Ballesteros alzó la cabeza tras auscultar la respiración del anciano.
– No está usted tan mal como cree, abuelo, así que no ponga esa cara.
El paciente esbozó una sonrisa, y su esposa, una viejecita menuda con gafas y rostro afilado, miró al techo y susurró algo en dirección a Dios. Pero Ballesteros pensó que Dios sí sabía la verdad: la insuficiencia respiratoria de aquel hombre había empeorado un poco, aunque no de forma preocupante. Además, lo mismo había ocurrido con el clima. Noviembre había comenzado con semblante hosco: gruesos nubarrones grises que no terminaban de cuajar en lluvia desfilaban por la ventana removidos por un viento helado. Tal circunstancia empeoraba invariablemente los bronquios de todos sus ancianos. Supuso que con una ligera modificación del tratamiento su estado mejoraría. A él no le ocurría lo mismo. Necesito algo más que una ligera modificación de tratamiento, pensó.
Devolvió la sonrisa que el matrimonio le dedicó al despedirse. Entonces sintió que los aceitunados y hermosos ojos de Ana lo contemplaban.
– Hoy trae usted mala cara -le dijo la enfermera cuando los ancianos se marcharon-. A ver, qué ha estado haciendo el fin de semana, confiese…
Lo deslumbraba con aquella semiluna de marfil sonriente enmarcada en su rostro moreno. Intentó bromear, como siempre hacía cuando hablaban a solas.
– Los lunes los he llevado mal toda la vida. En esto se nota que no he envejecido.
– Pero, no estará usted malo, ¿no?
Le quitó importancia al tema. Y lo hizo de manera muy simple, con un leve gesto y una sonrisa de confianza. Comprendió de repente que le resultaba muy fácil engañar. Todo el mundo le creía. Para evitar que supieran la verdad, para impedir que descubrieran las tinieblas que albergaba, solo tenía que sonreír y sacudir la cabeza. Eran los privilegios de la soledad y la profesión.
Se alegró de que la conversación y la entrada del siguiente enfermo quedaran interrumpidos a la vez por el teléfono. Su enfermera contestó, y él dispuso de cierto tiempo para cerrar los ojos. Aunque sabía que, si lo hacía,
el bosque
todo se repetiría de nuevo.
– Doctor.
– Qué.
Volvería a verla, como en los últimos días. Y todo sería espantoso.
– Es de parte del doctor Tejera, del Provincial. Quiere hablar con usted sobre un paciente ingresado.
el bosque era el sueño
Asintió y cogió el auricular. No era infrecuente que lo llamaran desde un centro clínico para comentarle el caso de alguno de sus enfermos, hospitalizado por cualquier motivo. Fuera como fuese, agradecía a Tejera aquel descanso: le serviría para dejar de pensar en la oscuridad que lo rodeaba.
Pero momentos después supo que estaba completamente equivocado.
Aquélla era la voz de la oscuridad.
El bosque era el sueño.
El mar, la vigilia.
Esta curiosa, doble certidumbre le asedió durante un tiempo impreciso. Si se dormía, si se hundía en la inconsciencia, todo quedaba quieto y sombrío. Era como encontrarse en medio de un bosque impenetrable. Pero al despertar se sentía flotando en un mar que cumplía casi todos los requisitos para serlo salvo la presencia de agua: respiración de olas, luz, balanceos, ausencia de peso. Entonces, en un momento dado, la luz se le convirtió en memoria.
Y lo traspasó.
Irónicamente, fue en ese instante cuando Caparrós (el nombre que aparecía en una de las muchas Tarjetas rectangulares que flotaban sobre él) le dijo a Tejera (otro de los nombres) algo parecido a: «Está mejor». Casi se echó a reír al oírlo, porque aquél era el primer día en que se sentía realmente mal.
– Díganos lo último que recuerda.
– Este hospital.
– ¡Y antes de venir aquí?
– Mi casa.
– ¿Dónde vive usted?
– Calle Lomontano, número cuatro, tercero izquierda.
Está bien, le decían, está muy bien. Luego descubrió que todo se desarrollaba de la misma forma absurda: al día siguiente se sintió mucho peor, y Caparrós y Tejera le dijeron que le iban a dar el alta; al otro, su estado había «mejorado del todo» pero él se encontraba sumido en una horrenda pesadilla de recuerdos. Se dio cuenta de que Caparrós y Tejera -que ya no eran Tarjetas sino Rostros, o, mejor dicho, Médicos- veían la llama, y la llama hablaba y respondía preguntas, y eso les hacía pensar que nada malo ocurría. Pero no advertían al hombre que se quemaba dentro.
Se defendió de las preguntas haciendo otras. Le contestaron que se encontraba en un hospital público de Madrid. Le dijeron que era domingo cuatro de noviembre, y que había estado casi setenta y dos horas en coma. Le explicaron quién lo había hallado -un camionero regresando de un reparto-, cómo había visto su cuerpo tirado en la cuneta de una comarcal cerca de aquel almacén abandonado y llamado a la policía, y éstos a una ambulancia. Diagnóstico provisional: coma etílico.
Le dijeron todo eso, salvo lo que más le importaba. Tuvo que preguntarlo también.
Tejera, que era quien estaba de guardia aquel domingo, asintió con la cabeza. Era un médico joven, moreno, de espeso pelo rizado. Tenía cierta tendencia a convertir la boca en un punto rosado cuando asentía.
– Sí, había otra persona junto a usted, también desmayada. Una mujer. Ignoramos su identidad. Carece de documentación y aún se encuentra en coma.
la miró
– ¿Puede describírmela?
– Lo siento, pero no la he visto. Está en la UVI y la llevan otros compañeros. Pensábamos que usted sabría decirnos…
– Necesito verla -dijo él, tragando saliva.
– La verá.
Pensó que existían dos opciones. Le habían asegurado que no estaba herida, pero eso no probaba nada. Quizá todo lo que él creía que le había sucedido a Susana era falso (rogaba por que fuera así). La otra posibilidad se le antojaba más increíble. ¿Por qué iban a dejar a Raquel con vida, si era obvio que deseaban hacerla pedazos?
No, no podía ser Raquel. Era absurdo. Y cruel. Sería mejor que estuviese muerta.
La miró.
Se hallaba inmóvil, clavada con sondas, sueros y cables a la cama. Tenía los ojos cerrados. La reconoció de inmediato.
– ¿La conoce? -preguntó Tejera.
– No.
Y le pareció que, después de todo, no estaba mintiendo.
La mañana del lunes, Merche, la enfermera de largas pestañas (sabía el nombre de pila de todas las enfermeras pero solo el apellido de los médicos), le anunció que iban a trasladarlo a un sitio más tranquilo que la sala de observación. Un celador fornido de rostro plano y redondo como la luna llena manipuló su silla de ruedas con parsimonia de chofer. Su nueva habitación, situada en otra planta, era todo lo agradable que podía ser un lugar de aquellas características, con una pequeña cama, una mesilla y una ventana basculante donde el cielo aparecía enmarcado como un cuadro de tormenta. El cambio de silencio le hizo caer de inmediato en un profundo sopor del que despertó casi gritando, tras haber soñado con una serpiente que escribía con su lengua un verso de Juan de la Cruz sobre su rostro y desplegaba sus anillos aceitosos para deslizarse por la órbita vacía de
Basta. Pedos mentales.
Aquel súbito recuerdo trajo a su memoria un nombre. Habló con el doctor Tejera y le pidió que le telefoneara.
Recibió la visita por sorpresa, esa misma noche. Creyó que volvía a soñar, porque, de improviso, en la oscuridad dorada de su habitación (solo la lámpara de la cama encendida) vio aparecer el blanco cabello, la barbita bien recortada, el rostro amplio y la corpulencia del médico, que lo miraba con misteriosa tranquilidad.
– ¿Entró, por fin?
Comprendió de inmediato a qué se refería, pero no quiso contestar. Ballesteros acercó una silla y acomodó su anatomía con un suspiro de cansancio.
– ¿Por qué ha venido tan pronto? -inquirió Rulfo-. Creí que ni siquiera se acordaría de mí…
– Hoy no tengo nada que hacer, y no suelo dejar para mañana lo que puedo hacer hoy. ¿Cómo se siente?
– He tenido épocas mejores. Pero ahora no me encuentro demasiado mal -mintió-. Lo único que necesito es volver a fumar.
Ballesteros alzó las cejas y sacudió su cabeza nevada.
– Usted y sus vicios -rezongó-. Ya sabe que esto es un hospital. Y, aunque no fuera así, ¿cómo se atreve a decirle eso a un médico…?
– Me alegro de que haya venido -sonrió Rulfo-. De veras. Se lo agradezco, doctor.
– No se haga el tierno y cuénteme lo que ha pasado.
Rulfo quedó un momento en silencio rumiando aquella petición. Entonces se echó a reír. Pero su ronca carcajada no contagió a Ballesteros.
– La verdad, no sabría explicárselo.
Ballesteros se encogió de hombros.
– Si piensa que así será más fácil, le haré preguntas. El doctor Tejera me dijo que un buen samaritano lo había encontrado desmayado en la cuneta de una comarcal, junto a un almacén cerrado por incendio. ¿Cómo llegó hasta allí?
Hubo una pausa. Rulfo volvió a apoyar la cabeza en la almohada y miró al techo.
Había comprendido de repente el grave error que había cometido.
No dejarán testigos.
Aquella tarde había experimentado la necesidad de compartir con alguien su estado de ánimo, y había recordado el nombre del médico que lo había atendido al principio de todo. Pero ahora se daba cuenta de que había sido una metedura de pata, y no precisamente por la razón que aducía (la imposibilidad de explicarse) sino por otra, mucho más importante, más ominosa.
Contempló los cansados y leales ojos grises de Ballesteros rodeados por un rostro enorme de Papá Noel de incógnito, y sintió rencor contra sí mismo. No podía brindarle ni la más leve información, por que, en caso contrario, aquel pobre médico sufriría las consecuencias: como Marcano, como Rauschen…, quizá también como César, que no respondía a sus repetidas llamadas telefónicas…
No dejarán testigos.
A él mismo le sorprendía seguir conservando la vida y la memoria, pero el motivo de aquella excepción -sospechó- debía de ser que aún lo necesitaban: quizá para seguir interrogándolo. Saga lo había dicho: Tenemos mucho tiempo por delante.
No, no podía hablar. Ya había implicado a demasiados inocentes.
– ¿Y bien? -exigió Ballesteros.
– Le diré lo que recuerdo… Me temo que esa noche bebí más de la cuenta. Luego cogí el coche, salí de Madrid y aparqué en algún sitio para dormir la mona. Entonces desperté en este hospital.
Ballesteros lo escrutaba como si fueran los ojos de Rulfo los que dijeran cosas.
– Eso no es tan difícil de explicar -comentó-. Y puedo creerlo perfectamente. De hecho, tenía usted altos niveles de alcohol en sangre cuando lo trajeron. He estado revisando su historia antes de entrar a verle.
– Pues entonces, todo aclarado. Fue una borrachera estúpida.
– ¿Y la mujer?
Rulfo se le quedó mirando.
– Ya veo que ha hecho bien los deberes.
– Siempre los hago -replicó Ballesteros, ojeroso-. Ahora, dígame: ¿quién es la mujer que apareció junto a usted, también inconsciente…? ¿Otra borracha…?
– No la conozco. No la había visto en mi vida.
– Pues es una suerte, porque se encuentra muy grave. Casi en estado de muerte cerebral. El doctor Tejera me ha asegurado que no pasará de esta noche.
Toda la sangre se retiró del rostro de Rulfo.
– ¿Qué?
Ballesteros lo miró con calma.
– Que esa mujer desconocida la va a palmar esta noche -dijo tranquilamente-. Pero ¿por qué me mira así…? ¿No dice que no la conoce…? Claro que a lo mejor sobrevive. Quizá no esté tan grave. Todo depende de si usted la conoce o no.
– Hijo de puta -masculló Rulfo entre dientes.
Ballesteros esbozó la única sonrisa sincera que había logrado producir en aquellos últimos y largos días.
– Por lo visto, le afecta mucho el destino de la gente desconocida. Siempre supe que era usted buena persona.
– Y yo siempre supe que usted era…
– Un cabrón, sí. No se preocupe, dígalo. Lo tengo merecido. No está bien bromear con la salud de la gente. La verdad es que el estado clínico de esa señorita apenas ha variado en las últimas horas… Si acaso, ha experimentado una ligera mejoría: ya parece reaccionar a los estímulos. Y ahora, si me permite, este cabrón le va a hacer otra vez la pregunta: ¿quién es esa mujer y de qué la conoce?
– Ya le he dicho que…
– De acuerdo. Veo que he estado perdiendo el tiempo.
Ballesteros se levantó como un resorte, sorprendentemente ágil para su inmenso cuerpo, y salió de la habitación sin decir palabra. Rulfo respiró aliviado. Le dolía irritarle, pero al menos había logrado evitar las preguntas. Prefería un millón de veces soportar su indignación que ser responsable de todo lo que podía ocurrirle si hablaba.
– Adiós, doctor -dijo-. Un placer haberlo conocido.
Sintió un denso nudo en la garganta De nuevo se encontraba solo, pero ahora no cometería el error de implicar a otros. Recostó la cabeza en la almohada sabiendo con certeza que esa noche no lograría dormir. Entonces, apenas un minuto después de haber salido, Ballesteros entró de nuevo, cerró la puerta y se acercó a la cama. Parecía nervioso.
– Me he asegurado de que nos van a dejar tranquilos. Y ahora dígame de una vez la verdad… ¿Esa mujer es Saga?
Rulfo se quedó mirándolo completamente desconcertado.
No existía la muerte. Existía la tumba.
Todos los que la atendían, los que iban y venían registrando datos, anotando cifras, palpando su cuerpo con instrumentos delicados o simplemente abriendo sus párpados para iluminar su pupila, pensaban que no escuchaba, que no podía sentir. Hablaban de estado de coma y conmoción cerebral; la sometían a ese sinfín de torturas que, en nombre de la piedad, comete la medicina: introducían tubos en su garganta, rozaban sus córneas con gasas, golpeaban sus articulaciones con martillos de goma.
No eran culpables. ¿Cómo iban a saber que estaba viva, consciente y alerta dentro de aquella lápida de carne? Eran simples seres humanos: médicos, enfermeros, ayudantes… Personas que creían lo que creen las personas corrientes: que, si el infierno existe, es necesario morirse para conocerlo.
No, no podía culparles, pese a que, ciertas veces (muchas más de las que deseaba) se sentía capaz de estrangularlos con sus propias manos. Su rabia impotente y remota se volcaba contra ellos, y contra la máquina que contaba sus latidos, y contra aquella luz inclemente que traspasaba sus párpados, y contra el aire y la vida que la rodeaban como una burla cruel.
Ni siquiera enloquecía: se hallaba perfectamente cuerda bajo la locura, los ojos bien abiertos bajo los ojos cerrados, gritando en completo silencio, retorciéndose entre músculos quietos, absurdamente viva dentro de un cadáver.
– Veo un hospital. Me veo caminando por sus pasillos. Pero parece vacío. Entonces oigo algo: un eco, un murmullo lejano. Me doy la vuelta y distingo a una enfermera de espaldas…
En aquel punto se detuvo. No quería contar (porque no le parecía que tuviera importancia en aquel contexto) que la enfermera estaba desnuda, y que él creía reconocer la estilizada y morena figura de Ana, y que aquello le excitaba terriblemente, pero que, de improviso, la enfermera se volvía y él comprobaba que no era Ana, que se había equivocado cruelmente, porque,
en realidad,
– Me doy cuenta de que es mi esposa. Me mira.
Su mirada le recuerda la que ella le dirigió durante aquellos horribles segundos, dentro del coche retorcido. Sin embargo, en el sueño no la ve malherida. Lleva el pelo lacio y suelto de color castaño rojizo, como solía llevarlo en vida. Pero es algo más que su mirada o su pelo: es la sensación casi física de que Julia está allí, de pie frente a él, y que nada malo ha pasado. Ella no ha muerto y él puede tocarla y besarla, estrecharla contra su pecho. Entonces Julia le habla.
– «Cuidado con Saga», me dice… Yo le pregunto qué o quién es Saga, pero no me responde. La veo alzar el brazo y señalar algo. Cuando me vuelvo, ustedes están siempre allí.
– ¿Ustedes?
– Sí. Usted y… y esa chica.
Los ve a ambos en la oscuridad. La muchacha es muy hermosa, mucho más que Julia o Ana: Ballesteros cree que nunca en su vida ha visto un cuerpo tan armónico, una figura tan deseable. Pero todo eso desaparece cuando mira sus ojos. En sus ojos no hay juventud; tampoco belleza ni tersura: solo un cúmulo de millares de años, una luz tan antigua como la de las estrellas. Sus ojos son tristes y terribles.
– «Ayúdales», me dice Julia. Y vuelve a repetirlo: «Ayúdales. Ayúdales». «¿Por qué?», le pregunto yo. «Hazlo por mí», dice ella. Entonces desaparece, y ustedes también. Me quedo solo. Los pasillos están oscuros, pero veo luces muy raras al fondo. Y vuelvo a escuchar ese eco, o ese murmullo, mucho más cerca: es como una jauría de perros, y comprendo que me persiguen. Echo a correr, pero los ladridos se acercan cada vez más. Entonces me doy cuenta de algo. No son perros sino mujeres. Y gritan palabras. Me llaman. Ladran mi nombre al tiempo que corren hacia mí. Sé lo que quieren hacerme: despedazarme… Y me despierto gritando. Llevo soñando lo mismo desde la noche del treinta y uno de octubre. Intenté localizarte. Te llamé por teléfono varias veces, pero no estabas. Quise olvidar el asunto, pensé que se trataba de un recuerdo de Julia… Ahora comprenderás por qué vine de inmediato cuando me dijeron que estabas ingresado en este hospital y querías verme… Pero lo que me decidió del todo fue enterarme de que, junto a ti, habían encontrado a una mujer. Acabo de verla. Fui a verla antes de entrar en esta habitación. Te juro que jamás en mi vida, ni en mis tiempos de estudiante, me he sentido tan nervioso al ir a ver a un paciente… -Miró a Rulfo con fijeza-. Es ella. La muchacha que veo en sueños. Pero ignoraba si era ella la persona a la que mi mujer se refería con el nombre de «Saga». Por eso te lo he preguntado, así, a bocajarro. Estaba seguro desde el principio de que me estabas mintiendo…
Rulfo parpadeó. Desvió la vista del semblante sombrío de Ballesteros y guardó silencio durante un buen rato. Ballesteros no lo interrumpió. Por fin, Rulfo dijo:
– Escuche, dejemos esto aquí. Márchese y cierre la puerta. ¿No recuerda lo que usted mismo dijo…? Cosas extrañas en las que no se debe entrar… Pues no entre. Déjelo ahora que está a tiempo.
– No quiero -repuso Ballesteros, impresionado por las palabras de Rulfo, pero con absoluta firmeza-. Estoy metido en esto tanto como tú… Ellas… ellas ladran mi nombre. ¿Lo has olvidado…?
Estuvieron mirándose durante un instante, escrutando el terror en los ojos del otro.
– Ni siquiera creerá la mínima parte de lo que le cuente -dijo Rulfo.
– ¿Por qué estás tan seguro de eso? -Ballesteros hurgó en el bolsillo de su cazadora y sacó un paquete de tabaco. Se lo arrojó a Rulfo a las manos, así como un encendedor-. Quizá te lleves una sorpresa. No imaginas lo que ha llegado a cambiar últimamente el doctor Ballesteros…
Cuando a él le dieron el alta, ella ya estaba despierta. Ballesteros había afirmado que eran viejos conocidos de su consulta que abusaban del alcohol y las drogas, y había presentado sendos informes. Ella era una inmigrante húngara, les dijo, pero sus papeles estaban tramitándose convenientemente. Ahora todo consistía en esperar a que se recuperara también.
El médico estuvo muy pendiente de su estado y avisó a Rulfo cuando la trasladaron desde la UVI a la sala de observación. Rulfo la encontró acostada en la cama y completamente inmóvil, como en la ocasión anterior. La única diferencia era que ahora tenía los ojos abiertos. El silencio la rodeaba como el aura que nimba a los santos. Se acercó, la miró a los ojos y descubrió que ni siquiera ellos hablaban: permanecían negros y mudos como cadáveres de sí mismos, fijos en algún punto del techo. Una botella de suero goteaba lentamente hacia su sangre. La medicina mantenía su vida bajo arresto domiciliario.
– Raquel -susurró.
El nombre le dolió en la boca como el agua helada en un diente cariado. Ella no dio a entender que lo hubiese oído.
– No quiere comer, ni beber, ni hablar -dijo la enfermera.
Pidió quedarse junto a ella. Los acompañantes no estaban permitidos en aquella sala, pero Ballesteros intervino de nuevo y le dejaron ocupar una butaca día y noche. Lo que más deseaba era cuidarla: ayudaba a lavarla, insistía una y otra vez en que probase la comida, permanecía despierto hasta que comprobaba que ella se dormía. Dos días después, la vio sonreír por primera vez. Las enfermeras que la atendían se alegraron y le dijeron que quizá se debiera «a los desvelos de este señor». Cuando se quedaron a solas, ella se volvió hacia Rulfo sin perder aquella sonrisa.
– Mátame -dijo.
Por toda respuesta, Rulfo se inclinó y la besó ligeramente en los labios resecos. Ella le miró. En su mirada había un yermo de odio tan abismal que él se sintió desamparado. Comprendió que la Raquel de antaño había desaparecido para siempre.
Ballesteros los visitaba casi a diario. Supervisaba personalmente la evolución clínica de la muchacha y siempre encontraba unos cuantos minutos para charlar con ambos. Sabían que no podían hablar con libertad en aquellos momentos, pero Rulfo ya le había explicado a ella que Ballesteros «lo sabía todo» y solo pretendía «ayudarles». A ella no parecía importarle tal circunstancia. Seguía negándose a comer, se movía como un muñeco, respondía con monosílabos.
Cuatro días después del alta de Rulfo, Ballesteros le habló en privado.
– Los psiquiatras dicen que si su situación no mejora para la semana que viene se están planteando un tratamiento más radical. -Rulfo no entendía-. Electroshock -aclaró.
– Jamás les dejaré que hagan eso.
– Está perfectamente indicado en estos casos -le tranquilizó Ballesteros-. Plantéatelo de esta forma: lo peor que le puede ocurrir es que se quede como está.
– Pues que le den el alta. Vamos a llevárnosla de aquí.
– Eso es una tontería. Si no mejora, ¿dónde vamos a llevarla? ¿Dónde la cuidarán mejor que en un hospital…? Lo que hay que conseguir por todos los medios es que mejore. No puede seguir así. La miro y me dan escalofríos, pobrecilla… Es como si no soportara ni el aire que la rodea. Da la impresión de que, si pudiera, hasta dejaría de respirar. Está viviendo un infierno.
– Tiene motivos -replicó Rulfo mirando al médico fijamente.
– No me importan ahora esos motivos -repuso Ballesteros, pálido-. Sea quien sea y le hayan hecho lo que le hayan hecho, es una persona hundida en un pozo del que no quiere salir. Nuestro deber es sacarla de ahí. Luego podremos sentarnos tranquilamente a hablar de los motivos de cada cual…
Rulfo terminó asintiendo. La voz de Ballesteros era lo único racional que había escuchado en aquellos días de caos. Esa misma noche, mientras se dormía contemplándola en la penumbra de la sala entre siseos de oxígeno, respiraciones y toses de enfermos, tuvo un sueño. Vio a la muchacha y al niño de pie bajo un arco con dovelas en una ciudad desconocida. Estaban cogidos de la mano y las sombras los enmascaraban a ambos. Entonces escuchó la voz de ella: Acércate y mira lo que le hicieron.
Mira
lo que le hicieron a mi hijo.
Era lo que menos deseaba, pero comprendió que tenía que hacerlo, porque no era justo que ella sobrellevase sola aquella verdad espantosa. Se aproximó, temblando. Sentía tanto miedo que creía que iba a enloquecer. A la muchacha la veía muy bien, pero el niño seguía siendo un bulto bajo las sombras. O no exactamente: empezaba a distinguir una estaca clavada en el suelo y, sobre ella… Acércate y mira. Mira lo que le hicieron. Despertó con un hondo escalofrío de terror segundos antes de contemplar lo que ocultaban aquellas sombras y pensando que Raquel se había levantado de la cama.
Pero la muchacha seguía inmóvil en medio de la oscuridad.
Aquella mañana se permitió un descanso. Bajó a la cafetería y pidió un desayuno un poco más abundante del usual, que no era otro que el que le servían a ella, ya que la muchacha rechazaba toda la comida y al personal que la cuidaba no le importaba que Rulfo la aprovechara. Pero empezaba a sentirse exhausto. Necesita moverse, salir de aquella sala inclemente. Además, deseaba telefonear a César. Ignoraba lo que había ocurrido con Susana y él. Había leído todos los periódicos que habían caído en sus manos pero no había encontrado nada, aunque tampoco sabía muy bien qué esperaba encontrar. Lo llamó. César seguía sin coger el teléfono. Debo ir a su casa, pensó con enorme preocupación.
Pero al regresar a la sala le aguardaba una sorpresa.
– ¿Qué le parece? -dijo la auxiliar muy contenta-. ¡No ha dejado ni las migas!
Le mostraba la bandeja del desayuno con el vaso de café con leche vacío y un plato limpio que antes había contenido una tostada.
– Y no la ha tirado ni la ha escondido, ¿eh? -advirtió la mujer llevándose un dedo al ojo-. ¡Que nosotras hemos estado bien pendientes!
Sentada en la cama, sonriente, rodeada de enfermeras y auxiliares, la muchacha parecía una niña buena que hubiera logrado, tras cierta dificultad, superar todos los exámenes.
– Buenos días -dijo. En sus ojos aún flotaba la tristeza, pero el cambio había sido espectacular.
En connivencia con su alta, la mañana nació soleada, azul y quieta, alejada por completo de los rigores grises de los días previos. Pese a todo, los árboles desnudos y la presencia de abrigos anunciaban que el otoño estaba despidiéndose de Madrid. Ballesteros se tomó el día libre y los llevó en su coche. Había insistido en que se alojaran en su casa. Allí había sitio de sobra para los tres, dijo, y ahora que él también sabía la verdad, creía conveniente que estuvieran juntos. Ni Rulfo ni Raquel pusieron objeciones a su ofrecimiento. No obstante, durante el trayecto (con Raquel dormida en el asiento posterior), Rulfo se vio obligado a decir algo.
– Hospedarnos en tu casa implica un grave riesgo para ti, Eugenio. Supongo que lo sabes.
– Estoy dispuesto a asumirlo. -Ballesteros frenó ante un semáforo en amarillo con cautela de conductor precavido-. Ya te dije en su momento que estamos metidos en esto los tres, nos guste o no. Por otra parte -agregó, clavando sus ojos grises en Rulfo-, aún no me habéis convencido del todo. He soñado algo extraño, sí, pero no me he vuelto brujo, o exorcista por ello… No aceptaré que me habléis de poemas que producen cosas al ser recitados y absurdos de ese estilo… Admito que nos ha ocurrido algo fuera de lo común… Incluso estoy dispuesto a creer que existe un… un grupo de… Bueno, llamémoslo una secta. Pero solo llego hasta ahí. No es que ponga en duda lo que me has contado: te creo, creo que habéis vivido todos esos horrores, pero estoy seguro de que si te preguntara ahora cuántas de esas cosas piensas que han sido reales, tan reales como estos árboles, la calle Serrano o las aceras, dudarías antes de responder…
Rulfo le daba la razón, en parte. Dos semanas después de su supuesta «visita» a la mansión de Provenza aún se mostraba incrédulo respecto de muchas de las cosas que recordaba.
– Esta clase de sectas tienen un arma muy poderosa -continuó Ballesteros-: la sugestión. Peores cosas han ocurrido en algunos lavados de cerebro y síndromes de Estocolmo. De modo que no intentéis convencerme de que leyendo a Juan Ramón Jiménez voy a hacerme invisible o me saldrán cuernos y rabo, porque no lo aceptaré. Soy un hombre racional, un médico. Y siempre he creído que el primer médico de la historia fue santo Tomás, que solo diagnosticó después de examinar las llagas. Y ya estamos en casa.
El automóvil descendió hacia la oscuridad del garaje. Allí estaba su sitio de siempre, esperándole.
El piso de Ballesteros, situado en la séptima planta de un edificio del barrio de Salamanca, era tal como Rulfo había imaginado: confortable, clásico, repleto de fotografías y diplomas. Pensó en la notoria diferencia con que el médico y él habían reaccionado ante la muerte de la persona a la que amaban: él escondía todos los retratos de Beatriz, Ballesteros llenaba cada rincón con los de Julia. La esposa de Ballesteros había sido muy hermosa y alegre. Aparecía en las fotos derrochando esa felicidad inacabable de las instantáneas tomadas en los mejores momentos. También había retratos de sus tres hijos: la hija había salido a la madre y el hijo mayor era una réplica larga y delgada del padre.
– Ésta puede ser tu habitación -le dijo el médico a Raquel. Era un cuarto espacioso y muy iluminado mediante una amplia ventana, con baño individual.
– Es maravillosa.
– La mala noticia es que el pesado de Salomón dormirá en una cama mueble junto a ti, al menos durante las primeras noches. No quiere dejarte sola.
En realidad, había sido Ballesteros quien había insistido en aquel punto. Los psiquiatras con los que había hablado no se mostraban especialmente preocupados por una recaída, pero él tenía la suficiente experiencia como para no olvidar las medidas elementales.
La muchacha miró a Rulfo, luego a Ballesteros, y volvió a sonreír. No parecía molestarle tal precaución. El médico propuso preparar el almuerzo y se dirigió a la cocina, pero Raquel lo detuvo.
– No, no, yo prepararé algo -se ofreció.
– No es necesario. Yo puedo…
– No, no, de verdad. Además, me apetece realizar alguna actividad.
– ¿Te encuentras bien de veras?
– Todo lo bien que puedo estar. -Esbozó una tímida sonrisa-. Gracias a vosotros.
Para Rulfo, aquella sonrisa fue casi una luz.
Ballesteros, que casi nunca almorzaba en casa (desde la muerte de su esposa le resultaba insoportable la ancha soledad del apartamento), insistió en revisar qué había en la despensa y se alejó. Raquel entró en su habitación. Rulfo se disponía a seguirla cuando percibió que una sombra se cernía sobre él: la puerta se estaba cerrando.
– ¿Raquel?
Cogió el pomo. En ese momento escuchó algo. Un sonido mínimo y vulgar, pero le heló la sangre.
Un pestillo.
– ¡Raquel! -Probó a abrir infructuosamente.
Recordó la gran ventana de la habitación: iluminada, amplia, en un séptimo. Sintió que la boca se le secaba.
Ballesteros acudió de inmediato. Se maldecía por no haber recordado a tiempo aquel pestillo (la habitación había pertenecido a su hija, que se preocupaba por la intimidad). Arrojó su enorme corpachón contra la puerta en vano. Entonces los dos hombres tomaron impulso a la vez y realizaron un nuevo intento. La abrazadera del pestillo saltó por los aires y ambos se precipitaron dentro de la habitación. Ha fingido, pensaba Ballesteros. Dios mío, ha estado fingiendo justo para
abajo
poder quedarse un segundo a solas… Es increíble…
abajo, a siete pisos de distancia
¿Qué clase de… de persona puede tener esa… frialdad…?¿Cómo se puede fingir…?
– ¡Raquel…!
La ventana estaba abierta y los visillos blancos se agitaban como pañuelos diciendo adiós.
Abajo, a siete pisos de distancia, la muchacha yacía sobre la acera como una muñeca rota.
– Debo bajar -murmuró Ballesteros por fin, apartándose de la ventana. Quiso añadir: «Quizá pueda hacer algo», pero le pareció demasiado ridículo.
En la calle, la gente empezaba a rodear el cuerpo. Venían corriendo de todas partes. Miraban hacia arriba, señalaban. Podía distinguirse el uniforme azul de un municipal.
Mucho más tarde, al recordar aquellos momentos, Rulfo apenas obtenía otra cosa que una llovizna de sensaciones dispersas (el aire frío de la mañana, el cielo índigo, la dureza del antepecho en que se apoyaba, la acera como una larga lápida de granito, un transeúnte vestido de rojo) y, en medio de todo, la nítida imagen de Beatriz, ahora destrozada sobre la calle, pero siempre ella, la mujer que lo había amado, la única a la que había amado de verdad.
En ese instante comprendió que había estado intentando resucitar a Beatriz mediante Raquel y Susana. Ésa era la auténtica razón de sus «buenas» acciones. Aquellos últimos y agobiantes días de hospital habían formado parte de esa voluntad de saldar cuentas. No se había enamorado de Raquel, y lo supo de repente, la certeza centelleó ante sus ojos como una luz. Había gozado con ella más que con ninguna otra mujer y la compadecía hasta el infinito, pero nada de eso era amor. El diablo sabe lo que es, pero no es nada de eso. Y con Susana le había ocurrido otro tanto. Solo había amado a Beatriz Dagger. Beatriz también había muerto, pero en la distancia, invisible e inalcanzable, y él había pretendido expiar la culpa de esa lejanía intentando amparar a aquellas dos mujeres. Su primer fracaso había sido Susana.
Ahora contemplaba sobre la acera su segunda y última derrota.
Para Ballesteros, aquel recorrido de siete pisos en ascensor fue como bajar al infierno.
Una voz interior le repetía que no era culpable de nada, pero hasta aquella voz sabía que sus palabras no eran sino un pobre consuelo. ¿Culpable? No, no la había asesinado. Sin embargo, en cierto modo, sí lo era, de igual forma que lo había sido de la muerte de Julia. Y allí estaba otra vez, dentro de un coche humeante y retorcido con olor a sangre, contemplando a su víctima. Pensó que toda su vida no era sino un cúmulo de delitos secretos. Traicionaba a sus pacientes, engañándolos con falsas esperanzas. Traicionaba el recuerdo de Julia cada vez que miraba a Ana. Y ahora había traicionado mortalmente la confianza de aquel hombre (que, pese a todo, había decidido compartir con él su sufrimiento), por no mencionar la de aquella muchacha desconocida.
Culpable. Claro que sí. ¿Acaso esperabas otra cosa?
Sin embargo, el trayecto también le permitió recobrar la serenidad y volver a adoptar la máscara de médico abnegado. Cuando salió al portal, y de allí al día luminoso y frío, ya no quedaban vestigios del hombre atormentado por los recuerdos. Era, de nuevo, la herramienta siempre dispuesta a servir de ayuda.
En la acera el público había ido apiñándose hasta formar un corro nutrido y compacto de espaldas inclinadas. Los últimos en llegar se alzaban de puntillas. Ballesteros detestaba especialmente a esos individuos morbosos que, más allá de la compasión o las razones humanitarias, actuaban como coleccionistas visuales de entrañas, cerebros y rostros taladrados por disparos o golpes. Con aquellos tipos carecía de paciencia. Pensaba que era debido a que, por su profesión, no veía otra cosa en el estropicio de las muertes que el horrendo sufrimiento de las vidas.
– Apártense, por favor, soy médico.
Entonces se dio cuenta del inmenso silencio.
Aquello era completamente anormal. En ese tipo de sucesos, él bien lo sabía, ningún testigo dejaba de expresar al menos una opinión a la persona de al lado, un comentario, unas cuantas palabras que atenuaran el nerviosismo. Pero aquel grupo de mirones era un bosque de personas petrificadas.
¿Qué podía ocurrir? ¿Qué estaban contemplando? ¿Y por qué el policía que había visto desde la ventana no los dispersaba? Se disponía a abrirse paso por la fuerza cuando observó que el individuo que tenía delante, en lugar de alejarse de él para seguir conquistando posiciones cada vez más próximas al centro, se acercaba caminando hacia atrás.
Y, con la geometría perfecta de una flor que se abre, el corro de curiosos se dilató despejando un área central.
ella
Tras un instante de sorpresa, avanzó a empujones y divisó por fin al policía: un chico joven, una pequeña cabeza casi completamente afeitada bajo una gorra azul. Sus ojos dilatados estaban fijos en un punto a sus pies que Ballesteros aún no podía distinguir. Sintiendo un brutal escalofrío, llegó a la primera fila.
ella miraba
Comprendió en ese momento por qué el policía no había apartado a los transeúntes. Su estómago se convirtió en un pedazo de hielo.
La muchacha estaba allí, sentada en la acera, jadeando. Sin heridas, sin una sola gota de sangre. Nada. Era una chica sentada en la acera.
Pero eso no era lo peor.
ella miraba al suelo
Lo peor era aquel desgarro en su muñeca izquierda que acababa de provocarse con los dientes. Aquella profunda mordedura que ahora, ante los ojos de Ballesteros, se cerraba con suavidad de anémona y pulcritud de hoja de libro, sin dejar huellas, como el retroceso de una absurda moviola orgánica que devolviera a su piel y a sus músculos toda la integridad perdida…
Ella miraba al suelo.
– No puedo matarme. No he podido nunca, pero no lo he sabido hasta hoy. La filacteria que llevo tatuada me lo impide. -Volvió a mirar a los dos hombres, impasible, implacable-. Debí pensar que ella también tendría en cuenta esta posibilidad. El suicidio es un alivio que no desea concederme…
Guardó silencio y se pasó la lengua por los labios. Rulfo pensó en un símil: una fiera en medio de una pausa durante el terrible combate que mantiene contra otra.
Se encontraban en el salón del piso de Ballesteros. Había anochecido ya, y los rostros mostraban las huellas de aquel día extenuante. Sin embargo, el médico se hallaba extrañamente feliz. Era, con mucho, el más feliz de los tres. Alzó una de sus grandes manos en aquel silencio.
– Antes de que se me olvide, quiero deciros que aquí tenéis a un nuevo santo Tomás. Ignoro si me canonizarán o no, pero soy el santo Tomás más convencido de toda la religión… No es para menos: el de la Biblia tocó las llagas, pero yo las he visto esfumarse… Coño, os juro que esta noche me emborracho. ¿Alguien quiere beber algo?
No obtuvo ninguna sonrisa, pero tampoco lo esperaba. Rulfo optó por whisky y él decidió acompañarle. Apenas bebía (la botella de Chivas, regalo de un paciente, estaba intacta), mucho menos después de la muerte de Julia, pero aquella noche era especial. ¿Qué importancia pueden tener unos cuantos gramos de alcohol aferrados a tu hígado cuando acabas de comprobar que las heridas desaparecen sin rastro, los hechizos son efectivos, las brujas existen y la poesía, después de todo, resulta mucho más eficaz que la medicina?
Mientras se dirigía a la cocina a por la botella y unos vasos no pudo evitar sonreír al rememorar los acontecimientos de aquel día inolvidable.
Tras intentar tranquilizar a los testigos del accidente, incluyendo al policía, y avisar a Rulfo, había llevado a Raquel (indiferente, aletargada) a un centro de urgencias donde certificaron con análisis lo que él ya había comprobado al examinarla superficialmente: se encontraba ilesa. Sus colegas se negaban a creer que hubiera caído desde siete pisos de altura, ya que su piel no presentaba la menor contusión. Ballesteros prefirió no mencionar el desgarro de la muñeca, del que no quedaba ni rastro. Afortunadamente, pocos la habían visto morderse la muñeca después de caer, y nadie se había percatado en toda su magnitud de la regeneración veloz y pavorosa de sus tejidos.
Pero al regreso a casa le aguardaba lo peor.
No menos de dos cadenas de televisión y tres periódicos lo esperaban para entrevistarlo, y, a poder ser, hablar con la protagonista. Supo actuar con rapidez. Al ver a los periodistas apostados en la acera, siguió adelante, estacionó en el garaje y llevó a la muchacha a su piso por el ascensor interior, dejándola al cuidado de Rulfo. Luego bajó al portal y habló con ellos. Salió del trance con su acostumbrada y respetable labia. Siempre le había resultado fácil engañar a los demás aun sin proponérselo, y ahora que sí se lo proponía no iba a ser menos. Explicó que era paciente suya y que todavía se hallaba impresionada por lo ocurrido. Citó varias caídas gatunas célebres, incluyendo la de la niña que salió despedida de un avión de pasajeros en pleno vuelo y sobrevivió. Por supuesto, no agregó que en casi todos aquellos casos lo milagroso era la supervivencia, y que la ausencia de lesiones era como otro milagro más añadido al primero. A esas horas de la tarde aún le quedaban dos citas telefónicas con radios nocturnas, pero se podía decir que lo peor había pasado y la curiosidad de los medios de comunicación también. Ballesteros deducía, no sin disgusto, que la tragedia que acababa milagrosamente interesaba mucho menos a la prensa que el milagro que acababa en tragedia.
Tras pensarlo un instante, decidió no añadir hielo. Trajo la botella de Chivas y los dos vasos a la mesa y sirvió cantidades generosas para Rulfo y él. La muchacha repitió que no deseaba beber nada. Él podía comprender su horrible dolor pero, por desgracia, seguía sintiendo una pizca de felicidad. Pensó que al día siguiente todo volvería a su cauce, pero en aquel momento necesitaba más que nunca sumergirse en la algarabía de sus emociones: se daba la circunstancia de que su Razón, en activo durante los últimos cincuenta años, se había marchado de vacaciones (mejor dicho, Eugenio: ha pedido una excedencia indefinida). ¿Acaso no había motivos para celebrarlo?
Rulfo miraba a Raquel.
– Deberíamos decidir qué vamos a hacer.
– A mí se me ocurre algo. -Ella le devolvió la mirada-. Yo no puedo matarme, pero estoy segura de que no soy inmortal.
– Ése no es el camino. Sé lo que estás pensando, pero ése no es el camino…
– Entonces os mataré yo. Os obligaré a matarme: tendréis que hacerlo para conservar la vida.
– Oye -intervino Ballesteros sin impresionarse, animado por las dos porciones de licor que había bebido-, por mí, ya puedes tirarte desde esa ventana cincuenta veces, rebotar y volver a probar. Pero no nos amenaces. Sabemos lo que has sufrido, pero Salomón y yo somos los únicos aliados que te quedan. Métete eso en la cabeza…
– No vamos a hacerte daño, Raquel -añadió Rulfo-. Nunca. En cuanto a ti, puedes hacer lo que quieras. Pero te advierto que mi vida ha dejado de importarme hace mucho.
– Vaya grupito de gente feliz -rezongó Ballesteros-. ¿Qué os parece si, en vez de alegrarnos tanto, hablamos sobre algo práctico…?
Rulfo asintió.
– De hecho, hay un asunto muy importante sobre el que debemos hablar. Los tres hemos tenido sueños que han logrado unirnos. ¿Quién los ha producido y por qué?
Los miró, buscando que participaran. La muchacha, arrellanada en el tresillo, tenía la vista fija en el techo y se mostraba completamente indiferente, como si no estuviera escuchando. Ballesteros, atrapado en mitad de un sorbo -ya era su tercer vaso- asintió con su voluminosa cabeza varias veces.
– Cierto, ése es un punto importante.
– Admitamos que ha sido Lidia… Es decir, Akelos. Es lo más probable. Ella era la número once, «la que Adivina», ¿no es cierto…? Sabía que iba a ser sentenciada por ayudarte y lo organizó todo para lograr nuestra colaboración después de que el grupo la anulara… Lo cual significa que quizá todavía podamos hacer algo. No se habría tomado la molestia de advertirnos tantas cosas si no hubiese sabido desde el principio que podíamos resultar útiles…
– Pero, según me dijiste -interrumpió Ballesteros-, erais realmente útiles. Fuisteis los encargados de sacar esa figura de la pecera y ocultarla…
Rulfo se quedó pensando. Miró a la muchacha otra vez, pero le pareció evidente que no iban a poder contar con su opinión. Debía sacar sus propias conclusiones.
Los sueños. La casa. La figura. ¿Estaba todo hecho, tal como sugería Ballesteros? No. En aquella secuencia había algo que se le escapaba, una pieza importante que no lograba encajar, una tarea aún pendiente. Movió la cabeza, irritado con su propia incapacidad para concentrarse. Los acontecimientos del día habían sido excesivos, se encontraba al borde del agotamiento. Se llevó los dedos a los párpados y se los frotó. Entonces, en medio de aquella breve oscuridad, oyó su voz.
– ¿Sabes lo que le hicieron?
La pregunta.
La que tanto había temido. La que soñaba que ella le hacía una y otra vez. Abrió los ojos: la muchacha lo contemplaba con abrumadora frialdad.
– ¿Sabes lo que ese verso le hizo?
Acércate y mira.
No contestó. Se limitó a desviar la vista.
Recordaba vagos fragmentos de aquella horrible noche, lo cual -pensaba- era una manera como cualquier otra de mantener la cordura. Pero, a ratos, relámpagos a todo color cruzaban su memoria y veía de nuevo el cenador al aire libre, las mariposas, Raquel atada a las flores… Ouroboros… La adolescente del vestido de lentejuelas…
… La estaca clavada en el césped…
… y otras imágenes probablemente irreales, como un mal viaje producido por alucinógenos.
Oh, sí. El peor de los viajes.
– Sé que te escribieron una filacteria en el rostro para drogarte, Salomón… Saga ha preferido mantenerte con vida, igual que a mí, sin duda para averiguar lo que aún no sabe: si alguien más nos ayuda… Pero fuimos la única excepción. -Sus labios no temblaban al hablar. Su semblante desordenado y salvaje brillaba de sudor, pero su tono era sereno-. ¿Quieres que te lo cuente todo, y luego decides si me quitas de en medio o no…? ¿Sabes cuánto tiempo me obligó a mirar…? ¿Puedes comprender, siquiera, todo lo que le hizo…?
El silencio casi se convirtió en oscuridad. Fue un silencio muy largo y muy hondo, como si el mundo hubiese dejado de existir.
un objeto
Las lágrimas fluyeron una a una, como renuentes, mientras ella hablaba.
un objeto, otro
– ¿Lo sabes?
un objeto, otro, todos
– ¿Sabes todo lo que le hizo a mi pequeño…?
Un objeto, otro, todos los que veía.
Sentía el impulso irrefrenable de destrozar cosas. Detrás de su vaso de whisky arrojó otro. Luego tiró un soporte de servilletas de papel. Su dolor no amainaba.
Apenas se percató de que Ballesteros entraba como una exhalación en la cocina y lo sujetaba de los brazos.
– ¿Te has vuelto loco?
Se había hecho de noche en algún momento. La casa y todo el vecindario se encontraban sumidos en el silencio, lo cual incrementaba aún más la sensación de estrépito de su reacción. Él mismo comprendía que era un desahogo inútil, pero tenía que hacerlo, no podía parar. Había estado aguardando hasta comprobar que ella se dormía, pero ya no podía soportar más aquella rabia.
– No te preocupes -jadeó-, los he contado: te debo dos vasos y un adorno de metal. -Se apropió de uno de los platos del fregadero y lo arrojó al suelo-. A lo que hay que sumar ahora…
– ¡Estás borracho…!
Rulfo quiso replicar, pero de pronto se dobló sobre sí mismo, presa de un llanto que casi le pareció una hemorragia de agua salobre.
– ¡Vas a despertarla, estúpido! -exclamó Ballesteros, intentando no alzar la voz-. Se ha dormido por fin, y vas a despertarla… ¡Cálmate de una vez…! ¡Estás completamente borracho…! -Era cierto que él no había bebido mucho menos y también sentía que todo daba vueltas a su alrededor. Y no era menos cierto que, después de las últimas revelaciones, la actitud de Rulfo le parecía comprensible. Sin embargo, consideraba que era preciso hacer todo lo posible para reducir la situación a términos muy simples, o de lo contrario ellos también enloquecerían-. ¡Escúchame de una puñetera vez! -Lo cogió de los brazos, obligándolo a mirarle-. ¡Qué vas a conseguir con esto…? Así no vamos a poder ayudarla… Y yo quiero ayudar… ¡Quiero ayudaros…! No estoy seguro de si fue mi mujer o no quien se me apareció en sueños y me ordenó que os ayudara… A estas alturas, lo mismo podría ser Julia que la bruja de Hansel y Gretel… Pero algo sí que sé: no voy a desobedecer esa orden. ¡Os quiero ayudar, coño…! De modo que trata de calmarte y déjame pensar qué es lo que podemos hacer…
Descender.
Obedeció. De repente se calmó por completo. No recordaba haber llorado tanto desde la muerte de Beatriz, pero no le avergonzaba que Ballesteros lo hubiese visto. De hecho, agradecía aquel llanto: había horadado un espacio muy profundo en su interior.
Descender. Descendamos más.
Se asomaba a ese agujero en el fondo de sí mismo y sentía vértigo.
– Ante todo, debemos pensar en ella -decía Ballesteros-. Es una… una pobre mujer que ha sido torturada por medio de su hijo… Veámoslo de esta forma… Así lo entenderemos mejor… El problema es que no podemos…
Descendamos por ahí.
A fin de cuentas, ¿no les había dicho eso? Por supuesto. Ahora lo recordaba. Les había dicho lo que iba a sucederles, lo que él iba a hacerles si ellas dañaban a sus amigos. Y ellas se habían limitado a ponerle una mano en la cabeza y acariciarle la pelambre sonriendo con triste condescendencia, como si dijeran: «Solo eres un pobre cachorro, de modo que no abuses de tu suerte».
– … no podemos acudir a la policía, porque ni siquiera sabemos quiénes, o qué, son las culpables… Pero, para mí, eso es secundario…
Comprendió algo mientras Ballesteros hablaba: ciertas cosas no pueden meditarse, carecen de explicación, de meta, de sentido, pero son las más importantes de todas. Un ciclón. Un poema. Un amor repentino. Una venganza.
Descendamos del todo.
– ¡Me da igual que sea brujería, poesía o psicopatía…! Lo más importante, lo prioritario ahora, es intentar que Raquel…
– Acabemos con ellas.
– … pueda… ¿Qué has dicho?
– Acabemos con ellas, Eugenio -repitió Rulfo. Se volvió hacia el grifo del fregadero, lo abrió y se lavó la cara. Luego arrancó un papel del rollo de la pared y se secó.
Ballesteros lo miraba fijamente.
– ¿Con… ellas?
– Con esas brujas. Con su jefa, sobre todo. Vamos a darles lo que merecen.
Ballesteros abrió la boca y la cerró. Luego volvió a abrirla.
– Eso… Eso es lo más tonto que he oído jamás… Es más tonto que tu conducta de hace un momento. ¿Qué te parece si te ayudo a romper platos? Prefiero eso a…
– Yo conocí a ese niño -interrumpió Rulfo-. No era ningún poema, ninguna invención imaginaria. Era un chaval de seis años. Tenía el pelo rubio y los ojos grandes y azules. Nunca sonreía. -Ballesteros, de repente, parecía haber descolgado todos los músculos que mantenían viva la expresión de su rostro. Escuchaba a Rulfo con los ojos entrecerrados-. Susana era una buena chica. Fue mi novia y mi mejor amiga durante un tiempo. Luego, solo mi amiga. A ella la obligaron a comerse a sí misma únicamente porque me siguió hasta ese almacén, preocupada por mí… Cosas extrañas, ¿verdad, doctor…? Cosas que hay que dejar fuera, tú lo decías… Pero ¿sabes…? De vez en cuando esas cosas entran en ti, y no puedes eludirlas. Son tan incomprensibles como la poesía, pero ahí están. Suceden todos los días, a nuestro alrededor, en todos los lugares del mundo. Quizá las producen ellas o quizá no, quién sabe, quizá ellas también son víctimas y las únicas culpables son las palabras, las cadenas de versos… Pero yo he presenciado dos de esas cosas, mejor dicho, tres, contando con Herbert Rauschen. -Elevó tres dedos de la mano izquierda frente a Ballesteros-. Y voy a devolverles la experiencia adquirida.
Cuando Rulfo calló, Ballesteros pareció despertar de un trance.
– Ya te voy conociendo… Salomón Rulfo, el impulsivo. El apasionado Rulfo. El caballero vengador… ¡Escúchame, zoquete! -Se plantó frente a él-. ¡Todo esto nos supera, a ti y a mí, y puede que a esa pobre chica también…! Bueno, quizá a ella no. Quizá ella esté muy acostumbrada a ver cómo los tejidos orgánicos se vuelven indestructibles, pero yo no, y tú tampoco… Llámalo poesía, brujería o física cuántica, todo esto supera mi modesto entender de médico general… De modo que, incluso admitiendo que tuvieras razón… Y no creas que te reprocho ese sentimiento… Si alguno de mis hijos… -Se detuvo, sin saber muy bien cómo continuar. He bebido más de la cuenta, pensaba-. En fin, comprendo y, en cierto modo, comparto tu… Pero, incluso si pudieras remediar algo con eso, ¿qué ibas a hacer…? ¿Comprar una pistola y marcharte a esa mansión de Provenza…? ¿Qué íbamos a hacer…?
– Hay una posibilidad. Acabo de recordarla.
Ballesteros lo miró.
– ¿A qué te refieres?
Rulfo iba a decir algo cuando escucharon el grito.
Sabía que necesitaba dormir. Sin embargo, al igual que la muerte, el sueño también parecía estarle vedado.
La habitación se hallaba a oscuras y apenas podía distinguirse la forma de los muebles. Aquella pequeña tiniebla le trajo a la memoria recuerdos insoportables: lo vio de nuevo encerrado en el cuarto y llevando una vida inhumana, pero al menos vivo, al menos junto a ella, al menos…
No pienses más en él. Intenta olvidarle. Ha muerto.
Por un momento se preguntó de dónde procedía aquel odio feroz, abismal, que Saga le demostraba. Intentaba adentrarse en la oscuridad de su pasado, pero solo hallaba vacío. Era incapaz, por supuesto, de resumir sus vidas anteriores. La dama número doce ocupaba ahora el cuerpo menudo de una mujer de pelo corto llamada Jacqueline, pero antes había sido otras muchas, igual que las demás. Ella no creía haberle dado motivos para aquella espantosa furia. La recordaba sonriente, inclinándose con humildad en su presencia durante las ceremonias…
Un ruido. Muy cerca. Dentro de la habitación.
Alzó la cabeza, alarmada, pero no vio otra cosa que las difusas siluetas de los objetos reveladas por la débil claridad que llegaba de la persiana: una puerta, un armario, una silla.
Tranquilízate. Intenta descansar.
Creía recordar que Akelos sí había sabido lo que la nueva Saga ocultaba.
Akelos y ella habían hablado mucho y «la que Adivina» la había prevenido en varias ocasiones contra su subalterna. En verdad, nunca había llegado a decirle claramente lo que iba a suceder, pero ahora se preguntaba si lo había sabido y había preferido callar. De ser así, ¿por qué había callado?
Se removió inquieta. Como procedentes de otro mundo, llegaron a sus oídos un clamor de objetos rompiéndose y los retazos de una discusión entre los dos hombres. Estaban peleándose. Sospechó que el motivo era ella, y no le gustó. Sabía que intentaban ayudarla de buena fe, pero pensaba que era como si, hallándose en el fondo de un pozo que llegara al centro de la Tierra, ellos le mostraran unos trozos de cuerda asegurándole, esperanzados, que con un esfuerzo lograrían salir. Se mostraban muy preocupados, siempre pendientes de todo lo que podía necesitar: había tenido que fingir que dormía para que el hombre de cabello blanco, el médico, decidiera dejarla sola después de ayudarla a trasladarse a la cama.
Eran buenos hombres, hombres fuertes, hombres inteligentes.
Lástima que solo fueran hombres.
Otro ruido extraño. Volvió a mirar a su alrededor. Se engañaba: nada parecía haber cambiado en la habitación. Sin embargo, estaba casi segura de haber percibido el roce de unos pequeños pies descalzos contra el suelo.
No pienses. No recuerdes. Resistir. Debes resistir.
Una de las cosas que Rulfo había dicho aquella tarde había quedado grabada en su mente: los sueños que Akelos les había provocado. ¿Qué era lo que había pretendido conseguir con…?
– Raquel.
Esta vez no se equivocaba. La voz había sonado junto a ella. Abrió los ojos y la vio, de pie en la oscuridad. Era la niña rubia. Baccularia. La persiana dibujaba líneas de luz sobre su cuerpo y el símbolo de hojas de laurel destellaba en su pecho.
– Ya tenemos la imago. Estaba donde tú habías dicho. Te lo agradecemos. Ahora falta lo más importante. ¿Quién te ha ayudado…? ¿Por qué has recobrado la memoria…? ¿Quién más te ayuda dentro del grupo…?
– ¡No lo sé! ¡Déjame…!
Se tapó los oídos, dio la vuelta en la cama y apretó los dientes. La pequeña y cantarina voz, sin embargo, atravesó todos los obstáculos como si le hablara directamente en el cerebro.
– Tienes de plazo hasta la próxima reunión para decírnoslo, Raquel. Cuando destruyamos la imago de Akelos, tú también serás destruida si no has abierto tu silencio para nosotras… Y, contigo, todos los que te ayudan, sean ajenos o no.
Silencio.
Continuó recostada de cara a la pared con las manos en los oídos. Tras un tiempo indeterminado, inhaló profundamente, reunió valor, giró y miró hacia la oscuridad. La niña parecía haberse esfumado. Cerró los ojos un instante, intentando calmarse, y en ese momento oyó la otra voz.
– Mamá.
Ya no era Baccularia quien estaba frente a ella.
Se encontraba tal como lo recordaba la última vez, retorciéndose vivo bajo los efectos del verso de Juan de la Cruz y ensartado en aquella estaca como un animal recién cazado. Pero ahora la miraba y sonreía. Su sonrisa era como si la locura tuviera rostro de niño.
– Ellas quieren que te diga que será mucho peor con vosotros que conmigo, mamá…
Sabía que se trataba de una alucinación (estaba muerto), pero no podía evitar el horror.
– Mucho peor, mamá. Ya verás…
Entonces todo estalló.
rojiza
Ballesteros acudió antes que Rulfo. Aunque sospechaba que solo era una pesadilla, creía estar preparado para cualquier cosa.
No lo estaba para lo que vio al encender la luz.
Julia se hallaba de pie junto a la cama vestida con el conjunto que llevaba durante aquel último y definitivo trayecto en coche. Su cabeza hasta el comienzo de las cejas era un socavón arrasado.
– Eugenio. -La voz, delgada, grave, lo ensordeció como si fuese un grito-. ¿Sabes cuánto tiempo tardé en morir…? ¿Sabes cuánto puede tardar alguien en morir cuando su cerebro ha estallado…? Ellas te aseguran que no tardarás en saberlo. Lo comprobarás por ti mismo. No te lo imaginas, es una sensación muy extraña… No puedes ver. No puedes oír. Nada te funciona. Eres incapaz de moverte. Pero estás lleno de dolor. Eres solo dolor. -Se acercó sonriente a Ballesteros, y al hacerlo derramó sangre de su cráneo descubierto como si fuera el borde de una copa-. No necesitas el cerebro para sentir dolor, ¿lo sabías…? La experiencia será muy instructiva para ti, como médico. Te apuesto cualquier cosa á que vivirás más que yo. Y mas que nuestros hijos…
Entonces todo estalló.
rojiza, la luz
Rulfo quedó petrificado. Los gritos de la muchacha le habían hecho pensar que contemplaría algo horrible, pero no esperaba ver a Susana en aquella habitación, de pie frente a él, con los brazos devorados hasta los hombros.
– Hay algo que no sabes, Salomón -dijo la joven en voz baja, como si le resultara imposible hablar de otra manera-. César y yo ya lo sabemos: la vida no termina con la muerte. Las únicas cosas que terminan al llegar la muerte son la felicidad y la cordura Los muertos son seres vivos que han enloquecido bajo tierra. Ése es el gran secreto. Han enloquecido de dolor. Pronto serás uno de ellos y sabrás por qué.
– Lárgate -dijo Rulfo débilmente.
– Lo sabrás, Salomón -repitió el cadáver de la muchacha-. Más pronto de lo que piensas. Y César y yo nos alegraremos cuando lo sepas. Cuando sepas la verdad sobre los muertos…
Entonces todo estalló.
rojiza, la luz del alba
Era como si un cuerpo hubiese reventado allí dentro: paredes, suelo y techo se hallaban cubiertos de manchurrones de sangre fresca. La muchacha gritaba desde la cama con el rostro y los cabellos formando grumos de color rojo. La explosión de sangre había alcanzado a Ballesteros y Rulfo, salpicándoles el rostro y la ropa. El médico ya no veía a Julia: en su lugar, había otra criatura, una niña rubia, la más hermosa que había contemplado jamás. Estaba desnuda, llevaba un pequeño adorno de oro colgado del cuello y permanecía erguida en el centro de la habitación como un soldado satisfecho de su trabajo. Sus muslos y espinillas relucían de sangre. Miraba a Ballesteros con ojos tan azules y abiertos como el cielo sobre el océano.
Y sonreía.
– ¡No te acerques! -exclamó Rulfo sujetándolo-. ¡No te acerques a ella…!
Pero Ballesteros le desobedeció. No sabía bien qué era lo que pretendía hacer, quizá nada, porque tampoco deseaba dañar a una niña, pero empezó a manotear desesperadamente como si se enfrentara a un insecto repulsivo.
Entonces la oyó decir algo, una frase suave y rápida similar a «Beber muerte copa rubí», y se encontró atenazando el aire. Miró a sus pies justo a tiempo de ver escurrirse bajo la cama, como sabandijas rosadas, dos delgadas piernas.
Rojiza, la luz del alba penetraba por los cristales de la terraza. Ninguno de los tres había descansado aquella noche. Sentían una fatiga extrema, pero también esa clase de ansiedad que concede un amplio crédito de fuerzas a los cuerpos extenuados.
– El mensaje ha sido claro: nos han dejado con vida porque siguen pensando que hay otra traidora. Cuando destruyan la imago de Akelos, se encargarán de nosotros. Tenemos de plazo hasta entonces.
Ballesteros intentaba escuchar a Rulfo, aunque, de vez en cuando, los ojos se le cerraban y daba una cabezada imprevista. Su cuerpo le pedía dormir, pero él no estaba dispuesto a complacerlo todavía. Y, desde luego, cuando lo hiciera, no iba a acostarse en ninguna cama Se echaría en el tresillo y le dejaría la cama a Rulfo. Después de haber visto a aquella cosa desaparecer bajo una de ellas, las camas de su apartamento le producían náuseas.
Recordó una vez, de niño, en que su padre había perseguido a una rata por los rincones de la vieja casa familiar hasta acorralarla bajo un lecho, y cómo había tomado aliento antes de agacharse enarbolando el atizador de la chimenea. Él había hecho lo mismo ahora: había tomado aliento antes de agacharse y mirar.
La única diferencia: su padre había matado a la rata; él, no. Pero había logrado ver, antes de que desaparecieran, una fina columna vertebral, apretadas y pequeñas nalgas y un par de piernecitas como látigos brillantes.
No era una rata, era una niña sin ropa. Y había desaparecido dejando tras de sí una habitación chorreante de sangre.
Rulfo le había explicado que no debía darle demasiada importancia a lo que habían visto, o creído ver: se trataba de imágenes que las damas elaboraban con versos, falsas proyecciones creadas para atemorizarles. Sin embargo, no todo había sido una alucinación: la sangre era muy real, aunque, por fortuna, no pertenecía a Raquel, que no estaba herida, solo cubierta de cabeza a pies por aquella sustancia y sumida en una crisis de nervios. Una ducha tibia había arreglado a medias ambos problemas. Ballesteros y Rulfo también se habían lavado y cambiado de ropa. Ahora, la muchacha vestía un albornoz de Ballesteros (que le quedaba como un desmesurado abrigo de piel) y encogía las largas piernas sobre un sofá. Estaba pálida y, por supuesto, extenuada, pero parecía más pendiente de las palabras de Rulfo que nunca.
– Lo recordé hace un momento. Solo había doce damas en la mansión. Estuve pensando en eso todo el tiempo. La número trece permanece oculta, pero no porque sea la más fuerte sino por todo lo contrario. Quien la encuentre, puede destruir al grupo entero. Propongo que lo intentemos. Es la única posibilidad que tenemos de luchar.
– Yo estoy de acuerdo -dijo Ballesteros de inmediato-. No sé qué es todo esto, pero sé que han usado… la imagen de mi mujer para amenazar a mis hijos… -Se detuvo. Sentía escalofríos al recordarlo-. Quiero hacerles daño.
Rulfo miró a Raquel. Su colaboración le parecía imprescindible. Si la muchacha no los ayudaba, estaba seguro de que no iban a conseguir nada.
– Es absurdo -dijo ella por fin. Hablaba con lentitud. Parecía esforzarse en pronunciar cada frase-. Os oigo decir cosas… No sabéis… -Movió la cabeza, como harta de constatar aquella profunda ignorancia-. Es un coven… No tenemos la menor posibilidad contra un coven. Ni siquiera la tendríamos contra una sola de ellas… Sois… Somos simples humanos, ellas no.
– ¿Qué son? -preguntó Ballesteros-. ¿Qué diablos era esa niña? ¿Qué son todas?
– Brujas -replicó la muchacha.
El médico sonrió tras una pausa, pero sus ojos habían perdido cualquier rastro de humor.
– ¿Mujeres montadas en escobas que bailan en aquelarres…? Eso no existe.
– Tienes razón. Eso no existe. Pero las brujas sí. No montan en escobas ni bailan en aquelarres: recitan versos. Son las damas. Su poder es la poesía, el mayor de todos. Nada ni nadie puede hacerles nada. Nada ni nadie puede enfrentarse a ellas.
Rulfo se estremeció al percibir el orgullo soterrado pero evidente que revelaba aquel tono de voz.
– En cualquier caso -intervino con renovado énfasis-, nada de esto nos hubiera ocurrido de no haber sido por los sueños. Seguiríamos llevando nuestra vida normal y probablemente habríamos muerto ignorando la existencia de las damas, como la mayoría de las personas… Ellas nunca se mezclan directamente en las cosas. Inspiran a los poetas y luego usan sus versos, pero están acostumbradas a hacerlo tras los bastidores desde hace siglos. Lo que nos ha ocurrido es, simplemente, que nos hemos cruzado en su camino. Y lo hemos hecho porque una de ellas, Akelos, nos ha llamado, nos ha pedido ayuda. Ahora estoy seguro de que los planes de Akelos fueron largos y complejos: Leticia Milano, el abuelo de César, el retrato y el papel con la lista de las damas que encontré en casa de Lidia Garetti… Creo que Akelos ha ido dejándonos pistas en el pasado para que llegáramos a este punto. Eso significa que aún podemos hacer más. Podemos dañarlas encontrando a la dama número trece…
– Es imposible hallarla, Salomón. -La muchacha sacudió la cabeza-. Imposible.
– ¿Por qué estás tan segura?
– Lo estoy.
– Entonces -dijo Rulfo con fría rabia-, la solución es más fácil. Sigamos aguardando con los brazos cruzados a que Saga envíe a Baccularia para torturarnos otra vez con imágenes de nuestros seres queridos. Quizá ocurra esta tarde, esta noche, mañana, la semana que viene o dentro de un mes… Y cuando se harte, esperaremos a que acabe con nosotros como hizo con tu hijo…
– No lo menciones.
La advertencia, pronunciada con idéntica suavidad a todo lo que ella había dicho hasta entonces, tenía cierta cualidad de amenaza que hizo que Rulfo se envarara. Por un instante contempló sus fríos ojos tras la espesura del cabello húmedo. Presiónala. Hazla reaccionar. Tomó aire y prosiguió, alzando la voz.
– ¿Sabes qué me gustaría, Raquel…? Me gustaría que miraras de esa forma a la verdadera culpable. Pero, claro, Saga es demasiado poderosa, ¿no…? ¿En qué te ha convertido, a base de darte latigazos…? -Vio que sus gruesos labios temblaban. Pero solo sus labios. Los ojos lo miraban con terrible y negra dureza-. ¿Qué ha hecho de la poderosa Saga que fuiste…? Después de pisotearte, hundirte en el fango, hacerte vivir en completa humillación… ¿Qué más te ha hecho…? Voy a decírtelo. Te ha despojado de lo único que amabas, de lo único que has amado de verdad…
– Cállate.
– … lo ha torturado y asesinado delante de tus ojos, y ahora se ríe de tu sufrimiento mientras tú te arrodillas ante ella y gimes: «¡No podemos hacer nada, es imposible, es imposible…!».
De repente sucedió algo. Ambos hombres lo sintieron a la vez. Fue como si la temperatura de la habitación descendiera varios grados. Rulfo, que se disponía a hablar de nuevo, se interrumpió bruscamente.
– Sea -dijo ella. Su voz no sonaba distinta: era la de una mujer joven, la de Raquel. Pero ambos hombres se estremecieron al oírla-. Sea -repitió, en un tono más bajo.
– ¿Nos ayudarás? -preguntó Rulfo, casi implorante.
La muchacha asintió con la cabeza una sola vez. Ni Rulfo ni Ballesteros albergaron dudas sobre la sinceridad de sus intenciones.
– La última dama es la que otorga cohesión al coven, y por eso mismo es la más débil… Nunca aparece con las otras: permanece oculta en algún lugar y, desde él, interviene uniendo al grupo. Su identidad y el lugar donde se esconde son las primeras informaciones que te borran cuando te expulsan.
– ¿Tiene también una imago?
– Su imago es, justamente, el lugar donde se oculta Se llama receptáculo. No es necesariamente una figura de cera, cómo en el caso de las otras: puede ser cualquier cosa, incluso un ser vivo. Hallarlo es casi imposible.
– Pero, si diéramos con eso y lo destruyéramos…
– El receptáculo no puede ser destruido… Sin embargo, el solo hecho de encontrarlo y hacerla salir, pondría en peligro al coven Pero eso solo sería el primer punto a nuestro favor: luego tendríamos que enfrentarnos al coven.
La muchacha calló, aguardando una nueva pregunta. Mientras valoraba aquella información, Rulfo recordó sus últimos sueños: las puertas de cristal adornadas con abetos, la habitación con el número trece en la puerta y la enigmática frase de Akelos: «El paciente de la habitación número trece lo sabe». Pero ¿qué significaba eso? ¿Era una pista para hallar el receptáculo…? Y, si era así, ¿cómo interpretarla? ¿Se trataba, acaso, de un lugar real? Ballesteros no había sabido relacionar su descripción con ninguna clínica que él conociera.
Entonces recordó otra cosa.
– Esperad: las investigaciones de Herbert Rauschen… César sospechaba que sus informes sobre alumnos y profesores tenían como objeto hallar a esa dama. Me pregunto si estaba buscando el receptáculo, y si llegó a encontrarlo…
– Pero ellas eliminaron a Rauschen -objetó Ballesteros-. Tú mismo me lo dijiste.
– Sí, pero César se llevó sus archivos y los estuvo examinando… No responde al teléfono, pero intentaré entrar en su casa sea como sea y encontrar esos archivos. Es nuestra única posibilidad.
– Es buena idea -admitió Ballesteros-. ¿Y nosotros?
– Mejor que permanezcáis juntos hasta que regrese.
Se volvieron hacia ella. La muchacha parecía pensativa, con las piernas flexionadas sobre el sofá bajo el albornoz de Ballesteros, las rodillas ribeteadas por la luz del amanecer. Su cabello negro le pintaba sombras en el rostro. Era increíblemente hermosa. Tan hermosa que parecía prohibida. Ballesteros la miraba con un interés no exento de ciertos matices en los que no deseaba pensar y que su conciencia le reprochaba.
– De acuerdo -dijo ella por fin. Y repitió-: De acuerdo.
Llegó ese mismo día, al atardecer. Es nuestra única posibilidad, pensaba mientras subía en el viejo ascensor. Si los archivos no están y han eliminado a César… Pero no deseaba enfrentarse a eso. Aún no.
La puerta del ático se hallaba cerrada y silenciosa. Recordó la vez que los había visitado, semanas antes, para involucrarlos en aquel horror. Supo que solo había una forma de expiar su culpa. Llamó y esperó. Llamó otra vez. Y otra. Se disponía a intentar forzar la cerradura cuando percibió ligeros ruidos en el interior. Bendito seas, César, estás vivo.
La puerta se abrió, pero Rulfo quedó aturdido al contemplar el rostro que lo miraba desde la abertura: un espectro de cabellos grises y revueltos y mejillas hundidas. El hedor llegó después a sus sentidos como otro pequeño e inseparable fantasma.
– ¿Salomón…? Pasa…
El interior del ático se hallaba plagado de oscuridad y olores: de la primera tenían la culpa las persianas cerradas, una de ellas oblicua y rota; de los últimos, las posibilidades se repartían entre la podredumbre, el tabaco, la marihuana, el sudor y un pungente aroma a papel quemado. Había una silla volcada, una cortina en el suelo, botellas de licor rotas, libros y revistas desparramados y enormes manchas sobre las bonitas alfombras. Nada quedaba del sofisticado lugar donde, alguna vez, César y Susana habían jugado a la felicidad.
– ¿Qué ha ocurrido, César?
Su viejo profesor lo miró como si aquélla fuera la pregunta más inesperada de todas. No vestía una de sus lujosas batas de seda sino una camisa larga que alguna vez había sido azul oscura, y pantalones de pana. Estaba en calcetines. De repente se llevó un índice tembloroso a los labios.
– ¡Chist…! No hablemos tan alto… No quiero despertarla…
Rulfo se puso rígido.
– ¿A quién?
– A quién va a ser… -César se había apartado de él y caminaba encorvado por el estropicio del salón-. A Susana.
– ¿Susana está aquí? -Rulfo sentía en la garganta el obstáculo denso del miedo.
– Claro, como siempre. En el cuarto.
Avanzaron como espectros hasta la habitación clausurada donde habían discutido durante su última visita. César cogió el pomo y lo hizo girar. La puerta se abrió milimétricamente descubriendo una franja de luz, la mullida alfombra, el televisor…
Rulfo lo miraba todo completamente tenso, con los puños apretados, esperando ver aparecer en cualquier momento Dios sabía qué. Su corazón se había convertido en un mazo manejado por un loco.
– ¿Susana? -llamó César-. ¿Susana…? Mira quién ha venido…
La puerta se abrió del todo.
No había nadie en la pequeña habitación. César pareció desconcertado.
– Debe de estar… Claro, en el dormitorio… -Entonces se volvió hacia Rulfo y le mostró los dientes-. ¿Por qué tanto interés por ella, Salomón…? ¿Es que sigues follándotela?
Siempre habían existido dos Rulfos, y el primero miraba con malos ojos el impulso irracional del segundo. En aquel momento ocurrió igual: se odió a sí mismo cuando aferró a César de la camisa y lo arrojó sobre el sofá, aquel mueble destellante del que tan orgulloso se sentía su antiguo profesor. César se dejó maltratar como un muñeco de ventrílocuo y, una vez allí, no hizo ningún intento por levantarse. Simplemente, le sonrió con una mueca de dientes devastados.
– No te preocupes… Hace tiempo que me acostumbré a lo vuestro… Además, ella te prefiere a ti… Al querido alumno… Conmigo no tiene ni para empezar…
Decidió no hacerle caso. Se ha vuelto loco. Sin duda, ellas lo han visitado. Debe de tener un verso en el cuerpo. Se encontraba exhausto y empezaba a comprender que aquel estado afectaba sus nervios. Retrocedió tambaleándose y se dejó caer en la moqueta. Ambos hombres jadearon durante un rato.
– César, ayúdame -rogó Rulfo-. Si puedes entenderme, ayúdame. Quiero destruirlas. Por lo que le han hecho a Susana… Por lo que te han hecho a ti…
– No podrás. -Alzó una mano temblorosa-. Olvídalo. No pueden ser destruidas. Son poesía. Morir non puote alcuna fata mai… Las hadas no pueden morir, lo dice Ariosto.
– Déjame que lo intente.
– No, ni se te ocurra. No, no, no. Acabarás como mi abuelo. Disfrutó mucho, el jodido viejo, pero se volvió loco de remate… Debes andarte con cuidado… La poesía no perdona. Tiene garras de milano. ¿Recuerdas a Leticia Milano…? La poesía te aferra y te lleva por los aires hasta que no puedes respirar… Hasta que el oxígeno te incendia los pulmones y el cerebro. Hay que ser… respetuoso.
– ¿Dónde están los archivos que te llevaste de casa de Rauschen?
– Los he leído. Todos.
– He venido para que me hables de eso. ¿Dónde están?
– Aquí. -Se señaló la cabeza.
– Pero el CD, ¿dónde está?
– Destruido. El ordenador también…
– ¿Cómo…?
– ¡Chist…! No grites. No grites, por favor. Me duele la cabeza. Además, vas a despertarla. Susana está arriba. Es increíble lo que me cuenta todas las noches.
Rulfo cerró los ojos, pero en esta ocasión no perdió los estribos. Estaba intentando razonar.
– ¿Susana te habla… por las noches?
– Claro, no te fastidia. A ver si te crees que todo va a ser «follar como chiquillos», como decía Rimbaud… Tiene la piel tan fría que no tendrías que echarle hielo al whisky si lo dejaras un rato entre sus tetas. Pero sigue siendo un placer estar con ella… Es una chica escalofriante… ¡Escalofriante, ésa es la palabra!
Pensó, estremecido, que César podía estar hablando de Baccularia, o quizá de Lamia. O puede que solo fuera una proyección de ellas en su pobre cerebro. Ahora le dolía horriblemente haberlo golpeado.
– ¿Qué es lo que te dice?
– Oh, demasiadas cosas… Me la pone tiesa oírla hablar, diga lo que diga. Pero me ha quitado la poesía. Eso es lo peor. La ha barrido del todo, zas. He quemado mis libros. Bueno, estoy en ello… Selecciono, y arrojo al fuego… Soy Don Quijote y el cura a la vez. Pero no sirve de nada, porque me estoy volviendo poesía. ¿Sabes cómo es…? Una sensación muy rara… Como si tuvieras las ventanas de la cabeza abiertas y los pájaros pudieran atravesarte de aquí a aquí. -Se señaló ambas sienes-. Como un disparo, ¿entiendes…? De modo que… es muy difícil… destruirlas… porque ellas te convierten en lo que son. Lo peor es que rechazar la poesía también es poesía. Bricht das matte Herz noch immer… Pasa igual con el amor. La poesía es la enfermedad del mundo, Salomón, la fiebre de la realidad. Acecha al hombre en una esquina. Vas caminando tan tranquilo un día, y, cuando menos te lo esperas, la poesía salta y… te come.
– César…
– Son trece. Como las trece últimas líneas de un soneto… Los sonetos tienen catorce versos, pero, en la simbología que ellas utilizan, el primer verso carece de número: somos los humanos; y el último, carece de nombre: es la número trece.
– Dime dónde está la número trece.
– En el vacío…
Ahora César parecía medio dormido. Lanzando un grito de frustración, Rulfo se levantó y salió de la habitación sin preocuparse de cerrar la puerta.
El CD. Quizá lo conserve todavía.
Recorrió el salón y advirtió el ordenador portátil de César en el suelo. Tenía la pantalla destrozada y carecía de disco duro. Apartó las pilas de libros a patadas. En la chimenea descubrió una ingente masa de papel carbonizado y restos de hollín en la alfombra. Olía fuertemente a quemado y algunos lugares de la alfombra habían ardido. Fue vagamente consciente del peligro que ello representaba, pero en aquel momento no podía preocuparse por eso. Revolvió entre la hojarasca negra sin encontrar nada. Fue a la cocina y registró en vano la basura, que, curiosamente, se hallaba pulcra, casi vacía: apenas había unas cuantas servilletas de papel arrugadas.
– ¿Sabes que mi abuelo fue un puñetero pederasta? -César seguía hablándole desde el cuarto.
– Sí -dijo Rulfo sin escuchar y salió de la cocina.
El dormitorio.
– En serio, Leticia Milano lo volvió loco proporcionándole niños en París… Te confieso que… ¡Eh! ¿Adónde vas…? ¡Despertarás a Susana…!
Rulfo subía las escaleras en dirección al dormitorio abuhardillado. Era el último lugar que le quedaba por registrar.
Sintió el espantoso hedor a mitad de camino. Era mucho peor que en la planta baja.
– No hagas ruido… Si se despierta, se enfadará… Ya la conoces…
Con una mano tapándose la nariz, empujó la puerta.
La escena le recordó lo ocurrido en casa de Ballesteros la noche previa. Toda la habitación parecía un matadero. La sangre hacía ya mucho tiempo que se había secado en las paredes. Pero, en el suelo, a los pies de la cama, en medio de un mar inmóvil y espeso color rojo oscuro, había algo más. Al pronto no supo qué podía ser. Una bola húmeda, un animal retorcido. Entonces distinguió las líneas de una columna vertebral doblada, unas piernas flexionadas y roídas hasta las rodillas, muñones de brazos, el cabello pajizo sucio y pegado al cráneo y (cuando dio la vuelta alrededor de aquella cosa)
Ouroboros
la boca abierta, fracturada, adosada a una de las piernas,
Es Ouroboros
paralizada por fin.
Había pensado en matar a César antes de irse, pero al final le había faltado valor. No había descubierto ningún verso en su vientre, pero sospechaba que, con su antiguo profesor y amigo, las damas habían hecho gala de una gran sutileza. Lo habían enloquecido, simplemente, haciendo que Susana regresara junto a él.
¿Verdad? De regreso a casa. Una gran sutileza, Saga. Te felicito.
Conducía en medio de luces parpadeantes y húmedas, con toda la rabia de que era capaz el acelerador. Ya solo les quedaba una oportunidad: que Raquel recordase algo importante.
Un coche le bloqueó el paso en un cruce y Rulfo hizo sonar el claxon como una trompeta destrozada. Escuchó insultos pero siguió adelante.
Raquel era la única esperanza que poseían. Pero ¿qué otra cosa iba a recordar que no hubiese recordado ya?
O bien Lidia. Que Lidia volviese a comunicarse con ellos. Pero estaba seguro de que los sueños ya habían finalizado. ¿Acaso sería cierto que otra dama en el coven estaba intentando ayudarles…?
Un semáforo lo amenazó con su luz amarilla. Pensó que podía pasar, pero el coche que tenía delante frenó y, maldiciendo entre dientes, él se vio obligado a hacer lo mismo.
¿Qué iba a decirles a Ballesteros y a la muchacha, que aguardaban su regreso anhelantes? Lo siento. Pista falsa. No podemos contar con los archivos de Rauschen.
El semáforo demoraba en cambiar. Impaciente, desvió la vista hacia la acera.
Y vio una puerta corredera de cristal flanqueada por dos pequeños abetos.
La joven Jacqueline contemplaba el paisaje desde un diván de la terraza de su villa de la Costa Azul, construida sobre un acantilado. A decenas de metros a sus pies rugía la incansable maquinaria del mar. Era de noche, y a lo lejos había estallado una muda tormenta eléctrica. Una brisa fría, pero aún soportable en esa latitud, agitaba los pliegues de su albornoz a rayas.
Estaba rodeada de sensaciones gratas, pero se habría sentido igual de bien encerrada en un ataúd bajo tierra o en medio de las llamas. Sus profundos y cuidadosos placeres no tenían nada que ver con la realidad que la ceñía. Eran felicidades de otro tipo, goces íntimos que la sumergían en un paraíso de sensaciones cuya duración podía dilatar a su capricho.
Jacqueline existía solo desde hacía veintidós años. Era una jovencita vivaracha, delgada, menuda, de pelo corto y ojos castaños. Había nacido en París, era rica, vivía sola, carecía de familia y amigos, parecía feliz. Y era muy amable. Así la consideraba la tropa de inmigrantes que atendía su lujosa residencia. Siempre sonriente, siempre alegre, mademoiselle. Muy amable.
En cuanto a aquello que había dentro de ella, la otra, la que habitaba en su mirada y nunca parpadeaba, era más antigua que muchas de las cosas que en aquel momento contemplaba. A veces, Jacqueline se divertía pensando qué opinarían sus doncellas, sus criados, todos los ajenos que se afanaban diariamente en cuidar de su casa y su persona, sobre la otra. Qué dirían si pudieran verla y ser capaces, después,
de pensar
o respirar.
Sus labios se curvaron en una dulce sonrisa. En comunión con aquel suave gesto, el horizonte se iluminó con un relámpago.
Los placeres de Jacqueline eran, en verdad, muy extraños, porque eran los placeres de la otra. Por ejemplo, recitar versos con Madoo. O, por ejemplo, tatuar filacterias en cuerpos de ajenos para observar los resultados. O, por ejemplo, jugar a humillar a su antigua reina. Pero, naturalmente, nada de eso era muy importante. Lo que en verdad importaba era ser capaz de doblegar la realidad.
La realidad era tan débil. Como un feto en el interior de un útero: así era. Ninguna de las hermanas se había percatado hasta el extremo en que lo había hecho ella de aquella evidencia. Qué indefensa, qué frágil, aquella realidad dormida; cuán semejante a un velo impalpable y trémulo.
En su boca yacía un Rimbaud que podía rasgar ese velo y hacerlo pedazos. En su boca anidaba un Horacio que el mundo jamás había escuchado y un Shakespeare que ninguna de sus hermanas había recitado nunca de la forma en que ella era capaz de hacerlo. Un día los recitaría, solo para demostrarles lo tenue que era aquella cortina, la sencillez con que podía arrancarse. Un día abriría aquel Rimbaud, aquel Horacio y aquel Shakespeare, y el mundo cambiaría de rostro. Lo haría. Era Saga. Ahora podía hacerlo todo.
También conocía un Eliot. Tenía preparado ese Eliot en su lengua. Era diminuto y no pertenecía a La tierra baldía sino a los Cuartetos. Pero era decisivo. Servía para obtener información. El conocimiento era su especialidad, su punto fuerte. Llegar a convertirse en Saga había sido un proceso muy, muy lento, pero los resultados compensaban la espera con creces.
Ahora llegaba su era.
Otro relámpago cegó el horizonte. Sus ojos parpadearon, los ojos que miraban a través de ella no.
Quedaba un asunto pendiente, pero se solucionaría de forma tan eficaz e inmediata como aquel rayo. Una cuestión insignificante en la vastedad de cosas que llenaban su mundo. Sin embargo, estaba deseando resolverla.
La Conjunción Final. Ya habían recuperado la imago de Akelos. Ahora era preciso convocar al grupo para destruirla. Ya está. Tan simple como eso. Las hermanas, incluso, habían olvidado aquella última tarea. Ella no.
Era un asunto baladí, pero imprescindible. Estaba impaciente por librarse de la antigua Akelos para siempre. Le inquietaba que aún existiera, aunque su cuerpo estuviera muerto y ella Anulada. Había sido su gran adversaria, mucho más que la derrotada Raquel. Y conocía a fondo lo único que ella ignoraba por completo: el destino. Sus caminos eran invisibles pero reales, y cuando Jacqueline se adentraba en uno, descubría que Akelos ya lo había recorrido hacía tiempo. Su sucesora aún no lograba igualar, ni de lejos, el vasto poder y la experiencia acumulados por la vieja dama. Y lo que era peor: Akelos había sido propietaria de una inmensa oscuridad, parte de la cual Saga no poseía. Y eso la amedrentaba, porque ella tendría que haber dispuesto de toda la oscuridad posible.
No obstante, la antigua Akelos tenía los días contados.
Quedaba por averiguar si alguien colaboraba con ella. Quedaba penetrar en el extraño silencio que albergaba la mente de Raquel. Pero eso sería aún más fácil: una vez destruida la vieja araña, comenzaría a trabajar en la muchacha. Había logrado convertirla en una ajena sumisa y trémula, y la tortura y muerte de su criatura no habían hecho sino acentuar aquellos rasgos, como había supuesto acertadamente. Cuando llegara la hora, sus últimas defensas se harían trizas y ella penetraría como un ariete en sus pensamientos hondos y haría estallar su silencio. Si había otra traidora, terminaría averiguándolo. Por ahora, se limitaba a seguir presionándola, a ella y a los ajenos que Akelos había logrado reclutar mediante filacterias.
Terminarían revelando quién los ayudaba.
Recordó que la próxima reunión tendría lugar dentro de tres semanas, en el solsticio de invierno.
Miró hacia la lejanía. Varios relámpagos estallaron en los confines de su visión, como si sus propios ojos los provocaran.
– Es una especie de gabinete psicológico. Ya estaba cerrado cuando pasé, pero quizá tengan pacientes ingresados. Se llama «Centro Mondragón».
– No lo conozco -dijo Ballesteros-. Pero no es extraño. En Madrid existe un buen número de centros privados de todo tipo que te prometen el oro y el moro. O más bien el moro a cambio de tu oro.
– No entiendo qué quieres decir -intervino Raquel.
– Es un juego de palabras bastante tonto -se disculpó Ballesteros-. Pero, teniendo en cuenta que son casi las doce de la noche no me pidáis otra cosa, por favor. Salvo café. ¿Alguien quiere más café…? ¿No…? Bueno, pues para mí.
Se sirvió los últimos restos en su taza. Estaba frío, pero pensaba que era mejor que el alcohol que ingería Rulfo. Aún le duraba la resaca de whisky del día anterior.
Rulfo había regresado de casa de César sabiendo que no era portador, precisamente, de las mejores noticias. Intentó soslayar cuanto pudo los detalles desagradables, pero comprendió (y las expresiones de Ballesteros y Raquel delataban que lo comprendían igual de bien) que no era preciso describir todo lo ocurrido para llegar a saber lo fundamental: que apenas les quedaban oportunidades.
– Esto es lo que tenemos. No es mucho, pero quiero entrar en esa clínica, o centro, o lo que sea, y buscar una habitación con el número trece.
– ¿Crees que puede ser importante?
– Lo único que sé es que ése era el lugar con el que soñé, y Lidia se refería a él cuando me dijo: «El paciente de la habitación número trece lo sabe». Sea quien sea la persona que se encuentre en esa habitación, debo hablarle. Tendremos que planear algo para entrar en el Centro Mondragón mañana por la tarde.
– ¿Qué es lo que quieres hacer?
– Por lo pronto, actuar legalmente. Pero si no nos aclaran nada, entrar como sea. Cierran a las ocho en punto: quizá pueda ocultarme hasta esa hora y, cuando el edificio se vacíe, buscar con tranquilidad.
– Necesitarás asegurarte alguna forma de salir después -opinó Ballesteros, asombrado de la naturalidad con la que estaba colaborando en un plan para invadir una propiedad privada.
– Iremos con tiempo y revisaremos el edificio por fuera.
– Perdonad.
Ambos se volvieron hacia la muchacha. Los miraba parpadeando, como indecisa sobre lo que deseaba decir.
– No quisiera cambiar de tema, pero… Me gustaría ver libros de poesía.
Hubo un silencio.
– Entiendo -dijo Rulfo moviendo afirmativamente la cabeza.
– No creo que sirva de nada -se apresuró a añadir ella-. He recuperado la memoria, no la capacidad de recitar. Pero se me ha ocurrido que, quizá… encuentre algo útil.
– Es una idea magnífica, Raquel. -Rulfo asintió otra vez-. Si existe una sola cosa que pueda protegernos o hacerles daño, es la poesía.
Ballesteros se asombraba de escuchar aquella conversación sin que su racionalismo protestara a gritos. Pero en aquel momento su racionalismo sufría dolor de espalda. Se palpó la zona lumbar y reprimió una mueca. Había pasado una hora entera raspando sangre en las paredes y baldosas de la antigua habitación de su hija, en la que había dormido Raquel: sangre surgida de la nada, al igual que aquella niña escalofriante o la horrible imagen de Julia, como un estallido de cuerpos invisibles. Pensó que, frente a esa dolorosa evidencia, toda la incredulidad racional del mundo se desmoronaba como un castillo de naipes. No hay nada como pasarte una hora raspando sangre para convertirte al ocultismo, se dijo. Basta un dolor de espalda para creer en el más allá.
Rulfo le preguntaba algo.
– ¿Libros de poesía…? -Ballesteros se mesó la barba pensativo-. No, no tengo. Míos, desde luego, no… Quizá de Julia… Sí, creo que hay algo de Pemán. A ella le gustaba. ¿Os serviría Pemán?
– No -dijo la muchacha.
– Me lo imaginaba. ¿Qué pasa hoy con Pemán, que no sirve ni para esto?
– No es nada atribuible a Pemán -explicó Rulfo-. Según me contó César, solo unos cuantos poetas a lo largo de la historia han compuesto versos de poder inspirados por las damas. La inmensa mayoría ha creado únicamente poemas bellos pero inofensivos.
– Pues, entonces, no voy a poder ayudaros.
– No te preocupes. En casa tengo una buena colección. Iremos mañana, Raquel. Dispondrás de toda la tarde para seleccionar los libros. Y, cuando me ayudes a entrar en esa clínica, Eugenio, podrás acompañar a Raquel y me esperaréis allí. ¿Os parece bien? -Ambos asintieron y, por un instante, hubo silencio. Rulfo los observó: estaban tan cansados, o más, que él, pero no quería dejar ningún cabo suelto, particularmente un detalle que le parecía vital. Se dirigió a la muchacha-. ¿De cuánto tiempo crees que disponemos?
Ella meditó un momento.
– Primero, deben reunirse para realizar un ritual llamado de «Conjunción Final» y destruir la imago, y eso ha de ser en una fecha concreta… Si piensan dejarnos con vida hasta entonces… Bueno, quizá con mucha suerte nos queden tres semanas, hasta el próximo solsticio de invierno.
Rulfo y Ballesteros se removieron inquietos.
– Tres semanas -dijo el médico-. No es mucho tiempo para encontrar a esa… esa dama número trece. Si es que la encontramos…
– La encontraremos -afirmó Rulfo-. Ahora debemos intentar descansar. Es muy importante que recuperemos fuerzas.
La reunión se disolvió de inmediato.
El vestíbulo del Centro Mondragón se les antojó pequeño y gélido como una tumba. Había cuadros modernos, plantas decorativas y sofás de piel. Rulfo estaba completamente seguro de no haber visitado aquel lugar en su vida, lo cual reafirmó su hipótesis de que los sueños le indicaban una pista importante.
Una mujer se sentaba ante un ordenador en el mostrador de recepción. Habían decidido ya lo que iban a hacer, y Ballesteros fue el único que habló. Mostró su carnet de colegiado y su mejor sonrisa, y citó el nombre de un supuesto paciente que recibía atención psicológica en el centro. Se acodaba en el mostrador para hablar y apenas pronunciaba dos palabras seguidas sin sonreír. La mujer, de pelo rizado y teñido de caoba, le devolvía las sonrisas al tiempo que le ofrecía información. No, aquel centro no tenía ningún paciente ingresado, y no había médicos, solo psicólogos. Tampoco existían habitaciones con el número trece. Lamentablemente, no podía permitir que Ballesteros lo recorriera en aquel momento: había pacientes en terapia. Quizá, si viniera mañana a última hora… Pero se ofrecía a explicarle todo lo que necesitara, por supuesto. De vez en cuando, él le hacía una pregunta que la obligaba a mirar el ordenador. En un momento dado la mujer levantó la vista de la pantalla y no le pareció que hubiese cambiado nada.
Ni siquiera se había percatado de que el joven barbudo que acompañaba al médico había desaparecido.
Rulfo se deslizó por uno de los pasillos. En un recodo había una sala de espera ocupada por cinco o seis personas sumidas en su particular soledad. Por alguna razón, lo observaron con acritud. Siguió caminando sin detenerse y encontró un cuarto de aseo cuya puerta no daba a aquella sala. La abrió y entró.
Parecía diseñado para enfermos modernos. Sombras tajantes y rectangulares dividían las paredes, creadas por luces minimalistas. El aire se hallaba enriquecido con ambientadores caros. Estaba vacío. Escogió el último de los retretes de la hilera, entró y cerró la puerta con pestillo. Comprobó que aquel mecanismo ponía en marcha la luz y el extractor, de modo que prefirió no usar el pestillo y permanecer en la oscuridad. Si alguien intentaba abrir, siempre podía advertirle que estaba ocupado.
Ahora, todo consistía en esperar.
En el vestíbulo ocurrió por fin lo que Ballesteros deseaba: otro individuo abordó a la recepcionista. Le cedió el puesto gustoso. No quería finalizar aquella apasionante cháchara y dejar que la mujer tuviese tiempo de acordarse de su compañero, pero, sometida a un nuevo interrogatorio, pensó que no había riesgo de que tal cosa sucediera. Deseó mentalmente a Rulfo toda la suerte del mundo y se marchó.
Hölderlin. No podía olvidar a Hölderlin. Por fortuna, Rulfo poseía una edición original de sus Poemas de la locura. Ninguna traducción le habría servido.
Sacó el libro del estante, bajó de la silla sosteniéndolo con las dos manos y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa, junto a los otros. Luego se detuvo a valorar su siguiente elección.
La noche anterior, Rulfo le había dicho a Ballesteros que los poetas que habían compuesto versos de poder eran relativamente escasos. A grandes rasgos, tenía razón. Pero existían grados muy sutiles, y ella empezaba a recordarlos. Omar Jayyam tenía un solo verso de poder en todo el Rubbaiyat, pero su efecto era tal que compensaba con creces aquella escasez. Pedro Salinas y Jorge Guillén, que nunca habían sido inspirados por las damas, albergaban auténticas bombas devastadoras en el espacio de dos o tres líneas. Byron había escrito una estrofa de incalculable destrucción, pero era preciso recitarla al revés.
Sin embargo, pensó que no podía perder el tiempo con los más débiles. Tenía que acudir directamente a los peligrosos.
El joven y enfermizo Isidore Ducasse, por ejemplo, célebre por su seudónimo de conde de Lautréamont, y sus Cantos de Maldoror. Había tanto poder en aquellos poemas en prosa que, según recordaba, una sola vida humana no bastaba para utilizarlo todo. Encontró una edición original en rústica y la depositó sobre la mesa. Junto a ella vio un ejemplar de The tower and other poems de Yeats. Recordó que Yeats había sido inspirado por Incantátrix, a quien había visto por primera vez en un sueño infantil, en Sligo, y luego, de adolescente, de pie sobre un farallón atacado por las olas, mortecina y vaporosa como la espuma del mar. También debía llevarse a Lorca. Supuso que Rulfo poseería una buena edición del Romancero gitano.
Senda un nudo en la garganta y tenía deseos de llorar. Todos aquellos nombres la visitaban acompañados de misteriosos recuerdos.
Se veía a sí misma mirando a través de los ojos de un gato mientras T. S. Eliot componía La tierra baldía. Recordaba haber hablado con el ciego Borges y el ciego Homero. Mantenía una vaga reminiscencia de túnicas y antorchas durante un ceremonial con Horacio. Alguna vez, John Donne había querido besarla. En cierta ocasión, había observado a Vicente Aleixandre mientras dormía, y, en otro tiempo y lugar, descubierto los ojos de Wordsworth entre una multitud de chiquillos que jugaban al aire libre.
Alguna vez había sido de otra forma. Pero nada de eso importaba ahora. ¿Acaso no lo había abandonado todo por una sola cosa?
No pienses en él.
Esa cosa intraducible, esa carne incapaz de escribirse, de recitarse, de contarse. Esa vida que, de repente, la había hecho sentirse también poderosa, pero de una forma que ningún poema hubiese podido otorgarle…
Sí, Rulfo tenía razón: la venganza era necesaria. Cuando solo era una ajena, se había vengado de la tiranía de Patricio. Ahora había recuperado la memoria y sabía quién era su verdadera enemiga. Ya me habías destrozado, Saga, ya habías acabado conmigo… Pero has cometido el error de pisotear los trozos Ya basta. Te lo haré pagar. Voy a por ti.
Escuchó el sonido de la puerta y se pasó la mano por las mejillas, secándose las lágrimas.
– Ya está -dijo Ballesteros entrando en el comedor-. Salomón se ha quedado en esa clínica… Ojalá tenga suerte. ¿Qué te pasa?
– Nada.
El médico la miraba desde el umbral con sus bondadosos y cansados ojos grises.
– ¿Te sientes bien?
– Sí… Es que… todo esto es muy complicado.
Él asintió, comprendiéndola. La muchacha volvía a vestir su ropa de costumbre. Tras varios pasos por la lavadora las prendas se habían convertido poco menos que en trapos descoloridos y ajustados con vestigios indelebles de manchas de sangre, pero a Ballesteros le pareció, al verla subida en aquella silla con los pies de puntillas, que no podía estar más atractiva. Echó un vistazo a su alrededor, algo avergonzado, y vio los libros apilados sobre la mesa.
– ¿Vas recordando cosas?
– Algunas.
– A mí, todo esto sigue pareciéndome increíble… -Cogió al azar uno de los volúmenes y lo hojeó-. A fin de cuentas, solo es poes…
– ¡No toques eso!
Se quedó inmóvil con el libro en la mano. La exclamación de la muchacha le había producido un sobresalto. Ella parpadeó.
– Perdona, no debí gritarte. Pero Shakespeare es muy peligroso…
– Comprendo. -Ballesteros asintió y volvió a dejar sobre la mesa, con sumo cuidado, la edición inglesa de los sonetos.
Era como si el tiempo no transcurriera. Continuaba encerrado en la oscuridad, aguardando. Por el momento nadie lo había descubierto. Pero ¿qué haría después? Se preguntó si sería cierto, tal como había dicho la recepcionista, que no existía ninguna habitación con ese número. En ese caso, ¿qué haría?
De algo estaba seguro: tendría que registrar todo el edificio. No iba a marcharse de allí sin cerciorarse de que no había ningún paciente. Rogaba por que la recepcionista hubiese mentido. Rogaba por encontrar, al menos, una habitación con el número trece grabado en la puerta: sabía que en su interior se hallaría la clave para descubrir a la última dama, o su receptáculo.
Volvió a examinar la esfera luminosa de su reloj. El centro acababa de cerrar. Decidió aguardar un par de horas más, inquieto con la posibilidad de que quedaran empleados rezagados, o bien vigilantes.
Tres semanas, pensó. Poco tiempo.
Como Ballesteros había dicho: todo dependía de lo difícil que fuera encontrar a la dama número trece, si es que la encontraban.
Tres semanas, pensó Jacqueline. Demasiado tiempo.
La silenciosa tormenta proseguía a lo lejos. Los relámpagos herían el horizonte.
No era que estuviese preocupada. ¿Por qué había de estarlo? Raquel y sus amigos eran simples ajenos incapaces de recitar, y nada de lo que hicieran representaría una amenaza para quienes, como las damas, conocían en profundidad el vasto poder de la poesía y lo usaban a la perfección. Por supuesto, estaba al tanto del desesperado plan que habían trazado: encontrar a la dama número trece…
Sonrió al pensarlo. Incluso aunque lo lograran, aunque descifraran los últimos sueños que la astuta Akelos había evocado en sus conciencias y hallaran su escondite, ¿cómo iban a hacerla salir…? Aquella idea era completamente absurda y pronto lo comprobarían.
No, no estaba en modo alguno preocupada, pero…
Pero será mejor terminar cuanto antes, ¿no, Jacqueline? Destruir la imago, averiguar si hay otra traidora, acabar por completo con Raquel y los ajenos.
En teoría, era posible adelantar la reunión, aunque solo ella, como Saga, tenía el privilegio de hacerlo. Era una decisión excepcional y arriesgada, porque el grupo era débil fuera de los Días de Ceremonia. Sin embargo, en este caso, intuía que se trataba de la decisión correcta. Sí, se reunirían en menos de tres semanas, incluso en menos de una.
Perezosamente, Jacqueline se estiró en el diván y cerró los ojos.
Pero lo que había dentro de ella siguió mirando sin parpadear la lejana tormenta.