Se lo confesó todo. Le dijo que no se había limitado a matarlo: se había ensañado cruelmente y luego había sentido miedo. Le parecía que había hecho algo prohibido, aunque no creía que fueran remordimientos. Sabía que quitarle la vida, sin mas, a aquel hombre, era una especie de regalo inmerecido para él. Las cosas que le había hecho, la forma en que la había vejado durante años… Todo aquello reclamaba una venganza apropiada. Sin embargo, pese a repetirse a sí misma que no debía sentirse culpable, había tenido la extraña impresión de que no había sido ella quien había tomado la iniciativa en los peores momentos.
– No sé lo que me pasó. Fue como si me volviera loca. No lo entiendo.
Rulfo sí era capaz de entenderla. No necesitaba mas explicaciones que aquel hematoma que veía en su labio. Patricio la había explotado hasta el límite de la resistencia física y mental, y ella había decidido responder. El simple hecho de que ahora se sintiera tan horrorizada demostraba, a sus ojos, que no era ninguna asesina.
– No tuviste la culpa -dictaminó-. Solo te defendiste.
El comedor olía a jabón, como ella. La muchacha lo había limpiado antes de que él llegara, aunque todavía quedaban restos entre las baldosas, los zócalos y las patas de los muebles. Lo que más intrigaba a Rulfo era un grupo de velas casi consumidas adheridas a un plato sobre la mesa. Había detectado el inconfundible olor de la cera quemada nada más llegar, y le pareció que quizá la muchacha había necesitado mucha luz para limpiarlo todo. Sin embargo, a través de la tela estampada de la ventana penetraba aún bastante claridad.
En el suelo, entre ambos, brillaba el collar con el nombre de Patricio grabado en la delgada placa. Ella acababa de arrancárselo.
– ¿Dónde está? -preguntó Rulfo.
– En el dormitorio.
Fue hacia allí. El cadáver se encontraba en el suelo, junto a la cama, cubierto con sábanas. Le pareció una imagen escalofriante y casi simbólica, con aquellos espejos multiplicando la horrenda figura por la habitación. Pero, cuando se acercó y levantó un extremo de la sábana, comprendió que aún no lo había visto todo. Aunque para él era un hombre desconocido, tuvo la certeza de que ni su propia madre lo habría podido identificar.
Durante un instante permaneció contemplando aquella cosa y preguntándose qué iban a hacer a continuación. Ni pensar en llamar a la policía, desde luego. Eso solo les traería complicaciones, y quién sabe qué clase de cargos pesarían contra ella cuando se demostrara que había torturado a su víctima antes de matarla. Otra duda le inquietaba: ¿podía fiarse de Raquel? Lo ignoraba, pero deseaba hacerlo. Incluso comprendía el motivo por el cual le había dado un número de teléfono falso: era ella, a fin de cuentas, quien tenía razones más que suficientes para desconfiar de él, a causa de la vida que había llevado.
Tomó la decisión de repente, como acostumbraba, esperando tan solo que fuera lo mejor para ambos. Sacó un pañuelo y limpió todo lo que recordaba haber tocado. No le preocupaban tanto los rastros que hubiese dejado la muchacha: si carecía de papeles, lo más probable era que la policía no tuviera sus huellas. Pero no apostaba a que sucediera lo mismo con las suyas, y era importante que no lo relacionaran en modo alguno con aquel cadáver.
Cuando regresó al comedor, comprobó que ella no se había movido. Permanecía inclinada, contemplándose las rodillas, las abrumadoramente largas y blancas piernas desnudas, el pelo negrísimo desplomado sobre los hombros, la toalla como única prenda. Su belleza seguía pareciéndole turbadora. Necesitaba pensárselo dos veces antes de apartar los ojos del tropismo de su cuerpo.
– ¿Crees que los vecinos han podido oír algo? -le preguntó.
– No lo sé.
– Te diré lo que vamos a hacer: vendrás conmigo. Te esconderás en mi casa. No puedes esperar aquí a que alguien eche de menos a Patricio y caiga en la cuenta de que lo último que hizo fue visitarte.
– De acuerdo.
– Y otra cosa. ¿Tienes la figura que sacamos del acuario?
Ella demoró unos segundos en contestar.
– Sí.
– La quieren. Después te lo explicaré todo. Se trata de algún tipo de secta. Han registrado mi apartamento y me han amenazado. Te aseguro que saben hacerlo.
– Lo sé. -Le contó la visita del hombre de las gafas negras la noche anterior y el hallazgo de la figura. Quería ser sincera: le reveló, incluso, que había tenido que mencionar su nombre.
– Hiciste bien -dijo Rulfo-. Estamos metidos en esto los dos. Además, por ahora solo se han limitado a las amenazas. En cualquier caso, dame la figura. Debemos entregársela.
– ¿Por qué?
– Ya te lo he dicho: la quieren.
– No podemos hacerle eso.
– ¿A quién?
La muchacha pareció confundida un instante y buscó algún tipo de respuesta.
– A ella… A Lidia Garetti… No sé… La figura era suya.
– Eso no lo podemos saber.
– Era suya -insistió ella-. Ahora quieren quitársela.
– Eso no es asunto nuestro. Dámela. Es mejor que la tenga yo.
Sus miradas se enfrentaron. Los ojos de la muchacha chispeaban. Por un momento a él le pareció que se negaría. Entonces la vio levantarse de la silla y salir de la habitación. Regresó con algo en la mano y lo dejó caer en la palma extendida de Rulfo. Él contempló la figura sin rasgos con la palabra «Akelos» grabada detrás y la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
– No voy a arriesgar nuestras vidas por esto. ¿Vas a llevarte algo más?
– Sí -dijo la muchacha mirándolo fijamente-. Está en la habitación del pasillo.
– Pues cógelo, vístete y vámonos.
Ella seguía mirándolo.
– Voy a vestirme. Cógelo tú, por favor.
– ¿Qué es? ¿Una maleta?
– No. Lo verás enseguida, nada más entrar.
Rulfo salió al pasillo y se acercó a la puerta cerrada. Pensó que daba a otro pequeño dormitorio. Hizo girar el pomo con el pañuelo. Lo recibió una inesperada oscuridad. Quiso avanzar, pero un ruido de arañazos lo detuvo, como si dentro se ocultara algún animal. Se quedó en el dintel, sorprendido. Cuando sus pupilas se amoldaron a la tiniebla, distinguió un camastro en el suelo y otros objetos desperdigados.
Pero toda su atención se dirigía hacia lo que había al fondo de la habitación.
El niño le devolvió la mirada con ojos muy fríos.
Pese a que formaban un trío llamativo, pasaban desapercibidos en un barrio como aquél. Con todo, escogieron las horas nocturnas para aparecer.
El hombre fue el primero en salir. Era robusto, de baja estatura, y presentaba cierto aspecto de desaliño, con la descuidada barba negra y el pelo rizado, que, sin embargo, no menguaba su indudable atractivo físico. La camisa que llevaba no parecía apropiada para la temperatura de aquella noche de finales de octubre. Pero los que salieron tras él vestían de manera más extravagante. La muchacha, de larga cabellera negra, muy joven, llevaba cazadora de cuero, minifalda, medias y botas hasta el tobillo, todo con señales de uso frecuente. Caminaba abrazada a un bulto que, sin duda, era un niño en zapatillas abrigado con una chaqueta negra de adulto.
Atravesaron el patio en silencio. La frialdad del ocaso reciente aromaba la atmósfera por encima de los contenedores atestados y el olor a comida procedente de las minúsculas viviendas.
– Lo tuve muy joven. Casi cuando era niña. No sé quién es el padre.
Rulfo distinguía las sombras de Raquel y su hijo por el retrovisor. Las luces dispersas de los coches, que eran como prolongaciones de la ciudad, se reflejaban en los ojos abiertos del chaval.
– Vive conmigo desde siempre. Yo no quería que lo viera nadie porque pensaba que… que la gente que me visitaba podía… hacerle daño. Le había enseñado a no moverse de esa habitación…
A Rulfo le costaba concentrarse en el tráfico. Mientras escuchaba a Raquel, su mente retrocedía una y otra vez a la horrible imagen de aquel niño de apenas seis años encerrado en el miserable cuartucho con varios soldados de plástico repartidos por el suelo y un cubilete con comida y otro con agua. Le parecía espeluznante, como comprobar que el infierno existía. Aunque periódicos y televisiones daban a diario noticias así, comprendió que no era lo mismo contemplarlo a través de la protección de un papel o una pantalla que encontrarlo en la realidad cotidiana de su propia ciudad.
– Patricio era el único que lo sabía, y me hacía obedecer amenazándome con hacerle algo… Hoy quiso llevárselo y no se lo permití. Es la única razón por la que sigo viva. La única. Me habría matado si él no llega a estar conmigo, te lo juro. No dejaré que nadie me lo quite. Te lo juro.
Se percató de algo. La voz de la muchacha no parecía muy diferente de la que ya conocía, pero sus palabras sí. Se expresaba con más soltura, como si su vocabulario hubiese mejorado. Y su tono denunciaba una firmeza inusitada. Parecía haberse vuelto más fuerte, menos dócil.
Su casa continuaba convertida en un lamedal de objetos. Se disculpó, comenzó a recoger cosas y Raquel lo ayudó en diligente silencio. Luego Rulfo entró en la cocina y preparó una cena ligera a base de tortilla francesa y ensalada. Mientras ponía la mesa, descubrió que madre e hijo continuaban sentados donde él los había dejado, abrazados, silenciosos. Ella no tenía ropa para cambiarse, por lo que Rulfo le había dejado su albornoz de baño. El niño llevaba su propio y sucio pijama rojizo, y una de sus manitas se cerraba sobre el ramillete de soldados de plástico que había traído consigo.
– Bueno, no sé si tenéis apetito, pero yo sí -dijo Rulfo.
Le agradó comer con ellos, los tres sentados a la mesa. Observó al niño. Comía con las manos, parsimoniosamente, sin elevar la vista. Tenía el cabello pajizo y mal cortado, aunque parecía limpio. Sus sugestivos y grandes ojos azules y su fina boca rosada no eran de Raquel. Era muy hermoso, a su modo, pero resultaba obvio que había salido al padre, fuera quien fuese. Y existía otra detalle. Después de que ella le explicara la clase de horrenda vida que había llevado, Rulfo esperaba una expresión vacía, un temperamento apagado de borrego triste. Sin embargo, emanaba de su semblante y sus gestos una callada pero indudable personalidad, una dignidad que le sorprendió. El aspecto taciturno de su rostro no lograba socavar aquel aire casi majestuoso que lo rodeaba, incluso cuando, tras terminar en un santiamén los trozos de tortilla, inclinó la cabeza y recorrió el plato con rápidos lametones.
En un momento dado, el niño elevó la vista y sorprendió la mirada de Rulfo. Éste la apartó al instante, pero se dio cuenta de que el pequeño seguía mirándolo. Le sonrió en vano: la seriedad de aquellos labios era exhaustiva. En su carita no había vestigios de timidez o cobardía, pero sí una espantosa soledad y el recuerdo de un sufrimiento denso. Rulfo sintió un nudo en la garganta al pensar en la clase de vida que había generado aquella mirada. Cayó en la cuenta de que no sabía su nombre. Le preguntó a Raquel.
– Laszlo -dijo ella después de un titubeo.
Tras asegurar la puerta con la cadena y colocar delante una cómoda en previsión de visitas tan inesperadas como la de la noche anterior, Rulfo le propuso que durmiera con su hijo en la cama, y añadió que él se las arreglaría con el tresillo. Pero la muchacha se negó.
– No está acostumbrado a dormir con nadie. Dormirá mejor en el tresillo.
Lo decidieron así. Sin embargo, él no quiso dejar al niño solo en el comedor. Sacó unas sábanas, extrajo los cojines del tresillo y confeccionó una pequeña cama a los pies de la suya. El niño aguardó hasta que el lecho estuvo preparado y se acostó con los soldaditos en la mano. Se durmió enseguida. Cuando Raquel regresó del cuarto de baño y se introdujo en la cama, Rulfo apagó las luces.
El silencio se dilató en las tinieblas como una pupila.
Tenía muchas cosas que contarle: su encuentro con la niña, el teatro, las amenazas y el anuncio de aquella cita a la que ambos debían acudir (aunque aún no sabía cuándo ni dónde sería), pero comprendió que no era el momento apropiado para hablar de todo ello. Sin embargo, descubrió muy pronto que no podía dormir. Era imposible hacerlo al lado de ella. Aunque no la tocara, la sentía cerca, la oía respirar, percibía el longilíneo calor de aquel cuerpo perfecto. Se preguntó por un instante si lo que pensaba hacer estaría bien, con el niño tendido a los pies de ambos, y si a ella le apetecería. Pero reaccionó ante el impulso. Llevó una mano hacia la piel que yacía a escasos centímetros, una mano titubeante como una pregunta.
La muchacha, que parecía haberlo esperado, respondió girando en un silencio de planeta y le besó.
Todo había cambiado para ella.
Ya no se entregaba como un árbol vivo, las ramas de sus brazos en alto, intentando que los frutos de su cuerpo quedaran al alcance de los dedos que la invadían, consciente de que podía ser usada de muchas maneras, incluso golpeada o azotada. Había liberado su carne de las perdurables anillas que Patricio había engastado sobre ella, al igual que del collar. Ahora solo la dominaba su deseo. Se sentía a gusto acariciando y dejándose acariciar por Rulfo, besándolo y siendo besada. Ignoraba si había algo más en aquel sentimiento de puro placer, pero, por el momento, se contentaba con experimentar la dulce y postergada felicidad de compartir el goce con otro cuerpo.
Se esforzó en ser suave y prudente. Comprendió que ella necesitaba sobre todo su ternura. Tras un lapso de caricias y besos permanecieron abrazados, armonizando sus respiraciones. Rulfo se preguntó entonces si amaba a aquella muchacha. No lo creía así, y no lo deseaba. La experiencia con Beatriz le había enseñado que el amor también era doloroso. Sin embargo, al lado de Raquel se sentía como jamás se había sentido con nadie. Quizá no se trataba de amor, pero tampoco era un deseo ciego, autosatisfecho.
Aún abrazado a ella, bajó la cabeza y se apoyó en las dunas de sus pechos. Escuchó su corazón terrorífico, carnal, como un golpe de piedras contra el oído.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó ella de repente.
– ¿Qué?
– ¿No has escuchado algo?
El se irguió. Todo estaba en silencio.
– Solo tu corazón -dijo.
Pero ella parecía repentinamente alarmada. Se incorporó y rastreó la oscuridad. Rulfo la imitó. La habitación seguía como antes: quieta, sumida en tinieblas.
– ¿Qué has oído?
– No sé…
Al abrazarla percibió su carne fría y erizada. Entonces volvió a oír los latidos.
Pero ahora no procedían del pecho de la muchacha.
allí
Eran ruidos secos, rítmicos, y sonaban en el comedor. Se quedaron petrificados escuchando cómo aquellos retumbos se acercaban. Blam, blam…
De pronto Rulfo creyó ver algo imposible.
allí quieta
El corazón de Raquel, rojo y enorme, penetrando en el dormitorio, saltando y latiendo, estrellándose en la mesilla de noche.
La pelota rebotó tres veces más. Luego se detuvo. Y, silente como la llegada de la muerte,
allí quieta, en las sombras
entró la niña.
Allí quieta, en las sombras.
Con el mismo vestido roto. En sus ojos flotaba una tenue luminiscencia de luciérnagas destrozadas.
– No la mires -dijo Rulfo-. Aleja al niño de ella.
La muchacha obedeció sin hacer preguntas: se deslizó fuera de la cama y envolvió al pequeño, que seguía dormido, en sus brazos. La cabeza de la niña giró un instante hacia ellos y retornó a su posición original.
– Meteos en el cuarto de baño -indicó Rulfo, y tendió la mano hacia el interruptor de la mesilla.
Por fin pudo ver bien lo que tenía delante.
Plantada en el umbral del dormitorio, la niña permanecía rígida con los ojos fijos en los suyos y los labios distendidos. Su sonrisa y su rostro eran pavorosamente bellos, pero Rulfo pensó que hubiera preferido mil veces contemplar un cadáver corrompido que aquella máscara falsa de muñeca muerta. Porque ahora se daba cuenta de algo que en su anterior encuentro no había logrado percibir del todo: aquello no era una niña.
Ignoraba qué otra cosa podía ser, pero no era una niña, ni un ser humano, ni nada que se le pareciese. Si no mirabas esos ojos azules, vacíos e impersonales, el disfraz resultaba aceptable, como el que adopta la oruga de la falena sobre una rama.
Los ojos eran el error.
– A las doce de la noche del treinta y uno de octubre -dijo la niña cuidadosamente, sin entonación. Luego agregó una dirección concreta: un almacén abandonado situado en una comarcal de las afueras de Madrid-. Tú y la chica, tan solo. Con la imago. Nadie debe saberlo.
Había hablado con exacta tranquilidad, sin dejar de mirarle. A Rulfo le dio la impresión de que sus ojos estaban a punto de desprenderse de las órbitas. Eran como adornos mal colocados. Se le caerán, pensó. Imaginó la horrible escena: aquellos globos oculares estrellándose contra el suelo como pequeñas esferas de cristal y dejando dos oquedades detrás, dos aberturas por las que la noche de su cerebro (si es que aquella cosa tenía cerebro) lograría asomarse. Y quizá él sentiría entonces el soplo de esa noche ocular. Quizá percibiría el mal aliento de su mirada.
Salió de la cama despacio y se puso en pie, intentando controlar su temblor. La niña lo amedrentaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer, pero la presencia de Raquel y su hijo (al menos, ella le había hecho caso y se había ocultado en el baño) le daba valor.
– Escúchame bien… seas quien seas… Iré yo solo… La chica no vendrá… Y cuando os entregue la maldita figura… nos dejaréis en paz… ¿Me has oído…? -La niña no contestó: seguía mirándole y sonriendo-. ¿Me has oído?
Se sintió incapaz de contemplar un segundo más aquellos ojos. Soltando una maldición alargó la mano hacia el objeto que tenía más cerca: la lámpara de la mesilla.
Pero no había llegado siquiera a levantarla cuando los labios de la niña se movieron y, sin dejar de sonreír,
musitaron algo.
Las palabras emergieron con suavidad de gasa pero sorprendentemente diáfanas, las dos eses acentuadas con una vibración diminuta, el segundo «no» prolongado y una brevísima pausa después.
Rulfo dejó la lámpara y cayó al suelo bruscamente. Se había desplomado en silencio, como atraído por el centro de la Tierra. Quiso moverse, pero sus músculos estaban agarrotados. Todo su cuerpo lo estaba, en realidad, y hasta sus sentidos: sus tímpanos se combaron como ante los cambios bruscos de presión, sus cuerdas vocales enmudecieron yertas, los ojos paralizados le enviaron imágenes quietas de unos pies descalzos e infantiles.
Entonces la pequeña volvió a hablar: otra línea suave, entregada con bruscas pausas.
No el torcido taladro de la tierra
No el sitio, no, fragoso / no el torcido taladro de la tierra. Un espacio dentro de su mente horrorizada los reconoció: eran versos de Góngora. De repente sus manos se movieron sin que interviniera su voluntad. Una se afirmó delante, luego la otra, en un mecánico y doloroso juego de articulaciones, remolcando su cuerpo rígido. Dejó de luchar por levantarse e intentó recuperar el control de sus propios brazos. Pero no parecía que éstos fueran a necesitar de sus órdenes nunca más. Los sentía como si se hubiesen convertido en remos de madera manejados por otra persona. Las baldosas le arañaron el vientre y los genitales mientras se arrastraba sin mover los pies, como un insecto con las extremidades posteriores aplastadas. Los brazos se detuvieron cuando su cabeza quedó situada a medio metro de los pies de la pequeña intrusa, y entonces se alzaron como grúas, abrieron las manos y atraparon mechones de su propio cabello tirando con fuerza salvaje. Rulfo creyó que las vértebras del cuello se le partirían con un crujido de galleta fresca. Sintió un dolor lancinante en la nuca. Sus ojos, inmóviles como pasajeros en un ascensor, fueron elevándose y contemplando, durante una interminable agonía vertical, las espinillas, las rodillas, los pequeños muslos entre jirones de tela, la cintura, el medallón con forma de laurel, la esclavina, y, por último, con un tirón que le hizo creer que se había decapitado a sí mismo,
el rostro de la niña
que lo miraba desde lo alto sin modificar la sonrisa.
– Por si no lo sabías -murmuró aquella voz suave, sin inflexiones-, debemos aclararte algo: eres mierda de perro para nosotras, Rulfo.
De la boca paralizada de Rulfo goteaba la saliva. El dolor de sus vértebras le hacía pensar que alguien había incrustado en su nuca un perno a fuerza de martillazos. Deseaba perder el conocimiento y no podía. Ni siquiera lograba cerrar los ojos: tenía que mirar hacia arriba tirando de su propio pelo, hacia aquel rostro pintado y aquella carita de plástico que le sonreía con dulzura de virgen enloquecida.
– La chica y tú, el treinta y uno de octubre, a las doce de la noche, en el sitio indicado, con la imago -repitió la niña, mecánicamente-. Nadie debe saberlo.
Alzó un pie, pasó por encima del cuerpo de Rulfo, recogió la pelota, dio media vuelta y se alejó por el comedor a oscuras.
Solo entonces sus manos se abrieron, su cabeza golpeó contra el suelo y su conciencia se sumergió en la oscuridad.
Despertó bajo un caparazón de sábanas. La lluvia de fuego que penetraba por la ventana le hizo saber que ya era mediodía. Al intentar incorporarse, un súbito latigazo en el cuello le detuvo. Se sentía como si alguien hubiese exprimido todos y cada uno de sus músculos para extraer un misterioso zumo. Sin embargo, no parecía tener, milagrosamente, nada roto.
Una sombra color piel apareció en su campo visual. La muchacha, aún desnuda, estaba sentada en la cama, mirándole.
– Tengo las peores agujetas de mi vida, pero creo que puedo moverme.
Ella asintió.
– Usaron versos de poder. Quieren que sepas quiénes son las que mandan.
En aquel momento ni siquiera se dio cuenta de lo extrañas que resultaban sus palabras. Lo único que deseaba era levantarse. Me han torturado con versos de Góngora, recordó. Le pareció increíble que las Soledades, aquel monumento de la poesía barroca que él había leído decenas de veces, hubiesen convertido su cuerpo en un guiñapo manipulado por otra voluntad.
– ¿Qué pasó después? No recuerdo nada.
– Se marchó como había venido. Comprobé que solo estabas inconsciente y te llevé a la cama.
– Gracias -dijo Rulfo con sinceridad.
Hizo un esfuerzo y logró sentarse. La muchacha se apartó y caminó hacia la puerta, como si el hecho de que él se levantara fuese la prueba de que su presencia ya no era necesaria. Él le preguntó por su hijo.
– Desayunando -dijo ella.
Rulfo se frotó los ojos y capturó densas legañas. El dolor del cuello empezaba a menguar. Notaba los labios agrietados. Era como si hubiese pasado una noche entera con fiebre alta. Volvió la cabeza y descubrió a la muchacha de espaldas, ocupada en recoger los cojines del suelo y quitar las sábanas donde había dormido el niño. La visión de su cuerpo siempre constituía una felicidad para él, y se dedicó a experimentarla. Observó que la lustrosa melena azabache se había desplazado a un lado y contempló por primera vez, a la luz del día, la línea de sus vértebras y la simetría de sus nalgas color nata.
Y aquel llamativo tatuaje redondo con arabescos en el centro de su rabadilla.
– No debemos ir a esa cita. Es una trampa.
Levantó la vista de su taza de café y la miró, sorprendido de la seguridad con que había hablado.
– Nos quitarán la imago y nos matarán. Pero no lo harán con rapidez. Nos matarán a su manera.
Él ya se lo había contado todo, incluyendo las teorías de César sobre la secta y el poder de la poesía. Entonces recordó lo que ella le había dicho momentos antes, en la cama.
– Hace un rato me hablaste de los versos de poder. ¿Cómo podías saberlo sin que yo te lo dijera?
– Lo he soñado -dijo ella tras titubear un segundo.
– ¿Has tenido más sueños?
– Sí.
Se limitó a observarla. Raquel sostuvo su mirada con frialdad. Ha cambiado, pensaba Rulfo. Es casi otra mujer.
En parte, aquella percepción no era cierta y lo sabía. La muchacha seguía siendo la misma, continuaba hipnotizándolo con su belleza inacabable. Pero era como si se hubiese hecho remota. Estaba allí, y él podía alargar la mano y tocar su piel, pero la persona oculta bajo aquellas formas se había retirado de la superficie replegándose en algún lugar interior. En cierto sentido, se parecía mucho más a su hijo que la víspera: ambos poseían ahora casi idéntica expresión de fuerza interior.
Estaban sentados a la mesa del comedor, terminando el desayuno. El niño jugaba con sus soldaditos en el tresillo, si bien no hacía ningún ruido y apenas gesticulaba. La habitación se encontraba en penumbra, iluminada tan solo por la lámpara de pie, pese a que aún era de día. Rulfo había echado las cortinas a petición de Raquel: aunque el niño no había vivido en total oscuridad, sus ojos seguían muy sensibles.
– ¿Y si van a matarnos, por qué no lo han hecho ya? Te aseguro que, en lo que a mí respecta, hubieran podido eliminarme anoche: mi cuello es muy frágil, lo he comprobado.
– Quieren la imago.
– Sí, ya lo sé. Pero ¿por qué no nos la quitan?
– No pueden -repuso ella-. Algo ocurrió cuando la sacamos del agua. Ahora solo la tendrán si nosotros se la entregamos voluntariamente.
– ¿También has soñado eso?
– Sí.
– Pues ahí te equivocas. Registraron mi apartamento. Quieren robarla.
La muchacha sacudió la cabeza.
– No pueden robarla. Registraron tu apartamento porque yo les dije que tú la tenías. En aquel momento creía eso. Pero lo único que deseaban era asegurarse de que uno de los dos la tenía. Ahora ya lo saben. Por eso les interesa que acudamos a esa cita y se la entreguemos. Si no vamos, no podrán recuperarla. Si la encontraran por casualidad, ni siquiera podrían cogerla. -De repente suavizó el tono de voz-. Estoy segura de lo que digo. No me preguntes por qué, pero es así… No pueden coger la imago, por eso nos han dejado con vida. En cuanto se la entreguemos, nos matarán.
Lo que ella decía podía sonar ilógico, pero Rulfo supo que era la verdad. Ni por un momento se le ocurrió dudar de sus palabras, y pensó que aquella confianza se debía, en parte, al tono de sinceridad con que las había pronunciado. Sin embargo, la conclusión a extraer no era la que la muchacha suponía, y decidió explicárselo.
– Estoy de acuerdo con que tú no acudas a esa cita: tienes que huir, ocultarte, aunque solo sea por él. -Cabeceó señalando al niño-. Si nos encuentran juntos, ninguno de los dos tendrá la menor posibilidad. Pero, si voy solo y les doy lo que quieren, quizá… quizá lleguen a olvidarte…
– No me olvidarán -replicó la muchacha con inmensa seguridad-. Han insistido en eso, ¿no te das cuenta? Quieren que vayamos los dos. No piensan dejarme con vida.
– En cualquier caso, puedes tener la posibilidad de…
– ¿Y tú?
¿Acaso le importo? se preguntó él.
– Estoy seguro de que, si les doy a elegir entre mi vida o la figura, optarán por recuperarla y dejarme en paz.
La muchacha lo miraba con sus quietos y extraños ojos oscuros.
– Es absurdo. Si les sigues el juego, te matarán, Salomón. Y lo sabes.
– Dime cuál es la otra opción, Raquel.
– Huir juntos -replicó ella en un susurro tan leve que, por un instante, él creyó que era un beso-. A cualquier sitio. Ocultarnos. Quizá terminen encontrándonos, pero no les resultará fácil… Y, con la figura en nuestro poder, no se atreverán a hacernos daño…
– Raquel… -Rulfo tomó aliento y midió con cuidado lo que iba a decir. No deseaba dejarse llevar por sentimentalismos, por absurdas ideas de sacrificio. Sabía, además, que ella no lo aceptaría. Decidió mostrarse natural, implacablemente lógico-. ¿Hasta cuándo podríamos vivir así? -Volvió a señalar al niño y se dio cuenta de que también parecía pendiente de sus palabras-. ¿Hasta cuándo podría él vivir así…? Tanto si vamos los dos a la cita como si huimos, estaremos en el punto de mira para ellas. Nuestra única posibilidad estriba en separamos. -De repente, mientras hablaba, comprendió algo: estaba pronunciando otro discurso de despedida. Recordó el instante en que había mirado a Ballesteros al salir de su coche, casi pudo verlo sentado tras el volante, oyéndole decir que, a partir de entonces, caminaría solo, descendería solo, entraría solo en el mundo de las cosas extrañas. Pero ahora existía una gran diferencia que le hacía pensar que tomaba la decisión correcta: ya no se trataba únicamente de su propia vida-. Debes esconderte durante un tiempo -prosiguió-. No olvidemos lo ocurrido con Patricio. Quizá la policía no haya encontrado su cadáver todavía, pero cuando lo hagan, te buscarán. Mi casa no es el lugar idóneo, y tampoco sería seguro que te quedaras en Madrid, de modo que ya veremos… -Contempló la oscuridad estelar de los ojos de la muchacha. Apretó su mano, fría, tersa-. Falta una semana para el treinta y uno de octubre: con un poco de suerte, saldré con vida y me reuniré con vosotros cuando pase todo.
Ella no contestó, y Rulfo agradeció su silencio. La vio levantarse y dirigirse al dormitorio, vestida aún con aquel impropio albornoz. Se levantó y fue tras ella. La halló acostada en la cama.
– Quiero dormir -dijo la muchacha.
– Muy bien.
Rulfo cogió la chaqueta del respaldo de la silla y salió cerrando la puerta. Se cercioró de que la imago seguía en el bolsillo. Pensó que, a partir de entonces, tendría que custodiar bien aquella figura.
Hasta el día de la cita.
Mientras Raquel dormía, Rulfo se acercó al niño y le acarició el pelo. El pequeño no se dio por enterado: mantenía las flacas piernas flexionadas sobre el tresillo mientras contemplaba, en la penumbra del comedor, sus soldaditos esparcidos sobre el cojín.
– No hablas mucho, que digamos.
– No -convino el niño.
Su voz, sorprendentemente diáfana, revelaba la misma seguridad de su mirada. No había alzado la cabeza para contestar. Seguía concentrado en sus figuritas. Al contemplar su pálido semblante de cerca, Rulfo pensó que podía tener anemia. Se sentó a su lado y sonrió.
– ¿Sabes? Creo que eres un niño muy listo…
Su pequeño interlocutor hizo caso omiso al comentario. Apenas reaccionó con un leve parpadeo, como si Rulfo, en vez de hablar, le hubiera echado un poco de humo al rostro. Siguió alineando los soldados encima del tresillo. Luego deslizó el dedo por encima de sus cabezas, como si los contara, aunque Rulfo no creyó que supiera contar. La manita, de uñas demasiado largas y sucias, se detuvo en el último. Lo cogió y se volvió hacia Rulfo.
– Ésta es la peor -dijo.
– ¿La peor?
El niño asintió.
– La peor de todas.
Su rostro infinitamente triste contenía, ahora, un matiz de aprensión. Al principio, Rulfo no entendió qué quería decir. Entonces contó los soldados: eran doce. El niño sostenía entre sus dedos el último. ¿Saga? ¿La que Conoce?
– ¿Quieres decir que ésta es la más malvada?
Nuevo asentimiento de la cabecita.
– ¿Te refieres a las damas?
El niño no respondió.
– ¿Las conoces, Laszlo? ¿Conoces a las damas?
Tampoco esta vez recibió respuesta.
– Falta una -dijo el niño entonces.
Rulfo sintió un escalofrío. La número trece.
Recordó a aquel profesor austriaco del que les había hablado César, y cómo había insistido en informarle sobre esa dama. «La más importante, la que nunca se menciona.» Ignoraba si se estaba dejando llevar por una absurda fantasía causada por el anárquico lenguaje del niño, pero sospechaba que ése era justo el camino (las fantasías absurdas) para alcanzar la verdad. Decidió atreverse a hacerle la pregunta que le inquietaba.
– ¿Dónde está, Laszlo? ¿Dónde está la número trece?
El niño volvió a observar sus soldados.
– No sé -dijo.
El motel se hallaba en una desviación de la carretera principal, en la provincia de Toledo. Lo eligió sin saber exactamente el motivo, quizá porque no estaba ni demasiado cerca ni demasiado lejos de Madrid. Era un edificio de ladrillo rojo de dos plantas con ventanas de marcos blancos, y parecía bastante moderno. Contaba con un pequeño restaurante en la planta baja, un modesto aparcamiento y lo más importante de todo: el número apropiado de huéspedes, ni excesivo ni escaso, a juzgar por los coches estacionados. Rulfo se inscribió con su nombre y dejó el carnet de identidad a una mujer gruesa de llamativo traje azul. Le dieron una habitación espaciosa con una cama de matrimonio y otra plegable. Se aseguró de que el lugar era cómodo y limpio, y luego se volvió hacia ellos.
– Aquí estaréis bien.
Se hallaban casi irreconocibles con la nueva ropa que les había comprado por la mañana. Él mismo había decidido prescindir de su atuendo de costumbre para vestir una cazadora y una camisa vaquera. Quería dar la impresión de una familia que, en el curso de un viaje, se detiene a reponer fuerzas. Por ese motivo había esperado al anochecer para llegar.
Pasaron la noche juntos y, pese a que lo creía improbable (porque sabía que al día siguiente se despedirían, quizá definitivamente, y eso le producía una vaga amargura), logró improvisar un sueño reparador. Se despertó al alba, aguardó a que la muchacha se levantara y le entregó un sobre con dinero en efectivo. Se trataba de casi todo el que guardaba en casa y gran parte del que había en su cuenta corriente. Era un dispendio mortal para sus exiguos ahorros de parado, pero sabía que a Raquel le resultaría imprescindible para sobrevivir.
– Procura comportarte con naturalidad -le aconsejó-. Da paseos por el exterior, no te encierres todo el día en la habitación… Puedes pedir que te suban la comida Intentaré venir a veros a lo largo de la semana, pero creo que casi sería mejor que nos mantuviéramos separados. Tienes mi teléfono: llámame si lo necesitas.
– Lo haré -murmuró ella. Entonces esbozó una sonrisa que se apagó casi enseguida, como si unos labios pudieran parpadear-. Gracias por todo.
Rulfo se acercó a besarla, pero se detuvo a medio camino y observó por un instante las sombras difusas, las oscuridades recientes que merodeaban en su mirada: cada día cambiaba un poco más, se alejaba de la Raquel que había conocido. Le resultó imposible determinar si aquella transformación era afortunada. Por una parte, parecía más fuerte; por otra, mostraba más temor que nunca: como si hubiese canjeado su tranquilidad por una personalidad férrea y definida. Al comprobar que el niño ya estaba despierto se agachó a su lado.
– Cuida de tu mamá. Estoy seguro de que eres muy valiente.
La respuesta le dejó paralizado:
– Ella no es mamá.
Se quedó mirando aquellos ojos livianos que lo escrutaban en la sombra.
– ¿Qué?
– No es mamá -repitió el niño.
Instintivamente, Rulfo se volvió hacia Raquel. Se encontraba en el otro extremo de la habitación, agachada, guardando el dinero en la bolsa donde llevaba parte de la ropa. No parecía haberlos oído.
– ¿No es tu mamá? -susurró Rulfo.
El niño negó con la cabeza. Entonces agregó:
– Es algo mamá, pero no toda.
Rulfo frunció el ceño y volvió a mirar a la muchacha, que seguía en la misma postura. Se había recogido el pelo y el tatuaje del cóccix era claramente visible. Él cayó en la cuenta de que se había olvidado por completo de aquel tatuaje. De repente percibió algo. Se acercó sin que ella lo advirtiera y se inclinó. Comprobó que lo que había tomado al principio por un círculo lleno de arabescos eran palabras dispuestas en forma geométrica. Estaban en inglés, muy apretadas, pero pudo descifrarlas antes de que ella se volviera. A sepal, petal and a thorn. «Un sépalo, un pétalo y una espina.»
No toda.
– ¿Cuándo te tatuaste eso? -preguntó.
– ¿Qué?
– El tatuaje de la espalda. ¿Cuándo te lo hiciste?
La muchacha se incorporó, sorprendida. Su rostro mostró extrañeza.
– No recuerdo. -Era cierto. Ni siquiera sabía que llevaba un tatuaje en el cuerpo. Supuso que, al igual que el resto de las cosas que empezaba a conocer sobre ella misma, aquello también era un enigma-. Fue hace muchos años…
Se despidieron. Rulfo salió del motel tras cerciorarse de que la recepcionista era distinta de la que los había atendido por la noche. Durante el trayecto hacia Madrid no hizo otra cosa que darle vueltas a lo que el niño había dicho y a aquel tatuaje. Al llegar a su casa le bastaron unos cuantos minutos para comprobar la procedencia de las palabras.
Se trataba del primer verso de un poema de Emily Dickinson.
Llegó el viernes sin que hubiera novedades. Había comprado los periódicos y visto los informativos de la cadena autonómica todos los días, y cada vez que lo hacía, pensaba que, en esa ocasión, darían la noticia. Pero no había nada. Por un lado le alegraba aquel sorprendente vacío, por otro no le gustaba. Razonó que, teniendo en cuenta que Patricio dirigía un negocio ilegal, era lógico que sus compinches no se presentaran alegremente en la policía para denunciar su desaparición, pero ¿era posible que nadie hubiese percibido si ausencia después de cuatro días? ¿Y que nadie hubiese encontrad su cadáver aún?
El viernes se quedó un instante sentado en el comedor, sin sabe muy bien qué hacer. Faltaban cuatro días para el treinta y uno de octubre, y aquella espera le alteraba mucho más que todo lo que había vivido durante el último fin de semana. Pensaba que no había empleado bien el tiempo: se había limitado a vegetar y asegurarse mediante llamadas telefónicas, de que Raquel y el niño seguían bien Pero el día de la cita se aproximaba, y aún no sabía qué iba a hacer Sintió un repentino acceso de ira y golpeó la mesa con ambas manos. Entonces decidió volver a llamar al motel, solo para hablar otra vez con ella. Casi en connivencia con su deseo, sonó el teléfono.
– ¿Salomón…? ¿Estás libre hoy…? -Rulfo cerró los ojos, contrariado, pero en ese momento César agregó-: Si puedes, reúnete conmigo cuanto antes: he localizado a Rauschen.
Rauschen. El profesor austriaco, la única fuente de información de la que disponían para saber más sobre la secta.
Era preciso hablar con Rauschen.