La noche era luminosa y sorprendentemente fría. El hombre que conducía conectó la calefacción. Los otros dos pasajeros no se lo agradecieron: parecían sumidos en densas cavilaciones. Solo de vez en cuando la muchacha musitaba algo relacionado con la dirección a seguir. No podía anticiparla: iba conociéndola conforme el automóvil se desplazaba por la ciudad.
Enfilaron la carretera de Burgos. Tomaron una desviación, luego otra menos notoria. Llegaron a un cruce y optaron por una de las vías secundarias. Recorrieron una explanada de campo despejado. Media hora de soledad después apenas perturbada por el paso de otros vehículos, la muchacha señaló una masa de oscuridad y árboles a la izquierda, a medio camino entre dos pueblos. Aparcaron en la cuneta, junto a una señal de prohibido adelantar, bajaron del coche y el hombre de cabellos blancos sacó algunos objetos del maletero.
Se introdujeron en un bosque de troncos delgados. Las ramas agrietaban el círculo helado de la luna y los murciélagos bordaban el aire con sus alas puntiagudas. Tras varios minutos de caminata silenciosa llegaron a un claro entre campos de cultivo. Más allá, sobre un cadalso de monte, destacaban pequeñas luces, quizá un caserío.
– Aparecerán ahí -dijo la muchacha sin vacilación. Y señaló el claro.
Ballesteros volvió a asegurarse por tercera o cuarta vez de que la escopeta estaba cargada y los cartuchos de repuesto a su disposición. El metal, muy frío, casi helado, le hizo lamentar no haber tomado la precaución de coger un par de guantes. Sonrió al pensarlo.
Dentro de poco el frío habrá dejado de importarte.
Era consciente del miedo que sentía, de lo mucho que todavía apreciaba aquella existencia tan amarga y, no obstante, tan insustituible. Se encontraba sentado en la tierra y apoyado de espaldas a un tronco. Durante la tensa espera se imaginaba contemplándose a sí mismo en aquella posición, con la escopeta sobre los pantalones de pana, y le resultaba imposible determinar qué estaba haciendo allí, cómo había ido a parar a aquel sitio en medio del campo y qué era lo que en realidad aguardaba.
La muchacha, a su derecha, agazapada tras un matorral, charlaba en voz baja con Rulfo. ¿De qué? Imagos y rituales. Apenas entendía media palabra de la conversación. Este asunto nos atañe a nosotros, no a ti, le había dicho Rulfo días antes. De repente le acometió un acceso de pánico. Sintió la tentación de salir huyendo. «Ahí os quedáis», quiso gritarles. «Tú lo has dicho, no es cosa mía.»
Pero claro que es cosa tuya. Por supuesto que sí.
Descifró los signos de su reloj. Cinco minutos para las doce. Un búho preguntaba algo con insistencia en algún lugar. Ballesteros se esforzó por entenderlo.
Claro que es cosa tuya.
Pensó en sus pacientes. Pensó en sus hijos. Recordó a Julia. Todas las noches dedicaba unos minutos a recordarla, y aquélla no iba a ser una excepción. Supuso que quizá estaba a punto de reunirse con ella, y que, posiblemente, eso era lo que había venido a hacer allí. Sin embargo -se preguntó-, ¿dónde encajaba el cielo o el paraíso en un mundo dominado por el azar de los versos? ¿Dónde encaja Dios, Julia? ¿Tú ya lo sabes?
Su fe se había convertido en un punto remoto y luminoso, como las estrellas que contemplaba. Apretó el arma contra el pecho, confiando tan solo en que sabría hacer bien las cosas, en que haría todo lo que debiera. Y si algo se torcía… Bueno, estaba completamente seguro de que volvería a reunirse con Julia, dondequiera que ella se encontrase.
En la soledad de la espera, Ballesteros le dijo a su mujer que aún la amaba.
– ¿Cómo es el ritual de Conjunción?
– Bastante complejo. Lo primero de todo es recitar la filacteria de Anulación al revés para Activar la imago: o sea, devolverle los poderes originales…
– ¿Devolverle los poderes? Pero, entonces, Akelos…
– Akelos está muerta físicamente, y el hecho de devolverle los poderes no tiene ninguna importancia. Si la imago no se Activara, el ritual no serviría, ya que la Conjunción no puede hacerse sobre imagos Anuladas. Luego comienza el verdadero ritual. Se recitan ciertos versos y se modifican. A veces se recitan al revés. Puede durar más de una hora.
El hombre la miró y asintió.
– ¿Cuándo vas a intervenir?
– Cuanto antes mejor. Es necesario impedir que el coven se una del todo. Se hace más fuerte conforme más tiempo pasa.
Él volvió a asentir y apretó su brazo. Ella le devolvió fugazmente la sonrisa sospechando que el hombre quería darle ánimos. Pero no los necesitaba. Por dentro era pura tensión, puro deseo de venganza. Sabía que había llegado el momento de despertar del todo o dormir para siempre. No lo haría para vengar a Akelos, si bien su amiga había sido igualmente vejada. Tampoco para resarcirse del infierno en que Saga había convertido su vida, cada uno de los gritos de dolor con que había medido el tiempo desde que tomara el poder, los ultrajes y humillaciones a que la había sometido, aquella filacteria en su espalda que la había transformado en una hermosa figura de barro.
No. Por encima de cualquier otra cosa, lo haría por él, y por lo que Saga le había hecho.
Ése había sido su error. El más grave.
Mientras aguardaba tras los matorrales contemplando la oscuridad, pensó que aquello era lo que verdaderamente le había dado fuerzas para dominar el verso-cuchillo y desear usarlo.
Tu error. Tu gran error.
Intentó relajarse. Sabía que tendría una sola oportunidad. El plan que había trazado era arriesgado: herir a Saga gravemente. Matar su forma corporal. Comprendía que ya nada podía hacer por salvar a su hijo, pero si la dama número doce caía, su venganza se vería satisfecha. No iba a perder nada por intentarlo, o por lo menos nada que le importase, y, con suerte, tendría éxito. Necesitaba una oportunidad. Lo que sucediera después le resultaba indiferente.
Con tal de que el cuchillo que llevaba en la boca alcanzara su destino, nada le importaba.
¿Qué podía fallar? ¿Qué…?
Presentía una amenaza tan honda como la noche cerniéndose sobre ellos.
Sin embargo, si aquel verso cumplía con su obligación, ella podría morir en paz.
Un pensamiento quería tomar forma en su cabeza. Era la pieza que faltaba. Pero no daba con ella.
Sentado en el césped oscuro y mirando el firmamento, advirtió de repente una nube con aspecto de león de fauces abiertas engullendo la luna. Especuló con la fantasía de que los restos de aquella luna excretados por el león formaran las estrellas. La Vía Láctea era fácilmente reconocible en la gélida negrura. La contempló un instante. Un herpes pacífico de luz remota. No había ruidos a su alrededor. Los insectos hibernaban con el intenso frío. La muchacha no parecía siquiera respirar, como si también hibernara: se sentaba sobre los talones sin apoyarse en ningún árbol, contemplando fijamente el claro. Ahora que la luna estaba oculta, su hermoso rostro se hallaba velado. El amplio cabello negro se agitaba con los golpes de viento.
¿Y Ballesteros? Parecía sumergido en su propio miedo, sosteniendo la escopeta sobre las piernas. Su aliento era tan blanco como su pelo o su semblante. Rulfo le deseó suerte en silencio. Volvió a acariciar el mango y la plateada superficie del cuchillo de caza que el médico le había dejado. Por un momento sonrió al pensar en el singular equipo que llevaban: un verso, una escopeta y un cuchillo. Sin embargo, el enemigo al que se enfrentaban también era singular. Si ninguna de esas tres cosas lograba nada, tanto daría que llevaran dinamita.
¿Qué era lo que no encajaba?, se preguntó otra vez.
Akelos. Su minucioso plan extendiéndose a través del tiempo: la forma en que había utilizado a Alejandro Guerín para transmitir a César el secreto de las damas; que después se completaría con las revelaciones de Rauschen; cómo había dejado el retrato y el papel para que él los encontrara y César recordara la leyenda; los sueños, las filacterias en la casa de Lidia Garetti y en el centro psicológico, la imago. Todas esas piezas rodaban por su mente desafiándolo a que construyera con ellas una figura que tuviera sentido.
Una imagen.
Estaban allí para… ¿para qué? Para impedir que Akelos fuese destruida. No. ¿Qué diablos les importaba eso…? ¿Qué diablos les había importado nunca…? En realidad, estaban allí para destruir a Saga. Para vengarse.
Akelos había sido muy astuta. Los había elegido tiempo atrás convirtiéndolos en protagonistas involuntarios de una trama desconocida: él era el receptáculo, Raquel la antigua Saga y Ballesteros los había ayudado a llegar a donde estaban. Un plan muy hábil. Pero ¿cuál era su finalidad?
Arriba estaban las constelaciones. De niño, su padre había intentado enseñarle las más comunes. Cada una tenía un nombre, y así se distinguía de las demás. En realidad, él había terminado pensando que las constelaciones se parecían mucho entre sí, y solo los nombres les otorgaban una personalidad independiente…
¿Qué era? Por Dios, ¿qué?
Intentó recapitular lo que sabía, retroceder, encontrar una clave, una palabra. Estaba seguro de que había algo en lo que no habían reparado.
Las constelaciones… Los nombres…
Sintió de repente que la muchacha se movía. Un poco. Como si quisiera cambiar de postura sin que nadie lo notara. Entonces la mano de ella le tocó.
– Ahí están.
Giró la cabeza hacia el claro. No vio nada extraño. El silencio era enorme.
– ¿Qué pasa? -susurró Ballesteros.
– Están ahí -repitió la muchacha, tensa.
Pero solo había bosque y tinieblas. Sopló el viento. Las nubes que velaban la luna se apartaron. Una claridad de plata dibujó el contorno de los árboles y proyectó sombras en la tierra. Sombras de troncos.
– ¿Dónde? -preguntó Rulfo.
– Ahí.
Sombras delgadas de troncos. Sombras
con forma
de mujer. Sombras de mujeres inmóviles. Mujeres en hilera frente a ellos, de pie en la inveterada frialdad, de ojos como calcedonias fosforescentes, cabelleras erizadas o lacias encendidas por la luna, piel lustrosa y carnal con brillo de nácar. Doce cuerpos desnudos. Doce figuras femeninas. El aire estaba lleno de un inconfundible olor a sangre, como si sus bocas fueran heridas abiertas. El silencio era hondo. Nada se movía dentro del claro: hojas, hierba y aire parecían formar parte de un decorado. En medio de aquel espacio sin vida, el muro de desnudeces irisadas destacaba como un muguet contra el fondo negro de la noche.
– No pueden vernos -oyeron decir a Raquel-. Tenemos el acceso. Es imposible que nos vean.
Su voz sonaba convincente, pero ni Rulfo ni Ballesteros se tranquilizaron.
En ellas todo era ritual, observó, perplejo. Incluso la furia, incluso la obscenidad. Había imaginado un aquelarre desconcertado y salvaje, pero encontraba un oficio terso y parsimonioso donde cada gesto parecía ensayado durante siglos.
Las cuatro primeras se situaron a catorce pasos, se arrodillaron en las cuatro esquinas de un imaginario rectángulo que encerrase a las demás e inclinaron la cabeza. Las cuatro siguientes se alejaron once pasos e hicieron lo mismo. Las dos siguientes se apartaron ocho pasos. La número once caminó cuatro y se arrodilló. Saga quedó en el centro y alzó la mano derecha con la palma hacia arriba. Algo brillaba en ella. Rulfo lo reconoció. Era la imago de Akelos.
– Se preparan para iniciar el rito de Activación -murmuró Raquel. Era evidente la tensión de su cuerpo. Parecía estar calculando el momento preciso de saltar. Ballesteros, asomado tras un tronco, apretaba la escopeta con fuerza, pero había perdido toda noción de lo que debía hacer y contemplaba con ojos incrédulos el grupo de criaturas inmóviles.
Un coro casi musical de doce gargantas distintas se alzó como el viento.
L’aura nera si gastiga
Saga depositó la figura en un lugar del aire a la altura de su cabeza, donde quedó como colgada de un clavo invisible. Hubo una pausa mientras las damas se levantaban y volvían a reunirse, esta vez alrededor de la figura, en un amplio círculo de manos entrelazadas.
– Van a recitar la filacteria al revés para Activarla -susurró Raquel.
La formación del círculo tampoco era azarosa: seguía el estricto orden jerárquico del grupo, desde la niña Baccularia hasta Saga. Cada dama, por turno, se agregaba a la rueda albergando la mano de la compañera y extendiendo la otra para recibir a la siguiente. Todo se realizaba con la monótona perfección con que un poeta ciñe y perfila el acabado de sus versos. No hacían ruido al moverse: eran cuerpos de mujeres, pero parecían ángeles. Ni siquiera sus desnudeces evocaban nada en Rulfo, salvo palabras.
– ¿Cuándo intervendrás? -susurró hacia Raquel mientras el círculo se completaba.
– Ahora En cuanto todas queden unidas, pero antes de que comiencen a recitar. Es el momento en que más daño puedo hacerles…
Tomaba aire, abría y cerraba la boca, erguía los hombros, enjugaba los labios con la lengua. El sudor iluminaba su frente y sus mejillas, pero a Rulfo no le pareció que estuviera dominada por el miedo.
Va a hacerlo. Va a intentarlo. Si fracasa, nada vamos a poder hacer nosotros.
Retornó a observar el claro. Strix y Akelos, la diez y la once, ya se habían agregado. Faltaba Saga. La vio dar dos pasos, sonriente, al otro lado de la hilera de cuerpos, extender los delgados brazos y entrelazar sus dedos con Akelos y Baccularia.
Ya está. Círculo completo.
En ese instante Raquel se incorporó.
Era consciente de que no había tiempo que perder. El acceso le había facilitado un túnel, una diana hacia la cual apuntar. Se concentró en el cuerpo menudo de Saga y pronunció su arma, Viento y agua, hizo vibrar la aliteración en el aire, Muelen pan, apuntó con el mortífero extremo, Viento y agua, le dio impulso. La daga de la estrofa salió despedida de sus labios y voló, ardiente, rapidísima, como una mirada de amor.
Pero un instante antes de lanzarla, se dio cuenta de que algo marchaba mal.
Las damas no se movían, no reaccionaban.
Estaban esperándolo. Es una trampa.
Sintió que la espalda se le convertía en un lago de hielo. Casi pudo contemplar cómo el Dámaso Alonso que su boca había pulido y afilado con tanto esfuerzo perdía potencia y estallaba inofensivo antes de llegar al claro dejando un eco musical en el aire, como el que podría producir una cancioncilla infantil en un patio de recreo.
Las damas rompieron el círculo y sus caras se volvieron hacia ella. Girasoles terribles. Ninguna parecía sorprendida. Todas sonreían.
Veloz como el ataque de un pigargo, Saga hizo vibrar la noche con su voz.
El viento es un can sin dueño
Que lame la noche inmensa
El impacto, descomunal, dio de lleno en la muchacha. Le segó la respiración, la voluntad, los sentidos. Su boca lanzó un quejido extraño, un grito de urogallo, al tiempo que su cuerpo se levantaba en el aire y saltaba varios metros hacia atrás. Rulfo se sorprendió a sí mismo pensando con absoluta frialdad que ni siquiera la escopeta de Ballesteros habría provocado un efecto semejante a aquel dístico de Dámaso. Incluso cayó en la cuenta de la ironía: Saga había contraatacado con el mismo poeta.
Todo sucedió muy rápido. El cuerpo de la muchacha quebró varias ramas antes de desplomarse entre los matorrales levantando nubes de polvo. Entonces, como si alguien tirara de sus pies, se acercó deslizándose por la tierra y se detuvo junto a ambos hombres boca arriba, el jersey arrollado sobre el pecho hasta descubrir el vientre. Pero estaba viva. Jadeaba y movía la cabeza. Su mirada se cruzó una fracción de segundo con la de Rulfo y éste pudo advertir que no había miedo en aquellos ojos sino una especie de pesadumbre, de infinita tristeza, como si le pidiera perdón por el fracaso. De pronto, a la misma centelleante velocidad a la que ocurría todo, con un desagradable ruido de desgarro, emergieron de sus tobillos y muñecas finas tiras hialinas, tan delgadas que apenas se veían. Su aparición casi no provocó salida de sangre. Las cintas ejecutaron una rápida cabriola en el aire y empezaron a enroscarse alrededor de sus extremidades y de los troncos cercanos, atando y extendiendo sus miembros en una equis forzada. La muchacha se arqueó y lanzó un aullido imprevisto, insoportable. Un berrido de dolor puro. Ballesteros no pudo dejar de comprender lo que estaba ocurriendo. Sus nervios. Son los nervios de sus brazos y piernas. Dios mío, la está atando con sus propios nervios.
– Te has atrevido a usar la poesía contra nosotras… -dijo Saga desde el claro, y varias damas la corearon como un eco: «Te has atrevido… la poesía…». La número doce prosiguió, grave, inmutable-: En la mansión te dejamos vivir a usura. Ahora nos devolverás también los intereses. Nos dirás cómo obtuviste un acceso. Hablarás, aunque sea sin lengua…
La muchacha se contorsionaba con la boca abierta, presa de un dolor que la enmudecía, que hacía trizas su voluntad y sus fuerzas. Los nervios se abrían paso por su carne como el crecimiento de una planta maligna. Surgían de su vientre, empujaban los ojos fuera de las órbitas, roían el marfil de los dientes, se deslizaban como gusanos por sus vértebras. Infinitos látigos de fibras, vías de clavos y cristal roto, alarmas punzantes, puercoespines enfermos de rabia.
Ballesteros fue el primero en reaccionar. No sabía lo que hacía ni lo que contemplaba. Era médico, pero nunca había visto, ni sospechado, ni podido imaginar nada semejante a lo que le estaba sucediendo a la muchacha. Se puso en pie con mucha más agilidad de la esperable para su corpulencia. Su semblante parecía tallado en mármol. Sus brazos temblaron al alzar la escopeta y apuntar.
– ¡No! -le advirtió alguien (la voz de Rulfo, quizá)-. ¡Sal de aquí…! ¡Lárgate…!
Pero, naturalmente, él ya se había largado. Ya no estaba allí sino en su consulta o en su casa, frente a la televisión, en su modesta soledad. El hombre que empuñaba la escopeta y apuntaba hacia la hilera de doce figuras no era él, sino una réplica enloquecida. Nada de lo que hacía o veía era real.
La luz se disolvió mucho antes que el atronador sonido, pero cuando éste también se deshizo, Ballesteros pudo comprobar dos cosas: que había logrado disparar ambos cañones simultáneamente y que las damas seguían en pie, ilesas, contemplándolo.
Dadme tiempo, pidió mentalmente, comprendiendo que era un deseo absurdo e inútil. Tan solo dadme tiempo.
Abrió la escopeta y sacó los cartuchos de repuesto. Dadme tiempo. Introdujo el primero. Escuchó una voz en la hilera de mujeres y vio que la que ocupaba el puesto número cuatro, una joven de pelo moreno y rostro inocente cuyo símbolo de serpiente se deslizaba por el desfiladero de los pechos, había comenzado a decir algo mientras sonreía. Vio la muerte en aquella sonrisa.
Daré tu corazón por alimento
No comprendió si aquello era un verso, ni reconoció quién podía ser el autor ni lo que provocaba, pero supo, con absoluta seguridad, que todo había terminado. Es el fin, pensó durante esa débil fracción de segundo, mientras la dama recitaba. Quiso recordar a Julia. Quiso hacerlo de forma consciente, mientras aún era dueño de sus ideas, sus apetencias, su voluntad. Te amo, pensó. Súbitamente, un espantoso, frenético dolor, hondo y firme como un mordisco de rottweiler, engarfió su cabeza. Soltó la escopeta, se tambaleó, golpeó el tronco de un árbol.
Ya no logró pensar otra cosa.
Chorros compactos de sangre salieron despedidos de la nariz, ojos, boca y oídos del médico como si su cráneo hubiese reventado por dentro. Su grito se convirtió en un gorgoteo incomprensible y su corpachón volvió a golpear el árbol una, dos veces más. Hubo una pausa. Ballesteros, aún de pie, se sujetó las sienes como si quisiera comprobar exactamente qué había ocurrido en aquella calabaza. Entonces otra séptuple bocanada lo arrojó al suelo.
Rulfo no sintió miedo, solo una hondísima pena que angostaba su garganta y humedecía sus ojos. Hubiese deseado, más que nada en el mundo, evitarle aquel final a sus amigos. Era él quien había fracasado, no ellos.
Decidió que no podía defraudarlos.
Aferró el cuchillo, se incorporó, avanzó hacia el claro. Pero no se apresuró: caminó pausadamente, con inusitada calma, como si se dispusiera a dar la mano o besar los labios de aquellas doce figuras inmóviles. Distinguió el fofo y blancuzco cuerpo de la mujer obesa y cambió de rumbo, dirigiéndose hacia ella.
La dama lo contemplaba bizqueando, los labios cárdenos alargados como los de un extraño saurio. Empezó a recitar.
– Comme le fu… -Se detuvo, sacudió la cabeza, corrigió-: Comme le fruit foi… No, me estoy equivocando… Comme le fufu… -Las damas reaccionaron con un hilarante estallido de carcajadas. La mujer obesa se ruborizó-. No me pongáis nerviosa, hermanas… -Rulfo seguía acercándose. Su mirada expresaba algo atemorizador, pero la mujer obesa no estaba atemorizada en absoluto-. ¡Ah, ya…! -Gotitas de saliva salieron despedidas de su boca mientras recitaba, apuntando a Rulfo con el dedo:
Comme le fruit se fond en jouissance
En el momento en que alzaba el puñal una debilidad irrevocable le hizo caer de rodillas con un sonido de saco vacío y desplomarse de bruces sobre la hierba. Quedó más que inmóvil: quedó fláccido, sintiendo que el peso del cuchillo le fracturaba los dedos, escuchando la voz de la dama desde las alturas.
– ¿Por qué os reíais? Ya soy vieja, no lo recuerdo bien todo…
La rabia tomó el mando dentro de él e hizo lo imposible por levantarlo. Pero el verso de Paul Valéry lo había hundido en un vacío sin sensaciones, un cementerio de carne tetrapléjica, pantanosa, desde el fondo del cual contempló sin esperanza las piernas de sus torturadoras. Escuchó, entonces, la juvenil voz de Saga.
– Qué pobres y patéticos seres. Pese a todo, sois cuerpos con los que podemos hacer cosas… Antes destruiremos la imago. Luego nos dedicaremos a vosotros. La vida procede de las palabras y torna a ellas: hasta que no se pronuncien las últimas, seguiréis vivos y conscientes, llegaréis a tocar fondo y contemplaréis lo que se oculta en la raíz del mundo, en el centro justo de la realidad, en medio del hielo y el silencio. Y eso os contemplará a vosotros. No será un rato muy agradable, pero os aseguramos que será muy largo.
El círculo volvió a formarse. Posiciones, manos entrelazadas. Rulfo lo observaba todo desde la hierba. A escasos centímetros de distancia de su cabeza se posaron unos talones, pies descalzos, blancos, no supo a quién pertenecían.
El círculo. Posiciones y jerarquías. Nombres y constelaciones. Ninguna dama podía obviar su posición, su orden, su nombre secreto, su símbolo…
la imago
Los nombres. Los nombres de estrellas y constelaciones. Pero las constelaciones se parecen entre sí… solo los nombres las distinguen.
la imago. el plan
De pronto todo se hizo completamente obvio para él.
la imago. el plan era la imago
Gastiga sí nera l'aura. La filacteria había sido recitada al revés. Hubo un silencio. Entonces los pies se apartaron de él. El círculo volvía a romperse. Sospechó que quizá Saga acababa de descubrir lo mismo. Pero justo un segundo demasiado tarde.
La imago. El plan era la imago.
Acabáis de Activarla. Pero no es la imago de Akelos, idiotas.
Ignoraba lo que estaba ocurriendo, aunque la confusión de movimientos que se había desatado a su alrededor era evidente. No podía sonreír, pero sus pensamientos, de súbito, se hicieron sonrisas dentro de él.
Algo tan simple, pero tan difícil de comprender para vosotras… Los nombres, las palabras que forman vuestra única identidad… Las palabras de los nombres…
Dentro de su campo visual penetraron otros pies descalzos. Vio a una desconocida avanzando hacia las damas. Por un instante le pareció que era Raquel. Pero no lo era. Nunca lo había sido, al menos no de aquella forma. El tatuaje de su espalda había desaparecido. Casi sentía deseos de reír dentro de su inválida anatomía.
Habéis Activado la imago de Raquel, estúpidas. Sin duda, Akelos las intercambió mucho antes de morir. ¿Cómo lo haría…? Borró los nombres, los trastocó, hundió su propia figura en agua, se Anuló a sí misma, y guardó la de Raquel, que es la que hundisteis en el acuario y la que ahora habéis Activado… Pero Raquel no estaba muerta: se encontraba aquí, en el interior de la muchacha. En esto consistía todo el plan: en traernos aquí y aguardar este momento…
La verdadera Raquel era de estatura más baja que la muchacha, aunque su complexión era perfecta. Tenía los cabellos cortos y pajizos. Rulfo solo podía verla de espaldas.
Y una de vuestras leyes afirma que no puede haber dos damas de igual jerarquía dentro del coven… porque la más antigua prevalece.
Las damas dejaban paso a la recién llegada entre miradas reverentes y silencios trémulos. Rulfo no podía ver la expresión de Saga, pero rogaba por que fuera la que estaba imaginando.
En el oscuro interior del cuerpo de Jacqueline, los ojos que nunca parpadeaban vieron aproximarse a Raquel y se despidieron de la luz.
Ya no era Raquel tan solo. Era, de nuevo, Saga. Y Jacqueline contempló fascinada el majestuoso porte de su figura, sus movimientos adamados y la seriedad funérea de su rostro, donde los ojos brillaban como hidrófanas. Sintió su propia debilidad, su nulidad, y comprendió que volvía a ser, otra vez, su secular sirviente. Y Saga se acercaba a ella con parsimonia de reina. O de tigre.
Pese al terror profundo que sentía, no pudo dejar de asombrarse del magistral y simple plan de Akelos, la trama que la Dueña del Destino había sabido tejer. Todo se hizo evidente para ella, tan evidente que, además de terror, la invadió cierta exultante emoción. Agradecía profundamente el conocimiento, y por fin conocía.
Supo por qué ninguna de ellas había podido ver la imago: sus esfuerzos iban dirigidos a la imago de Akelos, pero no se trataba de la imago de Akelos. Supo la razón por la que Raquel había recobrado la memoria: la imago que había sacado del acuario era la suya, y al dejarla fuera del agua los recuerdos habían empezado a emerger también. Supo, asimismo, por qué Akelos había reclutado al receptáculo mediante aquellos sueños y provocado su encuentro con Raquel y el robo de la figura: era preciso que abrieran un acceso al coven y se presentaran allí esa noche. Comprendió por qué Raquel había tenido que recorrer aquel largo y doloroso camino de regreso: si no lo hubiera hecho, la simple devolución de sus poderes a una mente como la de la muchacha, la habría matado. Ahora, por fin, lo sabía todo.
Akelos, simplemente, había cambiado de sitio las palabras sobre las figuritas de cera y había depositado versos para impedir que alguien lo averiguara. Genial: cuando las palabras cambian de lugar, no existen palabras para saberlo.
Había estado preocupada todo el tiempo por la figura errónea.
Una certeza aún mayor la sobrecogió entonces: Akelos había adivinado que el coven expulsaría a Raquel y que ella, Jacqueline, tomaría el poder, y lo había preparado todo para frenar ese proceso. No existía, no había existido nunca otra traidora desde el principio que Akelos. Aun desde su muerte, aun Anulada, había manejado los hilos para conseguir… ¿qué? Hacer regresar a la expulsada Saga y eliminarla a ella. Admirable.
Y, si eso era cierto, entonces, el hijo de Raquel…
Conmocionada por aquella última revelación, cayó de rodillas al tiempo que se despojaba del símbolo, el pequeño espejo de oro, y lo tendía hacia su antigua reina. Sabía perfectamente cuál sería su destino. Sabía que Raquel tendría menos piedad de la que ella había tenido con la muchacha: la convertiría en algo peor que un cuerpo de ajena, haría algo mucho peor que azotarla, entregarla a los ajenos, humillarla o torturar y matar a su ser mas querido. La pavorosa venganza que ya vislumbraba, el castigo que sin duda le infligiría, la hacía temblar, entrechocar los dientes, respirar con dificultad. Pero el hecho de haberlo comprendido todo por fin añadió a aquellas expresiones un gesto que nunca hubiese podido anticipar.
Sonrió.
La dama número doce, recién entronizada, cogió el símbolo, lo colgó de su cuello y contempló a su antigua servidora arrodillada a sus pies: semejaba una jovencita muerta de frío, una excursionista escolar que hubiera extraviado toda su ropa en algún lugar del bosque. Ya no era otra cosa.
No deseaba hablarle. Ni mirarla siquiera. Tenía muchos y muy complejos planes de venganza, pero disponía de tiempo para ejecutarlos. Decidió hacerle, sin embargo, una pregunta. La única que le haría jamás. Las últimas palabras que le dirigiría antes de desplomar como un alud todo el dolor posible sobre lo que ya no era sino una frágil criatura desnuda. Las pronunció sin emoción, entre dientes, con un leve susurro.
– ¿Por qué mataste a mi hijo?
Le sorprendió recibir la inmediata respuesta.
– Por la misma razón que tú lo concebiste, aunque no lo sepas -Jacqueline no se atrevía a alzar la mirada, pero siguió sonriendo-: para que Akelos pudiera eliminarme.
Lejos de ellas, los ojos de Rulfo se cerraban. Le agradó despedirse con una última imagen: la mujer obesa, apartada de las demás, pálida, temblorosa, buscando ayuda inútilmente, sabiendo que el destino ya la había sentenciado, al igual que a Saga…
Pero mientras los cuerpos de las damas y la hierba sobre la que se hallaba tendido empezaban a convertirse en un mismo crepúsculo para él, y la oscuridad, como una pieza final, encajaba en sus pupilas, un nuevo sentimiento le asaltó, extraño, inexplicable: le pareció que vivía una alucinación. Que había enloquecido tras la muerte de Beatriz y que todo aquello («brujas», «Versos de poder», «Venganzas sobrenaturales») no era sino el resultado,
la conclusión última
de
su
locura.
Se hundió en las tinieblas con aquella certeza.
Emma lo visitó durante las vacaciones de Navidad y lo encontró desmejorado. Había perdido el apetito y parecía sumergido en una gélida apatía. Sin embargo, también había dejado de beber. Era como si se hubiese vaciado de vicios y virtudes en algún momento del año anterior y ahora estuviera esperando volver a llenarse con nuevas cosas.
– ¿Desde cuándo llevas así? -Él se encogió de hombros sin responder.
Creía conocerlo bien: su hermano era muy apasionado, quizá en exceso, pero tras la muerte de aquella chica a la que amaba, hacía más de dos años, toda su energía parecía haberse precipitado en un pozo muy profundo del que ya ni siquiera intentaba salir. Comprendió que necesitaba algún tipo de ayuda, se puso en contacto con sus amigos de Madrid y le dijo que pensaba pagarle una terapia psicológica en un gabinete especializado. Para su sorpresa, él aceptó.
El martes de la semana siguiente, a la salida del trabajo (había logrado encontrar un pequeño empleo de limpieza en una escuela. Su hermana había puesto el grito en el cielo, pero él le había asegurado que así era feliz. No quería trabajar de profesor. No quería enseñar literatura. Ahora limpiaba los suelos, y le agradaba el esfuerzo físico), cayó en la cuenta de que tenía la primera cita en el gabinete. No deseaba disgustar a Emma faltando el primer día, de modo que cogió el coche y se dirigió allí.
Nada más cruzar las puertas correderas de cristal flanqueadas por dos pequeños abetos se quedó inmóvil contemplando el vestíbulo. Un instante después se acercó a la recepción poseído por una viva sensación de inquietud. «Centro Mondragón», se leía en la placa sujeta con un imperdible en la blusa de la recepcionista. Dio su nombre y la chica tecleó en el ordenador.
– Tiene cita con la doctora Jiménez Pazo en la primera planta. Sala E1.
Se disponía a agradecerle la información, pero, de improviso, volvió a quedar paralizado.
– ¿Qué sala ha dicho?
Ella se lo repitió. Si la expresión del hombre le extrañó, no dio muestras de ello. Sin duda pensaba que era precisamente la gente extraña la que acudía a sitios así.
Avanzó por el pasillo como en un sueño. No sabía lo que le ocurría, se encontraba muy nervioso, las palmas de las manos le sudaban. Se tranquilizó un poco cuando subió en el ascensor, pero al llegar a la primera planta volvió a detenerse ante la fila de espejos que decoraban el corredor. La puerta E1 se reflejaba en el primero. Llamó suavemente con los nudillos y una voz lo invitó a pasar.
La doctora Sofía Jiménez estaba sentada tras el escritorio. Era una mujer de rostro alegre y ojos brillantes. Pero cuando Rulfo se sentó frente a ella no la miró: clavó la vista en la pared que tenía detrás, como buscando algo.
– Perdone, ¿han quitado… una orla de esa pared?
La psicóloga enarcó una ceja. De todas las formas sorprendentes que sus pacientes tenían de comenzar una terapia, la de aquel sujeto, sin duda, se llevaba el premio.
– ¿Una orla?
– Sí… Algo así… Un diploma o…
– ¿Ha estado antes aquí?
Rulfo se quedó callado. Luego dijo:
– No. Me habré confundido.
– Podría ser, perfectamente -le ayudó ella, sonriendo-. Yo soy nueva. Hace un mes esta consulta estaba ocupada por otro compañero. Tenía, por supuesto, sus propios diplomas en la pared. Por eso se lo he preguntado.
Rulfo asintió. Comenzó la terapia.
Pronto descubrió que le agradaba aquella mujer. No era bella, no tenía una mirada profunda o especialmente hermosa, pero era una extraordinaria conversadora, su sonrisa iluminaba todo su rostro y sus respuestas eran atinadas e inteligentes. Sin embargo, a él le gustaba, sobre todo, su sonrisa. A veces le daba la impresión de que contestaba agudezas solo por verla fabricar una vez más aquel gesto.
– Es usted un hombre muy silencioso -la oyó sentenciar durante la segunda sesión.
– Todos lo somos por dentro -replicó.
– Pero, por fuera, pocos lo son como usted.
Rulfo no quiso responder a eso. Se le había ocurrido pensar que en el interior de los cuerpos no había luz y apenas sonido: solo los latidos del corazón. Las palabras, sin embargo, no venían del cuerpo. Las palabras provenían de regiones remotas y visitaban la mente de los hombres.
Y en aquel momento, palabras e imágenes nuevas lo estaban visitando.
Pero no quiso decírselo.
Otra de sus costumbres era dar un paseo hasta el ambulatorio de Chamberí y esperar a que el doctor Ballesteros terminara su consulta. Al principio, esto lo hacía un par de tardes por semana; luego limitó sus visitas a una cada mes o dos meses. Pero siempre era bien recibido. El médico y él se marchaban juntos, se sentaban en alguna cafetería a beber cualquier cosa menos alcohol y charlaban. A Ballesteros le agradaba aquel joven reservado y culto de mirada oscura. Eran amigos desde que Rulfo se había presentado por primera vez en su consulta, a mediados de octubre del año anterior, a causa de unas extrañas pesadillas que ya no habían vuelto a repetirse, de lo cual Ballesteros se congratulaba.
Aquella tarde, Ballesteros le mostró las fotografías de su primera nieta. Tenía en el rostro la sonrisa orgullosa del abuelo debutante, era un hombre repleto de felicidad y quería compartirla con Rulfo. Tras celebrar la belleza de la pequeña, Rulfo dijo:
– Mi hermana me está pagando unas sesiones de terapia psicológica en un centro privado. Dice que me encuentra deprimido.
– Ha hecho bien. ¿Y cómo te va?
– Me siento mucho mejor. He asumido ya lo de Beatriz.
El médico enarcó las blancas cejas en un gesto de admiración. Pocas veces su amigo había logrado mencionar el nombre de aquella chica sin echarse a llorar. Interpretó el paso como un elemento de mejoría.
– Eso es estupendo -dijo.
– Pero hay algo mas. -Rulfo lo miraba con fijeza-. Asistir a esa clínica me ha hecho recordar cosas… Datos olvidados. No me mires así, no estoy loco. Me he encontrado con una especie de cabo suelto, he tirado de él y ahora lo sé todo…-De repente se acodó sobre la mesa del café y habló en otro tono-. Eugenio, ¿recuerdas las pesadillas que tuviste en noviembre pasado? ¿Esas que me contabas…?
Ballesteros frunció el ceño.
– Lo único que tuve en noviembre pasado fueron unas jaquecas muy fuertes. Pero ya estoy bien, y lo sabes.
– Pero también unas pesadillas… Soñabas con un bosque lleno de sangre, unos ojos brillantes, una niña rubia que vivía bajo tu cama…
– Ah, ya -Ballesteros se echó a reír-. Eran sueños referidos a Julia. Pero se terminaron. Yo también he empezado a asumir lo mío.
No parecía ser ésa la respuesta que su amigo esperaba. Se inclinó más hacia él.
– ¿No recuerdas a una chica de pelo negro y largo, muy hermosa…? Oh, bueno, ya sé que no. -Hizo un gesto, interrumpiendo la réplica de Ballesteros-. Yo tampoco recordaba nada hasta hace unos días. ¿Sabes lo que creo…? -Titubeó como si no se atreviera a añadir nada más. Pero dijo-: Creo que nos borró la memoria. Por completo. Y lo hizo para salvarnos.
– ¿A quién te refieres?
– Era lógico. No podíamos seguir vivos sabiendo todo lo que sabíamos, pero no quiso matarnos. Te hizo revivir, curó nuestras heridas, borró todos los rastros de lo sucedido, incluyendo nuestros recuerdos…
Los ojos grises del médico estaban abiertos como platos.
– Salomón, ¿estás seguro de que esa terapia ala que vas es efectiva?
Rulfo no contestó. La imagen de ella inclinándose sobre Ballesteros y luego sobre él, para después alejarse en dirección al grupo, era lo último que su mente albergaba al despertar en su propio dormitorio aquel domingo de noviembre del año anterior. Siempre había creído que se había tratado de un sueño, pero ahora estaba casi seguro de que todo había sido muy real: las damas, la tragedia de César y Susana, la verdad sobre Beatriz Dagger… Casi seguro. Aunque, para seguir con vida, tenga que continuar creyendo que lo he soñado, pensó.
Y con idéntica certidumbre supo, contemplando el asombrado semblante de su amigo, que ellas ya no los molestarían jamás, por que habían dejado de importarles. Habían importado mientras formaban parte del plan, de las palabras, del verso. Pero ya eran simples personas. Y seguían viviendo.
Se preguntó vagamente si también ella sería feliz, y deseó que así fuera. Ahora que volvía a liderar el grupo, quizá había encontrado el lugar eterno que le correspondía. Incluso era probable que la antigua Akelos hubiese regresado también. En cuanto a su hijo… ¿Qué le había dicho ella aquella noche, antes de que viajaran al bosque? «El destino siempre es olvidar.» Tenía razón, y ahora lo comprendía. La vida, la verdadera vida, se encontraba en el presente, capturada en una polaroid sobre la mesa, con sus grandes ojos abiertos al mundo. La primera nieta de Eugenio Ballesteros.
– No te preocupes. -Sonrió-. Estoy bien, Eugenio. Y todo ha terminado.
Su amigo le miró en un silencio breve, íntimo y afectuoso como un abrazo.
– Me alegro, fuera lo que fuese -dijo por fin.
La compañía de Sofía Jiménez le agradaba cada vez más. Y era evidente que el sentimiento era recíproco. Un día, ella le habló con franqueza: era divorciada, no pretendía emprender una nueva relación de amores y fracasos mutuos. Solo deseaba mucha amistad, un poco de pasión, inmensa comprensión. Era justo lo que Rulfo quería, y así se lo dijo. Siguieron viéndose, y a ella le hizo feliz, especialmente, un detalle.
– Aún no me has dedicado ningún poema. Y eso que dices que eres poeta. Pero no creas que te lo reprocho: me agrada. Lo contrario hubiera sido una inmadurez.
A partir de ese momento empezó a darle vueltas al tema Una tarde soleada, recién entrada la primavera, abrió un cuaderno y se enfrentó a la página en blanco. Le invadió una sensación familiar. Cogió un lápiz. Supo que aquél sería, sin duda, su último poema. Ya sentía llegar el silencio, el silencio de cuerpo de nube y colores de sueño. Pensó que quizá viviera muchos años más. Incluso era posible que llegara a ser tan feliz como Ballesteros lo era con sus hijos, pero ya nadie le arrebataría aquel hondo silencio del cuerpo.
Amado silencio.
Empezó a escribir.
En la ventana aún dura el sol
Ya no hay palabras
Sentir
De repente se detuvo. Le ocurría algo.
Comprendió que carecía por completo de inspiración. Las Musas me han abandonado. Del todo. Constatar aquella ausencia casi le hizo reír. Sin embargo, siguió escribiendo.
Desciendo
Solo desciendo
Y qué veo
Qué es lo que veo
Ahí
Abajo
Qué
?