De repente, a Andrei comenzó a dolerle horriblemente la cabeza. Asqueado, aplastó la colilla en el cenicero y abrió el cajón central de la mesa para comprobar si tenía algún analgésico. Nada. Sobre varios papeles viejos reposaba una enorme pistola del ejército, por los rincones asomaba material de oficina metido en cajitas de cartón ajadas, restos de lápices, hebras de tabaco y varios cigarrillos partidos. Aquello sólo servía para que la jaqueca empeorara. Andrei volvió a cerrar el cajón, apoyó la cabeza en las manos cubriéndose los ojos, y a través del espacio entre los dedos se dedicó a mirar a Peter Block.
Peter Block, conocido también como Coxis, estaba sentado en un taburete a cierta distancia, con las manos rojizas cruzadas sobre las rodillas con aire de resignación, pestañeando con indiferencia y relamiéndose de cuando en cuando. Era obvio que no le dolía la cabeza, pero seguramente quería beber algo. Y también fumar, con toda probabilidad. A Andrei le costó trabajo apartar las manos de la cara. Se sirvió un poco de agua tibia del botellín y se bebió medio vaso sobreponiéndose a un leve espasmo. Peter Block volvió a relamerse. Sus ojos grises seguían vacíos, sin expresión. Lo único que se movía era su enorme nuez, que primero descendía mucho y después subía casi hasta el mentón dentro del pescuezo flaco y algo sucio que asomaba por el cuello abierto de la camisa.
— ¿Y entonces? — preguntó Andrei.
— No sé — respondió Coxis con voz ronca —. No recuerdo nada por el estilo.
«Canalla — pensó Andrei —, bestia.»
— ¿Cómo que no recuerda? — dijo —. Robó en la tienda del callejón de la Lana: recuerda cuándo se metió allí y con quién. Muy bien. Hizo un trabajito en el Café Dreyfus, y también recuerda cuándo y con quién. Pero lo de la tienda de verduras de Hofstatter se le ha olvidado quién sabe por qué. Y ése fue su último trabajo, Block.
— No lo sé, señor juez de instrucción — objetó Coxis con un tono obsequioso que daba náuseas —. Perdone, pero alguien me está calumniando. Nosotros decidimos dejarlo después de lo del Café Dreyfus escogimos el camino de la rehabilitación plena y el trabajo honesto, y eso quiere decir que no he cometido ningún acto semejante.
— Hofstatter lo ha reconocido.
— Le pido mil perdones, señor juez de instrucción. — Entonces había una definida nota de ironía en la voz de Coxis —. Pero el señor Hofstatter está chiflado, eso lo sabe todo el mundo. Tiene un gran lío en la cabeza. Estuve en su tienda, eso no lo niego, fui a comprar patatas, cebollas quizá… Ya me había dado cuenta de que no le funcionaba bien el coco, y perdóneme, pero si hubiera tenido la menor idea de cómo iba a acabar todo esto no hubiera vuelto por ahí, mire las desgracias que se busca uno…
— La hija de Hofstatter también lo ha identificado. Usted personalmente la amenazó con un cuchillo.
— No ocurrió nada semejante. Lo que pasó fue muy diferente. Ella fue la que me pegó un cuchillo a la garganta, ¡así fue! Una vez me acorraló en la trastienda, y a duras penas pude huir. Es una maníaca sexual, todos los hombres que viven cerca de ella se pasan la vida escondidos. — Coxis volvió a relamerse —. Ella me dijo que fuera a la trastienda, que escogiera yo mismo las lechugas…
— Eso ya lo he oído. Mejor cuénteme de nuevo dónde estuvo la madrugada del veinticuatro al veinticinco. Con todo detalle, empezando por el momento en que desconectaron el sol.
— Fue así — comenzó a narrar Coxis, levantando los ojos al techo —. Cuando el sol se apagó, yo estaba en la cervecería que se encuentra en la esquina de Tricota y la Segunda, jugando a las cartas. Después, Jake Leaver me invitó a otra cervecería, nos fuimos, por el camino decidimos pasar por casa de Jake: queríamos llevar a su parienta, pero nos quedamos allí y nos pusimos a beber. Jake se emborrachó y su parienta se acostó a dormir y me echó. Me iba a casa a dormir, pero había bebido demasiado y por el camino me enzarcé con tres tipos que también estaban borrachos, no conozco a ninguno de ellos, nunca en mi vida los había visto. Me zurraron de tal manera que no recuerdo nada más: por la mañana me desperté junto al precipicio, logré llegar a mi casa a duras penas. Me acosté a dormir y en ese momento vinieron a por mí.
Andrei hojeó el expediente y encontró el certificado médico. El papel estaba manchado de grasa.
— Lo único que certifican aquí es que usted estaba borracho. La revisión médica no indica que usted presentara huellas de golpes. No se detectaron en su cuerpo señales de una paliza.
— Eso quiere decir que los muchachos trabajaron con cuidado — dijo Coxis, en tono de aprobación —. Eso quiere decir que llevaban calcetines llenos de arena… Todavía me duelen las costillas… y se niegan a llevarme al hospital. Si estiro la pata aquí, tendrán que responder por ello.
— Durante tres días no le ha dolido nada, y tan pronto le muestro el certificado le empiezan los dolores.
— ¿Cómo que no me dolía nada? Me dolía tanto que no tenía fuerzas, y como se me ha acabado la paciencia he empezado a quejarme.
— No siga mintiendo, Block — pronunció Andrei con cansancio —. Lo oigo y me dan ganas de vomitar.
Aquel tipo inmundo le daba náuseas. Un bandido, un gángster, lo habían atrapado con las pruebas y no quería confesar de ninguna manera… «Lo que pasa es que no tengo experiencia. Los otros hacen confesar a estos tipos en un visto y no visto…» Y, mientras tanto. Coxis suspiró amargamente, hizo una mueca lastimera, puso los ojos en blanco, gimió un par de veces y se deslizó en la silla, al parecer con la intención de escenificar un desmayo convincente para que le dieran un vaso de agua y lo enviaran a dormir a la celda. A través del espacio entre los dedos Andrei contemplaba con odio aquellas manipulaciones repulsivas.
«Atrévete a intentarlo — pensó —. Si se te ocurre vomitar en el piso de mi despacho, te haré limpiarlo todo con el secante, hijo de perra…»
Se abrió la puerta y el juez superior de instrucción Fritz Geiger hizo su entrada con paso seguro. Después de examinar con una mirada indiferente al encorvado Coxis, se acercó a la mesa y se sentó de lado sobre los papeles. Sin pedirlo, sacó varios cigarrillos del paquete de tabaco de Andrei, se metió uno entre los labios y guardó el resto en una fina pitillera de plata. Andrei encendió una cerilla, Fritz pegó la primera calada y le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Soltó un chorro de humo hacia el techo.
— El jefe me ha dado la orden de que me ocupe del caso de los Ciempiés Negros — dijo, en voz baja —, si no tienes nada en contra, por supuesto. — Bajó más la voz y arrugó los labios en un gesto significativo —. Parece que el Fiscal General le dio un buen repaso al jefe. Está citando a todo el mundo en su despacho para soltarle una arenga. Pronto te llegará el turno…
Dio otra calada y miró a Coxis. El detenido, que había estirado el pescuezo para saber de qué susurraban los instructores, se encogió al momento y dejó escapar un gemido lastimero.
— Parece que has terminado con éste, ¿verdad? — preguntó Fritz. Andrei negó con la cabeza. Le daba vergüenza. En los últimos diez días, era la segunda vez que Fritz acudía a retirarle un caso —. ¿De veras? — se asombró Fritz. Durante varios segundos examinó a Coxis, como valorándolo, y después dijo, a media voz —: ¿Me permites? — Y, sin aguardar respuesta, se apeó de un salto de la mesa —. ¿Todavía te duele? — preguntó, compasivo.
Coxis gimió, asintiendo.
— ¿Quieres tomar agua?
Coxis gimió nuevamente y tendió una mano temblorosa.
— Y seguro que también quieres fumar, ¿verdad?
Coxis entreabrió un ojo, desconfiado.
— ¡Pobrecillo, todavía le duele! — dijo Fritz en voz alta, sin volverse hacia Andrei —. Si da lástima ver cómo sufre este pobre hombre. Le duele aquí… y también aquí… y aquí…
Mientras repetía estas palabras con diferente entonación, hacía unos movimientos rápidos e incomprensibles con la otra mano, la que quedaba libre del cigarrillo, y los lastimeros gemidos de Coxis se convirtieron de súbito en graznidos y exclamaciones de sorpresa, y su rostro palideció.
— ¡De pie, canalla! — gritó Fritz de repente, con toda la fuerza de sus pulmones, y retrocedió un paso.
Coxis se levantó de un salto, y en ese momento Fritz le propinó un violento gancho al estómago. El detenido se dobló, y Fritz le pegó un golpe feroz en la mandíbula, con la mano abierta, de abajo hacia arriba. Coxis se balanceó hacia atrás, hizo caer el taburete y se desplomó de espaldas.
— ¡Levántate! — rugió Fritz de nuevo.
Coxis trataba de levantarse del suelo entre jadeos y sollozos. Fritz llegó a su lado de un salto, lo agarró por el cuello de la camisa y de un tirón lo obligó a ponerse de pie. En ese momento, el rostro de Coxis estaba blanco con tonos verdosos, los ojos enloquecidos se le salían de las órbitas y sudaba copiosamente.
Andrei, con un gesto de asco, bajó la vista y se puso a buscar un cigarrillo en el paquete con dedos temblorosos. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Por una parte, los actos de Fritz eran inhumanos y viles, pero por otra parte aquel bandido cínico, aquel salteador que se burlaba descaradamente de la justicia, aquel forúnculo en el cuerpo de la sociedad no era menos inhumano y vil…
— Me parece que no estás satisfecho con el trato que recibes — decía en ese momento Fritz, con voz obsequiosa —. Creo que hasta tienes intención de quejarte. Pues mi nombre es Friedrich Geiger, el juez superior de instrucción Friedrich Geiger…
Andrei se obligó a sí mismo a levantar los ojos. Coxis estaba de pie, erguido, con el cuerpo algo echado hacia atrás, y Fritz se encontraba a su lado, con las manos en la cintura y levemente inclinado hacia el detenido.
— Puedes quejarte, conoces a mis jefes actuales. ¿Y sabes quién era mi jefe anteriormente? Cierto Reichsfuhrer de las SS, de nombre Heinrich Himmler. ¿Has oído alguna vez ese apellido? ¿Sabes dónde trabajaba yo anteriormente? ¡En una institución llamada Gestapo! ¿Y sabes por qué era yo famoso en esa institución?
Sonó el teléfono. Andrei levantó el auricular.
— Juez de instrucción Voronin al habla — dijo, entre dientes.
— Soy Martinelli — respondió una voz grave con un leve jadeo —. Venga a mi despacho, Voronin. De inmediato.
Andrei colgó el teléfono. Se daba cuenta de que le darían un buen repaso en el despacho del jefe, pero se alegraba de salir de su despacho en ese momento, de irse lo más lejos posible de los ojos dementes de Coxis, de la feroz quijada de Fritz, de la densa atmósfera de la mazmorra. Por qué había tenido que mencionar la Gestapo… a Himmler…
— El jefe me convoca a su despacho — dijo, con una voz extraña y chirriante, abrió maquinalmente el cajón y se guardó la pistola en la cartuchera, según el reglamento.
— Suerte — replicó Fritz, sin volverse —. Yo me quedo aquí.
Andrei caminó hacia la puerta acelerando el paso y salió al pasillo como una bala. Bajo los arcos sombríos había un silencio fresco y perfumado. Sobre un largo banco de madera, custodiados por un alguacil de mirada severa, estaban sentados, inmóviles, varios individuos desastrados de sexo masculino. Andrei pasó por delante de una serie de puertas cerradas que daban a las salas de interrogatorio, dejó atrás el descansillo de la escalera donde varios jueces de instrucción jovencitos, de la última leva, fumaban emboquillados y se contaban mutuamente sus casos, subió al tercer piso y llamó a la puerta del despacho del jefe.
Martinelli tenía una expresión sombría. Sus gruesos cachetes colgaban, sus escasos dientes asomaban amenazantes, respiraba por la boca con dificultad y miraba a Andrei de reojo.
— Siéntese — gruñó.
Andrei se sentó, se puso las manos sobre las rodillas y clavó la vista en la ventana, protegida por una reja. Al otro lado del cristal había una oscuridad impenetrable. Eran alrededor de las once de la noche, pensó. Cuánto tiempo había perdido con ese canalla…
— ¿Cuántos casos lleva? — preguntó el jefe.
— Ocho.
— ¿Cuántos tiene la intención de cerrar al término del trimestre?
— Uno.
— Muy mal. — Andrei permaneció en silencio —. Trabaja mal, Voronin. ¡Muy mal! — dijo el jefe, jadeando. Sufría debido a la falta de aire.
— Lo sé — dijo Andrei, sumiso —. No acabo de cogerle el tranquillo.
— ¡Ya es hora! — el jefe levantó la voz, hasta llegar casi a un ronco silbido —. Con el tiempo que lleva trabajando aquí y únicamente ha cerrado tres tristes casos. No está cumpliendo con su deber ante el Experimento, Voronin. Y eso que tiene de quién aprender, a quién preguntar. Fíjese, por ejemplo, en cómo trabaja ese amigo suyo, le hablo de… eh… quiero decir, Friedrich… eh… Tiene sus defectos, claro está, pero usted no tiene por qué copiar sus defectos. Puede aprender de sus virtudes, Voronin. Ambos llegaron juntos aquí, y él ya ha cerrado once casos.
— Yo no puedo trabajar así — dijo Andrei, con aire lúgubre.
— Aprenda. Hay que aprender. Todos aprendemos. Ese… Friedrich tampoco vino aquí después de terminar los cursos de jurisprudencia, y trabaja, bastante bien, por cierto. Ya es juez superior de instrucción. Existe la opinión de que ha llegado el momento de nombrarlo vicejefe del sector de delitos comunes… Sí. Pero no estamos satisfechos con usted, Voronin. Por ejemplo, ¿cómo avanza el caso del Edificio?
— De ninguna manera — dijo Andrei —. Eso no es un caso, es un absurdo, puro misticismo…
— ¿Cómo algo puede ser místico si hay declaraciones de testigos? Hay víctimas. ¡Desaparece gente, Voronin!
— No entiendo cómo se puede instruir un caso que se basa en leyendas y rumores — dijo Andrei con expresión sombría.
El jefe tosió, tenso, con un sonido sibilante.
— Hay que mover las neuronas, Voronin. Rumores, leyendas, es verdad. Un aura de misticismo, es verdad. ¿Y para qué? ¿Quién se beneficia? ¿De dónde parten los rumores? ¿Quién los genera? ¿Quién los difunde? ¿Con qué objetivo? Y, lo fundamental, ¿adonde va a parar la gente? ¿Me ha entendido, Voronin?
— Lo entiendo, jefe — dijo Andrei, haciendo acopio de valor —. Pero no estoy a la altura de ese caso. Prefiero ocuparme sólo de delitos comunes. La ciudad está llena de delincuentes…
— ¡Y yo prefiero cultivar tomates! — dijo el jefe —. Adoro los tomates, pero aquí no se consiguen a ningún precio. Usted está trabajando, Voronin, y a nadie le importa cuáles son sus preferencias: le han asignado el caso del Edificio: tenga la bondad de investigarlo. Ya veo que no sabe hacerlo. En otras circunstancias, no le hubiera asignado ese caso. Pero en las actuales, se lo asigno. ¿Por qué? Porque usted es uno de los nuestros, Voronin. Porque usted no está aquí de paso, sino en el combate. Porque no vino aquí por egoísmo, sino en aras del Experimento. No hay mucha gente así, Voronin. Y por eso, ahora voy a contarle algo que un funcionario de su nivel no tiene por qué saber.
El jefe se recostó en el asiento y permaneció callado unos momentos, con una mueca en la cara mientras su pecho seguía silbando.
— Combatimos con gángsters, delincuentes y bribones, eso lo sabe todo el mundo, es algo necesario. Pero ellos no constituyen el peligro número uno, Voronin. En primer lugar, aquí existe un fenómeno de la naturaleza llamado Anticiudad. ¿Lo ha oído mentar? No, no lo ha oído. Y eso es correcto. No debía haberlo oído. ¡Y que nadie vaya a oírlo de sus labios! Es un secreto oficial con mayúsculas. Anticiudad. Hay informes de que hacia el norte existen algunos asentamientos, uno, dos, varios, no se sabe. Pero ellos lo saben todo de nosotros. Es probable que se trate de una invasión. Muy peligroso. El fin de nuestra ciudad. El fin del Experimento. Hay espionaje, intentos de sabotaje, maniobras diversivas, difusión de rumores para desmoralizar y crear el pánico. ¿Entiende la situación, Voronin? Veo que sí. Otra cosa. Aquí mismo, en la ciudad, junto a nosotros, entre nosotros, viven personas que no han venido en aras del Experimento, sino por otros motivos más o menos basados en la codicia. Nihilistas, gente que está en un exilio interior, elementos descreídos, anarquistas… Entre ellos hay pocos elementos activos, pero hasta los pasivos son peligrosos. La subversión moral, la negación de los ideales, los intentos de azuzar a un estrato de la población contra otro, el escepticismo destructivo. Un ejemplo: alguien a quien usted conoce, un tal Katzman…
Andrei se estremeció. El jefe lo miró con dureza a través de sus párpados hinchados y quedó callado un instante.
— losif Katzman — prosiguió —. Un individuo curioso. Tenemos informes de que viaja al norte con frecuencia, pasa allí cierto tiempo y después regresa. Además, no cumple con su trabajo, pero eso no es asunto nuestro. Qué más hay. Las conversaciones. Usted debe estar al tanto de eso.
Andrei asintió involuntariamente, pero se dio cuenta y puso cara de poker.
— Lo más importante para nosotros: lo han visto cerca del Edificio. En dos ocasiones. Una vez lo vieron salir de allí. Supongo que he tomado un ejemplo valioso y lo he relacionado adecuadamente con el caso del Edificio. Hay que investigar ese caso, Voronin. Ahora no puedo asignarle ese caso a nadie más. Hay gente tan fiel como usted, y mucho más hábiles, pero están ocupados. Es todo. No tengo nada más que decirle. Y vaya con la cabeza bien alta. Investigue el caso del Edificio a marchas forzadas, Voronin. Trataré de quitarle el resto de los casos. Venga a mi despacho mañana, a las dieciséis cero cero, y presénteme su plan de investigación. Está libre.
Andrei se levantó.
— ¡Ah! Un consejo. Le recomiendo que preste atención al caso de las Estrellas Fugaces. Estúdielo con cuidado. Quizá haya alguna relación. Quien se ocupa ahora de ese caso es Chachua, vaya a verlo, revise el expediente. Consulte con él.
Andrei se inclinó con torpeza y se dirigió a la salida.
— ¡Una cosa más! — dijo el jefe, y Andrei se detuvo junto a la puerta —. Tenga en cuenta que el Fiscal General está especialmente interesado en el caso del Edificio. ¡Especialmente! Así que, además de usted, alguien de la fiscalía se va a ocupar del caso. Trate de no cometer omisiones que tengan que ver con sus inclinaciones personales, y no se exceda. Está libre, Voronin.
Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se recostó en la pared. Sentía dentro de sí un vacío poco claro, cierta indefinición. Esperaba una riña, una sacudida de los jefes, el despido quizá o el traslado a la policía. Pero en lugar de eso, era como si lo hubieran elogiado, lo hubieran seleccionado entre sus colegas para confiarle un caso que se consideraba de primordial importancia. Sólo un año atrás, cuando todavía era basurero, las llamadas de atención en el trabajo lo hubieran hecho sentirse muy mal, y las misiones importantes lo hubieran elevado a la cima de la alegría y al entusiasmo más febril. Pero entonces sentía por dentro un crepúsculo indefinido, y trataba de entenderse a sí mismo con el mayor cuidado, y de paso, descubrir las complicaciones y molestias inevitables que sin duda surgirían en estas nuevas circunstancias.
«Izya Katzman. Charlatán. Siempre parloteando. Lengua malvada, venenosa. Cínico. Y al mismo tiempo, y eso es imposible negarlo, no tiene nada suyo, es bondadoso, desinteresado hasta el absurdo, y en la vida cotidiana está indefenso… Pero el caso del Edificio. Y la Anticiudad. Demonios… Bien, lo investigaremos.»
Regresó a su despacho y sintió cierta perplejidad al encontrarse allí a Fritz, sentado tras su mesa, fumando un cigarrillo y revisando con atención sus casos, que había sacado de la caja fuerte.
— ¿Qué, te han dado un buen repaso? — preguntó, levantando la mirada hacia Andrei.
Éste, sin responder, cogió un cigarrillo, lo encendió y le dio varias caladas. Después miró a su alrededor buscando dónde sentarse, y vio el taburete vacío.
— ¿Y dónde está ese tipo?
— En el calabozo — respondió Fritz, despectivo —. Lo mandé a pasar la noche en el calabozo y ordené que no le dieran de comer, de beber ni de fumar. Lo confesó todito, hasta el menor detalle, y además dio los nombres de otros dos, de los que no sabíamos nada. Pero es bueno darle una lección a ese llorón. El acta… — Cambió de lugar varias carpetas —. Yo mismo la grapé al expediente, ya la encontrarás. Lo puedes enviar mañana a la fiscalía. Me contó algo curioso, quizá pueda utilizarlo en alguna ocasión…
Andrei fumaba y contemplaba aquella cara larga y bien cuidada, los ojos claros e inquietos. Admiraba involuntariamente los movimientos seguros de aquellas manos grandes, masculinas de verdad. Fritz había crecido en los últimos tiempos. En él no quedaba ya casi nada de aquel suboficial estirado. El descaro brutal había dejado paso a una seguridad en sí mismo bien definida, ya no lo enojaban las bromas, no se quedaba pasmado y no se comportaba como un asno. En una época comenzó a visitar a Selma, pero provocaron un escándalo; Andrei le dijo un par de cosas. Y Fritz se apartó tranquilamente.
— ¿Qué me miras? — preguntó Fritz, bonachón —. ¿No te recuperas del enema? Pues no es nada, amigo, un enema puesto por la superioridad es una fiesta del corazón para el subordinado.
— Oye — dijo Andrei —. ¿con qué objetivo armaste toda esa escena? Himmler, la Gestapo… ¿Qué, se trata de algún método nuevo de investigación?
— ¿Escena? — Fritz levantó la ceja derecha —. Amigo, eso funciona como un cañón. — Cerró el expediente abierto y salió de detrás de la mesa —. Me asombra que no lo hayas utilizado. Te aseguro que si le hubieras dicho que habías trabajado en la Cheka o en la GPU, y hubieras sacudido delante de su nariz unas tijeras, ese bribón te hubiera dado un beso… Oye, me llevo algunos casos tuyos, tienes aquí una montaña tal que no podrás rebajarla ni en un año. Así que me los llevo y después me lo compensas de alguna manera.
Andrei lo miró agradecido y Fritz le respondió con un guiño amistoso. Era un tipo trabajador ese Fritz. Y un buen camarada. Quién sabe si sería así como habría que trabajar. ¿Por qué hay que ser delicado con esa escoria? Es verdad, en Occidente les han dado un susto de muerte habiéndoles de los sótanos de la Cheka, y con la carroña asquerosa como el tal Coxis cualquier medio es bueno…
— ¿Quieres hacerme alguna pregunta? ¿No? Entonces me marcho. — Se metió las carpetas bajo el brazo y salió de detrás de la mesa.
— ¡Sí! — Andrei cayó en cuenta —. Oye, ¿no te llevarás el caso del Edificio? ¡Déjamelo!
— ¿El caso del Edificio? Querido amigo, mi altruismo no llega tan lejos. Del caso del Edificio ocúpate tú mismo, como…
— Aja — dijo Andrei, en tono serio y decidido —. Yo mismo… A propósito — recordó —, ¿qué caso es ése, el de las Estrellas Fugaces? El nombre me suena, pero no tengo la menor idea de qué se trata, ni de qué son esas estrellas.
— Hay un caso con ese nombre — dijo Fritz con la frente llena de arrugas, mirando a Andrei con curiosidad —. No me digas que te lo han asignado. Entonces, estás acabado. Lo lleva Chachua. Algo totalmente sin esperanzas.
— No — dijo Andrei, suspirando —. Nadie me lo ha asignado. Sencillamente, el jefe me aconsejó que le echara un vistazo. ¿No se tratará de una serie de asesinatos rituales?
— No, no se trata de eso. Aunque quién sabe. Es un caso que se prolonga hace varios años, amigo. De vez en cuando, aparecen al pie de la Pared cuerpos totalmente destrozados de personas que obviamente han caído desde gran altura, quizá de la Pared…
— ¿Cómo que de la Pared? — se asombró Andrei —. ¿Acaso es posible treparse allá arriba? Pero si es totalmente lisa… ¿Y con qué fin? Si no se ve la cima.
— ¡Ése es el misterio! Primero se pensó que allá arriba también había una ciudad parecida a la nuestra, y que nos tiraban a la gente desde allí, de la misma manera que aquí los pueden tirar al barranco. Pero en dos ocasiones se logró identificar los cuerpos. Resultó que eran habitantes de la ciudad. Nadie entiende cómo subieron allá arriba. Por el momento, lo único que queda es suponer que se trata de alpinistas desesperados que intentaban escapar de la ciudad escalando… Mas, por otra parte… En general, es un caso muy oscuro. Si quieres conocer mi opinión, es un caso en punto muerto. Bueno, tengo que irme.
— Gracias. Buena suerte — dijo Andrei, y Fritz se marchó.
Andrei fue a sentarse en su sillón, retiró todas las carpetas menos la del caso del Edificio y las guardó en la caja fuerte. Permaneció sentado un rato, con la cabeza apoyada en las manos. Después, tomó el teléfono, marcó el número de su casa y esperó. Como siempre, nadie respondió durante largo rato, después levantaron el auricular.
— ¿Aa-ló? — contestó una voz de bajo, obviamente ebria. Andrei no respondió, se limitó a apretar el auricular contra el oído —. ¿Aló, aló? — mugía la voz ebria, después calló y sólo se oía una respiración jadeante y la lejana voz de Selma, que cantaba una triste tonada de las que había traído el tío Yura:
Levántate, levántate, Katia,
los navíos han llegado.
Dos de ellos son azules,
el otro es color índigo…
Andrei colgó el teléfono, se estiró y se frotó las mejillas.
— Ramera de mierda — masculló con amargura —, es incorregible. — Abrió la carpeta.
El caso del Edificio había sido incoado aún en los tiempos en que Andrei era basurero y no sabía, ni quería saber nada, de los rincones oscuros de la ciudad. Todo había comenzado cuando en los sectores 16, 18 y 32 comenzó a desaparecer gente de forma sistemática. Desaparecían sin dejar huella, y no se podía descubrir nada sistemático en aquellas desapariciones, ninguna regularidad, ningún sentido. Ole Svensson, cuarenta y tres años, trabajador de la fábrica de papel, salió por la tarde a comprar pan y no regresó, nunca llegó a la panadería. Stefan Ciwulski, veinticinco años, policía, desapareció una madrugada de su puesto en la esquina de la calle Mayor con la calle del Diamante, fue hallado su cinturón, pero nada más, ninguna huella. Monica Lerier, cincuenta y cinco años, modista, sacó a pasear a su perro antes de dormir, el perro regresó sano y salvo, pero la modista desapareció. Y etcétera, etcétera, hasta contar más de cuarenta desapariciones.
Con bastante rapidez aparecieron testigos que aseguraban que las personas desaparecidas habían entrado la víspera en un determinado edificio, que según las descripciones era el mismo en todos los casos, pero lo extraño era que los diferentes testigos ofrecían una localización diferente del edificio. Josif Humboldt, sesenta y tres años, peluquero, en presencia de su conocido Leo Paltus, entró en un edificio de tres plantas, de ladrillo rojo, situado en la esquina de la Segunda Derecha con el callejón Piedra Gris, y desde ese momento nadie volvió a verlo. Cierto Theodor Buch declaró que Semion Zajodko, treinta y dos años, granjero, que desapareció posteriormente, entró en un edificio de las mismas características, pero situado en la Tercera Izquierda, no lejos de la catedral católica. David Mkrtchian narró cómo se tropezó en el callejón del Adobe con su antiguo compañero de trabajo. Ray Dodd, cuarenta y un años, limpiador de letrinas: estuvieron un rato conversando, hablando de la cosecha, de asuntos familiares y otros temas neutrales, y a continuación Dodd había dicho: «Aguarda un momento, tengo que ir a un sitio, salgo enseguida. Si no estoy aquí en cinco minutos, vete, quiere decir que me he liado…». Entró en un edificio de ladrillo rojo con ventanas cubiertas de lechada. Mkrtchian lo esperó quince minutos, y después siguió su camino; Ray Dodd desapareció para siempre, sin dejar huella.
El edificio de ladrillo rojo aparecía en las declaraciones de todos los testigos. Unos aseguraban que tenía tres plantas, otros que cuatro. Unos prestaban atención a ventanas cubiertas de lechada, otros a ventanas tapadas por un enrejado. Y no había dos testigos que coincidieran en la ubicación del edificio.
Por la ciudad corrían rumores. En las colas de la leche, en las peluquerías, en diferentes locales, corría de boca en boca, en un murmullo siniestro, la leyenda nuevecita, recién estrenada, del Edificio Rojo que vagaba por la ciudad, se acomodaba en alguna parte entre los edificios de siempre y, con las horribles fauces abiertas, al acecho, esperaba la llegada de gente que no estuviera al tanto. Aparecieron amigos de parientes de conocidos que habían logrado salvarse, huyendo de las insaciables entrañas de ladrillo. Contaban cosas horrorosas y, como prueba, enseñaban cicatrices y fracturas acontecidas al saltar del segundo, del tercero y hasta del cuarto piso. Según todos aquellos rumores y leyendas, el edificio por dentro estaba vacío, allí no acechaban asaltantes, psicópatas sádicos ni enormes sanguijuelas velludas. Pero las tripas de piedra de los pasillos se cerraban de repente y aplastaban a su presa: bajo los pies surgían negros abismos que lanzaban un gélido hedor a cementerio: fuerzas desconocidas empujaban a las personas por pasos y túneles oscuros, cada vez más estrechos, hasta que quedaban atrapadas, empotradas en la última grieta entre las piedras, mientras en recintos vacíos con paredes descascaradas, entre pedazos de revoque caídos del techo, se pudrían huesos destrozados que asomaban de trapos endurecidos por la sangre seca…
Al principio, el caso llegó a despertar el interés de Andrei. Señaló en el mapa de la ciudad los lugares donde habían visto el Edificio, intentando hallar alguna regularidad en la ubicación de las cruces, revisó los sitios indicados en múltiples ocasiones, y cada vez, en el lugar donde habían visto el Edificio, encontró un jardín abandonado, un solar yermo entre dos edificaciones, o un edificio de vivienda común y corriente que no guardaba relación alguna con misterios ni enigmas.
Preocupaba el hecho de que el Edificio nunca había sido visto a la luz del día: también era preocupante que más de la mitad de los testigos, al ver el Edificio, se encontraban en estado de embriaguez más o menos pronunciado: en cada declaración aparecían contradicciones menores, pero al parecer indispensables: y lo más preocupante de todo era lo absurdo de todo aquello y su total falta de sentido.
Con respecto a esto, Izya Katzman llegó a la conclusión de que una ciudad de un millón de habitantes, carente de una ideología sistemática, debía crear sin falta unos mitos propios. Eso parecía convincente, pero la gente desaparecía de veras. Por supuesto, no era difícil perderse en la ciudad. Bastaba con tirar a una persona por el precipicio y en ese caso nadie volvería a saber de ella. Sin embargo, ¿por qué razón tendría alguien que tirar por el precipicio a peluqueros, modistas y tenderos? Gente sin dinero, sin reputación, prácticamente sin enemigos. En cierta ocasión, Kensi expresó la suposición lógica de que el Edificio Rojo, si existía de veras, sería con toda seguridad un elemento del Experimento, por lo que no tenía sentido buscarle una explicación: el Experimento era el Experimento. A fin de cuentas, Andrei se agarró a ese punto de vista. Había muchísimo trabajo que hacer, el expediente del Edificio tenía ya más de mil cuartillas, y Andrei lo escondió en el fondo de la caja fuerte. Lo sacaba sólo de vez en cuando, para graparle una nueva declaración de algún testigo.
La reciente conversación con el jefe abría, sin embargo, perspectivas totalmente nuevas. Si era verdad que en la ciudad había personas que se habían planteado (o alguien les había encomendado) la misión de crear un estado de pánico y terror entre la población, entonces se esclarecían muchas facetas del caso del Edificio. Las faltas de coincidencia entre los presuntos testigos se explicaban con facilidad por la distorsión de los rumores durante su propagación. Las desapariciones de las personas se convertían en asesinatos comunes y corrientes, con el fin de reforzar la atmósfera de terror. Entonces habría que buscar dentro del caos de charlatanería, rumores alarmistas y mentiras, a las fuentes permanentes de esas habladurías, los centros de difusión de aquella neblina venenosa…
Andrei tomó una cuartilla en blanco y comenzó a esbozar, palabra por palabra, punto por punto, un borrador de plan de acción. Al rato, tenía un proyecto bastante sencillo.
Tarea principal: detectar las fuentes de los rumores, arrestar a esas fuentes y descubrir el centro que las dirige. Medios fundamentales: repetir interrogatorios de todos los testigos que hubieran declarado antes estando sobrios: detección, mediante cadena de informantes, de las personas que aseguraban haber estado dentro del Edificio, y su interrogatorio: esclarecimiento de posibles vínculos entre esas personas y los testigos. Tomar en consideración: a) informes de los agentes; b) faltas de coincidencia en las declaraciones…
Andrei mordió el lápiz, miró la lámpara con ojos entornados y recordó otra cosa: ponerse en contacto con Petrov. El tal Petrov le había agotado la paciencia a Andrei en cierto momento. Su mujer había desaparecido, y por alguna razón él había decidido que el Edificio Rojo se la había tragado. Desde aquel momento había abandonado su trabajo y se había dedicado a la búsqueda del Edificio Rojo: había enviado innumerables notas a la fiscalía, que eran remitidas indefectiblemente al departamento de instrucción e iban a parar a manos de Andrei; trotaba de noche por toda la ciudad; había sido detenido en varias ocasiones por sospechas de comportamiento indecoroso; se resistía a la autoridad, por lo que había sido condenado a diez días de arresto, salía y de nuevo se dedicaba a su pesquisa.
Andrei le mandó una citación, así como a otros dos testigos, se las entregó al agente de guardia con la orden de entregarlas de inmediato, y fue en busca de Chachua. Se trataba de un caucasiano enorme y muy gordo, casi sin frente pero con una nariz gigantesca. Estaba en su despacho, durmiendo en un diván, rodeado de gruesas carpetas de casos. Andrei lo despertó empujándolo levemente.
— ¡Eh! — dijo Chachua, despertándose —. ¿Qué pasa?
— No pasa nada — dijo Andrei, molesto; ya no soportaba aquel relajamiento de la disciplina —. Dame el caso de las Estrellas Fugaces.
Chachua se sentó, su rostro se iluminó de alegría.
— ¿Lo vas a asumir? — preguntó, moviendo su nariz fenomenal como una fiera.
— No te alegres tanto — dijo Andrei —. Sólo quiero echarle un vistazo.
— Dime, ¿para qué quieres echarle un vistazo? — comenzó a decir Chachua con ardor —. ¡Hazte cargo totalmente de ese caso! Eres joven, guapo y enérgico, el jefe siempre te pone de ejemplo ante los demás. Seguro que lo esclarecerás enseguida. ¡Trepas a la Pared Amarilla y lo aclaras de inmediato! ¿Qué te cuesta? Andrei clavó la mirada en aquella nariz: enorme, torcida, con una red de venas púrpura en el puente, con vellos negros y duros que asomaban en mechones por los agujeros. Tenía una vida independiente de Chachua, y era obvio que no quería saber nada de los líos del juez de instrucción. Aquella nariz quería que todos a su alrededor bebieran el suave vino de Kajetia en copas grandes, comieran jugosas brochetas y verduras crujientes, que bailaran a la caucasiana, agarrándose con los dedos los bordes de las mangas y dando gritos de ánimo y aliento. Quería perderse entre cabellos rubios perfumados y planear sobre senos abundantes y desnudos… Quería muchas cosas aquella grandiosa nariz, hedonista y llena de vida, y sus numerosos deseos se reflejaban abiertamente en sus movimientos independientes, en sus cambios de color y en los diversos sonidos que emitían…
— Y cuando cierres este caso — decía Chachua, poniendo los ojos en blanco —, ¡oh, Dios mío! ¡Qué famoso vas a ser! ¡Cuántos honores! ¿Crees que si Chachua pudiera trepar a la Pared Amarilla te propondría que te ocuparas de este caso? ¡Por nada del mundo! ¡Este caso es como una mina de oro! Pero sólo te lo propongo a ti. Muchos han venido y me lo han pedido. No, pensé. Ninguno de vosotros podríais con él. Sólo Voronin sería capaz, pensé.
— Está bien, está bien — dijo Andrei, con desencanto —. Apaga esa máquina de hablar. Dame la carpeta. No tengo tiempo de cantar a dúo contigo.
Sin dejar de hablar, de quejarse y jactarse, Chachua se levantó con haraganería, se encaminó a la caja fuerte arrastrando los pies por el suelo lleno de basura y se puso a buscar los papeles del caso. Andrei contemplaba sus hombros anchísimos y gruesos, y pensaba que Chachua era, con toda seguridad, uno de los mejores jueces de instrucción en el departamento; sencillamente era un investigador brillante, tenía el mayor índice de casos cerrados, pero no había logrado aclarar nada en el caso de las Estrellas Fugaces: nadie había logrado aclarar nada, ni Chachua, ni su predecesor, ni el predecesor del predecesor…
Chachua sacó un montón de carpetas hinchadas y manoseadas, y leyeron juntos las últimas páginas. Andrei anotó cuidadosamente en una hoja suelta los nombres y direcciones de los dos que habían sido reconocidos, así como los escasos rasgos distintivos de algunas de las víctimas no identificadas que pudieron ser detectados.
— ¡Qué caso! — exclamaba Chachua, chasqueando la lengua —. ¡Once cadáveres! Y tú no quieres encargarte. No, Voronin, no tienes idea de dónde está tu futuro. Vosotros, los rusos, siempre fuisteis idiotas, en el otro mundo y en éste… ¿Y para qué lo quieres? — preguntó, con repentino interés.
Andrei le explicó sus intenciones de la forma más coherente que fue capaz. Chachua captó enseguida la esencia, pero no manifestó particular entusiasmo.
— Inténtalo, inténtalo — dijo, con desánimo —. Lo dudo. ¿Qué es tu Edificio y qué es mi Pared? El Edificio es un invento, pero ahí tienes la Pared a un kilómetro de aquí. No, Voronin, no podremos esclarecer este caso. — Pero cuando Andrei estaba ya junto a la puerta. Chachua le espetó —: Bueno, pero si hay algo, dímelo enseguida.
— Por supuesto — dijo Andrei.
— Escucha — dijo Chachua, frunciendo la gruesa frente y moviendo la nariz en señal de concentración; Andrei se detuvo un momento y lo miró, expectante —. Hace tiempo que quería preguntarte una cosa… — Su rostro se puso serio —. Oye, en el año diecisiete, vosotros tuvisteis unos motines en Petrogrado. ¿Cómo terminó todo aquello, eh?
Andrei hizo un ademán despectivo y salió tirando la puerta, seguido por las carcajadas retumbantes del caucasiano, que se divertía hasta más no poder. Chachua había vuelto a pescarlo con aquella broma tonta. Daban deseos de no volverle a hablar nunca más.
En el pasillo, frente a su despacho, le aguardaba una sorpresa. Un hombre envuelto en un grueso abrigo, con un miedo de muerte, los pelos de punta y los ojos enrojecidos, estaba sentado en un banco. El agente de guardia se levantó de un salto de detrás de la mesita con el teléfono.
— El testigo Eino Saari ha sido traído a su presencia de acuerdo a su citación, señor juez de instrucción — gritó, con aire marcial.
— ¿De qué citación me habla? — Andrei, perplejo, levantó los ojos y lo miró.
— Si usted mismo… — dijo, ofendido, el agente de guardia, también perplejo —. Hace media hora… Me entregó las citaciones, me ordenó que los trajera de inmediato…
— Dios mío — dijo Andrei —. ¡Las citaciones! Le ordené entregar las citaciones de inmediato, demonios. Son para mañana, a las diez. — Miró a Eino Saari, que sonreía débilmente, y las tiritas blancas de sus calzoncillos que asomaban por la cintura de sus pantalones; a continuación, volvió a clavar la mirada en el agente de guardia —. ¿Y ahora traerán a los demás? — le preguntó.
— Exactamente — respondió el agente en tono sombrío —. Hice lo que me ordenaron.
— Haré un informe sobre su comportamiento — dijo Andrei, conteniéndose a duras penas —. Tendrá que patrullar en la calle, levantar a los locos de los bancos al amanecer, y va a llorar lágrimas de sangre. Bueno, qué se le va a hacer — pronunció, mirando a Saari —. Ya que está aquí, pase.
Le señaló el taburete a Eino Saari, se sentó detrás de la mesa y echó un vistazo al reloj. Pasaban de las doce de la noche. La esperanza de dormir unas cuantas horas antes del duro día que le esperaba se habían evaporado.
— Bien, veamos — masculló suspirando, abrió el expediente del Edificio, hojeó un gigantesco montón de declaraciones, informes, órdenes y peritajes, buscó las cuartillas que contenían el testimonio anterior de Saari (cuarenta y tres años, saxofonista del segundo teatro de la ciudad, divorciado) y las leyó rápidamente —. Bien — repitió —. Necesito precisar algo con respecto al testimonio que dio a la policía hace un mes.
— Sí, por favor — dijo Saari, con una inclinación obsequiosa, y mantuvo el abrigo cerrado apretándolo contra el pecho con una mano, en un gesto que tenía algo de femenino.
— Usted declaró que a las veintitrés horas, cuarenta y ocho minutos del ocho de setiembre del presente año vio a su conocida, Ela Stremberg, entrar en el denominado Edificio Rojo, que en aquel momento se encontraba en la calle de los Papagayos, en el espacio entre la tienda de alimentos número ciento quince y la farmacia de Strom. ¿Se ratifica en su declaración?
— Sí, sí, me ratifico. Todo fue exactamente así. Pero, en lo relativo a la fecha… Ya no recuerdo la fecha exacta, ha pasado más de un mes…
— Eso no tiene importancia — dijo Andrei —. En aquel momento usted se acordaba, y coincide con otros testimonios. Ahora, tengo que pedirle algo: vuelva a describirme ese Edificio Rojo con todo detalle…
Saari inclinó la cabeza a un lado y reflexionó durante unos momentos.
— Era así — dijo —: Tres pisos. De ladrillos viejos, color rojo oscuro, como un cuartel. ¿Se da cuenta? Las ventanas eran estrechas y altas. En la planta baja, todas estaban cubiertas con lechada, y como recuerdo ahora, no estaban iluminadas… — Volvió a meditar unos instantes —. ¿Sabe? según recuerdo allí no había ni una ventana iluminada. Ah, y… la entrada. Escalones de piedra, dos o tres… Una puerta muy pesada, con un picaporte antiguo, de cobre, cincelado. Ela agarró el picaporte y tiró de la puerta hacia sí con mucho esfuerzo. No vi el número de la casa, ni siquiera recuerdo si tenía número… En una palabra, su aspecto era el de un viejo edificio administrativo, como de finales del siglo pasado.
— Aja — dijo Andrei —. Y, dígame, ¿ha pasado con frecuencia por esa calle de los Papagayos?
— Fue la primera vez. Y la última. Vivo bastante lejos de allí, casi nunca voy por esos sitios, pero en esta ocasión me había ofrecido para acompañar a Ela. Tuvimos una fiestecita, y yo… intentaba conquistarla, así que me decidí a acompañarla. Por el camino tuvimos una conversación muy agradable, y después me dijo, de repente: «Es hora de despedirnos», me besó en la mejilla y antes de que pudiera darme cuenta, ella entró en el edificio. Reconozco que, en aquel momento, pensé que vivía allí…
— Está claro — dijo Andrei —. ¿Bebieron en la fiesta?
— No, señor juez de instrucción — dijo Saari, abatido, dándose una palmada con ambas manos en las rodillas —. Ni una gota. Yo no puedo beber, los médicos no me lo permiten.
Andrei asintió compasivo con la cabeza.
— ¿Y no se acuerda usted casualmente si ese edificio tenía chimeneas?
— Sí, me acuerdo, por supuesto. Debo decirle que el aspecto de ese edificio es un reto a la imaginación, de manera que ahora mismo es como si lo tuviera delante de los ojos. Tenía un techo de tejas y tres chimeneas bastante altas. Recuerdo que por una de ellas salía humo. En ese momento pensé que aquí todavía quedan muchas casas con ese tipo de calefacción.
Había llegado el momento. Andrei colocó con cuidado el lápiz sobre las actas, se inclinó levemente hacia delante y con los ojos entrecerrados clavó una mirada fija y atenta en el rostro de Eino Saari, saxofonista.
— En su declaración hay varias incongruencias. En primer lugar, como estableció el peritaje, si usted se encontraba en la calle de los Papagayos, no podía distinguir ni la azotea, ni los tubos de la chimenea de un edificio de tres pisos. — La sorpresa hizo que la quijada de Eino Saari, saxofonista y mentiroso, quedara colgando, mientras los ojos, confusos, saltaban de un sitio a otro —. Hay más — continuó Andrei —. Como se estableció durante la instrucción, la calle de los Papagayos no cuenta con ninguna iluminación, y por eso no se entiende de qué manera, en la más absoluta oscuridad nocturna, a trescientos metros de la farola más cercana, pudo usted distinguir todos esos detalles: el color del edificio, la antigüedad de los ladrillos, el picaporte de cobre en la puerta, la forma de las ventanas y, finalmente, el humo que salía de la chimenea. Quisiera saber cómo explica usted esas incongruencias.
Durante unos momentos. Eino Saari se limitó a abrir y cerrar la boca, sin pronunciar sonido alguno. Después tragó en seco.
— No entiendo nada… — dijo —. Usted me deja perplejo. Eso no me pasó por la cabeza. — Andrei, expectante, se mantuvo en silencio —. Es verdad, cómo no se me ocurrió antes… ¡La calle de los Papagayos está totalmente a oscuras! No se ve ni siquiera la acera que uno pisa. Y la azotea… Yo estaba parado junto al edificio, delante del portal. Pero recuerdo con toda claridad la azotea, los ladrillos y el humo por la chimenea, un humo nocturno, blanco, como iluminado por la luna.
— Sí, es extraño — pronunció Andrei con voz carente de expresión.
— Y el picaporte de la puerta… De cobre, pulido por las manos de muchas personas… con figuras entrelazadas de flores y hojas. Ahora mismo lo podría dibujar, si supiera. Y a la vez, la oscuridad era total, no podía distinguir el rostro de Ela, sólo por la voz sabía que sonreía cuando… — En los ojos muy abiertos de Eino Saari apareció una idea nueva. Se llevó las manos al pecho —. ¡Señor juez de instrucción! — dijo, con voz en la que se oían notas de desesperación —. Ahora tengo mucha confusión en la cabeza, pero entiendo perfectamente que mi testimonio va contra mí mismo, que estoy dando lugar a que usted sospeche. Pero soy una persona honrada, mis padres eran gente muy religiosa, honradísima. Todo lo que le estoy diciendo ahora es la pura verdad. Así mismo fue como pasó. Lo que pasa es que antes no se me había ocurrido. Todo estaba oscuro, yo estaba parado junto al edificio, y a la vez recuerdo cada ladrillito, y veo el tejado con tanto detalle como si lo tuviera a mi lado ahora mismo… y las tres chimeneas, y el humo.
— Hum — Andrei golpeó la mesa con los dedos —. ¿Y no será que usted no lo vio personalmente? ¿No podría ser que otra persona se lo hubiera contado? ¿Había oído hablar del Edificio Rojo hasta lo que le ocurrió con la señora Stremberg?
— Nnno… lo recuerdo… — balbuceó Eino Saari, sus ojos comenzaron de nuevo a moverse sin ton ni son —. Después, cuando Ela desapareció, cuando fui a la policía… cuando se inició la búsqueda… después hubo muchas habladurías, pero antes… ¡Señor juez de instrucción! — dijo, con solemnidad —. No puedo jurar que no haya oído hablar del Edificio Rojo antes de la desaparición de Ela, pero sí puedo jurarle que no lo recuerdo.
Andrei tomó la pluma y se dedicó a escribir el acta. A la vez, hablaba con una voz intencionadamente monótona, oficial, que debía inspirar en los sospechosos una angustia sin cuento y un respeto al destino inevitable, movido por la implacable maquinaria de la justicia.
— Usted mismo debe comprender, señor Saari, que la investigación no considera satisfactoria su declaración. Ela Stremberg desapareció sin dejar huella, y la última persona que la vio fue usted, señor Saari. El Edificio Rojo, que ha descrito aquí con tanto detalle, no existe en la calle de los Papagayos. La descripción del Edificio Rojo que usted ofrece es inverosímil, ya que contradice las leyes más elementales de la física. Finalmente, como hemos podido averiguar. Ela Stremberg vivía en una zona muy alejada de la calle de los Papagayos. Por supuesto, este detalle no constituye una prueba en contra suya, pero da lugar a otro tipo de sospechas. Me veo obligado a retenerlo hasta aclarar una serie de circunstancias. Le ruego que lea el acta y la firme.
Eino Saari, sin decir palabra, se aproximó a la mesa y, sin leer nada, firmó cada página del acta. El lápiz le temblaba en las manos, su fina mandíbula colgaba y también temblaba. Después volvió al taburete arrastrando los pies, se sentó sin fuerzas y entrelazó las manos.
— Quiero subrayar de nuevo, señor juez de instrucción, que al declarar… — la voz se le quebró y tragó en seco otra vez —. Que al declarar me daba cuenta de que estaba aportando elementos en mi contra. Hubiera podido inventar algo, mentir. En general, hubiera podido no tomar parte en la búsqueda, nadie sabía que yo había ido a acompañar a Ela.
— Esta declaración suya está de hecho incluida en el acta — dijo Andrei, con voz indiferente —. Si no es culpable, no tiene nada que temer. Ahora lo conducirán a la celda de detención preventiva. Aquí tiene papel y lápiz. Puede colaborar con la investigación y ayudarse a sí mismo si enumera, de la forma más detallada posible, las personas que hablaron con usted sobre el Edificio Rojo, cuándo lo hicieron y en qué circunstancias. Con la mayor cantidad de detalles: nombre, dirección, fecha exacta, hora del día, dónde se encontraba, de qué hablaba, con qué objetivo, en qué tono. ¿Me ha entendido?
Eino Saari asintió y, sin emitir sonido, dijo: «Sí».
— Estoy seguro de que se enteró de todos los detalles relativos al Edificio Rojo en alguna otra parte — prosiguió Andrei, mirándolo fijamente a los ojos —. Es probable que usted mismo no lo haya visto. Y le recomiendo encarecidamente que recuerde quién le contó todos esos detalles, cuándo y en qué circunstancias. Y con qué objetivo.
Apretó el timbre para llamar al agente de guardia, y se llevaron al saxofonista. Andrei se frotó las manos y grapó el acta al expediente, pidió té caliente y llamó al siguiente testigo. Estaba satisfecho de sí mismo. De todos modos, la imaginación y el conocimiento de la geometría elemental le habían sido útiles. El mentiroso de Eino Saari había sido desenmascarado según todas las leyes de la ciencia.
El siguiente testigo, más exactamente, la siguiente. Matilda Husakova (sesenta y dos años, teje en casa, viuda), parecía ser un caso mucho más simple, al menos a primera vista. Era una anciana potente, con una cabecita pequeña, totalmente canosa, mejillas rojas y ojos pícaros. No parecía haber dormido mal, ni estaba asustada, sino por el contrario, al parecer estaba muy contenta con aquella aventura. Había comparecido en la fiscalía con su cestita, madejas de lana de varios colores y un juego de agujas de hacer punto, y cuando entró al despacho se trepó enseguida al taburete, se puso las gafas y comenzó a tejer.
— Señora Husakova, en nuestro departamento se sabe que hace un tiempo, entre sus amistades, usted comentó un suceso que le había ocurrido a un tal Frantisek, que al parecer entró en lo que llaman el Edificio Rojo, tuvo allí dentro diferentes aventuras y logró salir con bastante trabajo. ¿Es verdad eso?
La anciana Matilda soltó una risita burlona, agarró una de las agujas con gesto hábil, acercó la otra y comenzó a hablar, sin apartar los ojos de la labor.
— Sí, no lo niego. Lo he comentado varias veces, pero quisiera saber cómo se han enterado ustedes. Creo que no conozco a ningún juez de instrucción…
— Debo decirle — le comunicó Andrei, en tono de confianza —, que en este momento se lleva a cabo la investigación relacionada con el denominado Edificio Rojo, y estamos muy interesados en establecer contacto con alguna persona que haya estado dentro del edificio.
Matilda Husakova no lo escuchaba. Pensativa, se puso el tejido sobre las rodillas y miró a la pared.
— ¿Quién habrá podido informar de eso? — balbuceaba —. ¡No me lo esperaba! — Negaba con la cabeza —. Incluso aquí hay que tener cuidado con lo que uno dice, a quién se lo dice. Con los alemanes no podíamos abrir la boca. Vengo aquí, y es lo mismo.
— Perdóneme, señora Husakova — la interrumpió Andrei —. En mi opinión, está enfocando las cosas incorrectamente. Por lo que sé, usted no ha cometido delito alguno. La consideramos una testigo, una colaboradora nuestra, que…
— ¡Ay, jovencito! ¿Colaboradora, yo? La policía es igual en todas partes.
— ¡Nada de eso! — Para ser más convincente, Andrei se llevó las manos al pecho —. ¡Buscamos una banda de criminales! Secuestran a las personas y, a juzgar por todo, las asesinan. Una persona que haya estado en poder de esos delincuentes puede prestar una gran ayuda en la investigación del caso.
— Jovencito, ¿me está diciendo que cree en ese Edificio Rojo?
— ¿Y usted no? — preguntó Andrei, con cierta perplejidad.
La anciana no tuvo tiempo de responder. La puerta del despacho se entreabrió: del pasillo llegó el ruido de voces airadas, y por la rendija hizo su entrada una figura de cabello negro, bajita y corpulenta.
— ¡Sí, es urgente! — gritaba hacia el pasillo —. ¡Lo necesito con toda urgencia!
Andrei frunció el ceño, pero de nuevo alguien tiró del recién llegado hacia el pasillo y la puerta se cerró.
— Perdone, nos han interrumpido — dijo Andrei —. Creo que estaba diciendo que no cree en el Edificio Rojo.
— ¿Qué persona adulta puede creer en eso? — preguntó Matilda, encogiendo sólo un hombro sin dejar de mover las agujas de hacer punto —. Dicen que el edificio corre de un sitio para otro, que dentro todas las puertas tienen dientes, que uno sube las escaleras y termina en el sótano… Por supuesto, en este sitio puede pasar cualquier cosa. El Experimento es el Experimento, pero eso sería ya demasiado… No, no creo en eso. Claro, en todas las ciudades hay casas que devoran a la gente, seguro, y la nuestra no iba a ser menos que otras, pero no me parece que anden corriendo de un sitio para otro… y me parece que ahí las escaleras son de lo más corriente.
— Permítame, señora Husakova — repuso Andrei —. Entonces, ¿para qué le cuenta esa historia a todo el mundo?
— ¿Y por qué no iba a contarla, si a la gente le gusta oírla? Las personas se aburren, sobre todo los viejos como yo.
— ¿Así que usted se lo ha inventado todo?
La anciana Matilda abrió la boca para responder, pero en ese momento, el teléfono comenzó a sonar con desesperación junto a su oreja. Andrei soltó un taco y tomó el auricular.
— An-dri-i-u-sha… — se oyó la voz de Selma, completamente ebria —. Los he echado a todos… los he echado. ¿Por qué no vienes? — Perdona — dijo Andrei, mordiéndose el labio inferior y mirando de reojo a la anciana —. Ahora estoy muy ocupado, y tú…
— ¡No quiero! — declaró Selma —. Yo te amo, te estoy esperando. Estoy borracha, desnuda, tengo frío…
— Selma — dijo Andrei, bajando la voz —. Déjate de tonterías, estoy muy ocupado.
— De todos modos no vas a encontrar a otra chica así en esta letrina. Estoy hecha una rosquilla… totalmente desnuda… desnudita…
— Dentro de media hora estaré ahí — balbuceó Andrei, presuroso.
— Ton-tonti-to. Dentro de media hora estaré dormida… ¿A quién se le ocurre llegar dentro de media hora?
— Está bien, Selma, hasta luego — dijo Andrei, maldiciendo el día en que le dio el teléfono de su despacho a aquella chica ligera de cascos.
— ¡Pues vete al infierno! — gritó Selma de repente y colgó con violencia.
Seguro que habría hecho pedazos el teléfono. Andrei, ardiendo de rabia, colgó el suyo con mucho cuidado y quedó callado durante varios segundos, sin atreverse a levantar la vista. Mil ideas le rondaban por la cabeza. Tosió un par de veces.
— Muy bien. Sí. O sea, que contaba esas cosas sólo porque estaba aburrida. — Por fin recordó su última pregunta —. Por lo tanto, ¿sería correcto entender que usted misma inventó toda esa historia con el tal Frantisek?
La anciana volvió a abrir la boca para responder, pero una vez más no logró hacerlo. La puerta se abrió de par en par, y apareció allí el agente de guardia.
— ¡Le pido mil perdones, señor juez de instrucción! — dijo, en tono marcial —. El testigo Petrov, a quien acaban de traer, exige que lo interroguen lo más pronto posible, pues desea comunicar…
A Andrei se le enturbiaron los ojos y golpeó con ambas manos la mesa.
— ¿Qué demonios le pasa, agente de guardia? — gritó, con tanta furia que sus propios oídos retumbaron —. ¿No conoce el reglamento? ¿Qué quiere que haga con ese Petrov suyo? ¿Qué se cree, que está en la letrina de un bar? ¡Desaparezca de mi vista!
El agente desapareció como si nunca hubiera existido. Andrei, al darse cuenta de que la ira le hacía temblar los labios, se sirvió un vaso de agua y la bebió. El feroz rugido le había dañado la garganta. Miró a la anciana de reojo. Matilda seguía tejiendo, como si no ocurriera nada.
— Le pido que me perdone — gruñó Andrei.
— No importa, jovencito — lo tranquilizó Matilda —. No estoy molesta con usted. Me ha preguntado si he sido yo la que lo ha inventado todo. No, cariño, no he sido yo sola. ¡Cómo se me iba a ocurrir semejante cosa! Imagínese, la escalera sube y uno termina abajo… No se me hubiera ocurrido ni en sueños. Lo he contado como me lo contaron a mí.
— ¿Y quién se lo contó?
— De eso ya no me acuerdo — respondió la anciana con un gesto de negación, sin dejar de tejer —. Una mujer me lo contó en la cola. El tal Frantisek era yerno de una conocida suya. Seguro que también mentía. En la cola se oyen cosas que nunca salen en ningún periódico.
— ¿Y cuándo ocurrió todo eso? — pregunto Andrei, que volvía en sí poco a poco, lamentando haberse pasado de rosca.
— Creo que hace un par de meses, quizá tres.
«He tirado por la borda el interrogatorio — pensó Andrei con amargura —. Lo he echado todo a perder a causa de esta arpía y del imbécil del agente de guardia. No pienso dejar esto así, voy a hacer polvo a ese seso hueco. Lo voy a hacer bailar en un ladrillo. Ya lo veré corriendo en pos de los locos a las cinco de la madrugada… Bien, ¿y qué hago con la vieja? Mantiene la boca cerrada, no quiere mencionar nombres.»
— ¿Y está usted segura, señora Husakova — volvió a intentarlo —, de que no recuerda el nombre de esa mujer?
— No lo recuerdo, jovencito, no recuerdo nada — respondió Matilda muy animada, sin interrumpir su trabajo con las agujas de tejer.
— ¿Y pudiera ser que sus amigas lo recuerden? — El movimiento de las agujas se ralentizó en cierta medida —. Usted debe haberles mencionado ese nombre, ¿no es verdad? — prosiguió Andrei —. Es muy posible que la memoria de ellas sea mejor que la suya. — Matilda encogió un hombro y no respondió nada. Andrei se recostó en el respaldo de su sillón —. Mire a qué situación hemos llegado, señora Husakova. Ha olvidado el nombre de esa mujer, o bien no quiere decirlo. Y sus amigas lo recuerdan. Eso quiere decir que tendremos que retenerla cierto tiempo aquí para que no pueda avisar a sus amigas, y nos veremos obligados a retenerla hasta que usted misma o alguna de sus amigas recuerden el nombre de la persona que le contó semejante historia.
— Como quiera — dijo la señora Husakova, resignada.
— Pues así son las cosas — pronunció Andrei —. Pero mientras usted busca en su memoria, y nosotros nos dedicamos a hablar con sus amigas, la gente seguirá desapareciendo, los bandidos se alegrarán y se frotarán las manos de gusto, y todo eso va a estar motivado por sus extraños prejuicios contra las instituciones judiciales. — La anciana Matilda no respondió. Simplemente volvió a morderse los labios agrietados —. Entienda cuan absurdo resulta todo — continuaba explicando Andrei —. No se trata solamente de que tengamos que combatir día y noche contra bribones, canallas y delincuentes, sino de que cuando viene una persona honrada, no quiere ayudarnos de ninguna manera. ¿Qué es eso? Una locura. Y, perdóneme, pero esa salida infantil suya no tiene sentido. Si usted no se acuerda, sus amigas sí se acordarán, y de todos modos averiguaremos el nombre de esa mujer, llegaremos hasta Frantisek y él nos ayudará a acabar con esa guarida de fieras. Bueno, si antes no lo matan los bandidos por ser un testigo peligroso… Pero si lo matan, usted también será culpable de ello, señora Husakova. No irá ajuicio, por supuesto, no será legalmente culpable, pero sí será moralmente responsable.
Después de concentrar en su pequeña pieza oratoria toda la carga de sus convicciones. Andrei encendió un cigarrillo con cansancio y se puso a esperar, con los ojos clavados en la esfera del reloj. Se impuso una espera de tres minutos, y después, si aquella excéntrica anciana no hablaba, enviaría a la vieja arpía a una celda, aunque no tuviera derecho legal a hacerlo. Pero, a fin de cuentas, había que investigar aquel caso a marchas forzadas. ¿Cuánto tiempo podía perder con aquella maldita vieja? A veces, pasar la noche en una celda hace que la gente recapacite. Y si surgía algún inconveniente por excederse en sus atribuciones, en última instancia el Fiscal General estaba personalmente interesado en aquello y no lo traicionaría. En el peor de los casos, lo amonestarían.
«¿Y yo, qué, acaso trabajo para que me lo agradezcan? Que se mojen. Sólo quisiera que este maldito caso avanzara algo, aunque fuera un poquito…»
Fumaba, abanicando el aire para dispersar el humo como gesto de cortesía. La aguja del secundario avanzaba animosa por la esfera, mientras la señora Husakova seguía callada, haciendo entrechocar sus agujas.
— Ésas tenemos — dijo Andrei al concluir el cuarto minuto. Con un gesto decidido aplastó la colilla en el cenicero a punto de desbordarse —. Me veo en la obligación de retenerla. Por obstaculizar el proceso de instrucción. Usted lo ha querido, señora Husakova, pero en mi opinión es un gesto infantil. Firme el acta, ahora la llevan a la celda.
Cuando se llevaron a la anciana Matilda (al despedirse, ella le había deseado buenas noches al juez). Andrei se acordó de que no le habían traído el té caliente que había pedido. Asomó la cabeza al pasillo, le recordó bruscamente sus obligaciones al agente de guardia y le ordenó que trajera al testigo Petrov.
El testigo Petrov era un hombre robusto, cuadrado, negro como un cuervo, con aspecto de bandido mañoso de pura cepa: se acomodó en el taburete y, sin decir palabra, se dedicó a mirar de reojo a Andrei, que sorbía el té.
— ¿Qué hay, Petrov? — le dijo Andrei con aire bonachón —. Quería entrar apenas llegó, hizo un poco de ruido, no me dejó trabajar, y ahora está tan callado…
— ¿Y qué sentido tiene hablar con ustedes, gorrones? — dijo Petrov, con aire malévolo —. Hace un rato, quizá, pero ahora ya es tarde.
— ¿Y qué es eso tan urgente que ha ocurrido? — se informó Andrei, sin prestar atención a aquello de «gorrones» y todo lo demás.
— ¡Pues lo que ocurrió es que mientras usted parloteaba aquí, según su apestoso reglamento, yo vi el Edificio!
— ¿Qué edificio? — preguntó Andrei, colocando la cucharita en el vaso con cuidado.
— ¿Qué le pasa? — dijo Petrov, perdiendo momentáneamente los estribos —. ¿Qué, quiere burlarse de mí? Qué edificio… ¡El rojo! ¡Ese mismo! Estaba allí, en la mismísima calle Mayor, la gente estaba entrando en él mientras usted bebía el té y se dedicaba a torturar a una vieja idiota.
— ¡Un momento, un momento! — dijo Andrei, sacando de una carpeta un plano de la ciudad —. ¿Dónde lo vio? ¿Cuándo?
— Pues ahora mismo, cuando me traían para acá. Le dije a ese imbécil: «¡Detente!», pero no me hizo caso. Le dije al agente de guardia: llame a la policía para que envíe una patrulla, pero no movió ni un dedo.
— ¿Dónde vio el edificio? ¿En qué dirección?
— ¿Sabe dónde está la sinagoga?
— Sí — dijo Andrei, buscando la sinagoga en el mapa.
— Pues entre la sinagoga y el cine ese, el que está a punto de venirse abajo.
En el mapa, entre la sinagoga y la sala cinematográfica «Nueva Ilusión», aparecía una plaza con una fuente y un área de juegos infantiles. Andrei mordió el extremo del lápiz.
— ¿Y cuándo lo vio?
— A las doce y veinte — respondió Petrov, sombrío —. Ahora es casi la una. ¿Cree que lo va a esperar? En otras ocasiones he vuelto quince, veinte minutos después, y ya no estaba, y ahora… — Hizo un ademán de desesperación.
— Una moto con sidecar y un agente — ordenó Andrei por teléfono —. Ahora mismo.