Hubo un descenso hacia la negrura. Debido a un misterioso paralaje, la tierra -voluminosa, apelmazada- parecía encontrarse muy próxima. Sin embargo, el avión la atravesó sin ruido, ya que solo se trataba de un suelo de nubes de tormenta.
– Si alguna vez te propones desaparecer sin dejar rastro -continuó César-, te aconsejo que no trabajes de profesor en una universidad… Los profesores somos los mejores espías de la historia, al menos en lo que a nuestros colegas se refiere: lo sabemos casi todo sobre ellos, y lo que no sabemos lo imaginamos.
Como era costumbre en él, las informaciones más importantes quedaban reservadas para el final. A lo largo del apresurado puente aéreo que habían tomado aquel viernes al mediodía, Rulfo había ido obteniendo a cuentagotas todos los detalles de su búsqueda. Coincidiendo con la llegada a Barcelona, su viejo amigo levantó el telón de las últimas sorpresas.
– Los compañeros de Rauschen sabían bastantes cosas e imaginaban muchas más… Desgraciadamente, algunos puntos permanecen oscuros. Te haré un resumen. Rauschen dejó el trabajo universitario hace doce años y desde entonces se ha dedicado a… ¿A qué? A asistir a congresos como el de Madrid. A ir de un lado a otro. Por lo visto, estaba acostumbrado a romper con el pasado y empezar desde el principio: hasta los treinta años trabajó de profesor titular en la facultad de Humanidades de la Universidad de Viena, pero lo dejó y se marchó seis años a París. Luego se trasladó a Berlín y volvió a obtener una plaza de profesor. De repente cayó en una profunda depresión, o algo semejante, fue dado de baja y dejó definitivamente la enseñanza. Así comenzó su periplo de congresos por toda Europa, al tiempo que… fíjate bien… se interesaba por el paradero de alumnos y profesores de distintas universidades alemanas, y pedía informes sobre ellos. Sí, informes: direcciones, un breve currículo… Nadie sabe por qué. Hace cinco años vino a Madrid y habló conmigo. ¿Recuerdas que me dijo que quería vivir en nuestro país? Bueno, pues mintió: ya estaba viviendo aquí. Había comprado una casa en Barcelona, en Sarriá, y se dedicaba… Adivínalo. -Se volvió hacia Rulfo y lo miró por encima de las gafas azules-. A recabar información en varias facultades españolas, particularmente la nuestra.
– ¿Qué clase de información?
– La misma que en las universidades alemanas: currículos de profesores y alumnos… Su actividad, por supuesto, era clandestina, pero tuve la fortuna de contar con la inefable ayuda de mi ex secretaria Montse, para la cual no existe nada clandestino sobre la tierra. Es prodigiosa la capacidad de esa buena señora para el chismorreo. Recordaba bien el apellido de Rauschen, y ella misma había despachado varios informes para él. Rauschen utilizaba la excusa de unas supuestas becas, totalmente inexistentes. ¡Incluso llegó a investigarme a mí…! Tenía un contacto en la Complutense, un viejo amigo mío. Supuse quién podía ser, lo presioné, y fue él quien me dio su dirección actual, aunque ignoraba el porqué de ese interés de Rauschen por profesores y alumnos. Era como si quisiera encontrar a alguien. Dedicó varios meses a esa curiosa tarea.
– ¿Y después?
– Después vino el congreso sobre Góngora, habló conmigo…, y ya no hizo más nada. -César suspiró con aire de mago que guarda en la chistera el último truco-. Herbert Rauschen entró en coma hace cinco años, por eso no volvió a llamarme. Está atendido en su propio domicilio por un equipo paramédico.
La casa era grande, de paredes blancas y tejados llovedizos, pero, evidentemente, su propietario no había sido proclive a la espectacularidad: una simple valla metálica daba paso a la puerta, con un llamador dorado y un timbre que, al ser pulsado, produjo un dulce campanilleo y convocó la presencia de un asistente corpulento con uniforme blanco de celador. Los visitantes adujeron una remota amistad: pedían ver al enfermo. Tras mirarlos intensamente, el tipo se alejó. Regresó después de un rato, quizá, demasiado largo.
– Pueden pasar.
Penetraron en un interior minimalista donde los adornos, por excepcionales, parecían estrepitosos: fucsias sobre un jarrón chino, cristales de blenda encerrados en una quesera y cuadros de figuras desnudas y enmascaradas. La habitación de Rauschen se encontraba en la planta baja, en mitad de un pasillo. Una joven enfermera con el blanco uniforme en perfecto estado quitó los pies calzados con zapatillas deportivas del asiento cuando ellos entraron. Estaba leyendo una revista. Era rubia y atractiva, pero su mirada, en cierto modo, no dejaba de ser tan penetrante como la del celador.
– El señor Rauschen no se mueve ni habla desde hace años -indicó con fuerte acento extranjero. Rulfo pensó que había dicho aquello para dar a entender que, aunque no se oponía a que recibiera visitas, no le veía demasiado sentido a las mismas.
– Estaremos poco tiempo -aseguró César y se acercó a la cama.
Estatuario, Herbert Rauschen se mostraba a las miradas con esa terrible docilidad que solo poseen perros y moribundos. Una sábana lo cubría hasta el pecho. Su piel, hundida y apergaminada, había adquirido la inaudita blancura del vientre de las lagartijas, pero sus rasgos denunciaban el recuerdo de un individuo fuerte, de magnética personalidad. Un yelmo de cables adosado a su frente terminaba en un aparato que parecía desconectado.
– Pobre hombre. -César rodeó la cama y se inclinó-. Lo cuida alguien por las noches, supongo…
– Viene otra compañera -dijo la enfermera.
Sauceda tomó a Rauschen de la mano -delgada, rígida- y declamó un breve y emocionante discurso sembrado de palabras amistosas. Luego sacó un pañuelo y se sonó, pidió disculpas y explicó que las necesidades eran las necesidades y no había dispuesto de tiempo para detenerse en el aeropuerto. ¿Sería mucha molestia…? La enfermera se dirigió al celador.
– Indícale el cuarto de baño.
– Muchas gracias. -César se ruborizaba.
Cuando el celador regresó a la habitación, Rulfo señaló el aparato al que estaban conectados los cables.
– Oiga, perdonen, esto ha hecho un zumbido. ¿Lo han oído ustedes? La enfermera y el celador intercambiaron una mirada.
– Esa pantalla solo avisaría si se produjera un cambio en el estado del señor Rauschen -dijo la primera.
– Pues yo acabo de oír una especie de zumbido…
– No es posible.
– Quizá me he equivocado, disculpe.
No se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Incluso teniendo en cuenta que se trataba de un hombre mayor, su amigo estaba demorando demasiado. Se percató de que el celador empezaba a mirar hacia la puerta.
Pero un instante después, para su alivio, regresó César. Venía limpiándose los cristales de las gafas.
– Ya los hemos molestado bastante. Creo que ha llegado la hora de marcharnos.
Había dejado de llover cuando salieron de la casa. Su ex profesor parecía feliz. Habían planeado aquel número del cuarto de baño antes de llegar, y, por lo visto, los resultados eran favorables.
– Tuve tiempo de encontrar la puerta trasera. Da a un pequeño jardín al que se accede por la calle, y solo estaba cerrada con pestillo. Lo quité. Si nuestros amigos no son muy cuidadosos, no creo que lo noten. Podremos entrar en la casa por ahí. ¿Te arriesgarías a ser sorprendido esta noche mientras exploramos la biblioteca del señor Rauschen?
– Para eso hemos venido -dijo Rulfo.
– Si te parece, vamos a comer algo. Luego aguardaremos al cambio de turno: es probable que el celador no tenga sustituto, con lo cual solo tendríamos que preocuparnos de la nueva enfermera…
Permanecieron a la intemperie durante horas. Por fortuna, ya no llovía. César se mostraba quejoso y no paraba de moverse de un sitio a otro. Rulfo prefirió reposar: encontró una cornisa baja en la que pudo sentarse y apoyó la espalda en el muro de una casa. Coches y transeúntes desfilaban sin fijarse en ellos. Al anochecer, todo quedó más desierto, pero la temperatura no se hizo demasiado incómoda. Se turnaban para vigilar. Durante uno de sus descansos, Rulfo escuchó la voz de César.
– Salomón.
Antes era solo un juego para él; ahora es una aventura emocionante, pensó al ver a su antiguo profesor haciéndole señas para que se asomara. Frente a la casa aguardaba un automóvil oscuro. La puerta principal se abrió y aparecieron dos sombras. Estallaron carcajadas. A la luz de las farolas se distinguían los uniformes de la enfermera y el celador bajo los abrigos.
– ¡Pero, bueno…! ¿Y la sustituta? -susurró César.
Las dos figuras subieron al coche. A juzgar por cómo se reían, parecían borrachos. A Rulfo no le gustó aquello. Recordó de repente la mirada de la enfermera, fría como un líquido encerrado en dos pequeñas peceras de hielo, y la del celador, tan similar, ambas clavadas sobre él. No le gustó.
El coche arrancó. La casa quedó a oscuras. Un viento con olor a mar peinó las hojas de la entrada.
– Pues no ha venido -dijo César-. Eso nos facilita las cosas.
Rulfo no estaba tan seguro, pero no dijo nada.
El plan, sin embargo, funcionó a la perfección. Dieron un rodeo, y el ex alumno aprovechó las ramas de un árbol bajo para trepar a la valla y tirar del ex profesor. Todos los años de sedentarismo parecieron desplomarse sobre Sauceda en aquel momento, pero su entusiasmo resolvió la pequeña parte del trance que los fuertes músculos de Rulfo dejaban sin solucionar. Cuando saltó al jardín casi se echó a reír al comprobar que seguía ileso. Alcanzaron la puerta trasera.
– Eureka -dijo César, abriéndola con un leve clic.
Penetraron en la oscuridad. César recordaba bien las direcciones, y propuso no encender las luces a menos que fuera estrictamente necesario.
– Antes de nada, vamos a comprobar algo en el cuerpo de Rauschen. -Rulfo lo miró extrañado. César agregó-: ¿Recuerdas la tortura del niño que contempló Milton?
De repente Rulfo comprendió lo que quería decir. Le sorprendía, incluso, no haber caído en la cuenta. Su viejo profesor podía encontrarse en pésima forma, pero hubo de reconocer que su cerebro funcionaba con la brillantez de costumbre.
Recorrieron un largo pasillo y desembocaron en el corredor donde se hallaba el cuarto del enfermo. César, sin embargo, se detuvo en una puerta previa.
– Espera. Quiero enseñarte algo.
La abrió con una leve presión, sin un solo ruido, al tiempo que unos plafones en el techo lanzaban parpadeos. Era una habitación muy pequeña, sin ventanas, de paredes desnudas y bien encaladas. Rulfo recordó la habitación azul de Lidia Garetti, pero ésta carecía de cortinajes y moqueta, y una especie de piscina o bañera redonda ocupaba casi todo el suelo. Parecía un jacuzzi, aunque no tenía grifos, el borde quedaba a baja altura y poseía un amplio tragante de rejilla en el centro. La temperatura era gélida.
– ¿Qué te parece? Lo descubrí por casualidad, esta mañana. Es una construcción relativamente nueva.
Rulfo se mostró de acuerdo. Parecía un añadido superfluo y posterior, como si hubieran echado abajo el tabique quebrando la simetría de la casa solo para diseñar aquella cámara destinada a Dios sabía qué. La enorme rejilla del suelo, con sus orificios abiertos a la oscuridad, se le antojaba inquietante. César volvió a cerrar la puerta y, conforme lo hacía, las luces se apagaron.
Antes de entrar en el cuarto de Rauschen se asomaron por el dintel, asegurándose de que no había nadie aparte del enfermo. Todo parecía encontrarse igual que por la mañana. Hasta el silencio, que era hondo, de cementerio, no resultaba muy distinto del que habían percibido en la visita anterior. Pero, cuando César encendió la única luz (el flexo de la mesilla), comprobaron con estupor que estaban equivocados.
No había nada igual.
– Dios mío -murmuró Rulfo.
Por un instante ninguno de los dos se acercó. Se limitaron a mirar con ojos abiertos y espantados, como intentando descifrar qué era todo aquello.
El cuerpo de Rauschen estaba descubierto y su camisón se hallaba enrollado a la altura del pubis. El delgado tubo del suero había sido arrancado de su brazo, así como los cables y ventosas de la cabeza.
Pero, si bien había objetos que ya no estaban unidos a él, muchos más habían sido agregados.
Tijeras y lancetas de distintas formas y tamaños mordían la magra carne de sus piernas. Sus espinillas habían sido horadadas varias veces. El agresor había utilizado, sin duda, un pequeño berbiquí que ahora yacía en el suelo. Quien había cometido tal atrocidad, había hundido varios clavos en aquellos orificios y taladrado, igualmente, las rótulas por diversos lugares. Pero lo peor se hallaba en su entrepierna: un sorprendente amasijo de instrumentos quirúrgicos introducidos a presión por la uretra y el ano asomaba como un ramillete de acero de los esfínteres monstruosamente hinchados y desgarrados. Lo que no había sido mutilado estaba quemado. Restos de cerillas y cigarrillos yacían, como verdugos silenciosos, esparcidos por la cama. Todo daba la impresión de haber ocurrido con siniestra lentitud, casi con paciencia: no eran heridas repentinas sino un juego moroso y sádico, un puzzle a la inversa ejecutado sobre un cuerpo indefenso.
La enfermera. El celador. Sus miradas fijas. Las risas.
Rulfo, que se había acercado al rostro del anciano, se apartó haciendo una mueca. Sintió que su estómago se erigía la víscera más importante de todas; mucho más, desde luego, que su cerebro, que se negaba a pensar.
– Creo que… le han cortado la lengua.
De pronto sintió que iba a vomitar. Tuvo frío, las palmas de las manos le sudaron. Miró a César y comprobó que su estado no era mejor.
– Salgamos un momento -dijo Sauceda con el rostro convertido en cera. En el pasillo, aconsejó-: Vamos a respirar hondo varias veces. En ocasiones surte efecto.
Lo hicieron. Privado de la visión de Rauschen, en medio del aire relativamente «distinto» del pasillo, Rulfo sintió que sus náuseas menguaban. La cabeza le daba vueltas. Experimentaba la necesidad de beber, aunque solo fuese agua, pero hubiese dado cualquier cosa por tener a su disposición una botella de whisky.
– Aún debemos comprobar algo. -César tomó aliento y lo expelió lentamente como si siguiera las precisas instrucciones de un profesor de gimnasio.
Volvieron a enfrentarse a la horrenda visión de Rauschen. César desplazó el camisón hasta descubrir el vientre. Más allá del pubis desaparecían las huellas de las vejaciones, pero había otra cosa.
– Aquí está -dijo con un tono de voz extraño.
El verso se agazapaba alrededor del ombligo dando dos vueltas casi completas en espiral. Estaba escrito en versalitas pequeñas, con caligrafía torpe pero legible, en tinta negra aún húmeda.
MIXT WITH TARTAREAN SULPHUR AND STRANGE FIRE
– Milton -dijo César-. El paraíso perdido, la obra que Herberia le inspiró. Terrible ironía. Lo reescribirían periódicamente, la tinta está fresca… Sin duda, esta filacteria era lo que le producía el estado de coma… -Se inclinó y apoyó una oreja en el pecho-. Nada. Está muerto… Todo era una patraña: los cuidados paramédicos, la «compañera» de las noches… Son sectarios, sin duda… Pero hoy han querido eliminarlo, y antes se han divertido de lo lindo con él… -Lanzó un suspiro y se apartó del cadáver-. Por lo menos, ha llegado, al fin, la paz para el pobre Rauschen… si es que existe algo que pueda denominarse «paz» en un mundo donde la poesía se ha convertido en una forma de tortura -agregó sombríamente.
Rulfo contempló el cuerpo mil veces vejado del profesor austriaco y se volvió hacia César.
– Vamos a buscar esa biblioteca.
Era preciso encontrar alguna forma de detenerlas, pensaba. Algún modo de acabar con la secta de las damas. Y estaba convencido de que Rauschen lo había descubierto y había pagado caro por ello.
La hallaron en la segunda planta. La habitación hacía las veces de despacho. Se aseguraron de que las cortinas estaban echadas y encendieron la luz del escritorio. Estanterías repletas, un ordenador y un busto de Rauschen constituían los objetos más llamativos. César se sentó frente al primero, lo puso en marcha y sacó el disco compacto virgen que había traído consigo.
– Perfecto -dijo examinando la máquina-. Tiene grabador. -Empezó a teclear-. No espero encontrar grandes cosas, porque habrán hecho desaparecer todo lo importante, pero me gustaría disponer de algún tiempo para comprobarlo…
Rulfo, mientras tanto, echó un vistazo a los libros. Eran, sobre todo, obras de grandes poetas, como en casa de Lidia Garetti. También había ensayos de teoría de la literatura. Nada extraño, nada que oliese ni de lejos a brujería. Pero es que la brujería es esto, pensó de repente al leer los nombres de Goethe, Hölderlin, Valéry, Mallarmé, Alberti, Propercio, Machado… Tropezó con una versión de las Soledades y sintió como si recibiera un impacto en el rostro. Siguió buscando. No encontró ni un solo ejemplar de Los poetas y sus damas.
Dejó a César pendiente del ordenador y registró el resto de la planta superior: un dormitorio, un cuarto de aseo, un cuarto de huéspedes… Apenas había ropa u otros objetos personales, como si Rauschen hubiera decidido trasladarse allí casi exclusivamente con sus libros y lo que llevaba puesto. Luego regresó a las escaleras y descendió a la planta baja. Quería terminar de recorrer toda la casa. Atravesó el silencioso comedor y enfiló el pasillo donde se encontraba la habitación de Rauschen. Pero, antes de llegar a ella, se paró en seco, aturdido.
La luz del flexo seguía encendida. Sin embargo, creía recordar que César la había apagado antes de salir. Estaba casi seguro.
No. Se equivocaba. Lo pensó mejor y recordó que habían olvidado apagarla. La luz estaba encendida porque ellos mismos la habían dejado así. Lo que le ocurría era que la visión de aquel cuerpo torturado le había puesto muy nervioso. Jamás había contemplado un cadáver, menos en ese estado. Se obligó a tranquilizarse. Es solo un hombre muerto. Además, no vas a entrar ahí: vas a registrar el resto de las habitaciones. Respiró hondo, continuó avanzando, pasó frente al cuarto y echó un vistazo fugaz.
Herbert Rauschen estaba sentado en la cama con las piernas colgando por fuera.
Rulfo sofocó un grito y retrocedió hasta que la pared del pasillo le detuvo. El espanto lo petrificó frente a la entrada de la habitación, incapaz de hacer otra cosa que mirar.
Lo más horrible de todo era que le parecía evidente que Rauschen seguía estando muerto: las tijeras, lancetas y clavos continuaban incrustados en sus piernas y genitales; su boca seguía abierta y vacía; los ojos se hallaban cerrados. En la flaca garganta, pudo distinguir, incluso, el abultamiento de la lengua a medio tragar. De sus horrendas heridas no manaba sangre. Estaba muerto.
Pero alargó un brazo flaco como un alambre, se apoyó en la mesilla de noche y se levantó.
Por un momento pareció como si fuera un niño pequeño que aún no hubiese aprendido del todo el juego de las articulaciones. Dio un paso, luego otro, en línea recta, en dirección a la salida, como si avanzara a la fuerza arrastrado por una voluntad mas poderosa. Sus ojos seguían cerrados y su cabeza se bamboleaba sobre un hombro como la de un muñeco roto. Los instrumentos clavados en sus piernas producían extraños sonidos de adorno colgante.
Rulfo, que permanecía quieto en el umbral como una puerta de carne, se sintió incapaz de apartarse cuando el cuerpo del anciano llegó hasta él. Entonces Rauschen abrió los ojos
la puerta
y lo miró.
– ¡Déjalo pasar! -balbució una voz desde el infinito. Era César. Acababa de bajar en aquel momento y asistía horrorizado a la escena-. ¡No lo toques! ¡Déjalo…!
Rulfo se apartó mecánicamente, casi sin proponérselo, comprendiendo que ya estaba condenado para siempre. Porque la mirada que le había dirigido aquel rostro clausurado constituiría -lo supo en ese mismo instante- uno de esos secretos prohibidos por la lógica y el lenguaje (está vivo) que se encierran inútilmente en la memoria durante toda una existencia (está vivo, está vivo, Dios mío) y jamás son revelados, ni expresados, ni tan siquiera recordados conscientemente.
Ya estaba condenado, y lo supo: ya poseía un secreto.
El cuerpo de Rauschen pasó junto a él con lentitud de niño que nace, giró en el pasillo y continuó su horrible peregrinaje.
De repente comprendieron adónde se dirigía.
la puerta se cerró
Lo siguieron como acólitos de un extraño ritual en el que Rauschen fuera el único sacerdote. Por fin lo vieron detenerse frente a la puerta del misterioso cuarto y empujarla. Las luces del techo se encendieron. Rauschen entró.
La puerta se cerró en silencio.
Aquel silencio les pareció mucho peor que todo cuanto habían experimentado hasta entonces. Pálido como la nieve sobre un cementerio, César dio dos pasos hacia la puerta. Pero Rulfo lo detuvo.
Sugiero que
– Espera, no…
no miréis más, signor Milton.
Su ex profesor replicó algo ininteligible; algo que, por extraño que fuese, nada tenía que ver con Rauschen sino con la poesía. Luego, con un gesto violento, apartó a Rulfo de su camino, se acercó a la puerta y la empujó. Rulfo sospechó que ya no era el destino de Rauschen lo que importaba a César: quería seguir descendiendo, deseaba contemplar el abismo desde el borde, ese abismo del que le había hablado, y, quizá, arrojarse de cabeza a él.
vacío
Entonces lo vio detenerse y mirar hacia el interior de la habitación iluminada al tiempo que se llevaba la mano a la boca para reprimir un grito o un vómito, y supo con total certeza que contemplar lo que había más allá, lo que estaba sucediéndole a Herbert Rauschen (cuyo denso silencio se le antojaba casi más insoportable que la visión de su cadáver animado) era otra forma de morir. Sin embargo, también se dio cuenta de que cualquier intento por su parte de evitar mirar sería fútil.
Estaba condenado
vacío, oscuridad
para siempre, al igual que César.
Vacío. Oscuridad.
– Escucha: a Susana debemos protegerla. Tú tenías razón. Debemos protegerla. Ya inventaré algo… Le diré algo que le afecte. La obligaré a dejarme.
El interior de la cabina del avión que los llevaba a Madrid al amanecer estaba casi a oscuras. Los pasajeros aprovechaban para dormir antes de enfrentarse a la ciudad, pero ellos se sentían incapaces de cerrar los ojos.
No podían hacerlo, porque sabían que dentro de sus párpados aguardaba Herbert Rauschen.
Rulfo sospechaba que se quedaría para siempre allí, en la oscuridad orgánica de sus pupilas, en las esquinas y pliegues de sus cerebros, esperando cada noche el definitivo instante en que el sueño los venciera para volver a brotar, con sus tristes gemidos y su dolor de réprobo, de condenado eterno.
– Tenías razón… -repitió César-. Debemos apartarla de esto.
Sentado junto a Rulfo había un hombre desconocido.
El ex profesor, ex amigo, ex diablo.
El César que representaba a Sade; que jugaba a blasfemar en ceremonias de drogas y parejas intercambiables en la oscuridad; que sonreía con llamas en los ojos sintiéndose «elegido». El César de los misterios y prodigios, del ateísmo fácil, del sadismo de alcoba. Aquel individuo había desaparecido de repente. El hombre que ahora se sentaba junto a él tenía la expresión exangüe y asombrada de las víctimas que fallecen en momentos imprevistos: durante un acto de amor, en plena calle, al entrar en casa. Sobre su cabello y su rostro el tiempo había arrojado, de golpe, la arrugada nieve de diez años más.
– ¿Y tú, qué harás? -preguntó Rulfo.
César lo miró como si la pregunta le pareciera inexplicable.
– ¿Yo? Supongo que lo mismo que tú: intentar defenderme… Me he llevado de casa de Rauschen un CD grabado con todos los archivos que he podido extraer de su disco duro. El castigo al que le han condenado… Ese terrible castigo, es la prueba, tiene que serla, de que se convirtió en un peligro para ellas… ¿Por qué? Intentaré descubrirlo. Quizá halle la forma de… No sé… Trataré de ser una espina difícil de tragar, aunque no creo que eso les importe demasiado… -Su voz se hizo débil, casi un susurro-. No son seres humanos, Salomón. Ignoro si lo fueron alguna vez, pero han perdido esa cualidad. Podrán ser muy hermosas y bailar bajo el sol de la Toscana, pero no son mujeres, ni hombres, ni cosas vivas…
– ¿Qué son?
César pareció considerar gravemente aquella pregunta.
– Brujas -murmuró-. Quizá podamos llamarlas así. No tienen nada que ver con el culto al diablo, pero puede que ese nombre las defina con exactitud. «Musas» me parece más espantoso. No, no… -Sacudió la cabeza de un lado a otro, con fuerza-. No puedo pensar en ellas como «musas»… Y, a pesar de todo… ahora estoy seguro de que la poesía nos ha engañado…
La voz de la sobrecargo anunció que estaban aproximándose a Madrid, pero ni César ni Rulfo la creyeron. Para ellos, aquella información era falsa. No estaban aproximándose a ninguna parte: continuaban en la oscuridad, en el espacio irrespirable.
Seguían contemplando a Rauschen de pie en aquella piscina de azulejos. Y veían cómo las tijeras y bisturíes se desprendían como tallos de sus piernas y los hematomas y heridas se angostaban hasta desaparecer. Y sus huesos escupían los clavos que los penetraban y los orificios se cerraban tras ellos. Y su corazón volvía a latir, y la sangre se derramaba y desaparecía por el tragante, y la piel se cerraba sobre la sangre como una escotilla sobre el oleaje. Y la lengua cortada regresaba a su raíz dentro de la boca con gestos de culebra. Y los pulmones, con un soplo de hojarasca removida, respiraban otra vez. Y Herbert Rauschen, tras el impenetrable silencio de su enésima muerte, recobraba la voz y podía, al fin,
gemir
y regresaba a la cama y se tendía boca arriba antes de sumergirse en la rigidez del nuevo día.
No era la primera vez que lo torturaban, lo habían comprendido de repente. No era la primera vez que lo mataban.
Sumido en la desesperación, Rulfo había intentado hacer algo, pero César había impedido que colocara la almohada sobre el rostro del anciano. «No podrás matarlo», le había dicho. «Es decir, sí, lo asfixiarás… y el verso de Milton lo revivirá una y otra vez, ¿es que no lo entiendes?»
Una y otra vez. Incluyendo la conciencia. Incluyendo la cordura. La sensibilidad de cada una de las células. Listas para ser devoradas de nuevo.
Qué se siente cuando un verso te destroza sin límite.
– La poesía nos ha engañado -continuó César con su voz átona-. Piensa en unos niños que jugaran con un misil sin saber para lo que sirve. Dirían, por ejemplo: «Qué bellos colores tiene». A partir de entonces construirían objetos parecidos. Seguirían sin conocer su peligro real, pero no les importaría. Todo lo contrario, les parecería maravilloso jugar con artefactos tan bonitos. -Hizo una pausa. El avión inició el descenso-. Los niños se llamaron, entre otros, Virgilio, Dante, Shakespeare, Milton, Hölderlin, Keats… Ellas los veían jugar y los animaron a seguir jugando… porque, de repente, uno de esos artefactos funcionaba… Y el niño que lo había fabricado no lo sabía… Sí, hasta mi abuelo les interesó, sin duda… ¿Acaso los versos de poder han de ser los más estéticos, los mejores…? No. Trabajamos con la muerte cada vez que hacemos poesía. Coqueteamos con el horror cada vez que hablamos… Palabras y palabras dichas al azar. Imagina cuántas: las de un loco, las de un niño, las de un actor en el teatro, las de un criminal, las de su víctima… Palabras formando la realidad… Sonidos que pueden destruir o crear. Un suelo de sonidos, un mundo de sonidos donde la poesía es el máximo poder… ¿Qué ocurriría si tú o yo fuéramos capaces de controlar ese mundo tan frágil, Salomón…? Es casi lo mismo que preguntarnos qué sucedería si nos convirtiéramos en dioses. Y eso es lo que son ellas. -Un leve golpe les indicó que habían aterrizado. La voz de César, sin embargo, siguió en el aire un instante más-. ¿Sabes…? Tenían razón los que creían que la poesía era un regalo de los dioses…
La cita sería dentro de tres días, pero no se lo había dicho. Incluso le había dado a entender, al separarse de él en el aeropuerto, que quizá no volvieran a interesarse por ellos. Pero sabía que César no le había creído.
Pasó el resto del sábado encerrado en su apartamento. Por la tarde se acostó en la cama con la botella de whisky en la mano, aunque se levantó varias veces, tambaleante, para revisar el bolsillo de su chaqueta y cerciorarse de que la figura seguía allí. Nunca se separaba de ella: pensaba que era lo único que podía salvarle.
Solo podrán recuperarla si se la entregamos.
¿Y si no lo hacía? ¿Y si la usaba como moneda de canje para conseguir que aquellas criaturas lo dejaran en paz? Más aún: ¿y si no acudía a la cita?
Nos matarán. Pero no lo harán con rapidez
Qué se siente cuando un verso te destroza sin límite.
¿Y si se reunía con Raquel y huían juntos llevándose la imago con ellos? ¿Y si las amenazaba con destruir la figura? Pero ¿cuánto tiempo podría resistir de ese modo…?
No son seres humanos. Son brujas.
Volvió a llevarse la botella a los labios. El mundo se estaba volviendo de un agradable color ámbar.
Si acudes a esa cita, te matarán.
¿Y si luchaba? ¿Y si les oponía resistencia? ¿Y si se enfrentaba a ellas? Pero, por Dios, ¿de qué forma? Un verso cualquiera podría dejarlo indefenso. ¿Por qué Lidia Garetti no lo ayudaba ahora?
Rauschen. Sus investigaciones. Aquello que, quizá, había descubierto, la razón por la que había sido condenado a aquel tormento… César se lo había dicho: la única oportunidad que tenían era hallar lo mismo que Rauschen, pero usarlo mejor. Ahora todo dependía de que su viejo profesor pudiera encontrar una pista en aquellos archivos.
Cerró los ojos con esa esperanza.
Se trataba, sin duda, de una clínica privada. Sus puertas de cristal estaban flanqueadas por dos pequeños abetos de aspecto navideño, y se abrían ante la silenciosa orden de una célula fotoeléctrica. Rulfo las cruzó y entró en el vestíbulo. Otra figura entró con él. Miró en esa dirección y se vio a sí mismo reflejado en un gran espejo. Comprobó que se hallaba completamente desnudo, pero no le extrañó en absoluto. Estoy soñando, se dijo.
Llegó al fondo del vestíbulo y escogió un pasillo. Se detuvo ante la puerta de la habitación número trece (tenía el número escrito sobre ella). La abrió.
Era un cuarto pequeño. Su luz procedía de algún lugar indeterminado del cielorraso. No había muebles ni decoración alguna. Hacía frío. Un frío extraño: una gelidez que se incrementó cuando dio algunos pasos por el interior. ¿Por qué aquella habitación, desnuda como él mismo, le provocaba tanta aprensión? Sospechó que no era solo por la baja temperatura, pero no pudo advertir otra causa evidente. Se hallaba vacía y no parecía amenazadora.
Otro espejo en la pared del fondo duplicaba su figura. Se frotó los brazos, y el Rulfo del azogue lo imitó. Nubes gemelas de vapor manaron de sus bocas.
Se aproximó al espejo y se situó tan cerca del cristal que, en un momento dado, su aliento borró sus propios rasgos con un vaho de platino puro. Contuvo la respiración, y la mancha de niebla fue empequeñeciéndose, pero, tras ella, no volvió a aparecer su rostro sino el de Lidia Garetti. Vestía el traje de noche tubular de solapas fucsias de su retrato y la araña dorada brillaba entre la suave ondulación de sus senos menudos.
– El paciente de la habitación número trece lo sabe -dijo, mirando a Rulfo con fijeza. Sus ojos azules despedían tanta luz que parecían formar parte del cristal.
– Lidia… -Rulfo tendió una mano, pero sus dedos no palparon piel sino el obstáculo impenetrable de una superficie vidriada.
– El paciente de la habitación número trece -repitió ella, retrocediendo-. Búscalo.
– ¡Espera…! ¿Qué quieres decir…?
Lidia Garetti se alejaba en la oscuridad, al fondo del reflejo.
De repente Rulfo comprendió que ella hubiera deseado quedarse y explicarle más cosas, pero algo se lo había impedido. Otra presencia que se encontraba allí, a su espalda, dentro de la habitación.
El temor se aferró a sus músculos. Tenía tanto miedo que no podía volver la cabeza. Se sentía incapaz de mirar atrás. Hay alguien. El paciente de la habitación número trece. Detrás de mí.
un sollozo
Entonces sintió como si una mano le tocara el hombro con dedos helados.
un sollozo violento
Se volvió y vio lo que había tras él.
Un sollozo violento.
Se encontraba en su habitación. La botella de whisky medio vacía había rodado por el suelo.
No albergó duda alguna acerca de que aquello no había sido solo un sueño, de la misma forma que no lo habían sido los de la casa del peristilo.
Lidia Garetti le había enviado un nuevo mensaje.
Se vistió frente al espejo. La ropa que habían comprado le sentaba muy bien. Esa mañana se puso un jersey de lana violeta y unos vaqueros. Para el niño eligió un polo marrón oscuro y pantalones de pana. Luego se peinó el largo pelo negro. No se lo recogería: eso le recordaba malos momentos. Ahora todo había cambiado.
El espejo le devolvía la imagen de una muchacha alta y hermosa. La imagen de siempre. Pero ella ya no vivía encerrada en esa apariencia.
Asomaba a los ojos.
En ellos podía contemplar su verdadero aspecto. Nada ni nadie volvería a hacerle daño, a humillarla. Patricio estaba muerto. Su hijo y ella se hallaban libres.
Contempló al niño. Jugaba con las figuritas de plástico en el suelo de la habitación, de espaldas a la aún incierta luz de la ventana. Nunca sonreía, pero ella no necesitaba que lo hiciera. A su modo, él era otro espejo: en aquella mirada azul y aquellas facciones que no se parecían en nada a las suyas podía verse reflejada. Y se percataba de que el pequeño también la veía así. Ya no se limitaba a mirarla en silencio como si fuera una extraña. A ratos, le hablaba con ternura. Parecía haber percibido su transformación con la misma intensidad que ella.
Ahora lo que más le preocupaba era que Lidia le dijera, a través de los sueños, qué otra cosa debía hacer. Estaba segura de que formaba parte de un plan, y quería saber cuál era. Había mentido al hombre para evitar su interrogatorio: en realidad, no había soñado nada más. Sin embargo, tenía la convicción de que sus intuiciones eran ciertas, de igual forma que la habría tenido de poseer un rostro aunque hubiese carecido de espejos que se lo confirmaran. Y había mentido también en otra cosa, más importante. Esperaba que su arriesgado engaño surtiera efecto.
Se contempló una vez más, cerciorándose de que no parecía distinta a cualquier otra chica. No quería resultar llamativa. Tras ella, reflejados en el cristal, podía distinguir la ventana abierta, el aparcamiento y la carretera a la luz del amanecer, con la silueta de un pequeño pueblo subrayando el horizonte. La habitación se hallaba en la primera planta del motel y era muy modesta, pero a ella le parecía palaciega en comparación con el lugar donde habían vivido hasta entonces. Llevaban allí cinco días y aún no se habían atrevido a salir. O casi. Siguiendo el consejo de Rulfo, ella siempre daba un breve paseo antes del anochecer, aunque regresaba pronto. Sin embargo, esa mañana pensó que quizá saldría con el niño. Los ojos del pequeño se estaban habituando cada vez más a la claridad, y las horas tenues del alba serían ideales. Sí, disfrutaría paseando con su hijo mientras el sol despuntaba sobre los campos. Sin duda, constituiría para ambos una maravillosa experiencia.
Estaba a punto de sugerírselo cuando
no pudo
sorprendió la figura tras ella, en el espejo.
Se quedó inmóvil, rígida. El niño pareció percibir también que algo extraño sucedía, porque volvió la cabeza y observó a la muchacha.
no pudo volver
Sintiendo que habitaba en una pesadilla, giró lentamente hacia la ventana y se asomó. El aparcamiento estaba vacío.
Sus latidos fueron apaciguándose. Pero, por un momento (aunque solo lo había visto reflejado en el espejo del armario durante una fracción de segundo), por un horrible instante, había creído ver a un hombre que…
No. Se equivocaba. Era imposible.
Está muerto. No pienses más en él. Está muerto.
Terminó de vestirse, cogió al niño de la mano,
no pudo volver a dormir
dieron un breve paseo alrededor del motel. No vio nada extraño: el lugar parecía casi desierto. Pronto concluyó que sus nervios le habían jugado una mala pasada. Seguramente, se había confundido con alguien que físicamente se le parecía mucho. Está muerto. Tú misma lo mataste.
Pero seguía inquieta cuando regresó a la habitación.
No pudo volver a dormir.
Se duchó, se vistió con ropa limpia, cogió la chaqueta y comprobó que la figura seguía en su sitio. Era domingo. Faltaban dos días. El martes acabaría todo por fin, para bien o para mal, y saber eso le tranquilizaba.
Intentó reflexionar sobre el sueño que acababa de tener, pero el teléfono le interrumpió. Escuchó la voz de César como una luz en medio de la noche.
– Esto es fantástico, Salomón… Informes de detectives, biografías de alumnos y profesores de distintas universidades… En eso consisten casi todos los archivos que he revisado. Y, aquí y allá, comentarios muy reveladores del propio Rauschen… He atado algunos cabos. ¿Tienes tiempo para escuchar a tu querido profesor una vez más…? Te situaré. Estamos en Viena, a principios de los setenta. Un inocente y bastante común licenciado en literatura llamado Herbert Rauschen ingresa en un grupo de vivencia poética: Die Sphinx. Se dedicaban a recitar y comentar versos de autores alemanes, pero, sin duda, era una tapadera para reclutar adeptos. Lo cierto es que a partir de entonces la vida de nuestro amigo cambia por completo: deja el trabajo, se marcha a París y su cuenta corriente empieza a engordar en unos años en que la economía de toda Europa estaba en crisis. Publicó artículos, viajó… Luego emigró a Berlín. Coincidiendo con su traslado a esta ciudad, una imprenta alemana sacó a la luz los primeros ejemplares de Los poetas y sus damas, de autor anónimo… ¿Primera hipótesis, alumno Rulfo…?
– Rauschen es el autor de Los poetas y sus damas -dijo Rulfo.
César emitió una risita sofocada.
– Mi querido alumno, siempre has sido muy intuitivo. Yo llegué a la misma conclusión por la vía del razonamiento. En mi opinión, entró en la secta en París, pero no le gustó lo que vio y decidió hablar de ellas. Escribió ese libro, lo hizo imprimir y fue por el mundo regalándolo a cuantas personas encontraba, casi todos expertos en poesía como él. Yo diría que al principio se limitó a informar a la gente de lo que ocurría bajo la excusa de una «leyenda». Pero, en 1996, después de caer en una extraña depresión, pasó a la acción: comenzó a investigar en varias universidades europeas, se convirtió en un sabueso… Seguía un rastro concreto. ¿Cuál?
– Esta vez me rindo.
– La última dama. Quería encontrar a la número trece. -Hubo un silencio. Rulfo escuchaba con mucha atención-. Aquí está la explicación de su espantoso castigo… Escucha esto. La última dama se oculta mejor que ninguna otra, pero no porque sea la más poderosa sino, precisamente, porque es la más vulnerable… El talón de Aquiles de la secta, Salomón. La que otorga unidad al grupo. Sin ella, las demás solo serían un conjunto de criaturas dispersas. «Quien encuentre a la dama número trece puede destruir al grupo entero», el propio Rauschen lo dice. Él inició su búsqueda con el fin, sin duda, de acabar con la secta. ¿Y qué le hizo desear esto?, te preguntarás. ¿Qué ocurrió hace seis años para que un antiguo sectario, conociendo el terrible riesgo que asumía, decidiera enfrentarse a ellas? He aquí la parte más confusa de la historia. -Se escuchó un revuelo de hojas. César continuó-: A principios de 1996 hubo una especie de movida en el coven… Así se llama el grupo de las trece damas, el núcleo de la secta: coven. Es el mismo término con que, en inglés, se designaba a los conventículos de brujas del Renacimiento. De hecho, la leyenda del coven de brujas viene de ellas… -De pronto se interrumpió y emitió una risa sofocada-. ¿Sabes lo más terrible de todo, Salomón…? Que son como nosotros: mediocres, oportunistas, ambiciosas y cobardes… Son brujas, en efecto, pero de las modernas. Les interesa subir en el escalafón, aumentar su poder, controlar a sus súbditos… Y todas andan muy suspicaces unas con otras, como los yuppies de las grandes empresas. Pero prosigo. Como te decía, en esa época hubo un escándalo en el coven: Saga, la número doce, la líder del grupo, fue acusada de algo, sentenciada y expulsada, y otra Saga ocupó su lugar. Rauschen no especifica la falta que cometió la antigua jefa y su destino final, pero, en lo que respecta a su sucesora, no ahorra epítetos: la define como «lo peor que ha ocurrido con la secta desde hace siglos…».
La peor de todas. Rulfo veía otra vez al niño sosteniendo el duodécimo soldadito de plástico. Apretó con fuerza el auricular mientras la voz de César proseguía, casi en tono cantarín.
– La llegada al poder de la nueva Saga fue lo que hizo que nuestro amigo dedicara el resto de su vida a intentar destruirlas. Según él, esta criatura es una amenaza impredecible. Estaba deseando convertirse en líder, y ahora que lo ha conseguido disfruta volcando su furia sobre todo bicho viviente… ¿Te das cuenta…? ¡Siglos enteros de poesía reducidos a esta simpleza: la ascensión de una advenediza! Una especie de «quiero ser el jefe en lugar del jefe»… Pero, bueno, ¿de qué me sorprendo? ¿Acaso no viene ocurriendo lo mismo desde Zeus y Satán? Hasta el idiota de Hitler es un buen ejemplo… -Volvió a reírse en falsete, como si una máquina se riera por él. De repente Rulfo se horrorizó. Se está volviendo loco, pensó. La voz de César continuó, un tono más aguda-: Debo decirte, querido alumno, por si no lo sabías, que las damas son seres humanos de carne y hueso, o al menos eso parecen… Señoritas solteras, bellas y riquísimas que se rodean de lujo y soledad, como tu famosa Lidia Garetti. Solo se reúnen para celebrar sus, llamémoslas, ceremonias, en una, llamémosla, sede central, una mansión al sur de Francia, en Provenza, en medio de ese paraje tan hermoso que se conoce con el nombre de las «Gargantas» del río Ardèche… Buen lugar para las diosas de los versos, ¿eh…? Provenza, los trovadores, la cuna de la poesía lírica, el monte Ventoux que Petrarca escaló… Y las «Gargantas»… ¡Mejor sitio, imposible, para quienes nos controlan con la voz! -La carcajada hizo que Rulfo tuviera que apartar el auricular un instante-. Por lo visto, Rauschen estuvo presente en algunas de esas ceremonias. Se celebran en días especiales del año, porque el poder conjunto del coven es superior a la suma de sus partes, pero, para que ocurra así, deben reunirse en determinadas fechas, como dictan las leyendas de brujas y aquelarres: solsticios, equinoccios y vísperas de festividades tan antiguas como el hombre… como la noche del treinta y uno de octubre, Halloween, víspera de Todos los Santos, es decir, pasado mañana. -César hizo una pausa significativa-. A propósito, te han citado esa noche, ¿me equivoco?… -Rulfo pensó que mentir ya no tenía sentido. Entonces escuchó otra carcajada-. Ja, ja…! ¡Quizá te pidan caramelos…! Te agradezco el cuidado que has puesto en ocultármelo, Salomón, y sé por qué lo has hecho, pero no te preocupes: después de ver la lengua de Rauschen regresando a su boca como quien eructa una trucha viva, no te acompañaría a esa cita ni atado de pies y manos… -Carcajada-. Vuelvo a aconsejarte que les des la figura y en paz. Solo quieren eso. Insisto: no te mezcles en sus problemas de «promoción interna»… -Nueva carcajada-. Te lo ruego: dales la figura, por lo que más quieras, y que se las compongan…
– ¿Dice Rauschen algo sobre Akelos?
– Ya se me olvidaba. La dama número once, Akelos, traicionó al coven ayudando a la antigua Saga. Rauschen no especifica cómo ni añade nada más, pero… ¿Última hipótesis, querido alumno…?
– La nueva Saga ordenó que Akelos fuera expulsada también -dijo Rulfo, comprendiendo.
– Exacto. Y no solo eso: que fuera eliminada para siempre. Incluyendo su imago, que es la figura que les permite vivir para siempre pasando de un cuerpo a otro. ¿Sabes por qué estaba hundida en aquel acuario? Rauschen lo menciona de pasada, hablando de las clases de ceremonias: existe un ritual llamado «Anulación» por el cual la dama en cuestión queda desprovista de poder si su imago es hundida en agua con la filacteria apropiada… Pero éste es el primer paso. Para destruir la imago necesitan realizar otro ritual más complejo… y, naturalmente, para realizarlo necesitan la imago… -Volvió a reír con suavidad-. Sin duda, Miguel Robledo, el asesino de Lidia Garetti, no era de la secta, pero fue manipulado por ellas para entrar en la casa, cargarse a las criadas y torturar a la señora refinadamente… tras hundir su figura en el acuario.
Y nosotros la hemos recuperado impulsados por esos sueños, pensó Rulfo.
– ¿Qué hay acerca de la dama número trece, César? ¿Qué averiguó Rauschen sobre ella?
Se escuchó un tintineo, un golpe de cristales. Está bebiendo, pensó.
– Ah, esa pregunta es para nota, querido alumno… Aún no sabemos lo bastante como para contestarla. De hecho, creo que nadie podría contestar a eso. Rauschen solo dejó informes sobre profesores y alumnos… Es obvio que sospechaba que la misteriosa dama estaba relacionada con alguien de la universidad… Pero ¿quién? ¿Dónde? Quizá en España, ¿no? Recuerda que se trasladó a vivir aquí… Pero esto es tan solo una hipótesis… Lo que más me atemoriza de todo, ¿sabes qué es? Que le permitieran conservar tantos archivos. Sospecho que las damas se sienten mucho más seguras que los corruptos… -Hizo una pausa y prosiguió en otro tono-. Sé que soy un maldito cobarde por no acompañarte el martes por la noche, pero… Bueno, digamos que prefiero arriesgar la vida de una manera mas cómoda… Lo de Susana ya está arreglado. Ayer tuvimos una bonita discusión, pero conseguí lo que me proponía: se ha ido fuera de Madrid, creo que a casa de sus padres. La distancia no nos vendrá mal a ninguno de los dos. Por supuesto, no recibió la noticia con la mejor de las sonrisas, pero jamás me perdonaría a mí mismo si…
– Comprendo -dijo Rulfo.
– Salomón, en serio: no juegues a hacerte el héroe y devuélveles la figura. Si quieren fastidiar a Akelos, es cosa suya… Pero, en cualquier caso, te deseo buena suerte, querido alumno. Fue un placer y un honor para mí haber sido tu profesor y tu amigo, pese a nuestras diferencias… Y no nos compadezcamos demasiado, oye: después de todo, ambos opinábamos que valía la pena morir por la poesía, ¿recuerdas…?
– No vamos a morir, César -dijo Rulfo sin acompañar a César en su risotada, sintiendo los ojos húmedos y un escozor en la garganta.
– Ellas no dejarán testigos -jadeó de repente la voz del ex profesor, lenta, oscura. Rulfo recordó que era el tono con que solía concluir sus clases-. Ahora comprendo el terror que dominaba a mi pobre abuelo… Ruego por que, al menos, no alcancen a Susana… Apenas sabe nada… Quizá ella pueda escapar… Adiós, querido mío… Cuídate mucho.
La conversación se interrumpió en la línea, no en la mente de Rulfo. No dejarán testigos. Sintió un nudo en la garganta, pero comprendió que no era su propio destino lo que más le apenaba, sino el de César Sauceda, su viejo profesor, el hombre que había creído que la vida era poesía.
Y ahora todos iban a morir porque tenía razón.
Pasó el resto del domingo y el lunes de forma similar: dando incontables vueltas por los alrededores de Lomontano. Escogía, alternativamente, las estrechas callejuelas del centro o la amplitud anónima de Gran Vía, y contemplaba a los apresurados transeúntes. En aquellas caras concentradas y aquel ir y venir de personas tan diversas enfrentándose a un Madrid taquicárdico, no pudo encontrar ni rastro del extraño mundo de las damas. Era como si se hubieran hecho irreales, como si nunca hubiesen existido. Incluso empezó a pensar que todo aquello no era sino una fantasía forjada por desequilibrados como César o él. Pero la presencia de la figura de cera en el bolsillo le devolvía una y otra vez a la realidad. No, no a la realidad, matizaba: A la verdad.
El lunes por la tarde, al regresar a su casa, los ojos preocupados de la portera lo detuvieron en el vestíbulo.
– Una joven ha venido a verle. Acaba de subir.
Creyó saber de quién se trataba. ¿Por qué habrá venido? se preguntó mientras subía las escaleras con rapidez. ¿Le habrá ocurrido algo en el motel? Pero, al llegar a su piso, comprobó que se había equivocado por completo.
– Menuda cara has puesto -sonrió Susana-. ¿A quién esperabas?
Se mordía las uñas. Era su vicio secreto, pero se hacía inevitablemente público cuando estaba nerviosa. Como ahora.
– Me ha dicho que mi trabajo de puta ha terminado… Bueno, no me lo ha dicho así, claro… Él lo llama: «Necesidad de replantearse la vida». Y me ha despedido sin derecho a indemnización. «Vete con tus padres una temporada.» Hijo de puta. Puedo asegurarte que el día que he pasado ayer no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Por supuesto, me marché sin rechistar; no hubiera sido capaz de rebajarme a rogarle nada… Pero no he ido a casa de mis padres, estoy hospedada con una amiga…
Llevaba un conjunto de dos piezas castaño oscuro, medias color almendra, sandalias altas y una cinta de gasa al cuello. Olía a perfumería y alcohol. Rulfo se dio cuenta de que había estado bebiendo antes de presentarse allí.
– Oh, claro que le insulté, le dije muchas tonterías, pero se limitó a repetir que no era una separación definitiva sino un «replanteamiento». O lo que es lo mismo: quiere estar solo. Yo le distraigo. La verdad, todo eso me deprimió bastante. Pero hoy lunes me he despertado más tranquila y lo he visto desde otra óptica. Creo conocer bien a César, y pienso en dos posibilidades: o le gusta otra o le ocurre algo grave. -Sus ojos chispearon burlones mientras sonreía-. Sinceramente, me quedo con lo segundo. ¿Y tú? -Rulfo no dijo nada. Bebió un sorbo de whisky. Susana le imitó-. De repente recordé que en los últimos días andaba muy atareado contigo y tus aventuras… Tramáis cosas juntos, os encerráis en las habitaciones a cuchichear como viejas… En fin, se me ha ocurrido pensar, tonta de mí, que todo esto tiene que ver con el viaje relámpago que hicisteis el viernes a Barcelona, y del cual César no ha querido darme detalles. Por eso estoy aquí, para preguntártelo. No te preocupes, no voy a pedirte alojamiento… Solo quiero que me digas si me equivoco.
– No sé lo que le ocurre a César. Deberías preguntarle a él, no a mí.
La reacción de ella fue imprevista. Había terminado de vaciar el segundo vaso cuando, de repente, lo dejó sobre la mesa con un sonoro golpe. Por un momento Rulfo pensó que el cristal se había destrozado entre sus dedos.
– ¿Qué coño os creéis que soy…? ¿Una pelota de tenis? ¿Ahora estoy en tu campo y tú me largas al suyo…? -Se inclinaba hacia delante, los ojos azules fijos en él, el costoso peinado flotando sobre su cabeza. Entonces suavizó la voz-. Voy a confesarte algo: antes, eso me gustaba. Me encantaba que os pelearais por mí. En serio… Y te puedo asegurar que no era por satisfacer mi ego. Bueno, no solo por eso. Quería veros sacar las uñas porque sabía… Sabía que cuando firmarais el tratado de paz, me miraríais y diríais: «Ah, pero ¿sigues ahí, Susana…?». Hace tiempo que me he dado cuenta de que solo me necesitáis cuando sois enemigos… -Rulfo bajó la vista hacia su copa. Ella seguía hablando, cada vez más alterada-. Y ahora, ¿qué ha pasado…? Pues que has venido tú con tu maravillosa aventura, y él ha dicho: «¡Fantástico! ¡El consuelo de mi jubilación…!». Y de nuevo os dais la mano y yo sobro, ¿no…? Bien, pues he aquí la gran noticia: no voy a permitir que sigáis jugando conmigo. En el fondo, César cree que soy esa clase de mujer que se acuesta con el que más dinero tiene. Pero le enseñaré que su dinero me importa una mierda, y su casa y sus aventuras, otra -Guardó silencio un instante, o, más exactamente, dejó de hablar sin guardar silencio: sorbía por la nariz, respiraba con fuerza. Rulfo recordó que César llamaba a esos gestos «los neumas del dolor»-. Ahora dime sinceramente si todo esto tiene algo que ver con vuestro maravilloso viaje por el túnel del terror. Eso me tranquilizaría bastante.
Rulfo optó por responder a una pregunta distinta, que ella no había formulado.
– César no ha dejado de quererte, Susana. Estoy seguro de que solo desea mantener la distancia una temporada.
Ella lo miraba con ojos dilatados. Súbitamente, Rulfo se vio asaltado por un recuerdo: el día en que habían hecho el amor en el suelo del ático, aprovechando una ausencia de César, y él la había abrazado por detrás presionando sus senos mientras la besaba en el cuello.
– ¿Tiene relación con vuestro asuntillo? -insistió ella.
– No, que yo sepa. En Barcelona lo único que hicimos fue visitar a un hombre enfermo. No encontramos nada. Creo que César se ha olvidado del tema.
– Entonces, ¿qué crees que le pasa?
– No lo sé, pero, sinceramente, no creo que te oculte nada.
Rulfo no la miraba al hablar. Confiaba en que se tragaría sus palabras, igual que se había tragado las de César. Debemos protegerla los dos. Pero, tras un silencio, ella dijo algo inesperado:
– He averiguado cosas sobre Lidia Garetti. -Lo miraba fijamente. Rulfo se esforzó por mostrar indiferencia-. Te van a parecer muy reveladoras. Hablé con una de mis amigas periodistas. Me aclaró que la pobre Lidia era una jovencita millonaria que cumplía todos los requisitos para ser la típica hija de papá: solitaria, rica, heredera de una fortuna fabulosa que no sabía cómo gastar, aficionada a las drogas y las crisis de nervios, en tratamiento psicológico… ¿Te imaginas a una bruja neurótica…? Por favor, Salomón, Lidia no era ningún ser sobrenatural sino una soltera millonaria que vivía esperando a su príncipe azul. Desgraciadamente, la visitó el príncipe negro. Pero las burradas que le hizo ese psicópata drogadicto son similares a cualquier otra burrada de la historia. No hay más misterios. No hay nada más… Te juro que… -De repente fue como si dejara caer una mascara: sus cejas se hicieron arrugas, los labios se convirtieron en mucosas trémulas-. Salomón, tengo miedo… -Tendió los brazos como si deseara ser aferrada antes de caer a un abismo. Rulfo la acogió sin aspereza-. ¡Tengo mucho miedo…! Siento… No sé muy bien qué… pero te juro que, en el fondo, no me río de lo que está ocurriendo… lo que nos está ocurriendo a todos… ¡No quisiera que le pasara nada malo a César! ¡Ni a ti…! ¡Ni a ti…!
– Susana, cálmate… -Le apartó la cara y la miró a los ojos-. No va a ocurrirle nada malo a nadie.
De repente, sin transición,
cruzó
vio sus labios aproximarse.
cruzó las puertas
– No, Susana… -murmuró dentro de su boca.
Pero comprendió cuánto necesitaba extinguir su propio miedo
cruzó las puertas de cristal
con el temblor de otro cuerpo.
Cruzó las puertas de cristal, flanqueadas por pequeños abetos, atravesó el vestíbulo, avanzó por oscuros pasillos y llegó hasta la puerta con el número trece escrito sobre ella. De repente comprendió algo. Si aquello era una clínica, como así creía, entonces ésa era la habitación del paciente del acertijo de Lidia.
Se apresuró a abrirla y entrar.
Pero quien allí le aguardaba era la misma (hermosa) criatura (horrible) con aspecto de niña que ya conocía. Esta vez estaba desnuda, con el símbolo de la hoja de laurel lanzando destellos sobre su pulcro y asexuado torso.
– Bienvenido, señor Rulfo.
Pensó que habría podido escribir cien versos contemplando aquel rostro. Pero, con idéntica certidumbre, supo que los habría arrojado al fuego después de escribirlos si se hubiera percatado, como en aquel momento estaba haciendo, de la espantosa ausencia de sentido que evocaba aquella belleza. Era como despertar un día y descubrir que la persona que duerme a tu lado tiene la piel de madera, o que el semblante mil veces soñado es una máscara de cartón.
– Mañana por la noche iré a esa cita -dijo Rulfo con desprecio-. Os entregaré la imago y nos dejaréis en paz. -La dama continuaba mirándolo sin modificar la sonrisa-. Pero, si nos hacéis daño… Si le hacéis daño a Raquel o a su hijo, a César o a Susana, os destruiré. Puedes comunicarle eso a tu encantadora jefa.
– Somos coeternas, señor Rulfo -susurró la niña. Su voz evocaba el eco de las piedras removidas por las olas-. Existíamos ab initio. Esto es un sueño, pero ni en sueños se le ocurra destruirnos.
– Haré algo más que soñar: encontraré a la número trece, vuestro punto débil. La encontraré, y acabaré con vosotras.
– Es muy fácil encontrarla. Está aquí.
De repente había ocurrido algo. La niña había desaparecido. En el espejo volvía a alzarse la imagen de Lidia Garetti. Su cuerpo aparecía mutilado.
– Aquí -repitió Lidia, y sus ojos gotearon sangre-. El paciente de la habitación número trece. Búscalo.
Y de improviso, Rulfo sintió que había alguien más dentro de la habitación. Lo sintió como hubiese podido sentir el frío al introducir la mano en un congelador. El paciente de la habitación número trece. Se dio la vuelta lentamente, incapaz de recordar cómo se respiraba, qué debía hacerse para pensar. La mera posibilidad de contemplar aquella nueva presencia, fuera lo que fuese, le aterrorizaba más que todo lo vivido hasta entonces.
Pero quien había a su espalda era, otra vez, la niña. Ahora se hallaba de pie en el techo como una lámpara suave. Su cabello semejaba una escultura de oro vertical. Lo observaba desde allí con ojos como dos lunas con halo o un planisferio iluminado desde dentro. Entonces abrió la boca (él pudo atisbar su úvula negra, bodocal).
No falte a la cita, señor Rufo. Le esperamos.
y todo su cuerpo se transformó en otra cosa.
Rulfo no recordó jamás aquella nueva imagen, pero tan solo contemplarla le produjo una fugaz ablación de la cordura. Despertó gritando, creyéndose loco e incapaz de comprobar que no lo estaba.
Se encontraba a solas en el dormitorio. Susana se había ido ya, aunque la cama aún conservaba un rastro de su perfume. Estaba amaneciendo.
Faltaban menos de veinticuatro horas.