Los bidones estaban herrumbrosos y abollados, con las tapas fuera de su lugar. De ellos sobresalían jirones de periódicos y mondas de patatas. Se asemejaban a la boca de un pelícano desaliñado, capaz de devorar cualquier cosa. Por su aspecto parecían pesar muchísimo, pero en realidad, con la ayuda de Van, no costaba nada levantar de un tirón uno de los bidones hasta los brazos extendidos de Donald y colocarlo sobre el borde de la plataforma del camión. Sólo había que tener cuidado de no pillarse los dedos. A continuación, uno podía arreglarse las mangas y respirar un poco por la nariz mientras Donald balanceaba el bidón y lo hacía rodar para acomodarlo en el camión.
Por las puertas abiertas de par en par entraba un húmedo frío nocturno, bajo el arco de la entrada del patio se balanceaba una bombilla desnuda, amarillenta, que colgaba de un cable mugriento. A la luz de la bombilla, el rostro de Van parecía el de una persona enferma de ictericia, mientras que el sombrero lejano de ala ancha no permitía ver la cara de Donald. Las paredes, grises y desconchadas, estaban surcadas por grietas horizontales. Bajo los arcos colgaban jirones oscuros de telarañas polvorientas. Había algunos dibujos de mujeres en poses provocativas, de tamaño natural, y junto a la entrada a la caseta del conserje se amontonaban en desorden botellas y latas vacías que Van recogía, clasificaba después con minuciosidad y llevaba a reciclar.
Cuando sólo quedaba el último bidón, Van cogió un recogedor y una escoba, y se dedicó a recoger la basura que quedaba sobre el asfalto.
— No trabaje tanto, Van — dijo Donald, molesto —. Siempre se esmera demasiado. De todos modos, no va a estar más limpio.
— El conserje tiene la obligación de barrer — apuntó Andrei en tono preceptivo, mientras hacía rotar la mano derecha, prestando atención al movimiento: le parecía que se había distendido levemente un tendón.
— En cualquier caso, seguirán tirando basura — dijo Donald con rencor —. Tan pronto nos demos la vuelta, tirarán más de la que había antes.
Van echó la basura en el último bidón, la apisonó con el recogedor y cerró la tapa de un tirón.
— Listo — dijo, echando una mirada a la entrada del patio que ya estaba limpia. Miró a Andrei y sonrió. Después, volvió el rostro hacia Donald y masculló —: Yo sólo quería recordarles…
— ¡Vamos, vamos! — gritó Donald con impaciencia.
Uno-dos. De un tirón, Andrei y Van levantaron el bidón. Tres-cuatro. Donald lo agarró con dificultad, soltó un gemido y no pudo retenerlo. El bidón se balanceó y cayó de costado sobre el asfalto. Su contenido se esparció hasta diez metros de distancia, como disparado por un cañón, y el bidón echó a rodar estruendosamente por el patio. El eco subió en espiral hacia el cielo negro, retumbando en las paredes.
— Mecachis en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo — dijo Andrei, que a duras penas había logrado apartarse de un salto —. ¡Tienen mantequilla en las manos!
— Yo sólo quería recordarles — masculló Van con aire sumiso — que ese bidón tiene el asa rota.
Tomó la escoba y el recogedor y se puso a trabajar. Donald, por su parte, se agachó al borde de la plataforma del camión y dejó caer los brazos entre sus rodillas.
— Maldición — masculló sordamente —. Maldita porquería.
Le pasaba algo raro en los últimos días, y sobre todo esa noche. Por eso Andrei no se puso a decirle qué pensaba de los catedráticos y de su talento para ocuparse de tareas concretas. Fue a buscar el bidón y cuando regresó junto al camión se quitó los guantes de trabajo y sacó el tabaco. El hedor del bidón vacío era insoportable, por lo que se apresuró a encender un cigarrillo y sólo después convidó a Donald, que lo rechazó en silencio con un movimiento de la cabeza. Había que entender su estado de ánimo, Andrei tiró la cerilla apagada al bidón.
— En una ciudad vivían dos trabajadores de saneamiento, padre e hijo — comenzó a contar —. Allí no tenían alcantarillado, sólo fosas con eso mismo. Y ellos sacaban eso mismo con cubos y lo echaban en su bidón. El padre, que era el obrero con más experiencia, bajaba a la fosa y le pasaba el cubo al hijo, que estaba arriba. En una ocasión, el hijo no pudo retener el cubo y le cayó encima al padre. El padre se limpió, miró al hijo desde abajo y le dijo, con amargura: «¡Eres un espantapájaros, un ratón de la tundra! Nunca aprenderás nada útil. Te pasarás la vida asomado allá arriba».
Esperaba de Donald aunque fuera una sonrisa. Por lo general, era una persona alegre y comunicativa, nunca estaba abatido. En él había algo del estudiante que había marchado al frente de batalla. Sin embargo, en ese momento Donald se limitó a toser.
— No es posible vaciar todas las fosas — apuntó, con voz sorda.
Pero Van, que se afanaba junto al bidón, reaccionó de manera extraña.
— ¿Y cuánto vale eso aquí? — preguntó de repente, con súbito interés.
— ¿El qué? — Andrei no comprendió.
— Los excrementos. ¿Son caros?
— Cómo decirte… — Andrei, inseguro, soltó una carcajada —. Depende de quién sea…
— ¿Acaso aquí se diferencian? — se asombró Van —. En mi país son iguales. ¿Y cuáles son aquí los más caros?
— Los de catedrático — dijo Andrei al momento: no había podido contenerse.
— ¡Ah! — Van vació una vez más el recogedor en el bidón y asintió con la cabeza —: Está claro. Pero en las zonas rurales de mi país no había catedráticos, y por eso el precio era el mismo: cinco yuanes por cubo. Eso, en Sichuán. Pero en Tziansi, por ejemplo, los precios subían hasta siete yuanes, ocho incluso.
Finalmente, Andrei lo entendió. De repente, sintió ganas de preguntar si era verdad que un chino, cuando lo invitaban a comer en una casa, debía dejar sus excrementos en el huerto del anfitrión, pero le resultaba incómodo preguntar aquello.
— No sé cómo funciona eso allí ahora — prosiguió Van —. En los últimos tiempos yo no vivía ya en la aldea… ¿Y por qué aquí son más caros los de catedrático?
— Estaba bromeando — explicó Andrei, con aire culpable —. Aquí no se venden los excrementos.
— Se venden — intervino Donald —, Andrei, usted ni siquiera sabe eso.
— Pero usted sí está bien enterado — replicó éste, molesto.
Un mes atrás se habría enzarzado en una feroz disputa con Donald. Lo irritaba muchísimo el hecho de que el americano contaba a veces cosas sobre Rusia de las que él, Andrei, no tenía la menor noticia. En aquellos momentos estaba convencido de que Donald simplemente contaba embustes o repetía las charlatanerías difamatorias de los diarios de Hearst. «¡Váyase al infierno con esa porquería que publica Hearst!», decía, para concluir. Pero después apareció Izya Katzman, aquel aborto de la naturaleza, y Andrei dejó de discutir. Se limitaba a molestarse. Cómo demonios sabrían todas aquellas cosas. Y explicaba su impotencia por haber llegado aquí desde el año 1951, mientras que los otros dos provenían de 1967.
— Es usted un hombre feliz — dijo Donald de repente, se incorporó y caminó hacia los bidones que estaban junto a la cabina.
Andrei se encogió de hombros, y mientras intentaba librarse del sabor amargo que le había dejado aquella conversación, se puso los guantes de trabajo y se dedicó a recoger la hedionda basura para ayudar a Van.
«Pues no lo sé — pensó —. Vaya cosa, la mierda. ¿Y tú, qué sabes de integrales? ¿O, digamos, de la constante de Hubble? Toda persona desconoce muchas cosas…»
Van echaba en el bidón los últimos restos de basura cuando apareció en la entrada la elegante figura del agente de policía Kensi Ubukata.
— Por aquí, por favor — le dijo a alguien, hablando por encima del hombro, y se llevó dos dedos a la visera de la gorra para saludar a Andrei —. ¡Saludos, basureros!
De la niebla callejera salió una chica que se detuvo junto a Kensi, en el círculo de luz amarillenta. Era muy joven, de unos veinte años, no más, y de muy baja estatura; apenas llegaba al hombro del policía bajito. Vestía un jersey barato con un escote enorme, y una falda corta y ceñida. En el pálido rostro infantil sobresalían los labios, muy pintados. El cabello largo y claro le caía sobre los hombros.
— No se asuste — le dijo Kensi, sonriendo con cortesía —. Sólo son nuestros basureros. Cuando están sobrios son totalmente inofensivos… Van — llamó el policía —, ésta es Selma Nagel, una chica nueva. La orden es que se aloje en tu edificio, en el número dieciocho. ¿Está libre el dieciocho?
— Está libre. — Van se acercó a ellos mientras se quitaba los guantes de trabajo —. Hace mucho tiempo que está libre. Hola, Selma Nagel. Soy el conserje, me llamo Van. Si necesita algo, venga a verme, ésa es la puerta de mi oficina.
— Dame la llave — dijo Kensi, y se volvió hacia la chica —: Vamos, la acompaño.
— No es necesario — repuso ella, cansada —. Iré yo sola.
— Como quiera — dijo Kensi, y saludó de nuevo, llevándose la mano a la visera —. Aquí tiene su equipaje.
La chica tomó la maleta de manos del policía y la llave que le tendió Van, sacudió la cabeza y apartó el cabello que le caía sobre los ojos.
— ¿Qué portal? — preguntó.
— Siga recto — explicó Van —. Allí, bajo la ventana iluminada. Quinto piso. ¿Quiere comer algo? ¿Desea una taza de té?
— No, no quiero nada — dijo la chica, sacudió de nuevo el cabello y caminó directamente hacia Andrei, taconeando sobre el asfalto.
Él retrocedió para dejarla pasar. Cuando cruzó por delante, percibió un fuerte olor a perfume y algo más. Y la siguió con la vista mientras atravesaba el círculo de luz amarillenta. Su falda era muy corta, algo más larga que el jersey, y llevaba las blancas piernas desnudas. Cuando pasó de la luz a la oscuridad del patio, a Andrei le pareció que emitían luz. En la oscuridad se veía sólo su jersey blanco, así como las piernas blancas que se movían alternativamente.
Después, la puerta gimió, chirrió y se cerró de un portazo. Sólo entonces Andrei sacó maquinalmente el tabaco y encendió un cigarrillo, imaginando cómo aquellas piernas blancas subían por las escaleras, pisando un peldaño tras otro… Las pantorrillas esbeltas, los hoyuelos bajo las rodillas, era como para volverse loco… Cómo seguían subiendo, cada vez más alto, un piso, otro, y se detenían ante la puerta del número dieciocho, exactamente frente al número dieciséis…
«Demonios, al menos tendría que cambiar la ropa de cama, la última vez fue hace tres semanas, la funda de la almohada estaba gris como unos peales. ¿Cómo era el rostro de la chica? Qué cosa, no puedo recordar su rostro, sólo recuerdo sus piernas.»
De repente, se dio cuenta de que todos estaban callados, hasta Van, que era casado. En ese momento, Kensi comenzó a hablar.
— Tengo un tío segundo, el coronel Maki. Era ayudante del señor Osima y estuvo dos años en Berlín. Después, lo nombraron agregado militar en Checoslovaquia, y fue testigo presencial de la entrada de los alemanes en Praga… — Van hizo una señal a Andrei con la cabeza. Levantaron el bidón de una vez y lo metieron sin problemas en el camión —. Después pasó un tiempo combatiendo en China — prosiguió Kensi sin prisa, mientras encendía un cigarrillo —. Creo que fue en el sur, en la zona de Cantón. Más tarde comandó una división que desembarcó en las Filipinas y organizó la marcha de cinco mil prisioneros de guerra norteamericanos, la famosa «marcha de la muerte»… perdóneme. Donald. Con posterioridad lo destinaron a Manchuria, y lo nombraron jefe de la región fortificada de Sajalian donde, por cierto, para mantener el secreto militar de las obras, tiró por el pozo de una mina a ocho mil obreros chinos y los hizo volar con dinamita… perdóname. Van… Más tarde cayó prisionero de los rusos, y ellos, en lugar de colgarlo o de entregárselo a los chinos, que era lo mismo, simplemente lo metieron diez años en un campo de concentración…
Mientras Kensi contaba todo aquello, Andrei trepó a la plataforma del camión, ayudó a Donald a colocar correctamente los bidones, aseguró las barandillas laterales, saltó de nuevo a tierra y le ofreció un cigarrillo a su compañero. Volvieron a estar los tres en torno a Kensi, escuchándolo. Donald Cooper, alto, encorvado, de rostro alargado, con arrugas junto a la boca y mentón puntiagudo cubierto por una barbita rala y canosa, vestido con un mono de trabajo desteñido. Y Van, de hombros anchos, robusto, casi sin cuello, con una chaqueta enguatada muy vieja y cuidadosamente remendada, el rostro ancho y cetrino, la nariz respingona, una sonrisa bondadosa y ojos oscuros, perdidos entre los párpados hinchados. De repente, Andrei sintió una aguda alegría al pensar que toda aquella gente de diferentes países, e incluso de épocas diferentes, se había reunido allí para llevar a cabo algo muy necesario, cada uno en su puesto.
— Ahora ya es un anciano — concluía Kensi —. Y asegura que las mejores hembras que conoció en su vida fueron las rusas. Las emigrantes de Harbin. — Calló, dejó caer la colilla y la aplastó minuciosamente con la suela de su brillante zapato.
— Pero ella no es rusa — dijo Andrei —. Selma, y además Nagel.
— Es sueca — aclaró Kensi —. Pero da lo mismo, es que me ha hecho recordar aquello.
— Bien, vamos — dijo Donald mientras subía a la cabina del camión.
— Oye, Kensi — dijo Andrei, al tiempo que se agarraba de la portezuela —. ¿Y qué eras tú antes?
— Controlador en una acería, y antes, ministro de obras públicas…
— No digo aquí, sino allá…
— ¿Allá, eh? Asesor literario de la editorial Hayakawa.
Donald puso en marcha el motor y el vetusto camión se estremeció y comenzó a rechinar mientras soltaba espesas nubes de humo azul.
— ¡La luz de posición de la izquierda no funciona! — gritó Kensi.
— Nunca ha funcionado — replicó Andrei.
— ¡Pues arregladla! Si vuelvo a ver eso, os pongo una multa.
— Vaya ganas de fastidiar…
— ¿Qué? ¡No oigo!
— Digo que te dediques a perseguir a los bandidos, no a los choferes — gritó Andrei, tratando de sobreponerse a las sacudidas y el traqueteo —. ¡Qué capricho con nuestra luz de posición! ¡Habría que dejaros a todos en el paro, gorrones!
— ¡Falta poco! — gritó Kensi —. ¡Ya falta poco, menos de cien años!
Andrei lo amenazó con el puño, se despidió de Van con un gesto y se dejó caer en el asiento junto a Donald. El camión echó a andar con un sobresalto, la barandilla raspó la pared del arco de la entrada, salieron a la calle Mayor y giraron a la derecha.
Andrei se acomodó de tal manera que el alambre que sobresalía del asiento no le pinchara el trasero, y miró de reojo a Donald, que estaba muy erguido, con la mano izquierda sobre el volante y la derecha en la palanca del cambio de marchas, el sombrero casi sobre los ojos y el mentón apuntando al frente. Iban a toda la potencia del motor. Siempre conducía así, a la velocidad máxima permitida, sin pensar siquiera en frenar ante los agujeros del pavimento. En cada bache, los bidones llenos de basura saltaban sobre la plataforma del vehículo. El techo oxidado de la cabina se sacudía y el propio Andrei, por mucho que intentara afirmar los pies, saltaba y caía exactamente sobre la punta del maldito alambre. Antes, todo aquello iba acompañado por un alegre intercambio de tacos, pero en ese momento Donald callaba, mantenía apretados sus labios delgados y no miraba hacia Andrei. Por esa razón, imaginaba que en aquellas sacudidas habituales había algo de mala intención.
— ¿Qué le ocurre, Don? — preguntó Andrei finalmente —. ¿Le duelen las muelas? — Donald se limitó a encogerse de hombros sin responder —. La verdad es que en los últimos días está como fuera de sí. Me doy cuenta. ¿Lo he ofendido sin querer de alguna manera?
— Qué tonterías, Andrei — masculló Donald entre dientes —. ¿Qué pinta usted en eso?
Y de nuevo, a Andrei le pareció escuchar en aquellas palabras cierta malevolencia, incluso algo ofensivo, injurioso: «¿cómo puedes tú, mocoso, ofenderme a mí, a un catedrático?». — No hablé por hablar cuando le dije que era usted una persona feliz — volvió a decir Donald en ese momento —. De hecho, puedo sentir envidia de usted. Nada de lo que ocurre lo afecta. O transcurre a través de usted. Pero yo me siento como si me hubiera pasado por encima una apisonadora. No me queda ni un hueso sano.
— ¿Qué dice? No entiendo nada. — Donald callaba, torciendo los labios. Andrei lo miró, después volvió los ojos al camino sin ver nada, observó de nuevo a Donald de reojo y se rascó la coronilla —. Palabra de honor que no entiendo nada — añadió, con tristeza —. Al parecer, todo va tan bien…
— Por eso le tengo envidia — repuso Donald con dureza —. No sigamos hablando de eso. No me haga el menor caso.
— ¿Cómo que no le haga el menor caso? — dijo Andrei, ya muy triste —. ¿Cómo podría no hacerle caso? Estamos aquí juntos… usted, yo, los muchachos… Por supuesto, hablar de amistad es utilizar una palabra grandiosa, demasiado grandiosa… Digamos que sólo somos compañeros… Por ejemplo, podría contarle, en caso de que yo… ¡Nadie se negaría a ayudar! Pero dígame: si me ocurriera algo y le pidiera ayuda, ¿usted me rechazaría? Seguro que no. ¿verdad?
La mano derecha de Donald se apartó de la palanca de cambios y palmeó suavemente el hombro de Andrei. Éste se quedó callado. Lo embargaban los sentimientos. De nuevo todo iba bien, todo estaba en orden. Donald era el de siempre. Se trataba simplemente de melancolía. ¿Puede sustraerse el ser humano a la melancolía? El orgullo le había jugado una mala pasada. En cualquier caso, era un catedrático de sociología que aquí se dedicaba a recoger bidones de basura, y antes de eso había sido estibador en un almacén. Por supuesto, todo aquello le resultaba desagradable, humillante, y no podía decírselo a nadie, nadie lo había obligado a venir aquí y era vergonzoso quejarse… Resultaba fácil decir: cumple correctamente cualquier trabajo que te encarguen. No pasaba nada. Y basta. Se recuperaría él solo.
El camión se desplazaba por un camino de lajas, resbaladizo a causa de la niebla. Los edificios a los lados eran más bajos, más miserables, y la fila de farolas que se extendía a lo largo de la vía era más rala; y su luz, más mortecina. A lo lejos, aquellas farolas se fundían en una mancha nebulosa y difusa. No había nadie en las aceras, nadie cruzaba la calle, ni siquiera habían visto a un conserje. Únicamente en la esquina del callejón Diecisiete, delante de un hotelito antiguo y de poca altura, más conocido como «la jaula de las chinches», había un carro con un caballo tristón. Una persona dormía en el carro, envuelta en una lona de pies a cabeza. Eran las cuatro de la mañana, la hora del sueño más profundo, y no había ninguna ventana iluminada en las fachadas oscuras.
Delante, a la izquierda, un camión asomó por la salida de un patio. Donald le hizo señales con las luces, pasó por delante de él, y el camión, también de recogida de basura, salió a la vía e intentó adelantarlos, pero le resultaba imposible competir con Donald, así que, tras iluminar con sus luces la ventanilla trasera, se fue quedando atrás sin remedio. Adelantaron a otro camión de basura en la zona de las casas quemadas, y en el momento preciso, porque inmediatamente detrás comenzaban los adoquines, y a Donald no le quedó más remedio que reducir la velocidad para que al vehículo no le diera por desarmarse.
Allí comenzaron a cruzarse con otros camiones ya vacíos que habían descargado en el vertedero y no tenían la menor prisa. A continuación, de la farola que tenían delante se separó una silueta imprecisa que caminó hasta el centro de la calzada. Andrei metió la mano bajo el asiento y palpó una pesada barra de acero, pero se trataba de un policía que les pidió que lo llevaran hasta el callejón de las Coles. Andrei y Donald no sabían dónde se encontraba tal callejón, entonces el policía, un tiarrón enorme de grandes mofletes, con mechones rubios que escapaban en desorden de la gorra de reglamento, dijo que los guiaría.
Subió al estribo junto a Andrei, se colgó de la portezuela y estuvo todo el tiempo haciendo movimientos con la nariz, como si hubiera olido algo en particular, aunque él mismo apestaba a sudor rancio. Andrei recordó que aquella parte de la ciudad había sido desconectada de la red de agua.
Viajaron un rato sin hablar, el policía silbaba un tema de una opereta y después, sin venir al caso, los informó de que en la esquina del callejón de la Col y la calle Segunda Izquierda, a medianoche se habían cargado a un infeliz, a quien le habían arrancado todos los dientes de oro.
— Trabajáis mal — le dijo Andrei, molesto.
Esos casos lo sacaban de sus cabales, y el tono del policía lo irritaba más aún: era obvio que el asesinato, la víctima o el asesino no le importaban nada.
— ¿Qué — soltó el policía, intrigado, volviendo hacia Andrei su rostro regordete —, tú me vas a enseñar cómo se trabaja?
— Sí, yo mismo, por qué no — replicó Andrei.
El policía frunció el ceño con irritación y silbó entre dientes.
— ¡Maestros, demasiados maestros! — exclamó —. Salen maestros de cualquier rincón. Dan lecciones. Acarrean basura y dan lecciones.
— Yo no te doy lecciones… — comenzó a decir Andrei, elevando la voz, pero el policía no lo dejó hablar.
— Pues ahora, cuando vuelva a mi sector, llamaré a tu garaje — dijo, con calma —, y les diré que tu luz de posición no funciona. Qué cosa, no le funciona la luz y ya pretende enseñar a la policía cómo se trabaja. Mocoso.
De repente, Donald se echó a reír con unas carcajadas chirriantes. El policía también se carcajeó.
— Sólo estoy yo para cuarenta edificios — explicó, sin beligerancia alguna —. ¿Lo entendéis? Y nos han prohibido que llevemos armas. ¿Qué queréis que hagamos? Pronto comenzarán a matar a la gente en sus casas, y en los callejones ni qué decir.
— ¿Y qué habéis hecho? — dijo Andrei, sorprendido —. Hay que protestar, que exigir…
— Protestar — repitió el policía —. Exigir… ¿Eres novato o qué? Oye, jefe — le dijo a Donald —, detente. Me quedo aquí. — Saltó del estribo y a zancadas, sin mirar atrás, se dirigió a una grieta oscura entre dos casas de madera medio derrumbadas, donde a lo lejos se distinguía una farola solitaria bajo la cual había un grupo de personas.
— Pero ¿qué les pasa, se han vuelto locos? — dijo Andrei, indignado, cuando el vehículo siguió su camino —. ¿Cómo se les ha podido ocurrir? La ciudad está llena de maleantes y la policía va desarmada. ¡No puede ser! Kensi lleva cartuchera al costado, ¿qué guarda ahí, los cigarrillos?
— Bocadillos — le aclaró Donald.
— No entiendo nada.
— Hubo una explicación. «Debido a los casos, cada vez más frecuentes, de policías asaltados por gángsteres con el fin de robarles el arma…», etcétera.
Andrei apoyó los pies con todas sus fuerzas para no saltar sobre el asiento en cada bache y meditó durante un tiempo. El camino de adoquines se había terminado.
— Creo que es una idiotez total — dijo, finalmente —. ¿Qué opina usted?
— Lo mismo — respondió Donald mientras con una mano encendía trabajosamente un cigarrillo.
— ¿Y lo dice con esa tranquilidad?
— Ya me he preocupado todo lo que me iba a preocupar. Es una explicación muy antigua, anterior a su llegada.
Andrei se rascó la coronilla y arrugó el rostro. Quién sabe, quizá aquella explicación tuviera algún sentido. A fin de cuentas, un policía solitario era una excelente carnada para aquellos miserables. Si se retiraban las armas, había que retirárselas a todos. Y por supuesto, el problema no se reducía a aquella estúpida explicación, sino a que había poca policía y escasa actividad policial; sería necesario organizar una buena redada y barrer toda aquella porquería de un golpe. Hacer que la población participara.
«Yo, por ejemplo, tomaría parte… Hay que escribirle al alcalde.» A continuación, sus pensamientos tomaron otro camino.
— Oiga, Don, usted es sociólogo. Por supuesto, yo considero que la sociología no es una ciencia, ya se lo expliqué, ni siquiera un método. Pero está claro que usted sabe mucho, muchísimo más que yo. Explíqueme entonces: ¿de dónde ha salido toda esa porquería que vive en nuestra ciudad? ¿Cómo han llegado hasta aquí asesinos, violadores, ladronzuelos? ¿Acaso los Preceptores no sabían a quién invitaban a venir?
— Seguramente lo sabían — respondió Donald con indiferencia, mientras pasaba a toda velocidad sobre una zanja horrorosa, llena de agua negra.
— Y, entonces, ¿con qué objetivo…?
— No se nace ladrón. Uno se convierte en ladrón. Además, ya lo ha oído: «¿Cómo podemos saber qué necesita el Experimento? El Experimento es eso, un experimento…». — Donald calló un momento —. El fútbol es el fútbol: balón redondo, terreno de juego rectangular, que gane el mejor…
Las farolas se terminaron, la parte residencial de la ciudad había quedado atrás. Entonces, a los lados del camino en mal estado, había una hilera de ruinas abandonadas: restos de columnatas absurdas hundidas en cimientos pésimos, paredes apuntaladas con agujeros en lugar de ventanas, arbustos espinosos, montones de leños podridos, ortigas y malas hierbas, arbolitos escuálidos, semiasfixiados por las lianas entre montones de ladrillos ennegrecidos. Y después aparecía de nuevo, delante, un resplandor nebuloso. Donald giró a la derecha, dejó espacio a un camión vacío que venía a su encuentro, derrapó en las roderas profundas, llenas de fango, y finalmente frenó a pocos centímetros de los faros rojos del último camión de basura de la cola. Apagó el motor y miró el reloj. Andrei también miró el suyo. Eran casi las cuatro y media.
— Estaremos parados una hora — dijo Andrei, animado —. Vamos a ver quién tenemos ahí delante.
Otro vehículo se aproximó por detrás y se detuvo.
— Vaya solo — dijo Donald, se reclinó en el asiento y se cubrió el rostro con el sombrero.
Entonces Andrei también se reclinó, apartó el alambre del asiento y encendió un cigarrillo. Delante, la descarga avanzaba a toda máquina. Se oían los chirridos de las tapas de los bidones.
— Ocho… diez… — gritaba la voz aguda del controlados.
En un poste se balanceaba una bombilla de mil vatios, cubierta por un plato de hojalata.
— ¿Adonde vas, hijo de perra? — se oyó gritar de repente —. ¡Ve para atrás!
— ¡Tú, bestia ciega! ¿Quieres que te rompa los dientes?
A la izquierda y a la derecha se alzaban montañas de desperdicios que se habían adherido entre sí formando una masa densa, y el vientecillo nocturno difundía un horrible hedor.
— ¡Hola, cargamierdas! — tronó de pronto una voz conocida junto al oído —. ¿Cómo va el gran Experimento?
Se trataba de Izya Katzman en tamaño natural: despeinado, gordo, desaliñado y, como siempre, rebosante de una repelente alegría de vivir.
— ¿Lo habéis oído? Dicen que existe un proyecto para la solución final del problema del delito. ¡Eliminarán la policía! En su lugar, por la noche soltarán a la calle a los locos. Será el final de bandidos y gamberros, ¡sólo a un loco se le ocurrirá salir de noche a la calle!
— No tiene gracia — dijo Andrei con sequedad.
— ¿Que no tiene gracia? — Izya trepó al estribo y metió la cabeza en la cabina —. ¡Todo lo contrario! ¡Tiene muchísima gracia! No habrá más gastos adicionales. Y por la mañana, los conserjes serán los encargados de llevar de vuelta a los locos a sus lugares de residencia…
— Por esa razón, a los conserjes se les dará una ración adicional, consistente en un litro de vodka — prosiguió Andrei y eso divirtió mucho a Izya, que se puso a reír con extraños sonidos guturales, a mugir y a manotear en el aire.
De repente. Donald soltó un taco en voz baja, abrió su portezuela y desapareció de un salto en la oscuridad. Al momento, Izya dejó de reírse.
— ¿Qué le ocurre? — preguntó, inquieto.
— No lo sé — respondió Andrei, sombrío —. Seguramente le has dado ganas de vomitar. Lleva varios días así.
— ¿De verdad? — Izya miró por encima de la cabina en la dirección por la que Donald había desaparecido —. Qué lástima. Es un buen hombre. Pero no acaba de adaptarse.
— ¿Y quién puede adaptarse?
— Yo estoy adaptado. Tú también. Van está adaptado… Hace poco. Donald estaba molesto, preguntaba por qué había que hacer cola para descargar la basura. Se quejaba de que hubiera un controlador, quería saber qué era lo que controlaba.
— Y tenía razón. En realidad, es una idiotez supina.
— Pero eso no te pone nervioso — objetó Izya —. Tú entiendes perfectamente que el controlador no se gobierna a sí mismo. Lo pusieron a controlar y él controla. Pero como no le alcanza el tiempo para controlar, se forma una cola, eso lo entendemos todos. Y la cola tiene sus reglas… — Izya gruñó y salpicó nuevamente —. Por supuesto, si Donald ocupara el lugar de los jefes, construiría aquí un camino decente, con entradas para descargar la basura, y mandaría al controlador, ese león imponente, a trabajar como policía, para que se dedicara a cazar bandidos. O con los granjeros, a la primera línea…
— ¿Y qué? — pronunció Andrei, impaciente.
— ¡Cómo que y qué! Donald no es uno de los jefes.
— ¿Y por qué los jefes actúan así?
— ¿Y qué les importa eso? — gritó Izya con alegría —. ¡Piénsalo! ¿Se recoge la basura? ¡Se recoge! ¿Se controla la descarga? ¡Se controla! ¿Sistemáticamente? ¡Sistemáticamente! Cuando termina el mes, se presenta un informe: se han recogido tantos bidones de mierda más que el mes pasado. El ministro está satisfecho, el alcalde está satisfecho, todos están satisfechos y si Donald no está satisfecho, nadie lo obligó a venir aquí, lo hizo de manera voluntaria.
El camión delantero soltó una nube de humo grisáceo y adelantó unos quince metros. Andrei ocupó de un salto el asiento tras el volante y miró por la ventanilla. No se veía a Donald por ninguna parte. Entonces, encendió el motor con cierta aprensión y avanzó lentamente. En el corto trayecto, el motor se le caló tres veces, Izya caminaba a su lado, estremeciéndose cada vez que el vehículo comenzaba a corcovear. Después se puso a contar algo sobre la Biblia, pero Andrei lo oía mal, estaba cubierto de sudor a causa de la tensión.
Bajo la potente bombilla todo seguía igual, se oían tacos y los sonidos metálicos de los bidones. Algo botó sobre el techo de la cabina, pero Andrei no le prestó atención. Por detrás se acercó el enorme Oskar Hayderman con su ayudante, un negro haitiano, y le pidió un cigarrillo. El negro, llamado Silva, apenas se distinguía en la oscuridad, salvo por sus dientes blancos.
Izya se puso a conversar con ellos, llamando ton-ton macoute a Silva, mientras Oskar preguntaba por un tal Thor Heyerdahl. Silva hacía horribles muecas, como si disparara ráfagas con un fusil automático. Izya se aguantaba las tripas y hacía como si lo hubieran matado. Andrei no entendía nada y, al parecer, Oskar tampoco. Enseguida se aclaró que confundía Haití con Tahití…
Algo volvió a rodar por el techo de la cabina, y de repente un montón de basura pegajosa golpeó el capó y se deshizo.
— ¡Eh! — gritó Oskar a la oscuridad —. ¡Basta ya! Delante, veinte gargantas volvieron a gritar y la densidad de los tacos alcanzó un nivel nunca visto. Algo ocurría, Izya soltó un gemido lastimero, se agarró el vientre y se dobló por la cintura, esta vez en serio. Andrei abrió la portezuela, comenzó a asomarse y en ese momento una lata de conservas vacía le dio en la cabeza. No le dolió, pero se molestó mucho. Silva se agachó y se deslizó hasta desaparecer en la oscuridad. Andrei se protegió la cabeza y la cara, y se puso a examinar los alrededores.
No se veía nada. De detrás del montón de basura a la izquierda lanzaban latas oxidadas, pedazos de madera podrida, huesos viejos y hasta trozos de ladrillo. Se oyó el sonido de cristales que se rompían. Un feroz bramido de indignación brotó de la fila de camiones.
— ¡¿Quiénes son los canallas que andan divirtiéndose ahí?! — gritaban, casi a coro.
Rugían los motores y se encendían los faros. Algunos camiones comenzaron a moverse hacia atrás y hacia adelante. Al parecer, los choferes intentaban moverlos de manera que se pudieran iluminar las colinas de desperdicios, desde donde ya llegaban volando ladrillos enteros y botellas vacías. Varios hombres imitaron a Silva, se agacharon y desaparecieron corriendo en la oscuridad.
De reojo, Andrei percibió cómo Izya se retorcía junto al neumático posterior, con el rostro contraído en una mueca de dolor, y se palpaba el vientre. Entonces, volvió a la cabina y sacó la pesada barra de hierro de debajo del asiento. ¡Por la cabeza, canallas, por la cabeza! Se veía a una decena de basureros que subían a toda prisa, a cuatro patas, agarrándose de cualquier cosa. Alguien había logrado girar el camión, de tal manera que los faros alumbraban la cima de las colinas, erizadas de restos de muebles viejos, trapos y trozos de papel, brillantes por los trozos de cristal. Por encima de los desperdicios se veía, muy alto, la pala de la excavadora sobre el fondo del cielo totalmente negro. Y algo se movía en la pala, algo grande y gris, con tonos plateados. Andrei quedó paralizado, mirando. En ese mismo instante, un grito desesperado se sobrepuso a todas las voces.
— ¡Son diablos! ¡Diablos! ¡Sálvese quien pueda!
Y en ese mismo momento varias personas comenzaron a caer colina abajo, de cabeza, dando vueltas, levantando columnas de polvo y remolinos de trapos y papeles viejos, con ojos enloquecidos, bocas abiertas y manos que se sacudían espasmódicamente. Uno de ellos, con las manos alrededor de la cabeza que protegía entre los codos bien apretados, continuaba chillando de pánico y pasó junto a Andrei, resbaló en la rodera, cayó, se levantó de un salto y siguió corriendo con todas sus fuerzas en dirección a la ciudad. Otro, respirando a ronquidos, se metió entre el radiador del camión de Andrei y la cama del camión que lo precedía, se atascó, intentó soltarse y también se puso a gritar con voz enloquecida. De repente se hizo el silencio, sólo quedó el zumbido de los motores, y en ese instante, como si alguien agitara un látigo, se oyeron disparos. Y Andrei vio sobre la cima, a la luz azulada de los faros, a un hombre alto y muy delgado que estaba de espaldas a los camiones, y disparaba hacia algún punto en la oscuridad, al otro lado de la colina, con una pistola que sostenía con ambas manos.
Disparó cinco o seis veces en un silencio total, y después brotó de la oscuridad un alarido no humano sino de mil voces, rabioso, lleno de angustia y maullante, como si veinte mil gatos en celo gritaran a la vez por altavoces, y el hombre delgado retrocedió, hizo un gesto absurdo con los brazos y bajó la colina deslizándose sobre la espalda. Andrei también retrocedió, presintiendo algo insoportablemente terrorífico, y entonces vio cómo la cima de la colina comenzaba a moverse.
Unos fantasmas de color gris plateado, increíbles, de una fealdad monstruosa, estaban de repente allí de pie, con miles de ojos brillantes, inyectados de sangre, mostrando los destellos de miles de colmillos y agitando un bosque de largos brazos peludos. A la luz de los faros se levantó una enorme cortina de polvo, y un alud de restos, piedras, botellas y pedazos de basura cayó sobre los camiones. Andrei no resistió más. Se metió en la cabina, se escondió en el rincón más oscuro y levantó la barra metálica. Se quedó quieto, como en una pesadilla. No se daba cuenta de nada, y cuando un cuerpo oscuro hizo sombra en la portezuela abierta, gritó sin oír su propia voz y se puso a pinchar con la barra aquello blando, horrible, que se resistía y trataba de acercarse a él, y siguió haciéndolo hasta el momento en que un grito lastimero lo hizo volver en sí.
— ¡Idiota, soy yo! — gemía Izya. Entró en la cabina y cerró la portezuela —. ¿Sabes de qué se trata? — le dijo, con una voz inesperadamente serena —. Son monos. ¡Qué canallas!
Al principio, Andrei no entendió. Después entendió, pero no lo creyó.
— Así que monos — dijo, se paró en el estribo y se puso a mirar. Exacto: eran monos. Muy grandes, muy peludos, con un aspecto muy feroz, pero no eran diablos ni fantasmas, sino simplemente monos. La vergüenza y el alivio hicieron ruborizarse a Andrei, y en ese momento algo muy pesado y duro le golpeó la oreja con tanta fuerza que su otra oreja golpeó contra el techo de la cabina.
— ¡A los camiones! — gritó delante una voz autoritaria —. ¡Basta de pánico! ¡Son babuinos! ¡No tengáis miedo! ¡A los camiones, y dad marcha atrás!
La columna de camiones se convirtió en un infierno total. Disparaban los silenciadores, los faros se encendían y apagaban, los motores zumbaban a toda potencia y un humo grisáceo ascendía hacia un cielo sin estrellas. De repente, un rostro bañado en algo negro y brillante salió de la oscuridad, unas manos agarraron a Andrei por los hombros, lo sacudieron como a un cachorrillo, lo metieron de costado en la cabina… y en ese momento el camión de delante dio marcha atrás y se incrustó con un crujido en el radiador, mientras que el camión de atrás saltó hacia delante y golpeó la caja como si se tratara de una pandereta, de modo que los bidones chocaron con estruendo.
— ¿Sabes conducir el camión, Andrei? — preguntaba Izya sacudiéndolo por los hombros —. ¿Sabes?
— ¡Me han matado! — gemían desde el humo grisáceo —. ¡Salvadme!
— ¡Basta ya de pánico! — seguía tronando a la vez una voz autoritaria —. ¡El último camión, da marcha atrás! ¡Ahora!
De arriba, a izquierda y derecha, seguían cayendo objetos duros que golpeaban las cabinas, los bidones, y hacían temblar los cristales; los cláxones gemían y sonaban constantemente, mientras el horroroso aullido crecía y crecía.
— Me largo — dijo Izya de repente, se cubrió la cabeza con las manos y salió del camión. Estuvo a punto de caer bajo un vehículo que corría en dirección a la ciudad. Entre los bidones que saltaban se vio un momento el rostro del controlador. Después, Izya desapareció y apareció Donald, sin sombrero, con la ropa rota y enfangada, tiró una pistola sobre el asiento, se sentó al volante, encendió el motor y, sacando la cabeza por la ventanilla, dio marcha atrás.
Al parecer se había establecido cierto orden: los gritos de pánico cesaron, los motores echaron a andar y la columna entera de camiones comenzó a retroceder poco a poco. Hasta la granizada de botellas y piedras se calmó en cierta medida. Los babuinos saltaban y se paseaban por la cima de la colina de basura, pero no bajaban, sólo gritaban abriendo sus fauces caninas, y se burlaban mostrando a los camiones el trasero, que brillaba a la luz de los faros.
El camión avanzaba cada vez más rápido, volvió a derrapar en la zanja llena de fango, salió a la carretera y giró. Donald cambió la marcha con un rechinar de la palanca, pisó el acelerador, cerró la portezuela de un tirón y se recostó en el asiento. Delante, en la oscuridad, saltaban las luces rojas de los vehículos que huían a toda velocidad.
«Hemos escapado — pensó Andrei con alivio, y se palpó la oreja con cuidado. Se había hinchado y latía —. ¡Qué cosa, babuinos! ¿De dónde han salido? Tan grandes… y en tal cantidad. Nunca hemos tenido aquí babuinos… sin contar, por supuesto, a Izya Katzman. ¿Y por qué precisamente babuinos? ¿Por qué no tigres?» Cambió de posición en el asiento porque estaba incómodo, y algo golpeó el camión. Andrei dio un salto y cayó sobre algo duro, desconocido. Metió la mano debajo y sacó la pistola. La miró durante un segundo, sin comprender. El arma era negra, pequeña, de cañón corto y culata rugosa.
— Tenga cuidado — dijo Donald de repente —. Démela.
Andrei le entregó la pistola y estuvo un rato mirando como su compañero, retorciéndose, metía el arma en el bolsillo trasero del mono de trabajo. De repente, un sudor frío lo empapó.
— ¿Era usted el que disparaba? — preguntó, casi en un susurro. Donald no respondió. Hacía señales para adelantar a otro camión con el único faro que todavía funcionaba. En un cruce, varios babuinos de largas colas pasaron corriendo por delante del vehículo, tocando casi el radiador. Pero Andrei no les prestó atención.
— ¿De dónde ha sacado el arma, Don? — Una vez más, Donald no respondió, se limitó a hacer un extraño gesto con la mano, como si quisiera colocarse el sombrero inexistente sobre los ojos —. Mire, Don — insistió Andrei con decisión —, vamos ahora a la alcaldía, usted entrega la pistola y explica cómo se hizo con ella.
— Deje de decir tonterías — replicó Donald —. Mejor, déme un cigarrillo.
— No es ninguna tontería — dijo Andrei sacando el paquete de forma maquinal —. No quiero saber nada. Usted se lo calló, bien, era asunto suyo. En general, confío en usted… Pero en la ciudad, sólo los bandidos tienen armas. No quiero acusarlo de nada, pero no lo entiendo… Y hay que entregar el arma y explicarlo todo. Y no hacer como si eso fuera algo sin importancia. Veo cómo ha cambiado usted en los últimos tiempos. Es mejor aclararlo todo.
Donald volvió la cabeza durante un segundo y miró a Andrei a la cara. No estaba claro qué había en su mirada, si burla o sufrimiento, pero en ese momento a Andrei le pareció que era una persona muy vieja, un anciano acosado. Sintió confusión y se turbó, pero enseguida recuperó el control.
— Entréguela y cuéntelo todo — repitió, con firmeza —. ¡Todo!
— ¿Se ha dado cuenta de que los monos avanzan sobre la ciudad? — preguntó Donald.
— ¿Y qué? — se turbó Andrei.
— Sí, en realidad, ¿y qué? — dijo Donald, y dejó escapar una risa desagradable.