CUATRO

Pak no estaba en la biblioteca. Por supuesto, no se le había ocurrido ni pasar por allí. Como antes, los libros seguían amontonados sobre el suelo.

— Qué raro… — dijo Izya, moviendo confuso la cabeza de un lado a otro —. Me dijo que separaría los libros de sociología.

— «Me dijo, me dijo» — masculló Andrei.

Pateó con la punta del zapato un grueso tomo con el que acababa de tropezar, se dio la vuelta y bajó corriendo las escaleras.

«A fin de cuentas, nos engañó. Nos engañó el maldito. El judío del Lejano Oriente.» Andrei no acababa de darse cuenta de cuál era la picardía del judío del Lejano Oriente, pero con todas las fibras de su alma percibía que los había engañado.

Caminaban pegados a la pared, Andrei por el lado derecho de la calle, el Mudo, que también se había dado cuenta de que todo estaba mal, por el lado izquierdo. Izya estuvo a punto de seguir por el centro, pero Andrei le pegó tal grito que el archivero regresó junto a él precipitadamente y siguió caminando mientras gruñía de indignación y resoplaba con desprecio. La visibilidad era de unos cincuenta metros, y más adelante la calle parecía estar en una pecera donde todo temblaba sin definición, emitía destellos y hasta parecía que unas algas se elevaban sobre el pavimento.

Cuando llegaron a la altura del cine, el Mudo se detuvo repentinamente. Andrei, que lo vigilaba de reojo, también se detuvo. El Mudo permaneció de pie, inmóvil, como escuchando algo con atención, con el sable desnudo en la mano.

— Huele a chamusquina — pronunció Izya en voz baja, detrás de Andrei.

Y en ese momento, él mismo percibió el olor. «Era eso», pensó, apretando los dientes.

El Mudo levantó la mano con el sable, señaló la calle y siguió caminando. Dejaron atrás otros doscientos metros, caminando con todas las precauciones. El olor a chamusquina se hacía cada vez más fuerte. Era un olor a metal ardiente, a trapos chamuscados, a petróleo quemado, al que se sumaban otros, dulzones, casi sabrosos.

«¿Qué habrá ocurrido aquí? — pensó Andrei, apretando las mandíbulas hasta dolerle —. ¿Qué habrá hecho? — repetía, angustiado —. ¿Qué será lo que arde? Porque es allí donde algo se quema, sin lugar a dudas…» Y, en ese momento, divisó a Pak.

Pensó al instante que se trataba de Pak porque el cadáver llevaba la conocida chaqueta de sarga azul descolorida. En el campamento nadie tenía una chaqueta semejante. El coreano yacía en una esquina con las piernas bien abiertas y la cabeza reposaba sobre el rudimentario fusil de cañón corto. El arma apuntaba a lo largo de la calle, en dirección al campamento. Pak parecía inusitadamente grueso, como hinchado, y sus manos estaban relucientes, de un color azul negruzco.

Andrei no había tenido tiempo de entender a ciencia cierta lo que en realidad estaba viendo, cuando Izya lo apartó con un cloqueo, le pisó un pie y echó a correr, atravesó la calle y cayó de rodillas junto al cadáver. Andrei tragó en seco y miró hacia el Mudo, que agitaba la cabeza enérgicamente y señalaba calle abajo con el sable corto. Allí, casi al final de su campo de visión. Andrei divisó otro cuerpo. Alguien yacía en medio de la calle, también grueso y negro, y a través de la calina podía verse cómo se elevaba sobre las azoteas una columna de humo gris, distorsionada por la refracción.

Andrei atravesó la calle y bajó el fusil. Izya se había puesto de pie, y al acercarse, Andrei entendió por qué: del cadáver con chaqueta azul de sarga salía un insoportable hedor, dulzón y nauseabundo.

— Dios mío — balbuceó Izya, volviendo hacia Andrei el rostro totalmente sudado y demacrado —. Miserables, lo han matado… Él valía más que todos ellos juntos.

De un rápido vistazo, Andrei examinó aquel horrible cuerpo hinchado que yacía a sus pies, con una úlcera negra en lugar de nuca. El sol daba un reflejo mate sobre los cartuchos de cobre dispersos por el suelo, Andrei rodeó a Izya, y ya sin ocultarse echó a andar a lo largo de la calle hacia el próximo cuerpo hinchado, junto al que se agachaba el Mudo.

Yacía de espaldas, y aunque su rostro estaba muy ennegrecido e inflamado. Andrei pudo reconocerlo: era uno de los geólogos, el sustituto de Quejada. Ted Kaminski. Lo más horrible era que sólo llevaba los calzoncillos y una chaqueta enguatada de algodón, como las de los choferes. Al parecer, le habían disparado por la espalda y la ráfaga lo había atravesado: por delante, la chaqueta mostraba una serie de agujeros de los que salían jirones de guata gris. A unos cinco pasos yacía un fusil automático sin cargador.

El Mudo tocó el hombro de Andrei y señaló hacia delante. Allí, al lado derecho de la calle, recostado en la pared, yacía otro cadáver. Se parecía a Permiak. Lo habían alcanzado, al parecer, en el centro de la calle, allí se veía aún sobre los adoquines una mancha negra reseca.

Se había arrastrado hasta la pared, dejando un espeso rastro negro y allí había muerto, con la cabeza torcida y abrazándose con todas sus fuerzas el vientre, destrozado por las balas.

Se habían matado entre sí, presa de un ataque incontenible de ferocidad, como carniceros enloquecidos, como tarántulas enfurecidas, como ratas a las que el hambre les había hecho perder la cabeza. Como seres humanos.

Atravesado en el medio de un callejón sin pavimentar, vecino al campamento, sobre un montón de excrementos, yacía Tevosian. Había corrido en pos del tractor que se dirigió por aquel callejón en dirección al precipicio, levantando la tierra endurecida con sus orugas. Tevosian había corrido en pos del tractor desde el campamento mismo, disparando sobre la marcha, y desde el tractor respondieron a sus disparos, y en esa misma esquina, donde aquella noche se erguía la estatua con la jeta de sapo, le habían dado y él quedó allí, mostrando sus dientes amarillentos, enfundado en su guerrera militar manchada de polvo, excrementos y sangre. Pero antes de morir, o quizá después, él también había hecho blanco: a medio camino del precipicio, con los dedos clavados en la tierra levantada por las orugas, se veía la mole del sargento Fogel. Más adelante el tractor había continuado sin él hasta el precipicio mismo, y después había caído al abismo.

El remolque terminaba lentamente de arder en el campamento. Unas llamitas color naranja corrían por los bidones ennegrecidos por el calor, abollados y llenos de agujeros de bala, y borbotones de humo negro se elevaban lentamente hacia un cielo mate. Del montón carbonizado sobre el remolque sobresalían las piernas de alguien, y de allí brotaba aquel mismo olor apetitoso que entonces daba náuseas.

El cadáver desnudo de Roulier colgaba de la ventana de los cartógrafos. Sus largos brazos peludos casi rozaban la acera, donde yacía un fusil automático. Toda la pared alrededor de la ventana estaba destrozada por las balas, y al otro lado de la calle, abatidos por la misma ráfaga, yacían uno sobre otro Vasilenko y Palotti. Junto a ellos no se veía ningún arma, y el rostro reseco de Vasilenko conservaba una expresión de susto y asombro total.

El segundo geólogo, el segundo cartógrafo y Ellizauer, el jefe técnico, habían sido fusilados ante la misma pared. Así yacían, bajo una puerta acribillada a balazos. Ellizauer estaba en calzoncillos, los otros dos estaban desnudos.

Y en el mismo centro de aquella hecatombe apestosa, en el medio de la calle, sobre una larga mesa con patas de aluminio, cubierto con la bandera británica, yacía serenamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, el coronel Saint James, en su guerrera de gala, con todas sus condecoraciones, con la misma expresión seca, imperturbable de siempre, y hasta con una sonrisita irónica. Junto a él, recostado en una de las patas de la mesa, con la cabeza canosa apoyada en el pavimento, yacía Dagan, también en su guerrera de gala, apretando en la mano el bastón partido del coronel.

Y eso era todo. Seis soldados, entre los que estaba Chñoupek, el ingeniero Quejada, la prostituta llamada Lagarta y el segundo tractor con el otro remolque habían desaparecido. Quedaban los cadáveres, varios equipos de prospección geológica tirados en un montón, varios fusiles automáticos… Y el hedor. Y un hollín grasiento. Y la peste asfixiante a carne quemada proveniente del remolque que no terminaba de arder. Andrei entró corriendo en su habitación, se dejó caer en el butacón y, con un gemido, se cubrió el rostro con las manos. Todo había terminado. Para siempre. Y no había manera de evitar el dolor, la vergüenza, la muerte…

«Yo los traje hasta aquí — pensó —. Yo los abandoné como un cobarde, como un canalla. Quería descansar. Descansar un momento de sus jetas, de su mal olor, miserable mocoso. ¡Coronel, ay, coronel! ¡No debió morir, no! Si yo no me hubiera ido, él no hubiera muerto. Si él no hubiera muerto, aquí nadie se habría atrevido a nada. Bestias, bestias… ¡Hienas! ¡Tenía que haberlos fusilado! — Soltó un largo gemido y se frotó la mejilla húmeda con la manga —. Ah, me refrescaba en una biblioteca. Le soltaba discursitos a las estatuas. Estúpido, charlatán, lo echaste todo a perder, acabaste con todo… ¡Ahora muérete, canalla! Nadie llorará por ti. ¿Quién coño te necesita en ese estado? Ha sido terrible, terrible… Se persiguieron, se tirotearon, remataron a los caídos, dispararon a los muertos, llevaron a gente a fusilar, a patadas, a gritos. ¡Hasta dónde hemos llegado, muchachos, eh! ¡Hasta dónde os hice llegar! ¿Y para qué? ¿Para qué?»

Golpeó la mesa con los puños muy apretados, se irguió, se secó el rostro con la mano. Podía oír al otro lado de la puerta el llanto y los gemidos confusos de Izya, y los arrullos del Mudo, como los de una paloma, que intentaba tranquilizarlo.

«No quiero vivir — pensó Andrei —. No quiero. Que todo esto se vaya al infierno.» Se levantó de la mesa para ir en busca de Izya, de la gente, y de repente vio allí delante, abierto, el libro de bitácora de la expedición. Lo apartó de sí con asco, pero al instante se dio cuenta de que la última página había sido escrita por otro. Se sentó y comenzó a leer.

Quejada había escrito:

Día 31o. Ayer, en la mañana del 30º día de expedición, el consejero Voronin, acompañado por el archivero Katzman y el emigrado Pak, salieron de reconocimiento con la intención de regresar al campamento antes de la oscuridad, pero no volvieron. Hoy, a las 14 horas 30 minutos, murió súbitamente, de un ataque al corazón, el jefe provisional de la expedición, coronel Saint James. Tomando en consideración que el consejero Voronin todavía no ha regresado del reconocimiento, asumo personalmente el mando de la expedición. Firma: vicejefe científico de la expedición. D. Quejada. 31° día de expedición, 15 horas, 45 minutos.

A continuación aparecían los datos habituales sobre consumo de alimentos y agua, la temperatura, la velocidad del viento, así como la orden por la que se designaba al sargento Fogel como vicejefe militar de la expedición, y una amonestación al vicejefe técnico Ellizauer por su lentitud, seguida por la orden de acelerar al máximo la reparación del segundo tractor.

Más adelante, Quejada había anotado:

Tengo la intención de celebrar mañana las exequias solemnes del fallecido coronel Saint James, y de enviar inmediatamente después de la ceremonia un destacamento armado en busca del grupo de reconocimiento del consejero Voronin. Si no se logra establecer contacto con el grupo, daré de inmediato la orden de regresar, ya que considero que cualquier desplazamiento ulterior tiene ahora menos sentido que antes.

Día 32°. El grupo de reconocimiento no ha regresado. He hecho una última advertencia al cartógrafo Roulier y a los soldados Chñoupek y Tevosian debido a la pelea de la noche anterior, y les he retenido la cuota de agua del día… Seguía un zigzag de tinta y varias salpicaduras sobre el papel, y con eso terminaban las notas. Al parecer, en ese momento había comenzado el tiroteo en la calle. Quejada salió a ver y nunca más regresó.

Andrei releyó las notas. «Sí. Quejada, eso era lo que tú querías. Cosechaste lo que habías sembrado. Y yo, acusando siempre a Pak, qué estúpido, que Dios lo tenga en la gloria… — Se mordió el labio y cerró los ojos, y de nuevo, delante de él, apareció el cuerpo hinchado, enfundado en la chaqueta azul de sarga. De repente, se dio cuenta: trigésimo segundo día —. ¿Cómo que el trigésimo segundo día? ¡El trigésimo!

Ayer hice la anotación correspondiente al vigésimo octavo… — Presuroso, pasó la página —. Sí. El vigésimo octavo… Y esos cadáveres hinchados llevaban allí varios días. Dios, ¿qué es esto? Uno, dos… ¿Qué día es hoy? ¡Si hemos partido hoy mismo por la mañana!»

Recordó la plaza ardiente, llena de pedestales vacíos, y la oscuridad gélida del panteón, y las estatuas ciegas tras la mesa infinita… Eso había ocurrido tiempo atrás. Mucho tiempo atrás.

«Sí. Entonces, una fuerza malévola me enredó, me mareó, me atontó, me narcotizó… Hubiera podido regresar ese día, habría encontrado vivo al coronel, no habría permitido…»

La puerta se abrió de par en par y entró un Izya que no se parecía a sí mismo: reseco, con una larga cara huesuda, sombrío, rabioso, como si quien llorara y gimiera como una mujer pocos momentos antes no hubiera sido él. Tiró su mochila medio vacía a un rincón y se sentó en un butacón frente a Andrei.

— Los cadáveres son, por lo menos, de hace tres días — dijo —. ¿Entiendes qué está ocurriendo?

Sin decir palabra, Andrei empujó hacia él por encima de la mesa el libro de bitácora. Izya lo agarró ansioso, devoró las notas en un santiamén y levantó unos ojos enrojecidos hacia Andrei.

— El Experimento es el Experimento — dijo éste, con una sonrisa retorcida.

— Y una m-mierda… — dijo Izya, con odio y asco. Releyó las notas y tiró el libro sobre la mesa —. ¡Hijos de perra!

— En mi opinión, nos liaron en la plaza. Donde estaban los pedestales.

Izya asintió, se recostó en el butacón, levantó la barba y cerró los ojos.

— ¿Y qué vamos a hacer, consejero? — preguntó, Andrei callaba —. ¡No se te vaya a ocurrir pegarte un tiro! — dijo Izya —. Te conozco, joven comunista… aguilucho.

Andrei soltó una risita amarga y se arregló el cuello de la camisa.

— Escucha — musitó —. Vámonos a otra parte…

Izya abrió los ojos y los clavó en Andrei.

— Ese olor que entra por la ventana — explicó Andrei con dificultad —. No lo resisto…

— Vamos a mi habitación.

En el pasillo, el Mudo se levantó al verlos. Andrei lo tomó por el musculoso brazo desnudo y lo llevó con ellos. Los tres entraron en la habitación de Izya. Allí las ventanas daban a otra calle. A lo lejos, por encima de las azoteas, se divisaba la Pared Amarilla. No se percibía ningún hedor, hacía hasta un poco de fresco, pero no quedaba sitio para sentarse, todo estaba cubierto de papeles y libros.

— En el suelo, sentaos en el suelo — dijo Izya, y se dejó caer sobre su cama, sucia y en desorden —. Pensemos algo. No tengo intención de morirme. Aún tengo muchas cosas que hacer por aquí.

— Pensar, ¿qué? — replicó Andrei, sombrío —. Da igual. No hay agua, se la llevaron, y la comida ardió. No podemos regresar, nunca lograríamos atravesar el desierto… Aunque alcanzáramos a esos miserables… No, no los podemos alcanzar, han transcurrido varios días… — Calló un instante —. Si encontráramos agua… ¿Está muy lejos ese acueducto del que hablabas? — Veinte kilómetros. O treinta.

— Si vamos de noche, cuando hace frío…

— No se puede ir de noche — dijo Izya —. Está oscuro. Y los lobos…

— Aquí no hay lobos — replicó Andrei.

— ¿Cómo lo sabes?

— Pues entonces es mejor que nos peguemos un tiro.

Andrei sabía ya que no se pegaría un tiro. Quería vivir. Nunca antes había sabido que se podía desear la vida con tanta fuerza.

— Está bien. Hablemos en serio.

— Hablo en serio. Quiero vivir. Y sobreviviré. Ahora, todo me da igual. Quedamos tú y yo solamente, ¿lo entiendes? Nosotros debemos sobrevivir, eso es todo. Y que ellos se vayan a hacer puñetas. Simplemente, encontraremos agua y nos quedaremos a vivir donde la encontremos.

— Correcto — dijo Izya, se sentó en la cama, metió una mano bajo la camisa y se puso a rascarse —. Por el día, beberemos agua, y por la noche te daré por el saco…

— ¿Tienes otra propuesta? — preguntó Andrei mirándolo, sin entender.

— Por ahora, no. Es correcto, primero hay que encontrar agua. Sin agua, estamos acabados. Y después veremos qué hacer. Pero he estado pensando en algo: es obvio que salieron huyendo a toda pastilla tan pronto terminó la masacre. Les entró miedo. Se montaron en el remolque y salieron disparados. Creo que si registramos bien la casa, podremos encontrar agua y comida.

Estaba a punto de decir algo más, pero se detuvo con la boca abierta. Sus ojos casi se le salían de las órbitas.

— ¡Mira eso, mira eso! — susurró, asustado.

Andrei se volvió enseguida hacia la ventana.

Al principio, no vio nada de particular, sólo oyó un estruendo lejano, como un alud, como si cayeran piedras en alguna parte… Después sus ojos detectaron cierto movimiento en el plano amarillo vertical que se elevaba por encima de las azoteas.

Desde arriba, saliendo de la neblina azulada donde desaparecía el mundo, se deslizaba hacia abajo, con el vértice por delante, una extraña nube triangular. Se desplazaba desde una altura inconcebible, y aún estaba muy lejos de la base de la pared, pero ya se podía distinguir algo que giraba con rabia en el vértice, tropezando y saltando en obstáculos invisibles, un cuerpo pesado con una silueta dolorosamente familiar. A cada sacudida, de aquel cuerpo salían fragmentos que continuaban cayendo a su lado, trozos de piedra que caían en abanico, levantando remolinos de polvo claro que formaban una nube y se apartaban, como una ola ante la proa de una lancha rápida, mientras el estruendo se hacía cada vez más fuerte y se descomponía en sonidos varios, desde los golpes de las piedras al chocar con el monolito hasta el zumbido amenazador de un alud gigantesco…

— ¡El tractor! — pronunció Izya con voz entrecortada.

Andrei lo entendió sólo en el último segundo, cuando el vehículo destrozado se zambulló a toda velocidad bajo las azoteas, el suelo bajo los pies se sacudió como consecuencia de un golpe monumental, se elevó una enorme columna de polvo de ladrillo, volaron por el aire pedazos del motor y jirones de hojalata, y un segundo después todo quedó cubierto por el alud amarillo.

Enmudecieron durante un rato, y quedaron escuchando con atención el estruendo retumbante, las fracturas, los zumbidos, mientras el suelo seguía temblando y la nube amarilla sobre las azoteas no dejaba distinguir nada más.

— ¡Qué locura! — dijo Izya —. ¿Cómo fueron a parar allí?

— ¿Quiénes? — preguntó Andrei, sin entender.

— ¡Era nuestro tractor, idiota!

— ¿Cuál de los dos? ¿El que se fue? Izya calló mientras, con todas sus fuerzas, hurgaba en la nariz con sus dedos sucios.

— No lo sé — dijo —. No entiendo nada… ¿Y tú? — preguntó de repente, volviéndose hacia el Mudo.

El hombre asintió, indiferente. Izya, acongojado, se dio un fuerte manotazo en las rodillas, pero en ese momento el Mudo hizo un gesto extraño: extendió ante sí el dedo índice, lo bajó con rapidez hacia el suelo y después lo levantó por encima de la cabeza, describiendo con él una circunferencia.

— ¿Y…? — preguntó Izya —. ¿Qué significa?

El Mudo se encogió de hombros y repitió el gesto. Y Andrei recordó de repente, recordó y lo entendió todo al momento.

— Las estrellas fugaces — dijo —. ¡Mira lo que era! — Rió, con amargura —. ¡Vaya, en qué momento lo he comprendido!

— ¿Qué has comprendido? — gritó Izya —. ¿De qué estrellas…?

— Da igual — dijo Andrei desentendiéndose con un ademán, sin dejar de reír —. ¡Da igual, da igual, da igual! ¿Qué nos importa eso ahora? ¡Cállate, Katzman! Tenemos que sobrevivir, ¿lo entiendes? ¡Sobrevivir! ¡En este mundo asqueroso e inverosímil! Necesitamos agua, Katzman.

— Aguarda, aguarda — balbuceó Katzman.

— ¡No quiero nada más! — gritó Andrei, sacudiendo los puños muy apretados —. ¡No quiero entender nada más! ¡No quiero averiguar nada más! Allá afuera hay cadáveres, Katzman. ¡Cadáveres! ¡Ellos también querían vivir! ¡Pero ahora están ahí hinchados, pudriéndose!

Izya apuntó con la barba hacia delante, bajó de la cama, agarró a Andrei por la chaqueta y lo obligó a sentarse en el suelo.

— ¡Calla! — dijo, resoplando con ferocidad —. ¿Quieres una bofetada? Ahora te la doy. ¡Llorona!

Andrei rechinó los dientes y se quedó callado. Izya soltó vapor, regresó a la cama y comenzó a rascarse de nuevo.

— Nunca ha visto un cadáver… — gruñó —. No conoce este mundo… Nenaza.

Andrei, con la cara metida entre las manos, trataba de acallar dentro de sí un aullido repulsivo, carente de todo sentido. Pero con una parte de su conciencia comenzaba a entender qué le estaba ocurriendo, y eso era de utilidad. Era horrible: estar aquí, entre muertos que al parecer estaban vivos, pero que en realidad ya estaban muertos… Izya decía algo, pero él no lo escuchaba. Al rato logró serenarse.

— ¿Qué dices? — preguntó, quitándose las manos de la cara.

— Digo que voy a registrar a los soldados, registra tú a los intelectuales. Y busca en la habitación de Quejada, él debía conservar las reservas intocables de los geólogos. No te preocupes, saldremos de ésta…

En ese momento se apagó el sol.

— ¡De puta madre! ¡En qué mal momento! — se quejó Izya —. Ahora hay que buscar una lámpara… Espera, creo que debo tener la tuya…

— Hay que poner los relojes en hora — dijo Andrei con dificultad.

Se llevó la muñeca a los ojos, miró las manecillas fosforescentes y las puso en las doce en punto. Izya, maldiciendo entre dientes, buscaba en la oscuridad, desplazaba la cama, registraba entre los papeles. Después, se oyó cómo rascaba una cerilla. Izya estaba en el centro de la habitación, a cuatro patas, alumbrando los rincones con la cerilla.

— ¿Qué cono hacéis ahí sentados? — gritó —. ¡Buscad la linterna! ¡Rápido, que sólo tengo tres cerillas!

Andrei se levantó de mala gana, pero el Mudo ya había encontrado la lámpara. Levantó el cristal y se la entregó a Izya. Tuvieron algo de luz. Izya regulaba la mecha mientras hacía pequeños movimientos con la barba. Sus dedos eran como ganchos, la mecha no se dejaba regular. El Mudo, con el rostro brillante de sudor, regresó a un rincón, se agachó y miró desde ahí a Andrei con lástima y fidelidad, con grandes ojos de niño. Un combatiente. Los restos de un ejército derrotado…

— Dame la lámpara — dijo Andrei. Se la quitó a Izya y arregló la mecha —. Vamos.

Empujó la puerta de la habitación del coronel. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, no faltaba ningún cristal y por eso no se percibía el hedor. Olía a tabaco y agua de colonia. Olía al coronel.

Todo estaba minuciosamente ordenado: dos grandes maletas de buena piel con ropa doblada en su interior, un catre de campaña vestido sin una arruga, y de un clavo en la pared, a la cabecera, colgaba el correaje con una cartuchera y una gorra de enorme visera. En la pesada cómoda del rincón, sobre un círculo de fieltro, descansaba un farol de gasolina, a su lado había una caja de cerillas, un montón de libros y unos binoculares en su funda.

Andrei colocó su lámpara sobre la mesa y examinó el lugar. La bandeja con la cantimplora y los vasitos colocados boca abajo estaba en una de las baldas de una estantería vacía.

— Dámela — le dijo al Mudo.

El Mudo se levantó, agarró la bandeja y la puso sobre la mesa al lado de la lámpara. Andrei sirvió el coñac en los vasitos, que eran solamente dos. Se sirvió en la tapa de la cantimplora.

— Bebed — dijo —, por la vida.

Izya lo miró con aprobación, tomó un vasito y lo olfateó con cara de conocedor.

— ¡Qué bien! — dijo —. ¿Por la vida, entonces? Pero ¿acaso esto es vida? — Soltó una risita, chocó su vaso con el del Mudo y bebió. Los ojos se le humedecieron —. Qué rico… — dijo, con voz algo ronca.

El Mudo también bebió, como si fuera agua, sin el menor interés. Pero Andrei estuvo largo rato de pie con su tapa llena, y no se apresuraba a beber. Tenía deseos de decir algo más, pero no sabía claramente qué. Terminaba una etapa importante y comenzaba otra. Y aunque no era posible esperar nada bueno del día de mañana, ese día sería, de todos modos, una realidad particularmente palpable, porque quizá fuera uno de los escasísimos días que aún tenían por delante. Era una sensación totalmente desconocida para Andrei, muy aguda. Pero no se le ocurrió qué más decir.

— Por la vida — se limitó a repetir y se bebió el coñac.

Después, encendió el farol de gasolina del coronel y se lo entregó a Izya.

— Si rompes éste, barba manca — prometió —, te parto la cara.

Izya, ofendido y gruñón, se marchó, pero Andrei no tenía el menor apuro por salir de allí, y examinaba la habitación, distraído. Claro que deberían registrar aquel recinto, seguramente Dagan guardaba alguna reserva para el coronel, pero por alguna razón andar revolviendo cosas allí le parecía… ¿vergonzoso, sí?

— No te avergüences, Andrei — oyó una voz conocida de repente —, no te avergüences. Los muertos no necesitan nada.

El Mudo estaba sentado al borde de la mesa, balanceando una pierna, pero ya no se trataba del Mudo, o más bien, no era del todo el Mudo. Como antes, seguía vistiendo únicamente los pantalones, con un sable corto de campaña bajo el ancho cinturón, pero su piel ahora se había vuelto mate y seca, el rostro era más redondo y en las mejillas había un rubor saludable, como el de un melocotón. Se trataba del Preceptor en persona, y por primera vez al verlo, Andrei no experimentó alegría, esperanza ni nerviosismo. Sintió incomodidad y tristeza.

— Usted, de nuevo… — gruñó, volviéndose de espaldas al Preceptor —. Hace tiempo que no nos veíamos. — Se acercó a la ventana, pegó la frente al cristal cálido y se dedicó a escudriñar las tinieblas, levemente iluminadas por las chispas del remolque que aún ardía —. Y, como puede ver — añadió —, aquí estamos, preparándonos para morir.

— ¿Por qué para morir? — pronunció el Preceptor con entusiasmo —. ¡Hay que vivir! Para morir nunca es tarde, siempre es temprano, ¿no es verdad?

— ¿Y si no encontramos agua?

— La encontraréis. Siempre la habéis encontrado, y ahora la encontraréis.

— Está bien, la encontraremos. ¿Viviremos junto al agua lo que nos queda de vida? ¿Para qué vivir entonces?

— ¿Y para qué vivir en general?

— Eso mismo es lo que pienso: ¿para qué vivir? He vivido una vida estúpida. Preceptor. Muy tonta… Todo el tiempo he sido como basura atascada en una cañería, ni para arriba, ni para abajo. Primero, luchaba por unas ideas, después por tapices deficitarios, y finalmente me volví totalmente imbécil y he sido la causa de la desgracia de otras personas.

— No, no, eso no es serio — dijo el Preceptor —. La gente muere continuamente. ¿Qué papel tienes en todo esto? Comenzará una nueva etapa, Andrei, y desde mi punto de vista, será una etapa decisiva. En cierto sentido, hasta creo que es bueno que todo haya resultado así. Tarde o temprano eso tenía que ocurrir, era inevitable. La expedición estaba condenada. Pero vosotros habríais podido morir sin llegar a un límite tan importante.

— ¿Y de qué límite se trata, me lo podría decir? — preguntó Andrei, irónico. Se volvió hasta quedar de frente al Preceptor —. Ya hubo ideas de todo tipo, especulaciones sobre el bien de la sociedad y otras tonterías semejantes para niños de pecho… También hice carrera, la suficiente, muchas gracias, estuve entre los que mandan… ¿Qué más me puede pasar?

— ¡La comprensión! — dijo el Preceptor, alzando un poco la voz.

— ¿Qué comprensión? ¿La comprensión de qué?

— La comprensión — repitió el Preceptor —. Eso es lo que nunca has tenido: ¡comprensión!

— De esa comprensión de la que habla estoy hasta aquí — Andrei hizo un gesto, llevándose el dorso de la mano a la nuez —. Ahora lo entiendo todo en el mundo. Llevo treinta años tratando de alcanzar esa comprensión, y al fin lo he logrado. Nadie me necesita, nadie necesita a nadie. Esté yo o no esté, luche o duerma en el sofá, da lo mismo. No se puede cambiar nada, no se puede corregir nada. Uno sólo puede acomodarse, mejor o peor. Todo sigue su marcha y uno no pinta nada en eso. Ahí tiene su comprensión, y no tengo que comprender nada más… Mejor dígame: ¿qué debo hacer con esa comprensión? ¿Guardarla marinada para el invierno o comérmela ahora?

— Exactamente. — El Preceptor asentía con la cabeza —. Ése es el límite postrero: ¿qué hacer con la comprensión? ¿Cómo seguir viviendo con ella? ¡Porque, de todos modos, hay que seguir viviendo!

— ¡Hay que vivir cuando no hay comprensión! — dijo Andrei, con ira contenida —. ¡Y cuando se comprende, hay que morir! Y si yo no fuera tan cobarde… si el maldito protoplasma no me dominara de tal manera, ya sabría qué hacer. Elegiría una cuerda, la más fuerte…

Calló.

El Preceptor tomó la cantimplora, llenó un vasito con cuidado, llenó el otro y, pensativo, enroscó la tapa.

— Bien, comencemos por el hecho de que no eres un cobarde… — dijo —. Y no has buscado una soga, y no se trata de que tengas miedo. En algún lugar del subconsciente, y no muy profundo, te lo aseguro, conservas la esperanza, más aún, la convicción de que se puede vivir con la comprensión. Y vivir bastante bien. Es interesante. — Comenzó a empujar con la uña uno de los vasitos en dirección a Andrei —. Recuerda cómo tu padre te obligó a leer La guerra de los mundos, y tú no querías, te enfurecías, metías el maldito libro debajo del sofá para volver al ejemplar ilustrado del Barón Münchhausen. Wells te aburría, te daba náuseas, no sabías para qué demonios tenías que leerlo, querías seguir viviendo sin él… Y después, leíste aquel libro doce veces, te lo aprendiste de memoria, dibujaste ilustraciones para el texto e incluso intentaste escribir una continuación…

— ¿Y qué? — preguntó Andrei, sombrío.

— ¡Eso te ha ocurrido varias veces! — insistió el Preceptor —. Y te volverá a ocurrir. Acaban de meterte la comprensión a la fuerza, te da náuseas, no sabías para qué demonios te hace falta y quieres seguir viviendo sin ella… — Levantó su vasito y dijo —: ¡Por la continuación!

Y Andrei caminó hasta la mesa, agarró su vaso, se lo llevó a los labios, percibiendo con el alivio acostumbrado como de nuevo se disipaban todas las dudas siniestras, viendo que algo asomaba ya delante en una oscuridad aparentemente impenetrable, y entonces tenía que beber, que golpear entusiasmado la mesa con el vaso vacío y comenzar a trabajar, pero en ese momento alguien que siempre se había mantenido callado, que en treinta años no había dicho nada, quién sabe si porque dormía, porque estaba borracho o porque le daba igual, soltó de pronto una risa burlona y pronunció una palabreja sin el menor sentido: «¡Tililí, tililí!».

Andrei vertió el coñac en el suelo, dejó caer el vasito en la bandeja y se metió las manos en los bolsillos.

— Pero también he entendido otra cosa. Preceptor — dijo —. Beba, beba, por favor, yo no tengo deseos. — Andrei no podía seguir mirando aquel rostro rubicundo; le dio la espalda y caminó de nuevo hacia la ventana —. Me está siguiendo la corriente, señor Preceptor. Me sigue la corriente con demasiada desvergüenza, señor Voronin segundo, mi conciencia amarilla, elástica, como un preservativo usado… Voronin, no importa lo que hagas, todo está bien, siempre, en cualquier caso. Lo fundamental es que todos estemos saludables, y da lo mismo si ellos estiran la pata. Cuando no alcance la comida, le pego un tiro a Katzman, ¿verdad? ¡Qué encanto!

La puerta chirrió a su espalda. Se volvió. La habitación estaba vacía. Y los vasos estaban vacíos, y la cantimplora estaba vacía, y dentro del pecho sentía un vacío como si le hubieran extirpado de allí algo grande y acostumbrado. Quizá un tumor. Quizá el corazón…

Y mientras se habituaba a esta sensación nueva, Andrei se acercó al lecho del coronel, retiró del clavo el correaje con la pistola, se lo ciñó con fuerza y se colocó la cartuchera a un lado del vientre.

— De recuerdo — le dijo en voz alta a la blanquísima almohada.

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