CUATRO

Cuando desconectaron el sol, todo el grupo ya estaba bastante animado. En la súbita oscuridad. Andrei salió de detrás de la mesa y fue hacia el interruptor, tumbando con los pies unas ollas que estaban en el suelo.

— No se asuste, señorita — dijo Fritz a su espalda —. Aquí siempre pasa eso…

— ¡Hágase la luz! — proclamó Andrei, pronunciando claramente las palabras.

Una lámpara polvorienta se encendió en el techo. La luz era pobre, como en un callejón de las afueras. Andrei se volvió y examinó el grupo con la mirada.

Todo estaba muy bien. En el extremo de la mesa, sobre un alto taburete de cocina, se sentaba, bamboleándose ligeramente. Yuri Konstantinovich Davidov, que media hora antes y para siempre se había convertido en el tío Yura para Andrei. Entre los labios muy apretados del tío Yura humeaba un enorme cigarrillo que acababa de liarse, mientras sostenía en la mano un vaso de cristal tallado, rebosante de aguardiente de primera destilación, y pasaba su dedo índice reseco por delante de la nariz de Izya Katzman, sentado junto a él, que ya se había quitado la corbata y la chaqueta. En la barbilla y en la pechera de su camisa se veían claramente las huellas de la salsa de carne.

A la derecha del tío Yura estaba Van, en silencio, y tenía frente a sí el plato más pequeño, con un mínimo de comida, y el tenedor más torcido. Para beber aguardiente, había escogido una copa con el borde roto. Tenía la cabeza metida totalmente entre los hombros, y el rostro apuntando hacia arriba, con los ojos cerrados y una sonrisa. Disfrutaba de la tranquilidad.

Kensi, ruborizado, mirando con rapidez a un lado y a otro, comía col agria y muy animado le contaba algo a Otto, que combatía heroicamente contra las ganas de dormir.

— ¡Sí, claro! — replicaba Otto cada vez que lograba una victoria sobre el sueño —. ¡Por supuesto!

Selma Nagel, la ramera sueca, era toda una belleza. Estaba sentada en un sillón, con las piernas por encima del brazo acolchado, y esas piernas rutilantes quedaban precisamente a la altura del pecho del valiente suboficial Fritz, de manera que los ojos de éste echaban llamaradas, y debido a la excitación, tenía el rostro cubierto de manchas rojas. Se inclinó hacia Selma con el vaso lleno, intentando todo el tiempo hacer un brindis con ella por la eterna amistad, pero Selma lo espantaba con su copa, se reía, hacía oscilar las piernas y, de vez en cuando, retiraba la garra peluda de Fritz de sus rodillas.

El único lugar vacío, al otro lado de la mesa frente a Selma, era la silla de Andrei, y también el asiento reservado para Donald permanecía tristemente desierto.

«Lástima que Donald no haya venido — pensó Andrei —. ¡No importa! ¡Resistiremos, soportaremos también esto! Hemos tenido que enfrentarnos a cosas peores…»

Las ideas se le enredaban hasta cierto punto, pero su estado de ánimo general era impetuoso, con una pizca de tragedia. Volvió a su sitio y agarró un vaso.

— ¡Un brindis! — gritó.

— ¡Oh, sí! — replicó Otto, el único que le prestó atención, sacudiendo la cabeza como un caballo atormentado por los tábanos —. ¡Oh, sí!

— Vine aquí porque tenía fe — decía en voz alta el tío Yura, sin dejar que Izya, con su risa constante, retirara su dedo reseco de debajo de la nariz —. Y tuve fe porque no había nada más en lo que se pudiera creer. El hombre ruso debe creer en algo, ¿verdad, hermanito? Si uno no cree en nada, lo único que le queda es el vodka. Hasta para amar a una mujer hay que creer. Hay que creer en uno mismo; sin fe, hermano, no se puede ni siquiera echar un buen polvo…

— Es verdad, es verdad — respondió Izya —. Si a un judío le quitas la fe en Dios, y a un ruso la fe en el padrecito zar, vaya usted a saber en qué se convierten…

— No, aguarda. Los judíos son otra cosa.

— Lo fundamental, Otto, es que no se esfuerce — decía Kensi en esos momentos, mientras masticaba con gusto la col —. De todos modos, no hay ninguna formación, y no puede haberla. Piénselo usted mismo, qué falta hace la formación profesional en una ciudad en la que todo el mundo cambia de oficio a cada rato.

— ¡Claro que sí! — respondía Otto, despertándose durante un segundo —. Eso mismo le dije al señor ministro.

— ¿Y qué le contestó? — Kensi agarró un vaso de aguardiente y bebió varios sorbos pequeños, como si fuera té.

— El señor ministro dijo que era una idea muy interesante. Me sugirió que le preparara un informe. — Otto sorbió por la nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas —. Pero en lugar de eso me fui a visitar a Elsa.

— Y cuando tuve los tanques a dos metros de distancia — seguía contando Fritz, mientras derramaba aguardiente sobre las piernas de Selma — lo recordé todo. No lo creerá. Fraulein: me pasó por delante toda mi vida. ¡Pero soy un soldado! Con el nombre del Führer…

— ¡Su Führer murió hace tiempo! — le decía Selma, llorando de risa —. Incineraron a su Führer…

— ¡Fraulein! — pronunció Fritz, sacando la mandíbula con gesto amenazador —. ¡El Führer vive en el corazón de cada alemán auténtico! ¡El Führer vivirá por los siglos de los siglos![1] Usted es aufraulein, y me entenderá: cuando el tanque ruso… a tres metros de distancia… yo, con el nombre del Führer…

— ¡Me tienes harto con ese Führer tuyo! — le gritó Andrei —. ¡Muchachos! ¡No seáis canallas, oíd el brindis!

— ¿Un brindis? — se dio cuenta de repente el tío Yura —. ¡Dale! ¡Suéltalo, Andrei!

— ¡Porladamquestaquí! — disparó Otto, apartando de sí a Kensi.

— ¡Cierra el pico! — le chilló Andrei —. Izya, deja de enseñar los dientes. ¡Estoy hablando en serio! ¡Kensi, vete al diablo! Muchachos, considero que debemos beber… ya lo hemos hecho, pero fue como al tuntún, y esto hay que hacerlo con seriedad, con fundamento; bebamos por nuestro Experimento, por nuestra noble causa y, en especial…

— ¡Por el camarada Stalin, inspirador de todas nuestras victorias! — soltó Izya en un alarido.

— No… — Andrei perdió el hilo —. Escuchad… — balbuceó —. ¿Por qué me interrumpes? Claro que también por Stalin… Vaya, se me ha ido del todo… ¡Quería que bebiéramos por la amistad, imbécil!

— ¡No importa, Andrei! — repuso el tío Yura —. Es un buen brindis, hay que beber por el Experimento y también por la amistad. Caballeros, tomad los vasos, bebamos por la amistad y por que todo vaya bien.

— ¡Pues yo bebo por Stalin! — dijo Selma, terca —. Y por Mao Zedong. ¿Me oyes, Mao Zedong? Bebo por ti — le gritó a Van.

El conserje se estremeció, y con una sonrisa lastimera agarró un vaso y bebió.

— ¿Zedong? — preguntó Fritz, amenazante —. ¿Y quién es ése?

Andrei dejó vacío el vaso de un trago y, algo aturdido, se puso a pinchar la comida con el tenedor. Todas las voces le llegaban como de la habitación vecina. Stalin… Sí, claro. Alguna relación debía existir…

«¿Y por qué no se me ocurrió antes? Es un fenómeno de dimensiones cósmicas. Debe de haber alguna relación, alguna interconexión. Digamos, por ejemplo: elegir entre el éxito del Experimento y la salud del camarada Stalin… Qué debo hacer yo personalmente, como ciudadano, como combatiente… Es verdad que Katzman dice que Stalin ha muerto, pero eso no es lo esencial. Supongamos que está vivo. Y supongamos que se me plantea esa disyuntiva: el Experimento o la causa de Stalin… Tonterías, no puede plantearse de esa manera. Proseguir la causa de Stalin bajo su dirección, o llevarlo a cabo en condiciones del todo diferentes, peculiares y no previstas por ninguna teoría, así habría que plantear la cuestión…»

— ¿Y de dónde has sacado que los Preceptores son continuadores de la causa de Stalin? — de repente le llegó la voz de Izya, y Andrei se dio cuenta de que llevaba un rato hablando en voz alta.

— ¿Y qué otra causa pueden defender? — se asombró —. Sólo existe una causa sobre la tierra a la que valga la pena entregarse: ¡la construcción del comunismo! Ésa es la causa de Stalin.

— De acuerdo con los Fundamentos3, estás suspendido — respondió Izya —. La causa de Stalin es la construcción del comunismo en un país, la lucha consecuente contra el imperialismo y la expansión del campo socialista a todos los confines del mundo. No veo de qué manera puedes llevar a cabo todo eso aquí.

— ¡Qué aburrimiento! — gimió Selma —. ¡Quiero música! ¡Quiero bailar!

— ¡Eres un dogmático! — gritó Andrei, que ya no era capaz de ver ni de oír nada —. ¡Sólo sabes rezar y recitar el Talmud! Y, en general, eres metafísico. No ves otra cosa que no sea la forma. ¿Tiene alguna importancia la forma que adopte el Experimento? Su contenido sólo puede ser uno, y el resultado final será el establecimiento de la dictadura del proletariado, en coalición con los granjeros trabajadores…

— ¡Y con la intelectualidad trabajadora! — intervino Izya.

— Con esos intelectuales… Buena mierda, los intelectuales.

— Sí, es verdad — dijo Izya —. Eso es de otra época.

— ¡En general, la intelectualidad es impotente! — proclamó Andrei con ferocidad —. Es un estrato de lacayos. Sirven al que está en el poder.

— ¡Panda de miserables! — estalló Fritz —. ¡Miserables, charlatanes, siempre creando el desorden y la desorganización!

— ¡Exactamente! — Andrei hubiera preferido que la ayuda le llegara del tío Yura, por ejemplo, pero en el apoyo de Fritz había algunas facetas útiles —. Tenemos, por ejemplo, a Geiger: en general, es un enemigo de clase, pero su posición coincide plenamente con la nuestra. Entonces resulta que, desde el punto de vista de cualquier clase, la intelectualidad es una mierda. — Hizo rechinar los dientes —. Los odio. Aborrezco a esos cuatroojos impotentes, a esos miserables gorrones. No tienen fuerza interior, ni fe, ni moral…

— ¡Cuando oigo la palabra «cultura», echo mano a mi pistola! — citó Fritz con voz metálica.

— ¡Oh, no! — dijo Andrei —. Aquí seguimos caminos divergentes. ¡De eso nada! La cultura es un grandioso patrimonio del pueblo liberado. Dialécticamente, en ese sentido hay que…

Junto a ellos sonaba muy alto el gramófono. Otto, trastabillando, bailaba con Selma, totalmente borracha, pero eso a Andrei no le interesaba. Comenzaba lo mejor, aquello que hacía que esas reuniones le gustaran tanto. El debate.

— ¡Abajo la cultura! — aullaba Izya, saltando de un asiento libre a otro, para sentarse lo más cerca posible de Andrei —. No guarda relación alguna con nuestro Experimento. ¿Cuál es el objetivo del Experimento? Ahí tienes la pregunta. Dime cuál es, anda.

— Ya lo he dicho: ¡crear el modelo de sociedad comunista!

— ¿Y dime para qué demonios necesitan los Preceptores un modelo de sociedad comunista? Piensa un poco, cabeza de chorlito.

— ¿Y por qué no?

— De todos modos — dijo el tío Yura —, considero que los Preceptores no son personas de verdad. Son, por así decirlo, de otra raza… Nos han metido en un acuario… o en algo así como un parque zoológico… para ver qué sale de ahí.

— ¿Esa idea es suya. Yuri Konstantinovich? — Izya se volvió hacia él y lo miró con enorme interés.

— Nació de los debates — dijo el tío Yura sin precisar, mientras se palpaba el pómulo derecho.

— ¡Es asombroso! — dijo Izya, muy entusiasmado, pegando una palmada en la mesa —. ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Gente tan diferente, que como promedio tienen un pensamiento conformista, ¿por qué llegan a plantearse el origen extraterrestre de los Preceptores? Según esa concepción, el Experimento lo llevan a cabo fuerzas superiores.

— Por ejemplo — intervino Kensi —, yo le pregunté directamente: «¿Vienen ustedes de otro planeta?». El Preceptor eludió la respuesta, pero de hecho, no lo negó.

— A mí me dijeron que eran individuos procedentes de otra dimensión — dijo Andrei. Le resultaba difícil hablar de los Preceptores, era como tratar un asunto de familia delante de extraños —. Pero no estoy seguro de haberlo entendido correctamente. Quizá se trataba de una metáfora…

— ¡No quiero eso! — estalló de repente Fritz —. No soy un insecto. Soy un ser libre. ¡Ah! — Hizo un ademán desesperado —. No hubiera venido aquí, de no ser porque era un prisionero.

— Pero, ¿por qué? — dijo Izya —. ¿Por qué? Yo mismo percibo constantemente cierta protesta interior y no entiendo de qué se trata. Quizá, a fin de cuentas, su objetivo se aproxime a los nuestros…

— ¿Y qué te estoy diciendo? — exclamó Andrei con alegría.

— No va por ahí — lo rechazó Izya con impaciencia —. Eso no es como te imaginas, no hay una relación directa. Ellos intentan comprender a la humanidad, ¿te das cuenta? ¡Comprenderla! Pero, para nosotros, el problema número uno es idéntico: comprender a la humanidad, entendernos a nosotros mismos. Y es posible que si logran comprender algo, nos ayuden a que nosotros mismos nos entendamos, ¿no crees?

— ¡De eso nada, amigos! — dijo Kensi, negando con la cabeza —. No os consoléis con eso. Están preparando la colonización de la Tierra, y estudian en nosotros la psicología de sus futuros esclavos.

— ¿Por qué, Kensi? — pronunció Andrei con desencanto —. ¿Por qué esas suposiciones tan terribles? Creo que es deshonesto pensar eso de ellos.

— Sí, creo que no es eso lo que yo pienso de ellos — respondió Kensi —. Se trata de que tengo un extraño presentimiento… Todos esos babuinos, las transformaciones del agua, el caos generalizado de día en día… Una buena mañana nos harán confundir las lenguas… Es como si nos prepararan sistemáticamente para un mundo insensato en el que vamos a vivir desde ahora y para siempre, por los siglos de los siglos. Es como en Okinawa. En aquella época, yo era un niño, estábamos en guerra, y en nuestra escuela a los chicos de Okinawa se les prohibía hablar en su idioma. Sólo permitían hablar en japonés. Y cuando pescaban a algún chaval, le colgaban del cuello un letrero donde decía: «Yo no sé hablar correctamente». Yo llevé muchas veces ese letrero.

— Sí, sí, lo entiendo — masculló Izya con una sonrisa congelada en el rostro, mientras se pellizcaba una verruga en el cuello.

— Pero yo no lo entiendo — explicó Andrei —. Todas esas interpretaciones son incorrectas, distorsionadas… El Experimento es el Experimento. Por supuesto, no entendemos nada. ¡Pero no se supone que debamos entender! ¡Ésa es la condición principal! Si entendemos la razón por la que están aquí los babuinos, o por qué cambiamos de profesión, eso condicionará de inmediato nuestro comportamiento. El Experimento perderá su pureza y fracasará. ¡Es algo totalmente claro! ¿Eso es lo que consideras, Fritz?

— No sé — dijo el aludido con un gesto de negación de su cabeza rubia —. No me interesa. A mí no me interesa lo que ellos quieran. Me interesa lo que yo quiero. Y yo quiero poner orden en esta perrera. Uno de nosotros, no recuerdo quién, dijo que posiblemente el objetivo global del Experimento consiste en seleccionar a los más enérgicos, los más diligentes, los más duros… No para que le den a la lengua, se desparramen como unas natillas ni se dediquen a difundir su filosofía, sino para que sean firmes continuadores de su línea. Elegirán a gente así, como yo, digamos, o como tú, Andrei, y nos llevarán de vuelta a la Tierra. Porque si no temblamos aquí, allá no lo haremos.

— ¡Es muy posible! — respondió Andrei, meditabundo —. También podría estar de acuerdo con eso.

— Pero Donald considera que el Experimento fracasó hace mucho tiempo — intervino Van, hablando muy quedo.

Todos lo miraron. Van conservaba su pose de tranquilidad, con la cabeza metida entre los hombros y el rostro vuelto hacia el techo. Tenía los ojos cerrados.

— Dijo que los Preceptores se enredaron hace mucho tiempo en sus proyectos, que han hecho todas las tentativas posibles y que ya ni siquiera saben qué hacer. Dijo: «Están en bancarrota. Y todo sigue funcionando por inercia».

Andrei, totalmente perplejo, se rascó la nuca. ¡Vaya con Donald! Por eso anda tan raro los últimos días… Los demás callaron también. El tío Yura liaba lentamente otro enorme cigarrillo. Izya, con la sonrisa congelada en el rostro, seguía pellizcándose la verruga. Kensi volvió a dedicarle toda su atención a la col agria, mientras Fritz sacaba y metía la quijada y no apartaba los ojos de Van. A Andrei le pasó una idea por la cabeza.

«Así es como comienza la desmoralización. Con conversaciones de este tipo. La incomprensión genera la falta de fe. La falta de fe genera la muerte. Es peligroso, muy peligroso. El Preceptor lo había dicho claramente: lo fundamental es creer en la idea hasta el fin, sin mirar atrás. Reconocer que la incomprensión es una condición indispensable del Experimento. Naturalmente, eso es lo más difícil. Aquí, la mayoría carece del verdadero temple ideológico, de la sólida convicción de que el futuro luminoso es inevitable. Que ahora todo puede ser muy difícil, y mañana también, pero pasado mañana veremos sin falta el cielo estrellado, y a nuestra calle llegará la fiesta…»

— Soy una persona sin preparación — dijo de repente el tío Yura, mientras pegaba con la lengua el cigarrillo que acababa de liar —. Sólo llegué a cuarto grado, por si os interesa, y ya le conté a Izya que vine para aquí huyendo… Como tú… — Y señaló a Fritz con el enorme cigarrillo —. A ti te abrieron un camino para salir del campo de prisioneros, a mí, de la aldea. Si dejamos a un lado la guerra, yo he vivido toda la vida en la aldea, y nunca he entendido nada. Pero aquí, ¡sí! Lo que pretenden con su Experimento, os lo digo honestamente, hermanitos, no me importa y tampoco es nada interesante. Pero aquí soy un hombre libre, y mientras nadie toque esa libertad, yo tampoco me meteré con nadie. Pero si aparece gente aquí que pretenda cambiar nuestra situación como granjeros, os prometo solemnemente una cosa: no dejaremos piedra sobre piedra de vuestra ciudad. Nosotros no somos babuinos, cabrones. ¡Nosotros no dejaremos que nos pongan un collar, cabrones…! Así son las cosas, hermano — dijo, volviéndose directamente hacia Fritz.

Izya soltó una risita distraída, y de nuevo reinó un silencio incómodo. El discurso del tío Yura había sorprendido a Andrei en cierta medida, y llegó a la conclusión de que la vida había sido particularmente dura para Yuri Konstantinovich. Si decía que no había entendido nada, seguramente tenía sus razones, y preguntárselas entonces sería una falta de tacto.

— Creo que estamos planteando estas preguntas de manera prematura — se limitó a decir —. El Experimento se lleva a cabo desde hace poco tiempo, hay mucho que hacer, se requiere trabajar y creer en la justicia…

— ¿De dónde sacas que el Experimento se lleva a cabo desde hace poco? — lo interrumpió Izya con una sonrisa burlona —. Ya dura cien años, por lo menos. Seguramente ha durado mucho más, pero esos cien años te los puedo garantizar.

— Y tú, ¿cómo lo sabes?

— ¿Has llegado muy lejos por el norte? — preguntó Izya. Andrei quedó perplejo. No tenía la menor idea de que allí existiera el norte —. ¡Bueno, el norte! — siguió Izya, impaciente —. Se dice, por pura convención, que si estás debajo del sol, la dirección hacia la que se encuentran las ciénagas, los campos de cultivo, donde viven los granjeros, es el sur, y la dirección contraria, hacia lo profundo de la ciudad, es el norte. Nunca has ido más allá de los vertederos… Pero la ciudad se extiende mucho más lejos, hay edificios enormes, palacios enteros… — Soltó una risita —. Palacios y chozas. Por supuesto, ahora no vive nadie allí porque no hay agua, pero alguna vez hubo gente, y puedo decirte que fue hace mucho tiempo. Incluso he encontrado documentos en las casas vacías. ¿Has oído hablar de un rey llamado Veliario II? ¡Vaya! Pues reinó allí. Pero en la época en que reinaba allí, aquí — recalcó golpeando la mesa con la uña —, aquí sólo había ciénagas, en las que trabajaban siervos feudales o esclavos. Y eso ocurrió hace cien años por lo menos.

El tío Yura sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.

— ¿Y más al norte, qué hay? — preguntó Fritz.

— No he llegado tan lejos — dijo Izya —. Pero conozco a gente que ha ido mucho mas allá, a cien o ciento cincuenta kilómetros, y algunos de ellos no regresaron nunca. — ¿Y qué hay allí?

— La ciudad. — Izya calló un instante —. La verdad es que cuentan unos bulos absurdos sobre esos lugares. Por eso yo sólo hablo de lo que pude averiguar personalmente. Cien años, eso es seguro. ¿Te das cuenta, Andrei, amigo mío? Cien años. En cien años se puede abandonar cualquier experimento.

— Bien, aguarda… — balbuceó Andrei, totalmente confuso —. ¡Pero no lo han abandonado! — Se animó —. Si siguen reclutando gente nueva, eso quiere decir que no lo han abandonado, que aún tienen esperanzas. Se trata de que el objetivo planteado es muy difícil. — Una nueva idea le vino a la cabeza y se excitó más aún —. Y, además, ¿cómo sabes qué escala temporal usan? Pudiera ser que, para ellos, un año nuestro sea un segundo.

— No sé nada de eso — replicó Izya, encogiéndose de hombros —. Intento explicarte en qué mundo vives, nada más.

— ¡Está bien! — lo interrumpió el tío Yura con aire decidido —. Dejemos de hablar de lo que no sabemos… ¡Oye, chaval! ¿Cómo te…? Otto. Deja a la chica y tráenos… No, si se le cruzan los ojos. Me romperá la garrafa, yo la traeré…

Se apeó del taburete, tomó la jarra vacía de la mesa y se dirigió a la cocina. Selma se dejó caer en su sitio, volvió a levantar las piernas por encima de la cabeza y, con gesto caprichoso, le tocó el hombro a Andrei.

— ¿Vais a seguir hablando de esas idioteces? Ay, qué aburrimiento… El Experimento por aquí, el Experimento por allá… ¡Dame fuego!

Andrei le encendió el cigarrillo. La conversación, terminada de forma tan repentina, había removido dentro de él algo desagradable, algo que nunca habían discutido, algo que no estaba tan claro, no había podido explicarse, no había unanimidad… El propio Kensi permanecía allí sentado con expresión de tristeza, cosa que rara vez le ocurría.

«Lo que pasa es que pensamos demasiado en nosotros mismos, ¡eso es! El Experimento es el Experimento, cada quien trata de seguir su camino, nadie quiere perder su posición, pero hace falta que avancemos todos a una, todos a una…»

En ese momento, el tío Yura colocó sobre la mesa la jarra llena de aguardiente, y Andrei decidió desentenderse de todo. Bebieron una nueva ronda, comieron algo. Izya contó una historia y soltaron una carcajada. El tío Yura también contó una historia indecente a más no poder, pero muy divertida. Hasta Van se rió, y Selma se retorció hasta que se le salieron las lágrimas.

— ¡No entra en la jarra de leche… — gritaba, ahogándose entre carcajadas —, no entra en la jarra!

Andrei pegó un puñetazo en la mesa y comenzó a cantar la canción preferida de su madre:

Y al que beba, a ése servidle,

al que no beba, a ése no le deis,

vamos a beber, a Dios alabar,

por nosotros, por vosotros, por la vieja yaya

que nos enseñó a beber vodka a sorbitos…

Los demás le hicieron coro como pudieron. A continuación, a gritos, abriendo mucho los ojos y a dúo con Otto, Fritz entonó una canción desconocida pero muy bella sobre los temblorosos huesos del viejo mundo, una maravillosa canción de combate. Izya Katzman se reía y gruñía mientras contemplaba cómo Andrei, inspirado, trataba de unirse a los cantantes. De repente, el tío Yura clavó sus peculiares ojos claros en las pantorrillas desnudas de Selma y entonó, con voz de oso pardo:

Os paseáis por la aldea, entre juegos y canciones,

alborotáis mi corazón,

y no dejáis que descanse…

El éxito fue total. El tío Yura continuó:

Y las chicas, bien sabéis,

de qué manera os tientan,

prometen, pero no dan,

mentiras eternas…

En ese instante, Selma retiró las piernas del brazo del sillón y, ofendida, apartó a Fritz de un empujón.

— No os he prometido nada, vaya falta que me hacéis…

— No lo decía por nadie — dijo el tío Yura, muy turbado —. Es sólo una canción. Tú misma no me haces ninguna falta.

Para aplacar los ánimos, bebieron otra ronda. La cabeza comenzó a darle vueltas a Andrei. Se daba cuenta a duras penas de que estaba haciendo algo con el gramófono e iba a tirarlo al suelo. El gramófono terminó por caer, pero no se dañó, sino por el contrario, comenzó a sonar más alto. Después bailó con Selma, su talle era cálido y suave, y sus pechos eran inesperadamente firmes y grandes: encontrar algo de formas maravillosas bajo todo aquel montón de lana hirsuta constituía una sorpresa más que agradable. Bailaron, y él la sostuvo por el talle, y ella le tomó el rostro entre las palmas de las manos y le dijo que era un chico muy apuesto y que le gustaba mucho, y él, agradecido, le respondió que la amaba, que siempre la había amado y que ya no la dejaría separarse de él…

— Ha comenzado a hacer frío — gritó el tío Yura, dando una palmada en la mesa —, haría falta otra ronda… — Abrazó a Van, que estaba totalmente alicaído, y le propinó tres besos, al estilo ruso.

A continuación, Andrei se quedó solo en el centro de la habitación mientras Selma le tiraba bolitas de pan a Van y lo llamaba Mao Zedong. Eso hizo que a Andrei se le ocurriera cantar «Moscú-Pekín», y al instante comenzó a entonar aquella preciosa canción con emoción y entusiasmo poco comunes, y después resultó que Izya Katzman y él estaban frente a frente, con ojos muy redondos y los dedos índice apuntando al techo.

— ¡Nos escuchan! ¡Nos escuchan! — repetían cada vez más bajito, en un susurro siniestro.

Un rato después, ambos estaban apretados en el mismo sillón, y delante de ellos tenían a Kensi, sentado sobre la mesa, que agitaba los pies mientras Andrei trataba de hacerle entender que allí estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo, que allí todo trabajo daba una satisfacción especial, que se sentía perfectamente trabajando como basurero.

— ¡Soy bas… surerooo! — decía, pronunciando con dificultad.

Mientras, Izya, salpicándolo de saliva, le contaba al oído algo desagradable y ofensivo: que él, Andrei, en realidad sentía una humillación lujuriosa por trabajar de basurero, que un sujeto como él, inteligente, tan leído, tan capaz, que podía hacer otras cosas, llevaba su pesada cruz con paciencia y dignidad, a diferencia de muchos otros… Después apareció Selma y lo consoló de inmediato. Era dulce, cariñosa, hacía todo lo que él le pedía sin replicar, y de repente, en su percepción del mundo exterior surgió un abismo delicioso, absorbente, y cuando logró salir de él tenía los labios hinchados y secos. Selma dormía en su cama y él, con un gesto paternal, le bajó la falda, la cubrió con una manta, se peinó y fue al comedor, intentando caminar derecho, pero por el camino tropezó con las piernas extendidas del infeliz Otto, que dormía en una silla, en la incomodísima pose de la persona a la que han matado de un tiro en la nuca.[2]

Sobre la mesa se erguía la mismísima garrafa, y los participantes del festín estaban allí sentados, con la cabeza entre las manos, cantando al unísono, a media voz: «En la lejana estepa se helaba el cochero…», y de los pálidos ojos arios de Fritz caían grandes lágrimas. Andrei estuvo a punto de unirse al coro, pero en ese momento llamaron a la puerta. Abrió, y una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo, en refajo y con los pies desnudos metidos en unos botines, preguntó si el conserje estaba allí. Andrei despertó a Van a empujones y le hizo entender dónde se encontraba y qué querían de él.

— Gracias, Andrei — dijo el conserje tras escucharlo atentamente y desapareció, arrastrando los pies.

Los demás siguieron cantando la canción del cochero, y el tío Yura propuso otro brindis, «para que en casa no se aflijan», pero descubrieron que Fritz dormía y eso le impedía entrechocar su vaso.

— Eso es todo — dijo el tío Yura —, quiere decir que ésta será la última…

Pero antes de que bebieran la última ronda Izya Katzman, que se había puesto inusitadamente serio, cantó en solitario una canción que Andrei no comprendió del todo, pero el tío Yura sí. Tenía un estribillo, «¡Ave, María!», y una estrofa totalmente absurda, como de otro planeta:

Desterraron al profeta a la república de Komi,

y él, de cabeza, se tiró a la maleza.

Y le concedieron a su lúgubre fiscal,

una semana de turismo en Teberda.

Cuando Izya terminó de cantar se hizo un breve silencio. A continuación, el tío Yura dejó caer con violencia uno de sus enormes puños sobre la mesa, soltó una retahíla de tacos, agarró el vaso y se bebió el contenido sin esperar a los demás. Y Kensi, por alguna razón que sólo él conocía, con una voz muy chillona, desagradable y feroz, cantó una canción de las que entonan las tropas en la que decía que si todos los soldados japoneses se ponían a mear a la vez contra la Gran Muralla China, aparecería un arco iris sobre el desierto de Gobi: que el ejército imperial tomaría el té hoy en Londres, mañana en Moscú y pasado en Chicago: que los hijos de Yamato estaban sentados a orillas del Ganges, pescando cocodrilos con sus cañas… Después calló, intentó encender un cigarrillo, partió varias cerillas y, de repente, se puso a hablar de una chica que había sido su amiga en Okinawa. Tenía catorce años y vivía en la casa que quedaba frente a la suya. En una ocasión fue violada por unos soldados borrachos, y cuando el padre fue a poner la denuncia en la policía, acudieron los gendarmes y se los llevaron a él y a su hija, y Kensi nunca más volvió a verlos…

Cuando Van entró en el comedor, llamó a Kensi y le indicó con un gesto que se acercara: todos callaron.

— Así son las cosas… — dijo el tío Yura con pesar —. Es lo mismo: en Rusia, en Occidente, en el país de los amarillos, dondequiera es igual. El poder es arbitrario. No, hermanitos, allí no se me ha perdido nada. Es mejor aquí…

Kensi regresó, pálido y preocupado, y se puso a buscar su cinturón. Llevaba la guerrera correctamente abotonada.

— ¿Ha pasado algo? — preguntó Andrei.

— Sí — dijo Kensi con voz entrecortada, arreglándose la funda del arma —. Donald Cooper se ha pegado un tiro. Hace más o menos una hora.

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