedo grande y torcido hacia la ventana — nada más que alemanes, o aunque fuera japoneses, de eso no se hubiera dicho ni una palabra. Pero lo que tengo es una piara. Italianos, Armenios, vaya usted a saber…

— ¡Silencio, sargento! — dijo Andrei, levantando la voz —. Qué vergüenza. ¡Desconoce el reglamento! ¿Por qué no informa según lo establecido? ¿Qué relajamiento es ése, sargento? ¡Levántese! — Fogel se levantó con dificultad y asumió la posición de firme. Andrei esperó unos momentos y ordenó —: Siéntese.

Fogel volvió a sentarse, también con dificultad, durante un tiempo ninguno de los dos habló.

— ¿Por qué se dirige a mí, y no al coronel? — Perdón, señor consejero. Me dirigí al señor coronel ayer.

— ¿Y qué?

Fogel titubeó y apartó la mirada.

— El señor coronel no quiso tomar en cuenta mi información, señor consejero.

— ¡Ahí lo tiene! — Andrei soltó una risita burlona —. ¿Qué clase de sargento es usted si no puede controlar a su gente? ¡Tienen miedo, qué cosa! Mocosos… ¡Deberían tenerle miedo a usted, sargento! — gritó —. ¡A usted! ¡Y no a ese decimotercer día!

— Si fueran alemanes… — insistió Fogel, sombrío.

— ¿Qué es esto? — preguntó Andrei, como entrando en confianza —. Yo, el jefe de la expedición, ¿tengo que enseñarle, como si se tratara de un novato, lo que hay que hacer cuando los subordinados se amotinan? ¡Qué vergüenza, Fogel! Si no lo sabe, lea el reglamento. Por lo que tengo entendido, ahí se prevén situaciones como ésta.

Fogel volvió a sonreír torcidamente, desplazando la mandíbula inferior. Al parecer, el reglamento no preveía esas situaciones.

— Tenía mejor opinión de usted, Fogel — dijo Andrei con brusquedad —. ¡Mucho mejor! Tenga en cuenta, y no lo olvide, que a nadie le interesa si su gente quiere seguir adelante o no. Todos quisiéramos estar ahora sentados en casa, en lugar de avanzar por este infierno. Todos queremos beber, todos estamos extenuados. Pero todos cumplen con su deber sin dejarse influir por eso, Fogel. ¿Está claro?

— A la orden, señor consejero — masculló Fogel —. Permiso para retirarme.

— Está libre.

El sargento desapareció, pisoteando implacable el parqué reseco con sus enormes botas.

Andrei se quitó la chaqueta y se acercó de nuevo a la ventana. Al parecer, el público se había tranquilizado. Dentro del círculo de luz se erguía el larguísimo Ellizauer, que se inclinaba sobre un papel, probablemente un mapa, sostenido delante de él por el corpulento Quejada. Junto a ellos, saliendo de la oscuridad, pasó un soldado que desapareció en la casa. Iba descalzo, medio desnudo, despeinado, con el fusil automático agarrado por la correa.

— ¡Oye, narizón! — dijo una voz desde la oscuridad —. ¡Tevosian!

— ¿Qué quieres? — le respondieron desde un grupo a oscuras, donde los extremos de los cigarrillos encendidos se movían como luciérnagas.

— ¡Apunta los faros hacia acá! ¡No se ve nada!

— ¿Para qué? ¿No puedes hacerlo a oscuras?

— Se han cagado por todas partes… no sé dónde pisar…

— El centinela tiene prohibido desplazarse — le respondió otra voz del grupo —. Suéltalo ahí mismo.

— ¡Por Dios, alumbrad en esta dirección! ¿Es que no podéis levantar el trasero?

El larguirucho Ellizauer se enderezó y en dos pasos llegó junto al tractor. Apuntó el reflector a lo largo de la calle. Andrei vio al centinela. Aguantándose los pantalones bajados, el soldado daba pasitos inseguros, con las piernas flexionadas, al lado de la enorme estatua de metal que algún excéntrico había logrado erigir directamente en medio de la acera, junto al cruce. La estatua representaba a un individuo bajo y corpulento de cabeza afeitada, que vestía algo así como una toga, y tenía una desagradable cara de sapo. A la luz del reflector, parecía de color negro. La mano izquierda señalaba hacia el cielo, mientras la derecha, con los dedos bien separados, se extendía sobre la tierra. De esa mano colgaba ahora un fusil automático.

— ¡Listo, muchas gracias! — gritó alegre el centinela y se agachó —. Pueden apagar la luz.

— ¡Vamos, trabaja! — lo alentaron desde el grupo —. Te cubriremos, en caso de que pase algo.

— ¡Muchachos, quitad la luz! — rogó el caprichoso centinela. — No la quite, señor ingeniero — aconsejaron desde el grupo —. Está bromeando. Además, iría contra el reglamento.

Pero Ellizauer apagó la luz de todos modos. Se oían las risas del grupo. Después comenzaron a silbar a dúo una marcha militar.

«Todo sigue igual — pensó Andrei —. Incluso hoy parecen estar más divertidos de lo habitual. No oí bromas ayer, y tampoco anteayer. ¿Serán los edificios? Sí, podría ser. Era puro desierto, y ahora, a pesar de todo, son casas de vivienda. Al menos se puede dormir en paz, los lobos no molestarán… Pero Fogel no es de los que difunden el pánico. No, no es de ésos. — De repente, Andrei se imaginó el día siguiente, cuando diera la orden de comenzar la marcha y ellos se amontonarían, apuntando con los fusiles y diciendo: «¡No seguimos!» —. ¿Quizá están contentos por eso ahora, porque se han puesto de acuerdo, porque han decidido emprender el regreso al día siguiente? («¿Y qué puede hacernos ese burócrata de mierda?») Y ahora les da absolutamente lo mismo… Y el canalla de Quejada está con ellos. Lleva varios días quejándose de que no tiene sentido continuar adelante… en las reuniones vespertinas me mira de reojo… Se sentirá encantado si me presento de vuelta ante Geiger con las manos vacías. — Un escalofrío le hizo sacudir los hombros —. Tú mismo tienes la culpa, baboso, les has dado demasiada cuerda, demócrata de mierda, tú, amante del pueblo… Debí haber hecho que fusilaran a Chñoupek en aquella ocasión, el muy canalla, y acogotar enseguida a toda aquella banda. ¡Qué derechitos andarían ahora! ¡Y tuve una excelente oportunidad! Violación colectiva, a lo salvaje, de una nativa, de una nativa menor de edad… Y cómo se burlaba el degenerado de Chñoupek, cínico, saciado, asqueroso, cuando yo les gritaba. Y cómo todos palidecieron cuando saqué la pistola… «¡Ay, coronel, coronel! ¡Es usted un liberal y no un jefe de tropa!» «¿Para qué fusilarlos ahora, consejero? Existen otros métodos de castigo…» No, coronel, está claro que no hay otros métodos que sirvan para castigar a los que son como Chñoupek. Y después de aquello, todo se torció. La chica se pegó al destacamento, y para mi vergüenza no me di cuenta de ello a tiempo (¿debido al asombro, o a qué?), y más tarde comenzaron las peleas, las disputas… Debí haber aprovechado la primera pelea para fusilar a uno de ellos, azotar a la chica y echarla del campamento. Pero… ¿echarla, adonde? Ya estábamos en las casas quemadas, faltaba el agua, habían aparecido los lobos…»

De repente, se oyó un rugido abajo, soltaron unos tacos, algo cayó y rodó con estruendo, y desde la entrada de la casa entró de un salto al círculo de luz un simio totalmente desnudo, de espaldas, que cayó sobre su trasero levantando una nube de polvo, y antes de que tuviera tiempo para apoyar las patas en el suelo, un segundo simio, también desnudo, saltó encima de él como un tigre, y ambos se enzarzaron en una pelea y comenzaron a rodar por los adoquines de la calle, chillando y gruñendo, escupiendo y soltando rugidos, mientras se aporreaban mutuamente con todas sus fuerzas.

Andrei, con una mano clavada en el antepecho, buscaba algo con la otra en su cintura, olvidando que la funda yacía sobre el butacón, pero en ese momento salió de la oscuridad el sargento Fogel como una nube negra y sudorosa impulsada por un huracán, se detuvo encima de los canallas que peleaban, agarró a uno por los cabellos, al otro por la barba, los levantó del suelo y los hizo chocar entre sí con un crujido seco antes de tirarlos uno a cada lado, como cachorros.

— ¡Muy bien, sargento! — se oyó la voz del coronel, débil pero firme —. Esta noche, encadene a esos canallas a sus literas, y mañana marcharán todo el día en la vanguardia, aunque no les toque.

— A la orden, señor coronel — replicó el sargento, respirando con dificultad. Miró a la derecha, donde uno de los simios desnudos se revolvía sobre los adoquines con la intención de levantarse, y añadió, inseguro —: Tengo el atrevimiento de informar, señor coronel, que uno de ellos no es de la tropa. Es el cartógrafo Roulier.

Andrei movió la cabeza de un lado a otro para liberar espacio en su garganta. — El cartógrafo Roulier marchará durante tres días en la vanguardia — gruñó con una voz extraña —, con el equipamiento completo de un soldado. ¡Si se repite la pelea, fusiladlos a ambos de inmediato! — En su garganta, algo se rasgó de manera dolorosa —. ¡Fusilad de inmediato a todos los canallas que se atrevan a pelear! — pronunció, roncamente.

Cuando estuvo sentado detrás del escritorio, volvió en sí. «Quizá sea tarde — pensó, mirando sus dedos temblorosos con expresión obtusa —. Tarde. Debí haberlo hecho antes… ¡Pero vais a ver! ¡Haréis lo que os ordene! Ordenaré que ejecuten a la mitad… yo mismo los fusilaré… pero la otra mitad seguirá el caminito en silencio. ¡Basta! Basta ya. Y a la primera posibilidad, le meteré a Chñoupek una bala en la cabeza. ¡A la primera!»

Buscó a sus espaldas, tomó la funda con el cinturón y extrajo de allí la pistola. El cañón estaba lleno de fango. Intentó manipular el seguro. Al principio se movió con dificultad, llegó a medio camino y se quedó atascado en aquella posición. Demonios, todo estaba enfangado… Al otro lado de la ventana había un silencio total, sólo se oían en la distancia los pasos del centinela sobre los adoquines. Alguien se sonó la nariz en el piso de abajo, soltando el aire ruidosamente entre los dientes.

Andrei fue a la puerta y echó un vistazo al pasillo.

— ¡Dagan! — llamó, a media voz.

Algo se movió en un rincón. Andrei se estremeció y miró en esa dirección: se trataba del Mudo. Estaba sentado allí, en su pose habitual, con las piernas entrelazadas de manera muy complicada. Sus ojos húmedos brillaban en la oscuridad.

— Dagan — volvió a llamar Andrei, levantando un poco la voz.

— ¡Ya voy, sir! — respondieron desde lo profundo de la casa y se oyeron pasos.

— ¿Por qué estás sentado ahí? — le dijo Andrei al Mudo —. Entra en la habitación.

El Mudo, sin moverse, levantó su ancho rostro y lo miró. Andrei regresó al escritorio.

— Limpie mi pistola, por favor — dijo a Dagan cuando metió la cabeza en la habitación después de llamar a la puerta.

— A la orden, sir — dijo Dagan con respeto, tomando la pistola y dando un paso atrás al llegar a la puerta, para permitir la entrada de Izya.

— Ah, una lámpara — dijo éste, dirigiéndose directamente a la mesa —. Oye, Andrei, ¿no tendrás otra lámpara por el estilo? Estoy harto de la linterna, hasta me duelen los ojos…

En los últimos días, Izya había adelgazado de modo notable. Los harapos que vestía colgaban de él como de un palo. Y apestaba a macho cabrío. Por cierto, todos apestaban igual. Menos el coronel.

Andrei siguió con la vista a Izya, que sin prestar atención a nadie agarró una silla, se sentó y llevó la lámpara hacia sí. Después sacó de la cintura unos arrugados papeles viejos y comenzó a extenderlos delante de sí. Mientras lo hacía, según su costumbre, daba pequeños saltitos sobre la silla, y sus ojos se deslizaban por los papeles como si intentara leerlos todos a la vez, y a cada rato se pellizcaba la verruga. Le costaba cierto trabajo llegar hasta esa verruga, debido a la espesísima pelambrera rizada que le cubría los pómulos, el cuello y hasta las orejas.

— Oye, ¿por qué no te afeitas? — dijo Andrei.

— ¿Para qué? — preguntó Izya, distraído.

— Toda la plana mayor se afeita — repuso Andrei, molesto —. El único que anda como un espantapájaros eres tú.

Izya levantó la cabeza, miró a Andrei durante un rato, mostrando entre la pelambrera sus dientes amarillentos, que no se había cepillado desde mucho tiempo atrás.

— ¿Sí? Pero sabes que no soy una persona que goce de prestigio. Mira la chaqueta que llevo.

— Por cierto, podrías remendarla — dijo Andrei mirándola —. Si no sabes, puedes dársela a Dagan. — Considero que Dagan ya tiene bastante trabajo sin que yo lo moleste… Por cierto, ¿a quién tienes intención de dispararle?

— A quién sea necesario — replicó Andrei, sombrío.

— Vaya, vaya — dijo Izya, y se concentró en la lectura.

Andrei miró el reloj. Eran ya menos diez. Con un suspiro, se agachó debajo de la mesa, palpó hasta encontrar las botas, sacó de ellas los calcetines, endurecidos ya, los olfateó con disimulo, después levantó a la luz el pie derecho y revisó su talón magullado. El arañazo comenzaba a cicatrizar, pero aún le dolía. Torciendo el gesto en anticipación, se puso con cuidado el calcetín petrificado y movió la planta del pie. Su gesto era ahora claramente de dolor, pero agarró la bota. Tras calzarse, se ciñó el cinturón con la funda vacía, se puso la chaqueta y se la abrochó.

— Ahí tienes — dijo Izya, y empujó hacia él por encima de la mesa un montón de papeles en los que había algo escrito.

— ¿De qué se trata? — preguntó Andrei, sin interés.

— Papel.

— Ah — Andrei reunió las hojas y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta —. Gracias.

Izya había vuelto a concentrarse en la lectura. Leía rápido, como una máquina.

Andrei recordó con cuánto disgusto había aceptado a Izya en la expedición, con su aspecto absurdo de espantapájaros, con su retadora cara de judío, con su risita descarada, con su obvia inutilidad para trabajos físicos pesados. Estaba del todo claro que Izya causaría un montón de problemas, y que la presencia del archivero durante el recorrido en condiciones semejantes a las de campaña no tendría utilidad alguna. Pero todo resultó de manera bien diferente.

En realidad, también resultó de la manera prevista. Izya fue el primero al que le salieron ampollas en los pies. En ambos a la vez. En las reuniones vespertinas, Izya era insoportable, con sus bromitas estúpidas fuera de lugar, con su constante falta de tacto. Al tercer día de camino se las agenció para caer en un sótano y hubo que sacarlo de allí. Al quinto día se extravió, y hubo que detener la marcha durante varias horas. Durante una escaramuza en el kilómetro trescientos cuarenta, se comportó como el peor de los cretinos y sobrevivió de puro milagro. Los soldados se burlaban de él, y Quejada tenía constantes disputas con él. Ellizauer resultó ser un antisemita furibundo y hubo que hacerle un señalamiento especial con respecto a Izya. Hubo de todo. Lo hubo.

Pero a pesar de todo eso, muy poco tiempo después resultó que Izya se había convertido en la figura más popular de la expedición, con excepción del coronel. Y, en cierto sentido, quizá más popular.

En primer lugar, encontraba agua. Los geólogos buscaban manantiales con minuciosidad e insistencia, perforaban rocas, sudaban, emprendían marchas agotadoras durante las paradas generales. Izya se limitaba a sentarse con los demás bajo una monstruosa sombrilla rudimentaria, revisaba viejos papeles, de los que ya contaba con varias cajas, y en cuatro ocasiones había podido indicar dónde debían de estar las cisternas subterráneas. Es verdad que una de ellas estaba seca y en otra el agua estaba podrida, pero en dos ocasiones la expedición consiguió la tan codiciada agua, gracias a Izya y solamente a Izya.

En segundo lugar, encontró un almacén de combustible diesel, y después de eso el antisemitismo de Ellizauer quedó convertido básicamente en una abstracción.

— Odio a los judíos — le explicaba a su mecánico principal —. No hay nada en el mundo peor que un judío. ¡Pero no tengo nada en contra de los hebreos! Tomemos, por ejemplo, a Katzman…

Y, además, Izya suministraba papel a todos. Las reservas de papel se agotaron tras el primer estallido de afecciones gastrointestinales, y por ello la popularidad de Izya (el único poseedor y cuidador de tesoros de papel en una región donde no era posible encontrar ya no una hoja, sino ni una brizna de hierba), alcanzó la cota suprema posible. No transcurrieron ni dos semanas cuando Andrei descubrió, con algo de celos, que a Izya lo querían todos. Hasta los soldados, lo que era totalmente increíble. Durante las paradas se agolpaban en torno a él y, con la boca abierta, escuchaban con atención todos sus relatos. Por iniciativa propia y sin la menor queja, cargaban de un lado a otro sus cajas metálicas llenas de documentos. Se le quejaban, se mostraban caprichosos delante de él como escolares ante el maestro preferido. Odiaban a Fogel, temían al coronel, se peleaban con los científicos, pero con Izya se reían. No de él, sino con él.

— Sabe, Katzman — dijo en una ocasión el coronel —, nunca entendí para qué servían los comisarios en un ejército. Nunca tuve comisarios, pero a usted lo llevaría conmigo.

Izya terminó de revisar un paquete de papeles y sacó otro de dentro de su chaqueta.

— ¿Algo interesante? — preguntó Andrei, y no por una legítima curiosidad, sino porque sintió deseos de expresar el cariño que sintió de repente hacia aquel hombre desgarbado, absurdo, de aspecto desagradable incluso.

Izya no tuvo tiempo de responder, sólo comenzó a negar con la cabeza cuando la puerta se abrió y el coronel Saint James entró en la habitación.

— Con su permiso, consejero — pronunció.

— Por favor, coronel — dijo Andrei, poniéndose de pie —. Buenas noches.

Izya se levantó y empujó el butacón hacia el coronel.

— Gracias por su gentileza, comisario — dijo el coronel y se sentó lentamente, en dos movimientos.

Su aspecto era el de siempre: elegante, fresco, con olor a colonia y a buen tabaco de pipa. En los últimos tiempos, sus mejillas colgaban un poco y los ojos estaban muy hundidos. Y ya no caminaba sin apoyo, llevaba un largo bastón negro, en el que se apoyaba perceptiblemente cuando se hacía necesario permanecer de pie.

— Esa infame pelea bajo su ventana… — dijo el coronel —. Quiero ofrecerle mis más sentidas excusas, consejero, en nombre de mis soldados.

— Esperemos que sea la última — dijo Andrei, sombrío —. No tengo la intención de permitir ni una más.

— Los soldados siempre se pelean — apuntó, como de pasada, el coronel, asintiendo distraído —. En el ejército británico es algo que se promueve. El espíritu combativo, la agresividad saludable, etcétera… Pero, por supuesto, usted tiene razón. En estas difíciles condiciones de marcha eso es insoportable. — Se reclinó en el butacón, sacó la pipa y comenzó a llenarla de tabaco —. ¡Pero no se ve ningún adversario potencial, consejero! — añadió con humor —. Honestamente, veo grandes complicaciones debido a eso, tanto para mi pobre Estado Mayor general como para los señores políticos.

— ¡Por el contrario! — exclamó Izya —. ¡Ahora comenzarán los días más calientes para todos nosotros! Como no existe un adversario real, habrá que inventarlo. Y, como muestra la experiencia universal, el adversario más terrible es el que inventamos. Les aseguro que será un monstruo increíblemente horrible. Tendremos que duplicar el ejército.

— ¿De veras? — dijo el coronel, en el mismo tono humorístico de antes —. Por cierto, ¿quién va a inventarlo? ¿No será usted, estimado comisario?

— ¡Usted! — dijo Izya, con solemnidad —. En primera instancia, usted. — Comenzó a doblar los dedos —. Primero, tendrá que crear el departamento de propaganda política adjunto al Estado Mayor general…

Llamaron a la puerta, y antes de que Andrei pudiera contestar. Quejada y Ellizauer entraron. Quejada tenía un aspecto lúgubre y Ellizauer sonreía, con los ojos apuntando al techo.

— Siéntense, señores, por favor — los saludó Andrei con frialdad. Golpeó la mesa con los nudillos y se dirigió a Izya —. Katzman, comenzamos.

Izya, que había sido interrumpido en el medio de una frase, se volvió hacia Andrei con expresión dispuesta y pasó una mano por encima del respaldo del butacón. El coronel se irguió de nuevo y cruzó las manos sobre el mango del bastón. — Tiene usted la palabra, Quejada — dijo Andrei.

El jefe del departamento científico se sentó directamente frente a él, con las piernas, gruesas como las de un levantador de pesas, muy separadas para no sudar. Ellizauer, como siempre, se acomodó detrás de él, muy encorvado para no sobresalir en exceso.

— Geológicamente, no hay nada nuevo — dijo, en tono lúgubre —. Lo mismo que antes, arcilla y arena. No hay la menor señal de agua. Las tuberías locales están secas desde hace mucho tiempo. Quizá se marcharon de aquí por esa razón, no lo sé… Los datos relativos al sol, al viento… — Sacó una hoja de papel del bolsillo delantero y se la tiró a Andrei —. En lo que a mí respecta, es todo por ahora.

Aquel «por ahora» disgustó muchísimo a Andrei, pero se limitó a asentir y a continuación miró a Ellizauer.

— ¿Transporte?

Ellizauer se enderezó y comenzó a informar por encima de la cabeza de Quejada.

— Hoy hemos avanzado treinta y ocho kilómetros. El motor del tractor número dos debe pasar una reparación capital. Lo lamento mucho, señor consejero, pero no hay más remedio.

— Aja — dijo Andrei —. ¿Qué significa eso de «reparación capital»?

— Dos o tres días — dijo Ellizauer —. Hay que cambiar una parte de las piezas, y hay que ajustar las otras. Quizá se trate de cuatro días. O cinco.

— O diez — dijo Andrei —. Déme el informe.

— O diez — aceptó Ellizauer, sin borrar del rostro aquella sonrisa indefinida.

Sin levantarse, tendió el papel con el informe por encima del hombro de Quejada.

— ¿Está bromeando? — pronunció Andrei, intentando mantener la calma.

— ¿Por qué, señor consejero? — se asustó Ellizauer, o hizo como si se asustara.

— ¿Tres días o diez días, señor especialista?

— Lo lamento mucho, señor consejero… — balbuceó Ellizauer —. No me atrevo a precisar… No estamos en un taller, y además. Permiak está enfermo. Tiene una erupción y padece vómitos. Es mi mecánico principal, señor consejero.

— ¿Y usted? — dijo Andrei.

— Haré todo lo posible… Pero es muy diferente en nuestras condiciones, quiero decir, en campaña…

Estuvo un rato más balbuceando algo sobre los mecánicos, la grúa que no habían querido traer a pesar de que él lo había advertido, sobre el taladro que no tenían y que era imposible que tuvieran, otra vez sobre el mecánico y algo más sobre pistones y bujías… Cada vez hablaba más y más quedo, más enredado, hasta que calló del todo. Durante todo ese tiempo. Andrei lo estuvo mirando fijamente a los ojos, y quedaba totalmente claro que aquel oportunista larguirucho y cobardón estaba diciendo mentiras y sabía que todos se habían dado cuenta de ello, pero intentaba escabullirse y no se le ocurría cómo, aunque de todos modos tenía la firme intención de mantener su mentira hasta el victorioso final.

Después, Andrei bajó la vista y la clavó en el informe, en los renglones mal trazados con letra enorme, pero sin ver ni entender nada de lo allí escrito.

«Se han conjurado, canallas — pensó con desesperación —. Éstos también se han conjurado. ¿Qué hago ahora con ellos? Qué lástima, no tengo la pistola. Pegarle un tiro a Ellizauer o asustarlo hasta que se cague… No. Quejada. Ése es el jefe de todos ellos. Quiere hacerme responsable de todo… Quiere cargar sobre mis hombros esta misión asquerosa, que ya apesta… Bastardo, cerdo hinchado…» Tenía deseos de gritar, de dar puñetazos sobre la mesa.

El silencio se hacía insoportable. De repente, Izya se movió incómodo en su silla.

— ¿Qué está ocurriendo? — balbuceó —. A fin de cuentas, no tenemos por qué apresuramos. Haremos una parada. Podría haber archivos en los edificios. Es verdad que no hay agua, pero podemos enviar un grupo por delante… — Tonterías — lo interrumpió Quejada con brusquedad —. Señores, basta de habladurías. Pongamos los puntos sobre las íes. La expedición ha fracasado. No hemos encontrado agua. Ni petróleo. Y con la exploración geológica organizada de esta manera, sería imposible encontrar nada. Corremos como si estuviéramos locos, hemos extenuado a la gente, el transporte está hecho jirones. No hay ninguna disciplina en el destacamento, alimentamos a prostitutas, arrastramos a gente que difunde rumores… Hemos perdido la perspectiva hace muchísimo tiempo, a nadie le importa nada. La gente no quiere seguir adelante, no ven qué sentido tiene seguir, y no tenemos nada que decirle. Los datos cosmográficos no sirven para nada: nos preparamos para un frío polar y nos hemos metido en un desierto calcinante. El personal de la expedición ha sido mal seleccionado, al tuntún. Los servicios médicos son pésimos. Como resultado, cosechamos lo que hemos sembrado: la caída de la moral, la pérdida de la disciplina, constantes insubordinaciones y un motín, si no hoy, mañana. Es todo.

Quejada calló, sacó la cigarrera y encendió un pitillo.

— ¿Y qué propone usted, señor Quejada? — masculló Andrei, conteniendo la voz.

La odiosa cara de Quejada con sus poblados mostachos flotaba delante de sus ojos, envuelta en una telaraña indefinida. Sintió un deseo feroz de pegarle un puñetazo. O de golpearlo con la lámpara. Por los bigotes…

— En mi opinión, da lo mismo — pronunció Quejada, despectivo —. Hay que volver por donde hemos venido. De inmediato. Mientras aún estamos sanos y salvos.

«Tranquilidad — se repetía Andrei —. Ahora sólo vale la tranquilidad. Mientras menos palabras, mejor. No discutir, por nada del mundo. Oír con calma y callar. ¡Ay, qué ganas tengo de pegarle!»

— En realidad — comenzó a decir Ellizauer —, ¿hasta cuándo podemos seguir avanzando? Mi gente me pregunta: ¿qué ocurre, señor ingeniero? Acordamos avanzar hasta que el sol se pusiera más allá del horizonte. Pero, por el contrario, el sol sube. Después acordamos que hasta que no llegara al cenit. Y entonces no sube, sino salta, arriba y abajo.

«No discutir en absoluto — se repetía Andrei para sus adentros —. Que digan lo que quieran. Será, incluso, interesante oír qué inventan. El coronel no me traicionará. El ejército lo decide todo. ¡El ejército! ¿Serán ellos, canallas, los que han convencido a Fogel?»

— Y usted, ¿qué les dice? — le preguntó Izya a Ellizauer —. ¿Usted?

— Yo, ¿qué?

— Ellos le preguntan, eso está claro… ¿Y qué les responde usted?

— Es extraño… — comenzó a decir Ellizauer, encogiéndose de hombros y moviendo sus cejas ralas —. ¿Qué puedo responderles? Eso quisiera saber, qué debo responderles. ¿Cómo puedo saberlo?

— ¿Quiere decir que no les responde nada?

— ¿Y qué puedo responderles? ¡¿Qué?! Digo, que respondan los jefes…

— ¡Vaya respuesta! — replicó Izya, abriendo mucho los ojos —. Con semejantes respuestas se le baja la moral a un ejército entero, ni qué decir de unos pobres choferes… Señores, yo regresaría con gusto ahora mismo, pero la fiera del jefe no me deja… Ustedes, ¿al menos entienden con qué objetivo avanzamos? ¡Son voluntarios, nadie los obligó!

— Escuche, Katzman… — Quejada intentó interrumpirlo —. ¡Vamos a hablar de los problemas!

Izya ni se molestó en mirarlo.

— ¿Sabía que sería difícil, Ellizauer? Lo sabía. ¿Sabía que no íbamos a comprar caramelos? Lo sabía. ¿Sabía que la Ciudad necesita esta expedición? Lo sabía, usted es una persona preparada, un ingeniero… ¿Conocía la orden de seguir adelante mientras hubiera combustible y agua? ¡La conocía perfectamente, Ellizauer! — ¡Pero yo no tengo nada que objetar! — dijo Ellizauer presuroso, algo asustado ahora —. Solamente les estoy explicando que mis aclaraciones… o sea, que no tengo nada claro lo que debo responderles, porque a mí me preguntan constantemente…

— ¡Deje de irse por la tangente, Ellizauer! — dijo Izya, con decisión —. Todo está absolutamente claro: tienen miedo de seguir adelante, sabotean moralmente la expedición, han conseguido asustar a sus subordinados, y ahora vienen aquí a quejarse… Y, por cierto, ustedes ni siquiera tienen que caminar, todo el tiempo viajan en algún transporte.

«Así, Izya, así, amigo — pensó Andrei, enternecido —. ¡Destroza a esa carroña, destrózala! Ya debe de haberse cagado, ahora pedirá permiso para ir al retrete…»

— Y, en general, no entiendo las razones de este pánico — siguió diciendo Izya, de modo terminante —. ¿La geología no reafirma sus hipótesis? Pues a la mierda con la geología, nos las arreglaremos sin ella. Y también sin la cosmografía. ¿Acaso no entienden que nuestra tarea principal es la exploración, la recopilación de información? Yo declaro que la expedición, al día de hoy, ha hecho un gran trabajo, y aún puede hacer mucho más. ¿Que se ha roto un tractor? Nada terrible. Que lo arreglen, en dos días o en diez, no sé, dejemos aquí a los más extenuados, a los enfermos, y sigamos adelante, poco a poco, en el segundo tractor. Si encontramos agua, nos detenemos y esperamos a los retrasados. Todo es muy sencillo, no hay nada de particular…

— Sí, por supuesto, todo es muy sencillo, Katzman — dijo Quejada, bilioso —. ¿Y no quema un disparo por la espalda? ¿O en la frente? Está demasiado inmerso en sus archivos, no percibe lo que ocurre en torno suyo… Los soldados no seguirán adelante. Eso lo sé, los he oído ponerse de acuerdo.

De repente, Ellizauer se puso de pie detrás de él, y mascullando unas excusas incomprensibles, se agarró el vientre y salió corriendo de la habitación.

«Rata — pensó Andrei con maligna alegría —. Cobarde canalla. Cagón.»

— De mis geólogos, sólo puedo confiar en una persona — prosiguió Quejada, haciendo como si no se diera cuenta —. No es posible confiar en los soldados ni en ninguno de los choferes. Por supuesto, ustedes pueden fusilar a uno o dos para dar una lección, quizá eso ayude. No lo sé. Lo dudo. Y no estoy seguro de que tengan el derecho moral para actuar de esa manera. No quieren seguir porque se sienten engañados. Porque no han sacado nada en claro de esa expedición y ahora ya han perdido las esperanzas de recibir algo. Esa maravillosa leyenda, que con tanta imaginación ha inventado el señor Katzman, la leyenda del Palacio de Cristal, ha perdido su efecto. Las que predominan son otras leyendas, sépalo usted, Katzman.

— ¿Qué diablos dice? — saltó Izya, tartamudeando de indignación —. ¡No he inventado nada!

— Está bien, ahora eso no tiene la menor importancia. — Quejada se desentendió de él con un gesto que parecía hasta bondadoso —. Ahora ya queda claro que no habrá ningún palacio, así que no hay nada de qué hablar… Ustedes saben muy bien, señores, que las tres cuartas partes de esos voluntarios vinieron a esta expedición en busca de botín y sólo por el botín. ¿Qué han conseguido en lugar de ese botín? Diarrea con sangre y una subnormal piojosa para divertirse por las noches. Pero el problema no es ni siquiera ése. No sólo están desilusionados, también están asustados. Démosle las gracias al señor Katzman. Démosle las gracias al señor Pak, al que con tanta gentileza lo invitamos a nuestra mesa y le dimos un puesto en la expedición. A los esfuerzos de estos señores debemos la mayor parte de nuestros conocimientos sobre lo que nos espera si seguimos adelante. La gente tiene miedo del decimotercer día. La gente teme a los lobos parlantes. No teníamos suficiente con los lobos tiburones, ¡ahora nos prometen lobos parlantes! La gente teme a los ferrocéfalos… Combinado con todo lo que ya han visto, todos esos mudos con las lenguas cortadas, los campos de concentración abandonados, los cretinos asilvestrados que rinden culto a los manantiales, y los cretinos armados hasta los dientes que disparan por cualquier motivo… Combinado con todo lo que han visto hoy, en estas colinas, esos huesos en las barricadas dentro de las casas… ¡Es una combinación encantadora, imponente! Y si hasta ayer los soldados temían al sargento Fogel por encima de todas las cosas, hoy Fogel les da lo mismo, tienen algo peor a lo que temer… — Quejada calló finalmente, tomó aliento y se secó el sudor que le cubría el rostro abotagado.

— Tengo la impresión — dijo el coronel, levantando una ceja con ironía —, de que usted mismo tiene bastante miedo, señor Quejada. ¿Me equivoco?

— No se preocupe por mí, coronel — gruñó Quejada, mirándolo de reojo —. Si algo temo es recibir una bala por la espalda. Sin comerlo ni beberlo. Que personas a las que, por cierto, entiendo perfectamente, me maten.

— ¿Es eso? — apuntó el coronel —. Qué se le va a hacer… No voy a emitir un juicio sobre la importancia de esta expedición y tampoco voy a indicarle a la jefatura de la expedición cómo debe actuar. Mi tarea consiste en cumplir las órdenes. Sin embargo, considero indispensable decir que todas esas consideraciones relativas a motines e insubordinaciones me parecen puras habladurías sin sentido. ¡Déjeme ocuparme de mis soldados, señor Quejada! Si lo desea, ponga bajo mi mando a esos geólogos en los que no confía. Me ocuparé de ellos… Debo llamar su atención, consejero — se volvió hacia Andrei y siguió hablando, con la misma cortesía letal —, que hoy aquí han hablado demasiado sobre los soldados precisamente aquellas personas que no tienen ningún vínculo oficial con ellos.

— Sobre los soldados han hablado personas — lo interrumpió Quejada —, que trabajan, comen y duermen todos los días junto con ellos.

En el silencio que siguió se oyó un ligero chirrido proveniente del butacón de piel: el coronel se sentó, muy derecho. Se mantuvo callado un rato. La puerta se abrió lentamente y Ellizauer regresó a su lugar con una expresión de confusión y culpa, haciendo una leve reverencia sobre la marcha.

«Sigue — pensó Andrei, mirando fijamente al coronel —. ¡Sigue dándole! ¡Córtale los bigotes! ¡Rómpele la cara!»

— Debo también pedirle — prosiguió, finalmente, el coronel — que preste su atención, consejero, al hecho de que en una parte de la plana mayor se ha detectado hoy una clara simpatía, y más aún, complicidad, con estados de ánimo totalmente comprensibles y habituales, pero totalmente indeseables, de los niveles inferiores del ejército. Como oficial superior, declaro lo siguiente: si la simpatía y la complicidad antes mencionadas adquieren algún tipo de manifestación práctica, actuaré contra los cómplices y simpatizantes como está estipulado en condiciones de campaña. En lo restante, señor consejero, tengo el honor de asegurarle que el ejército sigue dispuesto a cumplir todas sus órdenes.

Andrei suspiró muy quedamente y miró satisfecho a Quejada que, con una sonrisa torcida, encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. Ellizauer ni se veía.

— ¿Y cómo se actúa contra los cómplices y simpatizantes en condiciones de campaña? — preguntó con enorme curiosidad Izya, que también se veía muy satisfecho.

— Se los lleva a la horca — fue la seca respuesta del coronel.

De nuevo se hizo el silencio.

«Así son las cosas — pensó Andrei —. Espero que todo le haya quedado claro, señor Quejada. ¿O aún tendrá alguna pregunta? No, claro que ya no tiene ninguna pregunta, qué va. ¡El ejército! El ejército lo decide todo, amiguitos. Pero, sea como sea, no entiendo nada. ¿Por qué está tan seguro? ¿No se tratará sólo de una máscara, coronel? Yo también tengo aspecto de estar bastante seguro. En todo caso, ése debe ser mi aspecto. Obligatoriamente.»

Miró al coronel de reojo. Seguía sentado, muy erguido, con la pipa apagada entre los dientes. Y estaba muy pálido. Quizá fuera sólo a causa de la ira. «Todo se va al diablo, al diablo — pensó Andrei con pánico —. ¡Un largo receso! ¡Enseguida! Y que Katzman me consiga agua. Mucha agua. Para el coronel. Sólo para el coronel. Y desde esta misma noche, ¡doble ración de agua para el coronel!»

Ellizauer, todo torcido, asomó detrás del grueso hombro de Quejada.

— Perdóneme… Tengo necesidad… — masculló, lastimero —. De nuevo…

— Siéntese — le dijo Andrei —. Ahora terminamos. — Se reclinó en el butacón y se agarró de los brazos —. La orden para el día de mañana: haremos una parada prolongada. Ellizauer, todas las fuerzas se destinarán a la reparación del tractor. Le doy un plazo de tres días, cumpla con el trabajo en ese plazo. Quejada, mañana, ocúpese todo el día de los enfermos. Pasado mañana, dispóngase a tomar parte conmigo en una exploración en profundidad, Katzman, usted viene con nosotros… ¡Agua! — Golpeó la mesa con un dedo —. ¡Necesito agua, Katzman! ¡Señor coronel! Le ordeno que mañana descanse. Pasado mañana tomará el mando del campamento. Es todo, señores. Están libres.

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