Vestía una túnica negra hasta los pies y parpadeaba como si realmente acabara de despertar de un sueño profundo. Al ver a la muchacha corrió todo lo rápido que le permitía la longitud de la prenda y se abrazó a sus piernas. Se extrañó de que ella no lo abrazara. Alzó los ojos y la vio llorar.
– Se ha pasado durmiendo toda la tarde -comentó Saga en tono alegre.
– Saga -murmuró Raquel-, por favor… -El llanto le impidió continuar. Apartó el rostro de la mirada de su hijo. Deseaba abrazarlo; hubiera dado cualquier cosa por tener las manos libres y envolver con ellas aquel cuerpo menudo y frágil.
– ¿Has visto lo nerviosa que está tu mamá? -Saga se agachó junto al niño-. Vamos a tranquilizarla. Dile si te hemos hecho daño desde que estás con nosotras. Vamos, díselo… Lamento haberte despertado, pero, ya sabes… A tu madre le iba a dar un patatús si no te veía… Creía que habíamos… ¡Yo qué sé, que nos habíamos comido tu cabeza…! Ahora que ha comprobado que estás bien… En fin, supongo que podremos reanudar nuestra charla. Déjanos un momento, ¿de acuerdo…? No te estoy pidiendo que te marches, hombrecito, sino que te retires unos cuantos pasos para que mamá y yo podamos seguir hablando…
– Obedécela -pidió Raquel.
El niño la miraba como intentando leer sus pensamientos. Una tristeza madura flotaba en sus pequeños rasgos. Entonces dio media vuelta y se alejó hacia el centro del cenador arrastrando la larga túnica negra. Sus movimientos asustaron a las mariposas.
– Saga -Raquel habló con rapidez-: Voy a colaborar… Yo misma te llevaré a donde está la figura y te la daré para que destruyáis lo que queda de Akelos…
Había improvisado una estrategia desesperada. Más que estrategia era casi un convencimiento. Le había dicho la verdad: ignoraba por qué había hecho todo lo que había hecho. Pero ya no le quedaban fuerzas para seguir obedeciendo sus impulsos. Ahora solo deseaba pensar por sí misma e intentar salvar la vida del niño, y eso era justo lo que se proponía hacer. Se aliaría con ella, se entregaría por completo a su torturadora. Le resultaba repugnante, pero no veía otro remedio.
– Haré todo lo que quieras -agregó.
– Magnífico.
– Podemos ir ahora mismo. O envía a alguien a comprobarlo. La imago está escondida en un zócalo del dormitorio de mi apartamento… Se me ocurrió dejarla allí, tenía miedo de que me la quitaran…
– Perfecto.
De repente Raquel se quedó mirándola.
Ni siguiera me escucha. Tan solo me observa.
– Compruébalo cuando quieras. ¡Por favor, compruébalo…! Soy tu aliada… Me someto a tu voluntad, soy tuya…
– Es una decisión afortunada.
– No te burles de mí, por favor…
– ¿Burlarme…? ¿Quién se está burlando de quién…?
– Te he dicho que me someto a tu voluntad…
– Y yo he dicho: «Es una decisión afortunada. -Saga se volvió hacia las damas como exigiendo algún tipo de respaldo-. ¿Quién de vosotras cree que me burlo…? ¡Cómo puedes pensar semejante cosa, Raquel…! ¡De qué forma tan perversa lo entiendes todo…! ¿Dónde, en qué parte de mi cara o mis palabras, has percibido una burla? -La expresión de Saga era de suave reproche-. ¿Acaso quieres acusarme de tus propias culpas…? Te dije que tu hijo se encontraba bien, y aquí lo tienes. Te dije que no le haríamos daño, y no se lo haremos. A diferencia de ti, yo cumplo mi palabra. No me considero tan importante como para decidir por encima del grupo. No convierto mis juramentos en humo, como tú hiciste cuando te atreviste a procrear…
Raquel se había desmoronado. Solo las ataduras de flores impedían que cayese al suelo. Sus rodillas no la sostenían. Intentó, pese a todo, pensar con frialdad. El niño, de pie en el centro del cenador, inmensamente triste dentro de su túnica negra, la miraba.
No pierdas los nervios. No se atreverán a hacerle daño.
– ¿Quién se ha creído siempre más importante, más fuerte que ninguna? ¿Quién nos ha despreciado hasta el punto de intentar ocultarnos su traición…?
no lo tocarán. Lo decidieron. Lo decidieron.
– ¿Y ahora dices que me burlo…?
A él no. No se atreverán. No
Temblaba y lloraba sin control. El mundo que contemplaba era una lluvia de candelabros y bellas mariposas.
– No voy a caer en la trampa de enfadarme… -agregó Saga-. No, no voy a enfadarme por esto, como tú desearías. No voy a darte la excusa que necesitas para alimentar tu odio…
La música volvió a nacer en el interior de la casa: suaves valses. Como si ésa fuera la señal que esperaban, las damas comenzaron a retirarse. Saga se acercó a la muchacha y sonrió.
– Ya está todo dicho, todo hablado… Ya sabemos lo que podemos esperar de ti. Ahora debemos terminar. Confío en que por fin hayas comprendido que no tienes nada que temer de nosotras… -Por un instante ambas se miraron-. Ea, despidámonos con un beso… -A la muchacha aquella orden no le pareció más ni menos cruel que otras muchas. Inclinó el rostro (era bastante más alta que Saga) y acercó los labios. No sintió nada especial-. Oh, bésame mejor -pidió la joven, sonriendo. Raquel introdujo la lengua y permaneció un instante acorralando la tibia y quieta mucosa, acariciándola y aspirando su aliento. Luego Saga se apartó y habló en otro tono-. Cuánto daría por obtener de tus ojos lo que obtengo de tus labios. Pero tus ojos te superan con creces: no son cobardes, no besan nunca. Están ahí, invencibles, aferrados a sí mismos… Cuánto daría por quebrar esa dureza. O por poseerla. Pero ¿qué puedo hacer…? -Sonrió, casi como invitándola a responder a aquella ardua pregunta-. Te he oído decir: «Soy tuya». ¿Qué otra cosa puedo hacer…?
De improviso ocurrió algo.
Una sombra. Una certidumbre
abatiéndose sobre ella
como un halcón sobre la presa.
Fue como si los ojos de Saga se abrieran como dos cortinas y le permitieran vislumbrar durante una fracción de segundo lo que yacía detrás. Y lo que creyó ver allí la derrotó.
Quiere darme el último golpe, y todo lo que yo pueda hacer o decir es inútil. Aquel pensamiento oscureció su mente. No servirá de nada. Aunque me arrastre y le suplique. No hay remedio.
– He perdido la esperanza -dijo Saga con un suspiro-. No hay remedio.
Movió la cabeza tristemente. Raquel seguía mirándola con ojos aterrados.
Es inútil.
– Es inútil -dijo Saga y dio media vuelta.
De pronto el pánico la dominó. Tiró de las ataduras, desesperada.
– ¡Saga, mátame! ¡Mátame ahora mismo, por favor…! Jacqueline…!
Casi todas las damas habían desaparecido ya. Saga las siguió y. entró en la casa.
Solo la mujer obesa se había quedado rezagada. Se inclinaba hacia el niño con el medallón de macho cabrío colgando entre sus pechos.
– ¡Cada vez que me acerco, tú te alejas…! ¡Quédate quieto en algún sitio, que solo quiero hablar contigo, mocoso…! ¿Quién podría enfrenar a este potrillo…? ¡Ay, miras como una vaca frisona! ¡Qué ojos más grandotes…! ¿Sabes a quién te pareces…? A tu mamá, cuando nos miraba fijamente… Sí, igual que tu madre… No la de ahora, claro, esta estúpida llorona, sino la antigua, la verdadera… ¿La recuerdas?
– No -dijo el niño.
– ¡Pues tendrías que haber visto qué mirada…! Tú has salido a ella, te lo aseguro. Vas a ser un jovencito enloquecedor, ya verás. Las chicas no te dejarán en paz… Bueno, tu madre era muy mandona también, hay que reconocerlo… Ahí donde la ves, llorando como una idiota, y era de cuidado tu mamá…
– Mi madre no es idiota -dijo el niño.
– Es una forma cariñosa de expresarme… -De repente la mujer se incorporó de un salto y giró hacia la casa-. ¿Queréis hacer el favor de bajar la música…? ¡Así no se puede hablar…! -Resopló, se ajustó las gafas en el puente de la nariz, retornó al niño y sonrió con dientes manchados de carmín-. Se creen que a todas nos gusta bailar, y no es así. Algunas preferimos conversar, ¿no es cierto…? Lo único puro son las palabras. Solo los versos merecen la pena.
– Maleficiae… -gimoteó Raquel.
Deseaba que todo pasara lo más pronto posible, pero sabía que ni siquiera eso le sería concedido.
Todo pasaría muy lento.
– Maleficiae, por favor…
– ¿Quieres callarte y dejarme charlar un rato con el pequeño…? Qué pesada es tu madre… ¿Puedes soportarla…? Bah, no le hagamos caso, a ver si así se calla. ¿Sabías que existe un país llamado México? ¿Y sabías que en ese país vive una serpiente que tiene cuatro narices…?
– Es mentira -dijo el niño.
– Es más verdad que el mundo. Que se me rompan las bragas si miento. Cuatro narices. Me pregunto para qué querrá cuatro: ¿olerá cuatro cosas diferentes a la vez…? Se llama nauyaca, y es capaz de comerse a sí misma…
– Ma-male-ficiaeee… No…
– Te haré una pregunta… -Cogió la carita del niño entre sus manos de uñas pintadas-. ¿Quieres dejar de mirar a tu mamá…? Odio que no me escuchen cuando hablo, guapo… Voy a hacerte una pregunta, presta atención: ¿qué es lo único que jamás podría comerse una serpiente que se comiera a sí misma?
– La cabeza -respondió el niño.
– ¡Eso es! ¡Qué listo eres…!
– Por fa fa-vor… Por…
– ¡Cállate de una vez¡ -chilló la dama en dirección a la muchacha y susurró unas cuantas palabras inglesas. De repente Raquel sintió que seguía moviendo la boca, la lengua y la garganta, pero no lograba hablar. No emitía sonido alguno. Su llanto también había enmudecido-. Esto es otra cosa. Qué tranquilidad, qué silencio… ¡Oh, no pongas esa cara, pequeño, no le he hecho nada a mamá…! Solo le he quitado el sonido… Conocía un viejo verso sasánida en lengua pelvi que hubiera logrado lo mismo en menos tiempo, pero ya soy vieja y no lo recuerdo. No obstante, mejor esto que nada… ¡Pero, mírala…! Ahora que no puede gritar, no quiere cuentas con nosotros, ¿te has fijado…? ¡Qué falta de consideración, cerrar los ojos…! -Recitó otro verso, esta vez en francés, y los párpados superiores de Raquel se abrieron y tensaron con la fuerza de muelles de acero, como amarrados a los balcones de las cejas. Sus ojos emergieron grandes, empavorecidos y quietos como gemas de ónice.
No podía cerrarlos.
No podía dejar de mirar. No podía gritar.
– Así está mejor -dijo la mujer, y se volvió otra vez hacia el niño.
Rulfo movía la cabeza, asintiendo. Todo le parecía correcto. Se encontraba en un estado no demasiado feliz pero sí adormecedor, esa clase de letargo que sucede al orgasmo. Le hubiese gustado sentarse, ya que llevaba mucho tiempo atado y de pie, pero hasta eso parecía a punto de tener remedio: los gentiles mayordomos habían anunciado que le quitarían las ligaduras.
Por otro lado, era satisfactorio comprobar que Raquel había dejado de gritar y llorar. Una «tranquilidad», como decía la mujer obesa de las gafas. Ahora todo transcurría con placidez: la infinita variedad de polillas y mariposas nocturnas hechizaba la vista, la temperatura era excelente, se escuchaban valses, conversaciones y carcajadas provenientes de la casa y canto de cigarras en el jardín. Por si fuera poco, los mayordomos habían empezado a desatarle. ¿Qué más podía pedir?
Agachada junta a él, la señora de las gafas dibujaba o escribía algo en el pecho del niño desnudo. Rulfo los contempló con divertida curiosidad.
– Estás delgaducho. -Al tiempo que hablaba, la señora se aplicaba en trazar las pequeñas letras con una caligrafía sorprendentemente buena mediante la uña de su dedo índice-. Te aseguro que si vivieras conmigo no ibas a estar así… Hago una bouillabaise que te chuparías los dedos. Pero los buñuelos de viento son mi especialidad…
Rulfo reconoció el verso incluso antes de que estuviera completo y lo aprobó con un movimiento de cabeza. Era uno de los poemas más hermosos que conocía.
Amada en el amado transfor
– Qué piel más blanca, qué fácil escribir sobre ti… ¿Sabes qué es esto…? Una bellísima línea de san Juan de la Cruz… ¿Te suena ese nombre…? Oh, era un señor muy bueno y muy santo que componía poemas entre deliquios místicos… Te contaré un secreto: cuando se inspiraba, sus ojos se convertían en rombos, en losanges negras, y se sentía arrebatado como por las garras de un neblí… ¿Puedes creerlo? Fue muy santo, desde luego, pero también algo pendón, aunque solo en su juventud…
Los amables mayordomos habían terminado de desatarlo. No sentía ni el más leve hormigueo, lo cual le resultaba sorprendente, ya que recordaba haber permanecido inmóvil varias horas seguidas. Lo cogieron de los brazos y se dejó llevar: sabía que se dirigían a la casa y estaba deseando participar en la fiesta. Solo se detuvo para invitar a Raquel a acompañarle, pero cuando se volvió hacia ella quedó asombrado: la muchacha tenía los ojos desmesuradamente abiertos y miraba al niño con extraña y perturbadora expresión. Pese a su estado de absoluto bienestar, Rulfo se sintió un poco inquieto.
– Perdddón -murmuró con lengua pastosa, e hizo amago de acercarse a ella, pero los mayordomos se lo impidieron entre sonrisas.
– Venga con nosotros y veremos qué se puede hacer -sugirió uno de ellos.
Le pareció buena idea buscar ayuda en el interior de la casa. Se dejó conducir. A su espalda escuchó la voz de la señora declamando: Amada en el amado transformada. Quiso volverse para indicarle que así no se acentuaban esas palabras, pero ya habían llegado a la luminosa terraza.
La fiesta se encontraba en todo su apogeo. Rulfo cogió una fina copa de champán y deambuló con parsimonia de un salón a otro. Nunca había presenciado un acontecimiento de aquellas características, y lo más sorprendente era que nunca había deseado hacerlo. Pero, ahora que por fin participaba en uno, lo encontraba muy agradable, incluso sensual. Todo, desde los dibujos de las alfombras hasta el brillo satinado de los vestidos de las mujeres, le atraía. Temió al principio que alguien se burlara de él o adivinara que no estaba a la altura de las circunstancias, pero no sucedió nada de eso. Pronto se dio cuenta de que no solo lo admitían sino que, por sus expresiones y gestos, cabía deducir, incluso, que se preocupaban de su comodidad.
En uno de los salones sonaban valses en un piano de pared aporreado hábilmente por un tipo cuyo esmoquin resultaba algo grande. Los invitados dejaban las copas donde podían para lograr aplaudir. Otro hombre contaba chistes en francés coreado por carcajadas de placer. Rulfo se detuvo a escuchar, y de repente alguien se le acercó. Era una adolescente de pelo caoba ondulado y vestido de lentejuelas abierto por un costado. Sostenía una copa.
– ¿Se divierte?
Contempló aquellos ojos alegres, aquellos parpadeos aleteantes, aquel pequeño busto respirando en el borde del escote. Sonrió.
– Muchhho. -Aún se sentía un poco torpe, y eso le hizo enrojecer.
Pero a la adolescente no parecía importarle un rábano su forma de hablar. Se acercó más y, para su sorpresa, hundió los carnosos labios en los suyos. El beso fue más que agradable: despertó en él un inmediato deseo sexual. Le devolvió el juego de lenguas y de repente le pareció que podía hacerle el amor allí mismo, sobre la alfombra, delante de los invitados. La cogió del talle, pero la muchacha se alejó riéndose en un tono cantarín, ligeramente burlón, haciendo oscilar su delicada pedrería. A él no le ofendió aquel comportamiento. Pensó que era el más adecuado, teniendo en cuenta las circunstancias. Se trataba de una fiesta, no una bacanal. La gente se divertía pero no hacía nada incorrecto. Sin embargo, el contacto con la chica le había excitado. Decidió seguirla.
Se deslizó por la puerta y accedió a otro salón con mesas de bufé. Pero había demasiada gente y no lograba ver a la joven. Paseó junto a las mesas. Le ardían las mejillas. Le escocían. Recordó vagamente que alguien había dibujado o escrito algo sobre ellas, pero no recordaba qué. Le pareció gracioso.
De improviso descubrió a la adolescente al otro lado de las mesas, tras un zigurat de canapés. Ella le sonreía. Decidió que era muy bella. Algo estrábica, quizá, pero sus ojos destellaban como luceros y sus labios parecían peonías de sangre. Estaba llevándose a estos últimos una especie de bayonesa donde la cidra se derramaba por el borde. Mientras masticaba se alejó sin dejar de mirar a Rulfo, tamborileando sobre la mesa con sus pequeños dedos, como si estuviera dudando acerca de qué otra vianda elegir, y desapareció por una puerta remota. Esta vez no irá muy lejos, pensó él, divertido.
Alguien había empezado a recitar algo en el salón: La elipse de un grito /va de monte /a monte. Creyó reconocer un poema de Lorca pero no le prestó atención. Llegó a la puerta y descubrió un pasillo alfombrado. Al fondo, otra puerta se cerraba con un centelleo de lentejuelas. Sonrió y se dirigió hacia allí. Al abrirla encontró algo inesperado.
Oscuridad absoluta, densa, impenetrable.
Balbució algunas palabras, pero no obtuvo respuesta. Sin embargo, desde algún lugar le llegó un ajetreo de sedas arrojadas al suelo. Aquella simple percepción le hizo jadear. Sin importarle la enorme tiniebla, entró y cerró la puerta. Estaba casi seguro de que se trataba de una habitación pequeña. No descubrió interruptores. Dio un paso, luego otro. Tuvo la certeza de que la muchacha lo aguardaba allí dentro, desnuda. Sintió moverse algo a sus pies. Acercó la punta del zapato y tropezó con un objeto recio. Se agachó y lo tocó: textura de ropaje, dureza de lentejuelas. Sin embargo, la muchacha no se lo había quitado, obviamente, porque el vestido se movía. Pensó que podía ser la zona de la cintura, pero resultaba demasiado estrecha, larga y fría, y se deslizaba bajo la palma de sus manos.
Todo aquello le inquietó. Se levantó y retrocedió buscando la salida. A su espalda escuchó, inesperadamente, la voz de la chica, al tiempo que una risita:
– ¿Adónde vas…?
Pero él ya había abierto la puerta y salía, tambaleante, a la claridad. No comprendía lo que había ocurrido y no le importaba. Deseaba vivir otras experiencias. Aquella fiesta resultaba, en conjunto, ciertamente inusual, pero muy agradable.
Cuando regresó al salón se detuvo. Una mujer de pelo completamente blanco, anciana pero todavía hermosa, de ojos como topacios, vestida con un anacrónico modelo del XIX, se había sentado al piano. Recibió aplausos cuando sus delgadísimos dedos escalaron las teclas, iniciando una tonada muy suave que él reconoció enseguida -«Tenderly»-, al tiempo que cantaba con la voz humosa de una buena imitadora de Billie Holiday.
The evening breeze caressed the trees… tenderly.
The trembling trees embraced the breeze… tenderly.
Then you and I came wondering by
and lost in a sigh… were we.
Su forma de cantar fascinaba a Rulfo. Se quedó allí parado, deseando únicamente escucharla. La anciana pareció percatarse de su fervor, porque durante la pausa entre las estrofas le regaló el guiño de uno de sus densos y brillantes topacios.
The shore was kissed by sea and mist… tenderly…
Aquella música lo sumía en una ondulación de placer, un ensueño tan delicado como una filigrana de plata. Sin embargo, pese a que estaba pendiente de cada gesto de la intérprete, percibió algo con el rabillo del ojo. Se volvió y comprobó que, por casualidad, se encontraba de pie junto a una ventana. Lo que le había distraído era un movimiento en el cenador del jardín.
La escena que contempló allí retuvo su atención durante más tiempo del que había pretendido en un principio.
En el cenador se celebraba otra especie de fiesta, al parecer más interesante, a juzgar por las mujeres desnudas de nalgas lunadas y blancas como cruasanes sin cocer que se aglomeraban bajo las guirnaldas. Por alguna razón, le pareció importante contarlas: doce. Estaban tan juntas unas con otras que resultaba difícil saber qué hacían. Entre los resquicios de sus cuerpos vislumbró a una chica de vestido rojo y pelo negro. Creyó conocerla, pero no pudo recordar su nombre.
Y frente a ellas vio
Your arms open wide
algo más.
and close me inside…
Se esforzó en averiguar qué era. Parecía una estaca enterrada en el césped. Y sobre ella, como clavado en la punta… Aguzó la vista. ¿Qué había?
You took my lips, you took my love
¿Qué era aquello, por Dios? ¿Un muñeco roto?
so tenderly…
La canción acabó con un arpegio cristalino y estalló una salva de aplausos que hicieron que Rulfo girara la cabeza. La anciana se inclinó y le envió un beso aéreo que él devolvió encantado. Cuando retornó a la ventana, alguien había corrido las cortinas.
Una pregunta, sin embargo, comenzó a asediarle. Una duda largamente postergada. Tenía mucha relación con lo que acababa de contemplar.
Deseoso de saber la respuesta, buscó a su alrededor y vio a un hombre gordo de cabellos blancos bebiendo champán. Se acercó a él, abrió la boca y emitió algunos sonidos desarticulados. El tipo lo miró con cierto desprecio y se apartó. Rulfo se maldijo a sí mismo por olvidar que había perdido la capacidad de hablar.
Alguien en el salón había empezado a recitar «El gusano conquistador» de Poe. En ese momento se sintió muy mareado. La luz comenzaba a ser derogada de sus ojos. Anduvo algunos pasos trastabillando hasta tropezar con otro hombre que no vestía de esmoquin sino una especie de largo caftán. El hombre le dijo algo y Rulfo intentó pedir disculpas, pero descubrió que ni siquiera sabía cómo hacerlo. Cayó al suelo de rodillas, entre una nubada de palabras inglesas. Mientras cerraba los ojos pensó en la pregunta que no había podido hacer.
Cada vez le parecía más urgente responderla, como si fuera vital, como si de eso dependiera su felicidad y su futuro y la felicidad y el futuro de muchos como él.
Siempre eran doce.
Doce.
Faltaba una.
Quería que alguien le dijera dónde estaba la que faltaba.