El ruido la despertó enseguida. Un rumor leve pero inequívoco, como si alguien hubiera entrado en la habitación.
Recordó que la puerta y la ventana se hallaban bloqueadas: después de lo ocurrido el día anterior, ella misma las había reforzado con las sillas y el pequeño escritorio. Nadie hubiese podido penetrar por sorpresa en el reducido espacio de aquel cuarto de motel, de eso estaba segura.
Sin embargo, alzó la cabeza y miró hacia la oscuridad. Antaño, Raquel no se habría preocupado más y hubiera intentado conciliar el sueño, pero ella ya no era Raquel del todo: ahora era alguien que sabía que los ruidos en la oscuridad son peligrosos.
Rastreó con la mirada todo lo que le permitían las tinieblas. No quería encender la luz para no despertar al niño, que dormía a su lado. No vio nada extraño y pensó que el ruido podía proceder de otra habitación. En ese instante sintió que el pequeño se incorporaba, tenso. Su sueño era tan tenue como el de ella.
– Sssh -murmuró, acariciándolo-. No pasa nada.
No deseaba asustarlo innecesariamente. Además, lo más probable era que, en efecto, se tratara de una falsa alarma. Pero prefería cerciorarse del todo.
Con cuidado, sin dejar de abrazar al niño, tanteó con la otra mano en la mesilla hasta dar con el interruptor de la luz. La repentina claridad la hizo parpadear.
Patricio se encontraba de pie frente a ellos, con los brazos cruzados. Vestía como siempre: cazadora y vaqueros, todo muy nuevo y relativamente limpio. Entre el bigote y la perilla se curvaba como una navaja su amplia sonrisa.
Paradójicamente, tras el horror inicial, verlo allí, saludable e íntegro, casi le devolvió la tranquilidad. Estoy soñando, fue lo primero que pensó. Intentó incorporarse, pero, fuera un sueño o no, la aparición alargó la mano, atrapó su tobillo con fuerza desconocida y brutal y tiró de ella sacándola de la cama y arrojándola al suelo. El golpe contra la moqueta fue muy real, y durante un segundo la muchacha no reaccionó.
Entonces oyó el grito del niño.
Se incorporó y vio que Patricio lo había cogido del cuello como se cogen las serpientes y lo alzaba en vilo, dejándolo forcejear en el aire. La muchacha ignoraba si aquello seguía siendo una pesadilla, pero no titubeó más: se levantó, cogió la lámpara de la mesilla y, por un instante, la luz entre sus manos se convirtió en un relámpago mudo y rebotó en las paredes. El hombre repelió su ataque con inmensa facilidad y la pantalla saltó por los aires.
– Buen golpe -dijo Patricio sonriendo.
Descargó el puño a su vez, y la muchacha recibió en el pecho un impacto que le cortó la respiración. Boqueando, retrocedió hasta dar contra la pared y cayó al suelo. Entonces Patricio se acercó, sujetando al niño todavía, y se inclinó sobre ella. La luz volcada de la lámpara otorgaba a su semblante un teatral aspecto de diablo.
– Has intentado engañarnos, Raquel. Le diste a ese estúpido una figura falsa y has escondido la verdadera. No es buen momento para jugar.
La muchacha lo miraba con ojos desorbitados, buscando en vano algún tipo de máscara, de disfraz.
– ¿Te sorprende verme…? Bueno, la verdad es que no me dejaste en buen estado, lo confieso. Pero todo tiene solución en esta vida: un amigo me visitó cuando tú te marchaste y me devolvió… la estabilidad. Lo cual no significa que no me doliera lo que me hiciste… -En ese instante su rostro adoptó el color rubí de un buen vino y se cubrió de ampollas de quemadura reciente-. Me dolió más de lo que supones… -Sus ojos reventaron simultáneamente, como globos en una fiesta, anegando de sangre las cuencas y derramándose sobre ella. En su pantalón estalló un clavel líquido-. ¿Por qué apartas la cara? Fuiste tú la que me hiciste todo esto… -El voluminoso cuello se abrió como una segunda sonrisa bajo la primera y brotaron arterias, nervios y músculos. La sangre se coaguló, la piel se hinchó y adoptó otra tonalidad. Empezó a heder-. Pero ¿sabes qué? -El cadáver de Patricio se descomponía ahora ante sus ojos a ritmo acelerado. La lengua, azul e inflamada, apenas podía moverse en el interior de la boca-. Algg-gguien me ayudó a regg-gresar…. -Con una mano se abrió la cazadora. La muchacha pudo ver las palabras escritas en su torso: Los novios sean novios en eternidad.
Junto a Patricio, en la habitación, había aparecido otra persona. Unas gafas negras y una sonrisa segmentaban su rostro. Cuando tendió la mano hacia ella, la muchacha lanzó un último grito.
Hubo un momento en que creyó que estaba de pie. Le pareció muy extraño ver, por tanto, sillas en las paredes. Luego despertó del todo y giró en el océano sólido de una cama. Escuchaba los latidos de su corazón y el cristal rítmico de un piano remoto.
No sentía dolor ni malestar. Vestía su ropa de siempre. Se hallaba en una habitación grande y decrépita. El último lugar donde recordaba haber estado era un sucio y oscuro almacén de las afueras de Madrid, e ignoraba dónde podía encontrarse ahora y cómo había llegado hasta allí. Se levantó y se acercó a la ventana. Una tupida red de árboles se abría paso a lo largo de un jardín otoñal. Más allá lucía el sol.
Pensó que la puerta estaría cerrada, pero no lo estaba. Al abrirla, Chopin invadió sus oídos. Advirtió unas escaleras que descendían. Las bajó y desembocó en un salón. Una muchacha, de espaldas a él, se enfrentaba a la dificultad de un teclado clásico. Su pelo era una cascada rubia que llegaba a ocultar el taburete donde se sentaba. La otra persona era una señora madura y corpulenta, con gafas de montura metálica, jersey crema y falda lisa, que animaba una vieja mecedora. Al ver a Rulfo se levantó presurosa.
– ¡Señor Rulfo, qué alegría conocerle!
Le tendió la mano. Él se la estrechó y notó vello en el dorso. Parecía un hombre travestido. Su maquillaje de albayalde espeso rozaba lo ridículo, con labios muy rojos y pestañas derrochando rimel. La peluca, de color castaño oscuro, ondulaba en pequeños bucles. Sobre sus orondos pechos brillaba una especie de broche: la cabeza de una cabra, quizá. Hablaba en perfecto castellano con cierto deje francés y timbre chirriante, afeminado.
– ¿Me concedería parte de su tiempo para enseñarle la casa? Venga conmigo… Cuidado con esa silla…
La muchacha del piano había dejado de tocar y lo miraba en silencio. Rulfo, aún confuso, siguió los rápidos pasitos de la mujer obesa. Atravesaron el salón y accedieron a una especie de porche de piedra con techo de artesonado lacunar. Daba a un espléndido jardín. Un sinfín de mariposas lo visitaba en un silencio excelso. Eran un verdadero enjambre. El sol cenital denunciaba el mediodía.
– Todavía está un poco mareado, ¿no…? Es comprensible… Pero apresúrese… ¡Hay tanto por ver…! Esta mansión es enorme… Yo soy la encargada de atender, de recibir, de orientar… Soy la adoratriz, podríamos decir. Mire, en esa zona -señaló mientras caminaban- hay naranjos. Tenemos buenas naranjas. También piedra labrada. Ninfeos y fuentes secas. Lápidas. Y un obelisco a la entrada, al otro lado, con relieves en egipcio copto. Los paisajes que nos rodean son los más bellos de Provenza…
Provenza, pensó Rulfo. La sede de Provenza, la mansión donde se reúnen. Ignoraba cómo lo habían llevado basta allí y cuántos días habían transcurrido.
– El jardín tiene un topiary de boj que desde aquí no puede verse. Está cerca del obelisco. También hay una estatua sedente de una diosa de largo cabello con un verso de Rosetti grabado en la base… Ah, y un templete bastante antiguo… En esta ala se encuentran los rapsodomos. ¿Ha visto cuántas mariposas…? En los sótanos hay cámaras destinadas a uso particular, pero en las festividades solemos reunirnos en el jardín, alrededor de un cenador precioso… Por cierto, esta noche habrá fiesta. La verdad es que venimos muy poco. En caso contrario, lo tendríamos todo mejor cuidado.
– ¿Dónde está Susana? -preguntó Rulfo, luchando por aclarar sus pensamientos.
La mujer se detuvo y lo miró con expresión azorada, casi cómica.
– No diga esas cosas, por favor. Seamos discretos. Esta noche podremos hablar con calma. Mientras tanto… -Se puso un dedo en los labios. La uña tenía color de fresa-. Chitón. Lo mejor es reservarse. Aquí, las paredes oyen. De hecho, a veces hasta. responden. -Rió mostrando una dentadura teñida de carmín-. ¿Puedo apoyarme en su brazo…? Gracias. Me duelen los pies una barbaridad. Estos zapatos me están matando… Ah, mire, un rapsodomo. -Indicó el interior de una cámara sin ventanas cuya única puerta se abría a la galería. Dentro había oscuridad, pero podían distinguirse densos cortinajes y suelo alfombrado. Rulfo pensó que era una réplica bastante fiel de la habitación azul de Lidia Garetti. Las mariposas entraban y salían de ella como confeti policromo-. En el interior de los rapsodomos el recitado sale mucho mejor, porque el sonido es más puro… Esta casa es un panal de habitaciones vacías… ¿Sabe que me gusta su barba, caballero…? A mí me habría encantado tener una barba así, pero también unas tetas más pequeñas. Lamentablemente, lo único que he conseguido es un trasero más o menos digno. Es bonito pasear con usted. Deberá prepararse para la fiesta. Y espero que me pida el primer baile, ¿prometido…?
– ¿Qué fiesta?
– ¿No se lo dije ya? -La mujer parecía repentinamente irritada-. ¿O es que no me escucha…? ¡Odio que no me escuchen…! ¡La fiesta de esta noche…!
– ¿Raquel también está aquí?
– Es usted un burro. Muy guapo, pero muy burro. Le suplico que no insista más.
La mujer dobló la esquina en el recodo final tirando del brazo de Rulfo. El jardín y la galería proseguían, pero su guía se detuvo ante una puerta cerrada, sacó una llave y la abrió, revelando una reducida cámara con hedor a aseo público. Parecía, en verdad, un cuarto de baño que no hubiera sido limpiado durante meses. En las tinieblas del fondo se removía una sombra.
Era Susana.
Rulfo se apartó de la extravagante mujer obesa, entró en la cámara y se arrodilló junto a ella.
– ¿Te han hecho daño?
Susana negó con la cabeza. Se mordía las uñas. Su ropa estaba sucia y el abrigo rojo había sido arrojado a un lado, pero ella parecía indemne.
– Me sabe mal tener que abandonarles -dijo la mujer en tono cantarín, de pie en el umbral-, pero… ah, el deber es el deber. Y yo soy la encargada de prepararlo todo. Qué calor dan estas enaguas… Les veré por la noche, en la fiesta. Recuerde que me ha prometido el primer baile -agregó, y se marchó cerrando la puerta con dos vueltas de llave.
Existían hendijas en las paredes que dejaban pasar la luz, de modo que la oscuridad no era completa, pero el aire viciado de la reducida cámara resultaba agobiante. Rulfo se quitó la chaqueta y se sentó en el suelo, junto a Susana.
– ¡Es asquerosa…! -murmuró ella, mordiéndose los dedos-. ¡Me… Me da náuseas esa tía…!
– Y a mí.
– ¡Es una babosa! ¡Es repulsiva! ¡Es…! -Cambió de dedo y eligió el meñique. Mordió desesperadamente.
– No van a hacernos nada, Susana, tranquilízate. Solo quieren la figura… Esa figura que sacamos del acuario, ¿recuerdas lo que os conté…? Solo quieren eso. Luego nos dejarán libres.
Se preguntaba por qué Raquel le había mentido. Estaba seguro de que había sido ella la que había fabricado la imago falsa con uno de los muñequitos de plástico de su hijo y cera derretida. Recordó las velas consumidas que había visto en su casa y la frase del niño refiriéndose a sus figuritas: Falta una. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Y por qué no le había dicho nada?
Se volvió hacia Susana pensando que en aquel momento lo que importaba era tranquilizarla.
– No te muerdas más los dedos,. te vas a hacer daño…
– Nnnno…
– ¡Tienes que controlarte! -Se enfadó Rulfo, quitándole la mano de la boca.
La reacción de ella le sorprendió: se soltó con un violento tirón y llevó de nuevo los dedos de la mano derecha a los dientes, como un depredador hambriento al que hubiesen intentado apartar de la comida.
– Me han hechhhho algggggo -masculló mientras mordía, señalando su vientre con la otra mano.
Rulfo sintió un golpe de hielo en las entrañas. Alzó el borde inferior del jersey de Susana y se inclinó. Pese a la relativa oscuridad, la alimaña del verso, negra y brillante, aferrada a la piel blanca, era legible.
0 rose thou art sick
William Blake. A César le apasionaba Blake, el misterioso poeta y grabador inglés. ¿No había sido inspirado por Maleficiae, la número seis, la dama andrógina del símbolo del macho cabrío? ¿Era ése el símbolo que había visto colgando del cuello de la mujer pintarrajeada? Pero en aquel momento tales datos no le preocuparon.
– ¿Cuándo te lo escribieron?
Ella contestó entre gañidos, clavando los dientes en las uñas de los dos dedos centrales.
– … despertarmmmme… Aquí…
– ¿Y, desde entonces, no puedes… parar… de morderte? -Rulfo le palpó el resto de los dedos de aquella mano y se estremeció: el pulpejo bajo las uñas, hinchado y carnoso, estaba casi descubierto y sangraba; los dedos se agitaban como pequeños animales ciegos.
Intentó pensar con rapidez. Solo Dios sabía hasta dónde podía llegar el poder de aquella filacteria. Solo Dios sabía cuándo cesaría. Un reguero de sudor helado le corría por la espalda.
– Escúchame atentamente, Susana… Tranquilízate y escúchame. -Ella asintió con la cabeza sin abandonar su minuciosa tarea-. Los versos producen cosas. ¿Recuerdas lo que César nos contó sobre el poder de la poesía…? Te han escrito un verso y eso te obliga a… a que hagas lo que estás haciendo. ¿Me has entendido…? -Ignoraba si lo estaba explicando bien y tampoco sabía por qué debía explicarlo. Pero le parecía vital que ella razonara lo que le sucedía. Susana asintió de nuevo-. Bien, entonces vamos a hacer algo: te ataré las manos a la espalda, ¿de acuerdo…? No te haré daño, te lo juro.
Mientras hablaba, Rulfo cogió su chaqueta. Pero las mangas no eran muy largas. Entonces observó el abrigo de ella en el suelo. Tenía cinturón. Eso serviría. Se volvió hacia ella.
– Vamos, dame las manos… Susana, ¿me oyes…? Dame las manos…
Ella asentía sin obedecerle. Comprendió que tendría que emplear la fuerza. Le apartó a duras penas los dedos de los dientes. La escasa luz de la celda bastó para mostrarle que los destrozos habían llegado ya hasta la piel de las falanges. Susana debía de estar sintiendo un dolor atroz, pero, pese a todo, se opuso desesperadamente a su intento. Forcejeó, persiguiendo la mano con la boca abierta. Él le sujetó los brazos y la hizo girar hasta colocarla bocabajo. Entonces cogió el cinturón y le ató las muñecas a la espalda apretando bien el nudo, aunque se aseguró de que no le impedía la circulación de la sangre. Cuando todo terminó, le acarició el rostro sudoroso y despejó el cabello de su frente.
– ¿Estás mejor?
– Suéltame.
– Susana…
– ¡Suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame suéltame.…!
Un repentino llanto la interrumpió.
– Susana, escúchame: vamos a hablar, hablemos un rato, ¿de acuerdo? -Volvió a subirle el jersey, empapó la mano en saliva y la frotó sobre el verso. Sabía que era un intento inútil, pero no se le ocurría otra cosa-. Vamos, háblame, dime algo…
– No quiero mordeeeerme… -sollozó ella.
– Claro que no. Y no lo harás. Confía en mí.
– Salomón, eres el mejor hombre del mundo -la oyó murmurar-. El mejor de todos. Eres… ¡Por Dios, Salomón, déjame una sola mano libre! ¡Por favor, voy a volverme loca! ¡Una sola mano…!
– Ssshh, calma. Sigamos hablando. No estoy de acuerdo contigo: soy un egoísta… -El verso estaba casi borrado, pero seguía sin creer que ello sirviera de algo. Supuso que lo importante a partir de aquel momento era distraerla-. Y tú ni siquiera eres egoísta. Te lo demostraré. ¿Sabes por qué estás aquí? Porque te preocupaste por mí. Escuchaste lo que dije en aquella pesadilla y decidiste… -La voz se le quebró en mitad de una palabra. Reprimió un sollozo-. Decidiste seguirme… Estabas preocupada por mí…
– Te amo… -dijo Susana con un hilo de voz, temblando como una drogadicta en abstinencia-. He vivido con César todos estos años, pero nunca he podido olvidarte… Lo que ocurre es que… él podía darme la vida que yo quería… ¿Comprendes…? ¿Es tan malo eso…?
– No es malo, no es malo. En absoluto.
– Debía elegir, y lo elegí a él… ¡Pero te juro que, desde entonces… pienso… todos los días… que no he sido sincera…! Ahora quiero serlo y que tú me comprendas… ¡Sobre todo, que tú me comprendas…! -De repente alzó la cabeza y habló con furiosa rapidez-. Salomón: suéltame o te mataré. No puedo aguantar más. Lo necesito. ¿Me oyes…? ¡¡Son mis putos dedos y puedo hacer lo que quiera con ellos…!!
– Son tus dedos, pero no eres tú -repuso Rulfo con calma.
– ¡¡Suéltame, jodido cabrón…!! ¡¡Suéltame, cabrón cabrón hijo de puta suéltameee…!!
Los gritos lo ensordecían. La vio dar varias vueltas en el suelo lanzando dentelladas al aire. Parecía un perro rabioso, una fiera de las que cazan los científicos para colocarles alguna placa en la pata. Hacía desesperados esfuerzos por desatarse, y Rulfo estaba seguro de que acabaría consiguiéndolo tarde o temprano. Por fin dejó de luchar y quedó tendida boca arriba, jadeando. Sus ojos relampaguearon hacia él.
– Solo un dedo… Uno solo… ¡Por piedad, de-de-de-de-déjame unnno…!
– De acuerdo -dijo Rulfo agachándose-. Un dedo, ¿de acuerdo? Uno solo.
Sin previo aviso estrelló su puño contra la mandíbula de ella.
luz
Había calculado la fuerza del golpe. No creía haberle hecho mucho daño. Ahora estaba inconsciente. Mientras la contemplaba, se echó a llorar.
Luz.
Cegadora.
La puerta se había abierto sin ruido, como sus ojos. A su. lado, Susana seguía durmiendo con las manos atadas. Un rectángulo de claridad troquelado por una sombra se abrió paso desde el umbral. Entornó los párpados para poder ver.
Era la muchacha que había estado tocando al piano. Llevaba un simple vestido blanco y estaba descalza. Sobre su pecho brillaba una rosa dorada con espinas. Su pelo denso y lacio parecía similor; su mirada era tan hermosa que le hizo sentir pena; su rostro y su cuerpo eran tales que le pareció que se quedaría ciego si ella se marchaba. «Necesitamos la imago para que Akelos sea destruida definitivamente», escuchó la música de su voz.
– No la tengo -dijo él, deseando llorar-. Lo siento de veras… No la tengo… Creí que la tenía, pero me engañaron…
Odiaba a Raquel. Era obvio que aquella zorra astuta lo había traicionado. Gracias a sus artimañas, ahora no podía complacer a la única persona del mundo que lo merecía.
La joven lo miraba con expresión melancólica. Nada que él hubiese conocido o imaginado -el primer recuerdo de su madre, ni siquiera Beatriz Dagger- podía compararse al óvalo del rostro que ahora contemplaba. Hubiera dado su vida por hacerla sonreír. Su sangre. Lo que ella le pidiera. Cualquier cosa, con tal de que aquellos labios se distendieran. Pero no lo hicieron. La puerta de la celda se cerró.
Se encontró de nuevo sumido en la oscuridad. Susana se había liberado del cinturón. Ahora masticaba la mano izquierda. Los dedos de la derecha, incluso a la escasa luz que penetraba por los orificios de las paredes, resultaban visiblemente más cortos. Todo su jersey estaba manchado de sangre.
– Dios mío -gimió Rulfo.
Su intento de separar la presa de los incisivos fue infructuoso esta vez, así como los golpes. Desesperado, gritó su nombre en distintos tonos, suplicante, autoritario, hasta descubrir que nada en ella respondía a aquella palabra. Y cuando observó
de cerca su rostro
comprendió que todo lo que dijera o hiciera sería inútil.
La humanidad había sido desterrada por completo de los ojos y la expresión de Susana Blasco. Rulfo contemplaba, tan solo, una boca trituradora.
Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola.
Se levantó y pateó la puerta varias veces hasta hacerse daño en el pie. Gritó. Insultó. Descubrió que, si hacía suficiente ruido, no escuchaba la crepitación masticatoria, aquel roer enloquecedor…
Se agotó al cabo del tiempo. Tuvo que acurrucarse en el suelo jadeando, con las manos en los oídos y los ojos cerrados. Intentó evadirse, pensar en algo distinto.
0 Rose
Recordó la visita de la joven del medallón de rosa. ¿Era Lamia, la número cinco, «la que Apasiona», inspiradora de Keats y de Bécquer? No estaba seguro, pero creía comprender que lo había hipnotizado para que hablase. Lo estaban interrogando, y por eso torturaban a Susana. Pero ¿qué podía él contarles? Ni siquiera sabía lo que había hecho Raquel con la figura.
thou art sick.
Ouroboros.
No pienses en eso. Pensemos en cómo salir de aquí, cómo hacer para…
Escuchó un chasquido distinto. Tuvo que abrir los ojos. Lamentó instantáneamente haberlo hecho.
fiesta
Susana se había despellejado el antebrazo izquierdo y ahora arrancaba la piel cercana al codo. Pero, clavado en el centro de la extremidad desollada, Rulfo atisbó un brillo singular. Un pequeño diamante.
Un diente.
o rose thou art sick o rose thou art sick sick sick sick sick sick sick sick
El mundo, de repente, se oscureció para él.
Fiesta.
Habría fiesta esa noche.
Era una habitación lujosamente amueblada. Un dormitorio. Estaba desnudo y aseado, de pie sobre una alfombra. No sabía cómo había llegado hasta allí: lo último que recordaba era aquella nauseabunda celda y… Pero pensó que lo ocurrido con Susana tenía que haber sido una horrible pesadilla. Había dejado de asombrarse de lo vívidos que parecían sus sueños en comparación con la realidad desde que se hallaba en aquella mansión.
En la cama, doblada cuidadosamente como un mantel de gala, reposaba una camisa blanca. Una pajarita negra dormía sobre ella como una inefable mariposa. En una percha, un traje de esmoquin. Estaba seguro de que deseaban que se vistiera con eso. Lo hizo. La ropa le sentaba a la perfección.
Cuando abrió la puerta, un oleaje de viejas melodías, conversaciones, carcajadas y pianos de cola llegó a sus oídos. Bajó las escaleras, y, conforme lo hacía, atisbó un teatro de sombras: cabezas de hombres y mujeres proyectadas por los candelabros. El salón era el mismo donde horas o días antes (no estaba seguro acerca del tiempo transcurrido) lo había recibido la mujer obesa. Ahora se hallaba atestado. Los señores llevaban esmoquin y las señoras vestido largo. Camareros de ambos sexos portaban bandejas. El ambiente era el de una recepción de lujo.
Terminó de bajar las escaleras y se incorporó a la muchedumbre. Distinguió al fondo una puerta de cristal de dos hojas que se abría a una noche reciente donde la luna comenzaba a incorporarse. Una noche poética. Tras la puerta había una terraza con balcón. Un hombre charlaba de espaldas con una mujer cuyo vertiginoso escote posterior convergía en la diminuta uve del cóccix. Cuando Rulfo se acercó, el hombre dio la vuelta y lo miró.
Era César.
– Estoy aquí ad honorem, querido alumno. No les pedí venir, claro, pero me incluyeron en la lista.
La explicación le pareció absurda, pero había decidido no sorprenderse por nada y aguardar los acontecimientos. De repente le apetecía fumar. También beber y comer algo. Vio una bandeja de sándwiches cortados en triángulos orbitando frente a él y cogió dos de una pasta que podía ser sobrasada. Luego resultó que no, pero estaba bueno de cualquier forma. César le procuró una copa de champán y él mismo engulló una bayonesa entera, sin morderla, de un solo bocado.
– Quería verte -dijo con fantasmagórica rapidez, como si la bayonesa hubiese desaparecido de su boca por un tragante ancho y oscuro-. Necesitamos hablar, Salomón, ¿no crees? Hacer un resumen de lo sucedido. Recapitular. Volver al principio. Todo esto merece una seria reflexión. ¿Damos un paseo?
Una vereda custodiada por buganvillas invitaba a conocer la oscuridad. Vestidos de esmoquin y con sendas copa de oro burbujeante en la mano, parecían dos empresarios celebrando el éxito de sus negocios.
– ¿Conoces el lugar? -César hizo un gesto ampuloso abarcando el jardín-. Es enorme. Yo he estado brujuleando por aquí y por allá. Incontables salones, rapsodomos… Los invitados acuden de todas partes del mundo. Cada uno ocupa su puesto dentro del grupo, pero me han dicho que hay posibilidades de ascenso…
– ¿Debo tomármelo como una oferta de trabajo? -inquirió Rulfo.
Por un instante César lo miró. Luego soltó una carcajada.
– ¡Oh, no, no, solo son detalles…! ¡Detalles…! -Recuperó una seriedad defectuosa, como si por dentro continuara riéndose-. Por cierto, ¿cómo está Susana?
A Rulfo le costó beber el sorbo de champán que en aquel momento se llevaba a los labios.
– Mal. Muy mal. ¿Acaso no lo sabes?
– ¿Saber…? Oh, solo sé lo que me han contado. -César apartó de una patada unos matorrales que estorbaban el paso. El lomo de su zapato soltó chispas de charol-. Sé que está encerrada en algún sitio, por tonta. Sé que no se encuentra en su mejor momento. Sé que no debió acudir a esa cita contigo. Eso es todo lo que sé. Pero, te lo digo ad pedem letterae, algunos tienen que pagar y otros pasar factura. No obstante, es posible que la perdonen. A fin de cuentas no es culpable de nada. Depende de nosotros. Toda palabra pronunciada es importante.
La frase trajo consigo el silencio. Continuaron avanzando más allá de los radios de sombra que convergían en la casa. Otros dos invitados (dos pecheras blancas y flotantes en la oscuridad) se cruzaron con ellos en dirección contraria, casi como si se tratara del reflejo de ambos en un espejo móvil.
– Ellas aún no han venido -comentó César-, pero vendrán. Siempre hacen acto de presencia al final.
– Creo que ya he tenido el gusto de conocer a algunas.
– Yo también. Son las más amables, te lo advierto. Las otras tienen peor humor. Pero es comprensible. Están algo nerviosas. Han sufrido muchos percances. A mí me han hecho un resumen y apenas podía creérmelo. Me alegro de no ser una de ellas, puedo asegurártelo. ¡Oh, ser una de ellas debe de ser terrible…! Ahora se enfrentan a una grave crisis. -Se acercó al oído de Rulfo. Su aliento era un aerosol de champán-. Sospechan traiciones… Líos de ese tipo, ya sabes.. No pueden fiarse de nadie… -Volvió a apartarse y le guiñó un ojo. Rulfo se preguntó qué quería dar a entender con aquel gesto-. Pero hay algo que podemos hacer tú y yo para aclarar las cosas. Cuando las cosas se aclaren, todos nos iremos a casa y lo celebraremos. O, si prefieres, nos quedamos y aceptamos «la oferta de trabajo», ad libitum… -Volvió a reír como si el recuerdo de aquella frase obrara en su cuerpo a modo de inevitables cosquillas-. Cabe pensar, incluso, que podríamos regresar a nuestras modestas vidas de antes. Incluyendo a Susana, claro. Todos saludables y alegres. Ellas nos dejarían. Pero necesitan un poco de colaboración por nuestra parte.
Recordar a Susana hacía que a Rulfo se le revolviese el estómago. Ahora empezaba a comprender que lo que había visto en la celda no había sido un sueño.
Ouroboros.
No pienses en eso.
– Yo he colaborado ya, dentro de mis modestas posibilidades -continuó César-. Les he hablado de todo lo que encontramos en casa de Rauschen, ese farsante, ese traidor, ese invertido… -Sus ojos chispeaban de alegría, incluso su tono era divertido, como si no estuviera insultando a Rauschen sino burlándose de él con epítetos cariñosos-. He puesto mi granito de arena. Ahora es tu turno. Entre todos, podremos mejorar la situación. De modo que, si te parece, vamos a recapitular. -Se detuvo y Rulfo lo imitó. Los setos a su alrededor eran como áreas de irrealidad, densos agujeros negros bonsáis, singularidades de jardinería-. Tuvisteis un sueño absurdo, fuisteis a esa casa guiados por él, encontrasteis la figura, y luego la chica la sustituyó por otra que ella misma había fabricado y te dio gato por liebre… ¿Fue así?
Rulfo asintió. Hablar de Raquel se le antojaba despreciable, pero de repente había comprendido que ellas ya conocían las respuestas. Intuyó que lo que pretendían con aquellas preguntas era probar su grado de colaboración.
– ¿Te pareció que la chica había cambiado de un día para otro? ¿La encontraste distinta?
– Sí. La segunda vez que la vi me pareció diferente.
– ¿Más alta? ¿Más baja? ¿Más gorda?
– Su mirada. Era distinta. Y su actitud. Más… más decidida.
– Eso es importante -lo animó César-. ¿Y después?
Rulfo contó la muerte de Patricio y el deseo que ella tenía de huir.
– ¿Volvisteis a soñar con Lidia Garetti?
– No -probó a contestar, y le pareció que César (o quienquiera que fuese el que se ocultaba detrás de César) no advertía la mentira.
– ¿Viste a Raquel usar en algún momento la poesía?
– Nunca.
– ¿Sabes a lo que me refiero? A los versos de poder.
– Sé a lo que te refieres, pero ella parecía ignorarlo todo acerca de eso.
– Entonces, ¿cómo es que sabía tantas cosas sobre la figura?
– No lo sé. No he dicho que supiera nada sobre la figura.
De repente César abrió mucho los ojos. Parecían recién bruñidos: dos bolas de marfil pintado que a Rulfo le recordaron los ojos de la niña.
– Ni siquiera pienses en mentir -dijo con suavidad-. Oh, no, no, no. Eso sería un grave error, Salomón. Ellas leen en ti. Te descomponen en palabras y te leen. Cada uno de nosotros es un verso para ellas.
– ¿Y por qué no pueden averiguar lo que más les interesa? -preguntó Rulfo sosteniendo su mirada.
– Porque no son adivinas. Es decir, sí lo son, pero en cierto modesto sentido. Existen lagunas que no pueden llenar, trozos de silencio a los que no pueden acceder…
– No son tan poderosas como yo pensaba, entonces.
– Verás, querido, son más poderosas de lo que podrías imaginar, pero parten de un punto de vista completamente distinto del nuestro. La visión de ellas es lógica, la tuya es emocional. Tú sientes y ellas comprenden. Tú solo ves los ladrillos: ellas diseñan la casa y la habitan. El logos del universo les da la razón, porque el universo son palabras. Como un poema.
Un remoto estallido de risas que tuvo la misma cualidad que una sorpresa pirotécnica desvió por un segundo la atención de los dos hombres. Entre la alegre botánica de luces de la casa se removía un cúmulo de trajes de seda, cabellos densos y piernas desnudas. El campanilleo de una voz masculina lideraba las carcajadas.
– El logos del universo les da la razón -repitió Rulfo, sarcástico-. Lástima que no puedan encontrar una figurita de cera escondida.
– Ya te lo expliqué: existen islas de silencio… Además, bajo el logos, ¿sabes qué hay? Azar. Las palabras producen cosas, en efecto, pero no debido a su significado. Lo que verdaderamente importa es el orden azaroso. Como un juego de dominó entre jugadores ciegos: lo más probable es que la cadena de fichas no esté correctamente colocada, pero, aun así, formará una imagen. He ahí lo que nos preocupa… O sea, lo que les preocupa a ellas. Porque cualquier frase dicha al azar puede ser terrible. No se han pronunciado suficientes palabras en el mundo como para conocer todo lo que pueden producir las palabras. El esfuerzo por jerarquizar ha sido considerable, pero es imposible, ¡m-po-si-ble, controlarlo todo. No solo la sintaxis, también la fonética, la prosodia… -César reanudó la marcha mientras hablaba-. El mundo es una escarcha de versos, y ellas saben que cada paso puede costarles caer al vacío. ¿Pensabas, acaso, que eran verdugos? ¡Son víctimas…! ¡Víctimas, como tú o como yo…!
Habían llegado a un claro adornado por una fuente. En el centro se alzaba, como un herma mutilado, una vieja figura de sátiro. Su semblante de granito era un entresijo de tinieblas.
– Víctimas… -repitió César-. Lo demás es banal. Existe un solo verso en todo Cavafis que puede producir ampollas de pus y fiebre alta, una estrofa de Keats que confecciona serpientes, un breve Neruda que estalla como una planta nuclear y una línea de Safo que provoca el imperioso e insoslayable deseo de violar a una niña pequeña. Pero ¿qué significan todas esas menudencias frente a esa escarcha? -Golpeó el borde de la fuente, como si se refiriera a ella-. ¿Qué significa todo eso en comparación con ese lago helado y frágil donde puedes hundirte cuando menos te lo esperas…? La realidad es leña, la poesía son llamas y ellas han descubierto cómo hacer fuego. Bien. Pero ¿y qué…? ¡Están en la prehistoria…! Debes abandonar la idea de un dios omnipotente. Son frágiles. Tan débiles como tú, pero con más miedo que tú. Han visto de cerca la cara de la realidad… ¿Y sabes cómo es la cara de la realidad?
César, ahora, hablaba entre gesticulaciones diversas: abría y cerraba las manos, alzaba los brazos, se encorvaba. Las muecas deformaban su rostro como si se tratase de una bolsa de plástico que albergara una rata dentro.
– Sospecho que no como la tuya -insinuó Rulfo.
– Es un cangrejo -dijo César pasando la burla por alto-. La cara de la realidad es un cangrejo: te atrapa, te hace trizas con las pinzas al tiempo que… que tú intentas… desesperadamente… entender qué significa, dónde diablos tiene la boca, los ojos… Solo ves una cosa tetralobulada que se abre y se cierra, pero lo mismo podría ser el ano. ¿Cómo vas a defenderte si ni siquiera sabes por dónde te tragará? ¿Recuerdas el chiste del perro y el ciego? Un ciego le ofrece una golosina a su perro y luego le da una patada en el culo. Un hombre que lo ve, le pregunta: «Oiga, ¿por qué le da usted una golosina al chucho y luego una patada en el culo?». Y el ciego responde: «Si no le diera una golosina, ¿cómo voy a saber dónde tiene el culo…?». ¡Ah, ah, ah, nadie sabe dónde tiene el culo la realidad, y ellas lo único que pueden hacer es ofrecerle golosinas…! Pensamos que son muy poderosas, pero ¿sabes qué es lo peor de todo…? ¡Lo peor de todo es que no hay nadie que sea realmente poderoso! -Su voz se había elevado varios semitonos hasta convertirse en un desagradable chillido de cochinillo en el matarife. De repente se llevó las manos al rostro y pareció sollozar-. ¡No sabes…! ¡Ignoras por completo lo que significa vivir así…! ¡Es preciso acostumbrarse…! ¡Se necesita una jerarquía estricta…! ¡Un orden rígido…! ¡Son como vestales…! ¡No pueden relacionarse con los ajenos, salvo por motivos de inspiración poética! ¡No pueden tener hijos! ¡No puede haber dos con el mismo cargo, pues prevalece la más antigua…! ¡Todo son reglas, reglas, reglas…! ¡O te vuelves completamente idiota o…! -De repente apartó las manos de la cara y se acercó a Rulfo. Sus labios brillaban con un extraño carmín y sus pupilas habían adelgazado hasta hacerse gatunas-. ¿Sabes lo que hizo Akelos…? ¿Sabes cuál fue su traición…? ¡Intentar ocultar a la criatura de esa descastada, de esa meretriz, de esa miserable…!
De repente Rulfo creyó comprender.
– La antigua Saga tuvo un hijo… -murmuró-. Por eso la expulsasteis, ¿no es cierto? Ésa fue la falta que cometió. Y Akelos la ayudó…
Un hijo. Las piezas encajaban. Raquel. El tatuaje.
César había dejado de hablar y permanecía inmóvil mirando a Rulfo, los labios pintados y deformados. Una espumosa columna de baba brotó por sus comisuras.
– ¿No tienes nada más que decir? -balbució.
– Sí, tengo otra cosa que decir. -Rulfo inhaló profundamente-. Quítate esa máscara de una vez, payaso. No te pareces a César ni por asomo.
De repente, de forma tan inmediata que su cerebro apenas lo consignó como un parpadeo, se dio cuenta de que, en lugar de César, tenía enfrente a la mujer obesa que lo había recibido al llegar, con su maquillaje histriónico, sus gafas, su jersey y su falda. Los ojos de la mujer eran dos puntos de luz buriel hendiendo la oscuridad.
– ¡Burro…! ¡Burro y maleducado! ¡No he terminado todavía…! ¡Abandonar a un caballero en mitad de una conversación es malo, pero abandonar a una dama es peor…! ¡Y yo soy ambos…! ¡Doble peor…! ¡Peorísimo…!
– Cuánto lo siento, señora.
Rulfo ya tenía pensada una estrategia y la mutación no le cogió por sorpresa. Arrojó el resto de la copa de champán a la cara de la mujer y se abalanzó sobre ella cerrando las manos en su garganta… Pero entonces escuchó un diminuto y veloz gusano de suaves palabras francesas deslizándose como un soplo por entre los labios pintados. Súbitamente, un dolor como jamás había sentido, erizado, cristalino, purísimo, tajante como un rayo, traspasó su estómago haciéndolo caer de rodillas en el césped, incapaz siquiera de gritar.
– Baudelaire -escuchó la lejana voz de la mujer-. Primer verso de «L'albatros».
La punzada cesó tan rápido como había aparecido y Rulfo pensó -supo con certeza- que, si volvía a repetirse, moriría.
Pero se repitió.
No una, sino dos y tres veces más.
Y ascendió. Comenzó a subir por su esófago azotando los lugares por los que pasaba con chispazos álgicos tan increíblemente intensos que el eco alcanzaba su cabeza y sus piernas, se reflejaba en el interior de sus muelas y sus rodillas, en las oquedades óseas de la frente y la nuca, y le pintaba estallidos de luz en las retinas.
Se retorció sobre la hierba gimiendo. Nunca había experimentado con tanta certidumbre la sensación de que iba a morir. Sus poros se habían abierto y soltaban el sudor a chorros. Pero, más que el dolor, lo que realmente le aterraba era lo otro.
Aquella horripilante percepción
de que algo vivo
subía por su tubo digestivo.
Quiso vomitarlo y no lo logró.
– ¿Conoce el poema, caballero…? Compuesto en 1856, isla Mauricio, inspirado por la hermana Veneficiae… Recitado como acabo de hacerlo produce un efecto divertido, pero, si se recitara como un bustrófedon, al derecho y al revés, ¡entonces sí que íbamos a reírnos…! ¿Me está escuchando, caballero…? ¡A estas alturas ya debería saber que odio que no me escuchen…!
Rulfo recibió la patada sin apenas enterarse. Algo mucho peor atraía completamente su interés. La cosa que le provocaba las espantosas punzadas estaba cruzando su faringe. Dejó de respirar. Se atoró. Por un instante creyó que se asfixiaría. Un enloquecedor segundo después, la sintió saltar como una bola áspera sobre la lengua acompañada de una amarga oleada de bilis y otra campanada de dolor, esta vez en la úvula. Supo de inmediato de qué se trataba: un bicho enorme. Lo arrojó fuera, abriendo la boca todo lo que pudo.
Un escorpión negro, absurdamente grande, cayó a tierra panza arriba, se enderezó y siguió su camino perdiéndose en la hierba. Tras escupir varias veces y lograr un breve vómito, Rulfo empezó a encontrarse mejor. Aún le dolían las picaduras pero intentaba pensar que todo había sido una alucinación. Se repetía una y otra vez que era imposible que un engendro así hubiese caminado por su tubo digestivo.
Un zapato de tacón tamborileaba cerca de su nariz.
– Estoy impaciente por ser escuchada. Reclamo mi derecho a ser escuchada.
Levantó la cabeza. Una montaña de pechos y falda se inclinaba sobre él con semblante indignado, el símbolo del macho cabrío balanceándose del enorme cuello.
– Primero: no vuelva a intentar lo que intentó antes. Segundo, y más importante: escúcheme siempre con atención, con pasión, con deleite… -De repente el rostro de la mujer se distendió. Los labios de carmín sonrieron y los ojos untados en rimel se abrieron desmesuradamente-. Baudelaire dijo una vez que, al beber aguardiente, sentía como si un escorpión le paseara por las entrañas. ¡Pues resulta que era cierto…! -Lanzó una risita cristalina-. ¿Quiere apoyarse en mi brazo…? ¡Qué pálido está…! ¿Un poco de ponche, quizá…? ¿Le apetece…? Vamos, acompáñeme…
Trastabillando, Rulfo se puso en pie apoyándose en el voluminoso y velludo brazo. Se dirigieron a la casa por otra vereda.
– Supongo que nos ha dicho la verdad -comentó la mujer mientras caminaba con rápidos pasitos tirando de Rulfo-. Es más: estoy segura de que nos ha dicho la verdad. Ahora debemos interrogar a la reina de las furcias. Tengo curiosidad por saber lo que nos va a contar…
Entre nubes de dolor, Rulfo vislumbró el lugar adonde se dirigían: un pequeño cenador al aire libre iluminado con candelabros y flanqueado por arcos de metal envueltos en hiedra. Guirnaldas de flores formaban el techo. Alrededor jugaban las polillas.
En el centro estaba Raquel.