Abrió la página, leyó el texto varias veces, vio las fotos.
Sintió que el pánico era una sustancia fría inoculada en su sangre.
– Veamos. En primer lugar, un dato muy simple. Como ya os dije, las historias que se narran aquí no están documentadas. No existe ninguna prueba objetiva de que todo esto sea cierto, y me temo que ningún investigador serio se lo creería. Pero, ya me conocéis, yo nunca he sido serio…
– Y que lo digas -apuntó Susana desde la alfombra. Su conjunto de gargantilla de seda, blusa y pantalones negros contrastaba con el colorido de los dibujos persas sobre los que se hallaba reclinada.
Fiel a su costumbre, César había pospuesto la revelación de secretos hasta la sobremesa. Ahora, tras el café, daba continuos paseos de un lado a otro mirándolos por encima de sus gafas azules. El libro que enarbolaba era un volumen sencillo, encuadernado en negro.
– Aquí se describe el encuentro de varios poetas célebres con los seres que constituyeron sus fuentes de inspiración. Pero la idea que otorga unidad a las diversas narraciones consiste en la convicción de que tales encuentros no fueron casuales ni aislados. Muy al contrario: estaban preparados por la secta de las damas. Y los seres con quienes se encontraron los poetas eran sobrenaturales. -Susana hizo un mohín de burla en dirección a Rulfo y se rascó una rodilla. César la miró con divertido reproche-. Oh, no saquemos conclusiones precipitadas antes de saberlo todo, querido público… Esta fantasía está muy elaborada, ya lo veréis. El autor afirma que la leyenda de las damas es muy antigua, y que con ella se han tejido muchas leyendas distintas: la de las Musas, las Gorgonas, Diana y Hécate; Circe, Medea, Enotea y otras brujas de los poetas clásicos; Cibeles y Perséfone; la völva escandinava, que cabalga sobre un lobo; la bruja renacentista, que monta sobre una escoba; la Lilitu asiria y la Lilith bíblica; la Dama del Lago del ciclo artúrico, la Serpiente Blanca, las brujas de Macbeth; la Venus de Ille, de Mérimée; la Lamia de Keats, la Bruja del Atlas de Shelley; la Reina de la Noche, de Mozart, la Alcina y la Melissa de Handel y la Armida de Haydn… Siempre es lo mismo: figuras femeninas poderosas y perversas, relacionadas de alguna forma con el arte. El poeta y erudito Robert Graves fue uno de los primeros en señalar los vínculos de esta leyenda con la poesía en su libro La diosa blanca, pero nunca llegó a afirmar seriamente que los poetas estuvieran inspirados por criaturas reales, aunque sobrehumanas… No me preguntéis cómo los inspiran: quedaos con la idea de que las damas son seres con la capacidad de impulsar a los poetas a crear. El libro habla poco sobre ellas. Afirma que son trece, en efecto, y que nunca se menciona la última, tal como me dijeron mi abuelo y Rauschen, aunque no especifica la razón de esto. Reciben un número, un nombre secreto y un símbolo en forma de medallón de oro. Los nombres proceden del latín o del griego y recuerdan los de las brujas de la tradición satanista… -Abrió el volumen por una de las páginas marcadas y leyó-: «Baccularia, Fascinaria, Herberia, Maliarda, Lamia, Maleficiae, Veneficiae, Maga, Incantátrix, Strix, Akelos y Saga», que es la número doce, la última que posee nombre…
– Menudos nombrajos -dijo Susana.
– Son nombres clásicos de brujas: la leyenda de las brujas surgió a raíz de las damas, y por eso recibieron los mismos nombres que ellas. Ya os comenté que Laura, la mujer que inspiró a Petrarca, era en realidad Baccularia, la dama número uno. Fascinaria, la número dos, inspiró a Shakespeare: fue la Dama Morena de sus sonetos. Se narran también el encuentro de Herberia, la número tres, con Milton; de Maliarda, la número cuatro, con Hölderlin; de Lamia, la número cinco, con Keats; de Maleficiae, la número seis, con William Blake… Así, hasta el de Borges con Saga. Sé lo que estáis pensando: que todo esto es un cuento infantil mezclado con teoría literaria. Yo también lo creo, por cierto. Pero, como dice el poeta, «tiene método».
Susana flexionó las piernas sobre la alfombra. Acababa de encender un cigarrillo de marihuana.
– Resumiendo -dijo-: A lo largo de la historia, unos seres misteriosos, en forma de hermosas mujeres…
– O de hombres atractivos -matizó César-, o de viejos o niños… Pueden adoptar cualquier apariencia, ser cualquier persona…
– … se dedican a inspirar a los poetas. Muy bien. ¿Y por qué? ¿Qué interés tienen en hacer eso?
– Ése es el nudo gordiano. El gran secreto. Tened en cuenta que la leyenda de las Musas procede de ellas: diosas que otorgaban a los artistas el necesario hálito creativo… Pero… ¿por qué? -La sonrisa de César se hizo extensiva al resto de su semblante.
– Tú ya lo has averiguado -diagnosticó Susana con los dedos hundidos en el pelo. César hizo un gesto ambiguo-. ¡Tú ya lo sabes, maldita sea! -rió ella y le arrojó un cojín desde el suelo.
Se toman esto como un juego más, pensó Rulfo, una de esas orgías domésticas que improvisaban los fines de semana con los amigos.
Él no participaba de la diversión general. Un temor creciente escarchaba su estómago. Comprendía lo que sucedía, sin embargo: gracias a aquella inusitada aventura, César y Susana habían regresado a los viejos tiempos e intercambiaban miradas cómplices, sonrisas, todo el surtido de gestos que configura el lenguaje privado de una pareja que vuelve a sentirse cómoda tras un tiempo de frialdad. Tenía que impedir que se hundieran cada vez más en aquella peligrosa ciénaga.
– Bueno, ¿quieres contárnoslo de una vez? -pidió Susana.
– Calma, no seas impaciente… La clave la hallé en el encuentro de Milton con Herberia, la número tres, «la que Castiga». Os pondré en antecedentes. El poeta inglés John Milton realizó un viaje a Italia en su juventud, entre 1638 y 1639. Eso es rigurosamente histórico. Pero aquí se afirma que, durante su estancia en ese país, entró en contacto con la secta y presenció algunos de sus más extraños rituales. Por cierto que, según este libro, han sido muy pocos los poetas que han conocido la existencia real de la secta. Milton fue uno de ellos. Incluso llegó a contemplar a Herberia bajo la apariencia de una joven toscana llamada Alessandra Dorni. La vio bailar al sol durante uno de aquellos rituales, y esa misma noche
las llamas
asistió a una sesión de castigo en la cueva donde se reunían… Bueno, Susana, ya estás poniendo otra vez cara de incrédula… Te pido tan solo que escuches hasta el final
las llamas danzando ante sus ojos
y luego opines… Os leeré los párrafos donde se describe la sesión de castigo… Preparaos para escuchar lo más extraño que habéis oído jamás…
Las llamas danzando ante sus ojos.
Las llamas, hipnóticas, centelleando como látigos. Como aquel cuerpo asombroso que había visto en la despoblada landa de las afueras de Florencia. Lo habían conducido a través de un campo de centeno hasta unas peñas. Allí, bajo un raudal de plata, se hallaba la entrada. Su guía era un ravenés de diecisiete años vestido con un oscuro donfrón, y tenía el miedo escrito en el rostro. Él -un joven caballero inglés, morigerado, de tersas costumbres- no se encontraba más tranquilo. Había imaginado muchas cosas durante el trayecto, algunas absurdas, otras terribles, pero todas convergían en aquel cuerpo, aquella serpiente de piel humana: Alessandra Dorni. Pese al miedo que sentía, estaba deseando volver a verla.
Le habían prometido que la vería.
Y le habían asegurado, igualmente, que pronto desearía no haberla visto jamás.
Bajaron los peldaños de piedra hasta una espaciosa caverna iluminada por la luz de los pebeteros. El suelo de la entrada estaba cubierto de teselas al estilo pompeyano. Dibujos de gigantes centímanos se alzaban por las paredes hasta el techo. El vasto salón se hundía en la roca. En el centro yacía un ara de piedra oculta bajo paramentos negros y rodeada de cimbreantes llamas. Un espejo de cornucopia decoraba el fondo, y, a ambos lados, sendas escalinatas llevaban a cámaras superiores. Individuos enmascarados y silenciosos formaban el coro. Hacía un frío gélido, y el joven Milton se arrebujó aún más en su capa.
El ambiente era expectante. Todos aguardaban el castigo.
El condenado y Milton eran los únicos que carecían de máscara. El primero permanecía de pie junto al ara vestido con una túnica blanca. No estaba atado, pero parecía incapaz de moverse, o no deseoso de hacerlo. Su expresión era borreguil. Se trataba de un hombre maduro, de barba desgreñada. Milton sabía que había sido sentenciado por hablar de Ellas ante quienes no debía. Y sospechaba que haber sido invitado a presenciar aquella ordalía era, a su modo, una grave advertencia.
Mientras contemplaba las refulgentes llamas, recordó la última conversación que había mantenido en Florencia con uno de los sectarios, un hierofante de cierta importancia. Le había contado muchas cosas: el nombre y símbolo de cada una, la antigüedad inconcebible de la secta, las figuritas de cera que elaboraban, llamadas imagos, mediante las cuales podían vivir eternamente… Y su labor, consistente en conocer e inspirar a los poetas. Él lo había interrumpido para preguntarle por qué hacían eso. El hierofante no había respondido: simplemente, le había aconsejado que asistiera esa noche a la sesión de castigo.
Estaba allí para conocer aquel último enigma.
Un movimiento en una de las escalinatas del fondo llamó su atención. El chiquillo, de largo pelo negro y labios rojizos, no tendría más de doce años. Vestía una ligera túnica bermellón y era conducido del brazo por uno de los hierofantes. Descendieron los peldaños entre el denso silencio y avanzaron hacia el ara. El niño abría mucho sus ojos grandes y oscuros. Al advertir al condenado quiso ir hacia él, pero las recias manos que lo sujetaban le disuadieron.
– ¿Quién es? preguntó Milton al enmascarado que tenía más cerca.
– Su hijo menor. El castigo lo recibirá en su hijo. Ellas suelen hacer eso.
Nadie hablaba ni gritaba. El silencio en aquel antro era como si la muerte ocupara más espacio que la vida.
Otro movimiento. Esta vez procedente de las escaleras opuestas.
Milton la reconoció de inmediato. Alessandra Dorni arrastraba una larga túnica negra con arabescos plateados y pisaba los peldaños con suprema indiferencia, la cabeza erguida, el rostro hermoso e impenetrable, el medallón de oro con la forma de una serpiente oscilando entre sus pechos. Al llegar al pie de la escalera y, con la misma mecánica gesticulación, avanzó hacia el ara. Los sectarios se arrodillaron a su paso y el condenado desvió la vista.
Los ojos de Alessandra Dorni despedían los rayos verdes que emite el sol al ponerse sobre el mar. Milton recordaría para siempre aquellos ojos de edad indefinida, y las mejillas pálidas, y la extraña sonrisa que parecía dibujada por un artista que no hubiera conocido la felicidad.
Herberia. La que Castiga.
El niño fue despojado de su ligera túnica. Su cuerpo era un trozo de nieve frente a la negra vestimenta del sectario que lo aferraba. Otro acólito de manto sobermejo presentó a la dama una pequeña vasija cornial. Alessandra hundió los dedos en ella y los extrajo manchados de rojo. Comenzó a escribir algo en el pecho del niño, sobre la flaca arruga de las costillas, al tiempo que su voz suave planeaba por el interior de la cueva formando ecos. El joven Milton jamás había oído pronunciar el italiano de aquella forma. Pese a todo, reconoció el verso que la dama recitaba mientras lo escribía sobre el cuerpo del niño. El enmascarado junto a él también lo había identificado.
– Dante… -susurró, y Milton percibió el ostensible temblor en su voz-. Dante es un castigo muy cruel para cualquier adulto, pero casi obsceno para una criatura como ésa…
Alessandra había terminado. Por un instante pareció que nada ocurría: el niño se revolvía entre las manos que lo sujetaban, con las letras del verso aún húmedas sobre su cuerpo.
– Sugiero que no miréis más, signor Milton… -murmuró el sectario. Pero era demasiado tarde para él. Su curiosidad había sido atrapada por la escena como una mosca por la tela pegajosa.
Repentinamente, el niño abrió la boca y gritó.
Al contemplar lo que a partir de entonces ocurrió, John Milton supo con absoluta certeza que aquello iba a costarle perder la razón.
0 la luz de sus ojos.
– Perdió la última: quedó ciego años después. -César sonrió-. Todo esto es pura fantasía, claro, una especie de metáfora para explicar la creación de El paraíso perdido, que Milton dictaría, ya completamente ciego, a su hija y a un escritor que colaboraba con él, Andrew Marvell. Es una poesía extraña donde se describe a Satán con cierta benignidad y a Dios como una criatura vengativa. El cuento concluye afirmando que lo único que salvó a Milton de la locura fue una relativa tiniebla: llegó a olvidar casi todo lo que había visto en aquella cueva, pero sus ojos, con mucha más memoria que él, decidieron morir antes.
Susana lanzó un suspiro como si hubiese estado conteniendo el aliento hasta ese momento.
– Menuda idiotez. ¿Y la tortura de ese pobre crío consistió en que le escribieran en el pecho un verso de Dante?
– Y recitarlo. Es lo que el autor llama «filacterias»: versos que se escriben sobre un objeto o un cuerpo a la vez que se recitan. El efecto, entonces, dura mucho más y es más intenso… Sí, el «efecto», has oído bien, Susana… Pero me estoy anticipando a mi propia explicación. Como digo, esta historia es una fábula, pero en ella se revela metafóricamente ese «secreto» que Milton quería averiguar y que constituye el principal enigma de la leyenda: ¿por qué las damas inspiran a los poetas…? -Con el libro abierto, César hizo un gesto significativo en dirección a ellos-. Tal como yo lo he entendido, este «secreto» es el siguiente: el lenguaje humano no es inofensivo. Lo comprobamos todos los días, hasta en los discursos de los fanáticos y los políticos… Las palabras alteran la realidad, producen cosas, pero solo si se recitan de determinada forma y en determinado orden. En tiempos remotos, estas combinaciones de palabras poderosas, a veces sin significado, fueron compiladas en tablillas o pergaminos cuyos fines estaban muy lejos de ser artísticos o estéticos. Pero las personas que controlaban este poder no conocían todas y cada una de las infinitas combinaciones de palabras en todos los idiomas posibles. Para descubrirlas, necesitaban ayuda externa. Y decidieron convertir su búsqueda en un arte, en una estética. Así nació la poesía y así nacieron los poetas. -Se detuvo y los miró-. Los poetas, ya lo sabéis, se dedican a componer cadenas de palabras llamadas versos cuyo significado, a veces, ni ellos mismos comprenden muy bien. Las damas (que son los seres que, con el tiempo, han controlado este vasto poder) son capaces de percibir qué poetas poseen mayor potencial creativo. Entonces adoptan la apariencia de hermosas criaturas, los inspiran y luego escarban entre sus creaciones para encontrar aquellas líneas que pueden producir efectos y que se denominan «versos de poder». El autor de este libro compara a los poetas con «varas de zahorí», ya sabéis: esas ramas que supuestamente tiemblan ante la proximidad de un objeto oculto… Es una buena metáfora. Las damas utilizan a los poetas para desenterrar los sonidos más poderosos de todos los lenguajes.
– Ya comprendo… -Susana parecía entusiasmada-. Es una idea fascinante, ¿no crees, Salomón…? A ver si la he entendido: las palabras producen cosas, ¿no…? Imagino que algunas producirán cosas buenas y otras malas… Y los poemas han servido para transmitir ese secreto a lo largo de los siglos… Por ejemplo, en un soneto de Neruda o en un poema de Lorca quizá se oculten palabras que podrían… Qué sé yo… Palabras que, al ser recitadas, nos hicieran volar por el aire, ¿no es eso…? -Se mordió el pulgar mientras reía.
– Observa, Susana, que no todos los versos son poderosos -advirtió César-. La mayor parte de la poesía, según esta teoría, es simplemente estética y sirve, por decirlo así, de «tapadera» para ocultar la verdad. Aun dentro de los poemas que contienen poder, solo unos cuantos versos lo albergan. Pero, claro, no es fácil encontrarlos, y menos aún recitarlos: únicamente las damas pueden hacerlo. -Se volvió hacia Rulfo y sonrió-. Ahora bien, lo más sorprendente son los puntos concomitantes con tu historia, Salomón, ¿no crees…? El objeto que esa chica y tú sacasteis del acuario puede ser una «imago», esa figura con la cual viven «eternamente», y los versos de Virgilio y Dante que encontraste serían «filacterias» y provocaron que las puertas de la casa se abrieran, que se encendiera el acuario y que hallaras el retrato de mi abuelo y la imago… Una historia curiosa, sí. Completamente irreal, pero no mal pergeñada. De hecho… -La mirada de César se había vuelto soñadora-. ¿Acaso no podría recibir el respaldo de la ciencia? ¿Qué sabemos sobre la materia? ¿Y si las ondas que provocamos al hablar pudieran alterar la órbita de los electrones circundantes hasta el punto de producir grandes cambios en la realidad…? Observad, además, que es tradicional en todos los «hechizos» el componente sonoro, el «abracadabra» y cosas así… ¿Y si fuera justo ese componente la causa real del efecto…? Pensad en los rezos, en las oraciones a los santos que, según la creencia popular, pueden producir determinadas cosas… Recordad que Dios es el «Verbo», y crea el mundo con la palabra… Y «poesía» viene de poiesis, que en griego significa «creación». ¿No podría tratarse todo esto de vagas metáforas que giran en torno al poder oculto del lenguaje y su transmisión secreta mediante la poesía…? Ah, Susana, veo que ahora tu expresión ha cambiado. Ya no te muestras tan escéptica. -De repente, tras una pausa efectista, César cerró el libro de golpe. El sonido hizo que Rulfo y Susana parpadearan-. Pero, como digo, se trata de la simple fantasía de un autor no demasiado mediocre…
– Herberia, oh bella y terrible diosa, perdona a tu esclava Susana, pero tengo que dejar esta interesantísima reunión, qué lástima. -Estiró sus delgados brazos-. No puedo faltar a la cena de esta noche con los capitostes del teatro… Son los que van a poner la pasta para mi proyecto. Además, es posible que asistan algunos periodistas a los que pienso preguntarles sobre lidia Garetti… Voy a ducharme. ¿Te veré ante de irme, querido alumno Rulfo?
– Quizá -dijo Rulfo.
– Y si no, estoy segura de que, a partir de ahora, nos veremos más a menudo… Tenemos un gran misterio que resolver, ¿no es cierto, César?
César respondió vagamente y Rulfo percibió su repentina incomodidad. Está usando este asunto como si fuera una golosina, Dios mío. Como si viviera con una niña y le ofreciera un dulce para retenerla.
– ¿Podemos hablar, César? -preguntó cuando Susana subió las escaleras y cerró la puerta del dormitorio.
– Ya estamos hablando.
– ¿Qué tal si continuamos en el cuarto? ¿Sigue existiendo todavía?
César pareció comprender. Sus ojos relampaguearon.
– Sí, ven.
El «cuarto» -como lo denominaban los miembros del círculo literario de César- se encontraba junto al salón del comedor. Era una habitación pequeña que su dueño había protegido concienzudamente de miradas ajenas mediante una ventana de cristales ahumados. Allí estaba el gran aparato de televisión y las cintas que había grabado durante fiestas y juegos sociales. La mullida moqueta blanca invitaba a la desnudez, y Rulfo había aceptado aquella invitación más de una vez. Ahora todo eso pertenecía al pasado. En el «cuarto» las conversaciones eran más privadas, y nadie que estuviera en el dormitorio o el salón podría escucharles.
Cuando César cerró la puerta, aislando el ambiente, Rulfo dijo:
– Deja esto, César.
– ¿Que deje qué?
– Este tema. Punto y final. Pasa a otra cosa y no calientes más a Susana.
– ¿Estás loco?
– Sí -admitió Rulfo-. Puedes pensar eso. Me he vuelto loco. Imaginé cosas que no existían. Nunca estuve en casa de Lidia Garetti. Todo fue una fantasía.
La sonrisa de César se había disuelto mucho antes de que Rulfo acabara de hablar. Lo miraba fijamente a los ojos.
– ¿Qué ha ocurrido, Salomón?
Decidió contárselo. No abundó en detalles, pero le suministró las claves de lo ocurrido la noche previa: la niña del vestido roto, el teatro, el registro de su apartamento. Al describir su conversación con Blas Marcano, pensó que iba a vomitar.
– Blas Marcano Andrade, empresario teatral: búscalo en Internet… Violó y asesinó a su hija de dieciséis años, Soraya Marcano, en 1996 y luego se suicidó. Pero yo hablé con él anoche y vi a su hija… No me preguntes cómo lo sé, pero estoy seguro de que eran ellos. Quizá Marcano fuera un sectario castigado por cometer una indiscreción, como el condenado que vio Milton. No entiendo cómo, pero…
César se quitó las gafas y se sentó despacio en el enorme sofá que presidía el saloncito, de lustroso respaldo tachonado de botones.
– Es increíble -murmuró-. Nunca pensé que… ¡Oh, por favor…! Incluso… incluso cuando terminé de leer ese libro, seguía creyendo que todo esto eran fábulas, leyendas mezcladas con los recuerdos de mi abuelo y tus propias experiencias… ¡Por favor…! ¿Te das cuenta de lo que significa esto…?
– No he pretendido entusiasmarte, César. Todo lo contrario. Es gente peligrosa.
– No lo dudo. Me consta lo peligrosa que es. Pero no te harán daño si les devuelves la figura. Es lo que quieren, ¿no…? En tu lugar, yo la devolvería. Sean cuales sean los medios por los que ha llegado a ti, no es tuya. Es de ellas.
– Si la devuelvo o no, el tema no es ése. El tema es que os olvidéis de este jodido asunto para siempre, y que maldigo la hora en que se me ocurrió…
– Todavía puedo resultarte útil, querido alumno. -César lo detuvo con un ademán-. Para encontrar a Herbert Rauschen, ¿recuerdas…? Es el único que puede contarnos más de lo que ya sabemos, aquello que no viene en el libro, la dama número trece… ¿Por qué me dijo que era tan importante? ¿Por qué el libro no la menciona…?
– Ya se habrán encargado de silenciar a Rauschen. Y harán lo mismo con vosotros si…
– ¿Y si no es así…? ¿Y si está escondido…? ¿Y si podemos hablar con él, o con alguien que sepa lo mismo que él…?
– No quiero saber más -zanjó Rulfo-. Solo quiero que todo esto se acabe.
– Salomón. -César alargó el brazo y encendió la lámpara que se alzaba junto al sofá. Bajo aquella luz aterciopelada, su rostro pareció dividirse en dos, como una fase lunar-. La poesía ha sido la razón principal de mi vida. Y de la tuya, reconócelo. Te conozco bien y sé que eres un descreído como yo, aunque no tan sinvergüenza… Un hedonista superficial. Pero la poesía ha sido nuestro sacramento, nuestro único dios, nuestra ética.
– César…
– Déjame terminar, alumno Rulfo. Yo te enseñé a amarla, niégalo si te atreves. Niega que te fascinaban mis clases, o los recitales que improvisábamos aquí mismo, en esta misma habitación, con Susana, Pilar, Álvaro, David… Todos los que, como tú, han dejado de venir a esta casa hace mucho tiempo… Tú y yo estamos hechos de la misma pasta: la poesía nos desarma, nos derrota. Hoy se ha convertido en un gusto de minorías, pero ambos hemos sabido siempre que dentro de ella hay un abismo… Era lo que mi abuelo llamaba «el horror puro». Y ahora, de repente, ¿qué ha sucedido…?
– César, escúchame…
– ¡Déjame hablar! -César se levantó con inusitada rapidez y alzó la voz-. ¿Qué ha sucedido…? Que hemos encontrado por fin ese abismo y nos hemos asomado a él. Lo estamos contemplando. Y sé que tú vas a saltar. Lo sé. Saltarás. La tentación es demasiado fuerte… Entonces, ¿por qué quieres impedirme que yo, más viejo y con menos posibilidades que tú, salte también?
– ¿Y Susana? -dijo Rulfo suavemente, señalando la puerta-. ¿La llevarás del brazo para que salte contigo? -De pronto Rulfo sintió que estallaba-. ¿Es que no te das cuenta de lo que estás haciendo…? ¡Estás convirtiendo esto en otro tema fascinante al estilo Sauceda…! ¡Pero esto es real, querido profesor! ¡No entiendo cómo ni por qué, pero es real y peligroso…! ¡Esta vez no se trata de jugar con espíritus, comer hostias untadas de paté o invocar al diablo con Susana desnuda haciendo de altar y tú vestido de Anton Szandor LaVey…! ¡Esto es real! -Notó que sudaba. Bajó la voz para añadir-:Y muy peligroso.
– Entrégales esa figura y no nos harán daño -dijo César al cabo de una pausa, mortalmente serio.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
En ese momento se abrió la puerta. Susana, en bata de baño, les sonrió.
– ¿Qué estáis haciendo aquí dentro? ¿Conspirando?
Los dos hombres la miraron y sonrieron casi al mismo tiempo.
– Me voy ya -dijo Rulfo-. Gracias por el almuerzo.
La luz otoñal de la tarde se agotaba cuando salió a la calle. César tenía razón: les daría la figura. Les daría la maldita figura, si eso era lo que querían.
Subió al coche deseando con todas sus fuerzas saber regresar a casa de Raquel.
Patricio Florencio encendió el hornillo y abrió al máximo el gas. Sin embargo, la pequeña llama azul siguió débil. La cafetera cargada que había puesto encima tardaría en calentarse. Maldijo entre dientes: aquella cocina estaba a la altura del resto del mobiliario. Pero, naturalmente, ella no merecía nada mejor.
Mientras esperaba, volvió a servirse otro trago de la botella de ron que la muchacha guardaba para él en el pequeño y casi vacío armario del altillo. Allí también había varias latas de conserva: Patricio se quedó mirándolas y, de repente, las sacó una a una y las arrojó a la basura. Si quiere comida, que me la pida.
Bebió el ron y se sirvió más. Hacía frío en aquel antro, y olía a rayos. A partir de ahora ella tendría que limpiar mejor su casa, y él le enseñaría cómo hacerlo. Le enseñaría muchas cosas a la húngara.
Patricio Florencio era corpulento y de baja estatura. Se había afeitado completamente la cabeza pero conservaba un círculo de pelo negro alrededor de la boca: un bigote y una barba tan oscuros como sus gruesas cejas. Por su camisa blanca entreabierta sobresalía un tupido ramaje de vello. Y sudaba. Siempre sudaba. El sudor y él no eran buenos amigos, pero se resignaban a vivir juntos como esos hermanos siameses adosados por una víscera. Incluso de niño había sudado copiosamente. Le parecía que había ido dejando un rastro de sudor como la baba longilínea de un caracol a lo largo de su vida, desde su triste infancia en las calles de una oscura población guatemalteca hasta su madurez en Europa. Su madre, su querida madre, Dios la tenga en la gloria, decía que sudar era bueno porque así se adelgaza. Su dulce y bondadosa madre, de origen español, era la mujer a la que más había amado Patricio en toda su vida. Pero es que mamá era una señora de verdad, de las que ya no quedan, educada y fría, virtuosa como una estatua. Patricio soñaba a veces que le ofrecía rosas rojas. Nunca había podido tener un gesto así con ella, y ahora ya era demasiado tarde para tenerlo. Pero sabía que, desde el cielo, mamá se lo agradecía igualmente. Entre tanta puta como hay en el mundo una mujer digna es un trébol de cuatro hojas, Silvina. Mamá sí que era una mujer, no fastidies, Silvina. Mamá se merecía rosas.
Regresó al saloncito y la contempló. La muchacha seguía acurrucada en el suelo, en una esquina. No había querido darle todo lo que se merecía porque eso hubiera sido perjudicial para él. La mercancía estropeada no vale dinero, es bien sabido. Se había limitado a golpearla una sola vez en la mandíbula y otra en el estómago. La sangre que manaba de su labio no dejaría huellas, y a los clientes les excitaría ver aquella mínima herida. Estaría bien dentro de poco, era una chica resistente.
Se sintió feliz y reconfortado con el ron. Volvió a la cocina, deseoso de café, pero la cafetera seguía fría. Soltó una maldición: aquella llama no calentaba ni a un reprimido. Tendría que esperar. Odiaba hacerlo, siempre había sido muy impaciente, pero otra parte de él (la materna, sin duda) era sensata y le aconsejaba calma.
Gracias a aquella sensatez había sabido conducir un negocio floreciente. No en vano dirigía el mejor club clandestino de prostitución de Madrid. Tenía otros socios, cierto, pero él era el cerebro: los demás solo aportaban dinero. Además, había sido uno de los primeros en emprender la conquista de los países del Este. Sus selectos clientes afirmaban no ser racistas, pero Patricio sabía que, en el fondo, estaban hartos de filipinas y sudacas y deseaban chicas occidentales de piel blanca. Ahora podían tenerlas. Y no solo prostitutas: mujeres que, en sus países de origen, eran licenciadas; mujeres cultas, acostumbradas a cuidar sus cuerpos, casadas o solteras, deseosas de emigrar buscando un futuro mejor. Incluso mujeres que aún no lo eran: proyectos de mujer, chiquillas de corta edad vendidas por sus propias familias. Él no les hacía nada malo: les ofrecía la oportunidad de trabajar en un país que cada vez angostaba más la entrada de extranjeros. Unos cuantos años de sacrificio y podían regresar a sus hogares con cierta cantidad de plata. ¿A quién perjudicaba eso?
Ahora bien, en aquel negocio, como en todos, existían diferencias. Y Patricio tenía que reconocer que Raquel era distinta.
Hacía cinco años que la conocía. Era huérfana y había venido sin documentación. Los que se la vendieron le dijeron únicamente que se llamaba Raquel y que estaba obligada a trabajar sin cobrar un centavo. A él no le importaban tantos secretos: si la mayoría de las chicas que recibía carecía de pasado aunque lo recordasen, ¿qué mas daba que aquélla lo hubiera olvidado? Nada más verla la había tomado bajo su protección, incluyendo lo que traía consigo, y, aunque al principio había pensado que había hecho un mal negocio, la muchacha había terminado saliéndole barata. No se había arrepentido nunca de acogerla. Raquel era única: por eso era suya. Patricio no le regalaba una gargantilla con su nombre a cualquiera, ni siquiera a Silvina, su actual compañera, una zorra lista y agradecida, pero es que Raquel era oro molido, un animal sumiso y hermoso, un bombón, para qué decir más. Estar con ella costaba caro, porque era perfecta. No solo su cuerpo, su silueta de modelo de pasarela pero bien pertrechada en los lugares en que casi todas las de su especie parecían tablas de estantería, también su carácter. Sus compañeras eran unas pervertidas o unas rebeldes, pero ¿quién había como Raquel? Había nacido para obedecer.
¿Qué te pasa con la húngara, Patricio?No te la quitas de la cabeza.
Cierto. La muchacha le obsesionaba especialmente. A veces se despertaba a medianoche después de soñar que le hacía cosas terribles. Ignoraba la causa exacta de tales sueños, porque bien sabían su madre y Dios que él, a diferencia de sus selectos clientes, no era ningún sádico. En su juventud había matado con sus propias manos aun hombre que había dejado ciego a un perro. El dolor innecesario no le gustaba, menos aún en los animales y las mujeres. Pero con Raquel todo parecía distinto.
De hecho, le había agradado, en parte, aquel conato de rebelión.
No mucho. Solo en parte. Lo suficiente para que él pudiera marcarle los límites.
Regresó al saloncito y se acercó a ella con el vaso de ron en la mano. La muchacha apartó la cara.
– Eh, qué te pasa… No voy a pegarte más. Ya está. Todo perdonado. -Le acarició la cabeza-. Esta tarde irás al club, ¿de acuerdo?
– Sí.
– Luego a las citas. A todas.
– Sí.
– Por cierto, ¿cómo se te pasó por la cabeza esa estupidez de largarte? ¿Alguien te dijo que lo hicieras?
– No.
– No me mientas.
– No.
La cogió del mentón y le levantó el rostro. La muchacha parpadeó, pero no hizo ademán de rechazarlo.
– Entonces, ¿fue idea tuya?
– Sí.
– ¿Y por qué…? Mírame… -Ella volvió a parpadear. Aquellos ojos turbios y negros lo enajenaban: eran sus joyas preferidas-. ¿Por qué quieres dejarme? ¿Es que Patricio no te trata como mereces?
La muchacha no contestó. Por un instante, contemplando aquel rostro intachable, él se preguntó si le estaría mintiendo. Pero, no, era imposible. La conocía demasiado bien. Raquel era tan incapaz de mentir como de volar por los aires. Era un animal tímido, apocado, y precisamente aquel rasgo de su carácter era el que más le gustaba. De hecho, seguía intrigándole su modesta rebelión. Se había quedado mudo de asombro aquella mañana, cuando ella se lo dijo por teléfono. Sencillamente, no podía creer que hubiera tomado tal decisión por su cuenta. La confianza que había depositado en ella era absoluta. Casi todas las mujeres del club vivían encerradas o vigiladas de alguna forma, pero a Raquel podías abandonarla en el interior de una jaula de chimpancé y darle la llave, que jamás saldría sin permiso, y él estaba seguro de eso. No en vano la había dejado ocupar aquel apartamento solitario. Y, sin embargo, ahora… ¿Qué había ocurrido? Le parecía… Casi juraría que había cambiado. Una mutación apenas perceptible, pero que no pasaba desapercibida para él. ¿Más decidida, quizá? ¿Más voluntariosa? A lo mejor se había hecho de un amigo en aquel barrio de inmigrantes.
Fuera como fuese, era preciso asegurarse de que no se repetiría. Ella sabía lo que le ocurriría si traicionaba las reglas del club, pero, pese a todo, no podía arriesgarse a dejarle las tuercas flojas. Piensa con sensatez, Patricio, decía mamá.
De pronto recordó algo.
– Ay, coño, el café.
Pero, en la cocina, la cafetera solo estaba un poco tibia.
Mierda de llama.
Volvió a servirse ron. Ya sabía lo que iba a hacer. A ella no le gustaría, pero tendría que aguantarse. Era necesario tomar medidas para que los últimos rescoldos de rebelión quedaran extinguidos.
La muchacha lo vio dirigirse a la cocina y siguió inmóvil, hecha un ovillo en el suelo, silenciosa. Le dolían el labio y el vientre, donde él la había golpeado, pero lo que más la atormentaba era haber pensado alguna vez que la dejaría marcharse. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?
Naturalmente, no era cuestión de comunicarle sus intenciones en aquel momento. Ahora solo deseaba que su enfado desapareciera. Ella haría todo lo posible por que ocurriera así. Luego, cuando la dejara en paz, seguiría adelante con su plan. Tenía pensado irse muy lejos, vivir escondida en cualquier sitio durante una temporada hasta que él se aburriera de buscarla. Después se iría todavía más lejos. Patricio no volvería a verla nunca.
No había sido tan malo como había temido. Cuando recibió el primer puñetazo, se refugió en la tumba en llamas de su imaginación. No ofreció resistencia: pensó que él la mataría y casi lo deseó. Convertida en la mujer que yacía en la tumba, apenas sentía dolor. Ahora era preciso que él creyera que todo volvía a ser como antes. Estaba dispuesta a obedecerle. Por el momento.
Lo vio regresar al salón con el vaso en la mano. Bajó los ojos.
– Te he enseñado mucho, pero aún tienes mucho que aprender. -Ella no dijo nada. El hombre se acercó-. Eres virtuosa, Raquel. No te creas lo que te dicen los clientes de mierda… Créeme a mí: a diferencia de la mayoría de las chicas, tú eres virtuosa. Pero, para seguir siéndolo, es necesario sufrir. ¿Cómo se dice «virtuosa» en húngaro?
– No sé.
– No me extraña. -Patricio se pasó la mano por la cabeza, apartando oleadas de sudor-. Por lo pronto, te anuncio algo. -Y añadió una sentencia inesperada.
Sintió el impacto de aquella frase como el puño que la había golpeado minutos antes. Sin embargo, supo que ninguna tumba imaginaria podría protegerla de un golpe así. Levantó la cabeza y lo miró con ojos llenos de espanto.
– No pongas esa cara, húngara… ¿Qué pensaste? ¿Que Patricio Florencio era idiota…? No fastidies. Ahora te muestras muy perra, y mañana agarras la maleta y te largas, ¿verdad…? Ni hablar. No tropiezo dos veces en la misma piedra. Ya está decidido.
No, no estaba decidido. No podía estarlo. Tenía que hacer algo, y pronto.
Apoyó las manos en el suelo y habló con suavidad, en un tono lo bastante alto como para que él la oyese desde aquella posición.
– Patricio, por favor… Te juro que me quedo. Te lo juro.
– Claro que te quedas. Pero no como antes.
– Por favor…
– ¿De qué te preocupas…? Lo trataré mejor que tú, y lo sabes.
– Patricio, me prometiste que nunca…
– Tú me prometiste que nunca te marcharías.
– Patricio…
Lo vio inclinarse hacia ella y alzar la mano. Aunque temió otro golpe, no apartó la cara. Sin embargo, él no la golpeó: le acarició la cabeza como a un perro mientras le hablaba, tan solo. Pero sus palabras la dañaron más que cualquier otra cosa que le hubiera hecho antes.
– Húngara: cállate. Luego te alegrarás de mi decisión. Ahora, cállate.
La muchacha no lloraba. Su desesperación lo llenaba todo. No se atrevía a hablar de nuevo, pero tampoco podía obedecer. Su cuerpo se negaba a moverse y, sin embargo, no conseguía dejar de temblar.
Vio los pies del hombre alejándose, escuchó sus pasos por el corredor. En algún lugar burbujeaba algo: quizá
la tumba
una cafetera. El ruido de una puerta al abrirse, nuevos pasos, palabras. Percibía todos los sonidos, pese al retumbo creciente de los latidos de su corazón.
la tumba en llamas
Entonces se levantó.
La tumba en llamas. Abriéndose.
De repente hacía frío. Un frío violento y estremecedor, como un seísmo.
Surgió en el umbral, perfectamente recortada por la luz del pasillo, y se adosó a la espalda de Patricio como una capa. Era una silueta de mujer, pero él la sintió como algo helado que le tocara. Se volvió instintivamente y la vio, de pie en la puerta. Hizo una mueca.
– ¿Y ahora qué pasa, húngara?
– Patricio -dijo la muchacha dulcemente, acercándose-. Tu café ya está.
Fue entonces cuando él se dio cuenta del objeto que ella sostenía: la cosa de la que escapaban nubes de vapor y siseos de serpiente.
Antes de que pudiera reaccionar, ella le arrojó el contenido de aquel objeto a la cara.
Ahora, todo consistía en no perder tiempo.
El hombre retrocedió, llevándose las manos al rostro y lanzando chillidos de animal en el matadero.
– ¡Mis ojos…! ¡Mis ojos…!
Volvió a alzar el brazo y le golpeó en el cráneo con la base de la cafetera. No demasiado fuerte, sin embargo. No quería matarlo, solo dejarlo inconsciente, o, al menos, aturdirlo. Cuando el hombre cayó de bruces, arrojó la cafetera al suelo y lo sacó a rastras de la habitación, tirando de su camisa hasta romperle varios botones. Dentro del cuarto quedaron otros gritos, pero no le importaban de momento.
Arrastró al hombre por el pasillo sin que le costara gran esfuerzo. No se sentía cansada. No se sentía nada. Al llegar al salón lo soltó, dejándolo boca arriba. El vientre del hombre emergía como el dorso de una ballena cubierta de pelo. El golpe lo había conmocionado, pero ahora estaba despierto. Respiraba con dificultad, las manos agarradas a la cara. Y sudaba.
– ¡Mis ojos…! ¡Están quemados…!
– Espera.
Se agachó, buscó en los bolsillos del pantalón del hombre y sacó un pañuelo doblado, aunque sucio, con cierto olor a colonia.
– ¡Puta, me los quemaste…! ¡Mis ojos…! ¡Los voy a perder…!
– No. No los perderás.
Se dirigió a la cocina y empapó el pañuelo en agua. Hizo una bola con él. Luego abrió el cajón del armario y sacó los objetos que iba a necesitar. Regresó al saloncito.
El hombre seguía en el suelo y había rodado hasta quedar de lado. Mantenía las manos sobre el rostro y las piernas encogidas.
– ¡Dios, Virgen santísima…! ¡Me quedaré ciego…! ¡Trae agua…!
– Sí.
Rozó su mejilla con el pañuelo mojado. Agradecido por aquel contacto, el hombre giró buscando a ciegas el húmedo alivio. Ella le aplicó agua en los párpados inflamados, exprimió el pañuelo sobre su rostro y volvió a aplicarlo con suavidad. Estuvo un rato así hasta que las quejas del hombre amainaron. Entonces le separó uno de los párpados cuidadosamente, aunque no pudo evitar que diera un nuevo alarido.
– ¡Qué haces, puta…!
– ¿Puedes verme?
– Sí -gimió Patricio volviendo a cerrar el ojo con rapidez.
– No te has quedado ciego.
– No… Pero me arden, coño, me siguen ardiendo…
– Mírame.
– ¿Qué?
– Mírame, Patricio.
Los párpados, hinchados y rojizos, se entreabrieron con dificultad. De pronto Patricio se olvidó del dolor de las quemaduras.
la mujer
Había cambiado, y él se dio cuenta de inmediato. Su rostro era el mismo de siempre, pero había cambiado como cambia, sutilmente, sin instrucciones visibles, un embrión anónimo e indiferenciado, una criatura sin rasgos ni formas que, de repente, se hubiese convertido en algo concreto, definido; algo que había nacido, crecido y madurado hasta hacerse adulto. Y peligroso.
la mujer, de pie
– ¿Quién… quién eres? -preguntó Patricio, confundido.
Fue lo último que pudo decir. La muchacha le introdujo el pañuelo aún húmedo en la boca con tanta fuerza que uno de sus incisivos se partió en la encía con un crujido de pistola disparada y lo anegó entre grumos de sangre y náuseas. La bola de tela, rígida como una piedra, le produjo arcadas al rozar la úvula. Creyó que se asfixiaría. De repente se dio cuenta de que ella le había dado la vuelta y estaba atando sus manos a la espalda con un trozo de cuerda. ¿Raquel…? Pero… ¿Era RAQUEL?
Intentó resistirse: se revolvió, lanzó patadas y
la mujer, de pie, fuera de la tumba
gruñó bajo la mordaza.
Pero guardó un silencio mortal cuando vio el cuchillo de cocina que ella sostenía.
La mujer, de pie, fuera de la tumba
Alzando las manos para recibir palabras. Palabras emigrantes que volaban como palomas de fuego.
Hundió la afilada punta en el otro ojo.
A su mente, como a una tierra de verano, regresaban bandadas de palabras.
Por un instante se detuvo y contempló la sangre. Se limpió en su camisa y dejó diez surcos rojos, diez caminos espesos y húmedos. Volvió a coger el cuchillo.
Palabras de uñas afiladas, palabras hambrientas que llenaron los cielos, ocultando el sol.
El hombre musitaba bajo la mordaza, pero ella sabía que no decía nada en realidad: solo profería una divagación inconexa. La humedad de su pantalón y el hedor a letrina olvidada le hicieron saber que había vaciado la vejiga y los intestinos.
Palabras aferrándose a su recuerdo.
Dejó el cuchillo un instante para abrirle la cremallera de los pantalones.
Luego volvió a cogerlo.
Rulfo llegó antes del anochecer, cruzó el patio y golpeó la puerta deseando que Raquel se encontrara en casa.
Se encontraba.
Parecía que acabara de salir del baño: llevaba una toalla anudada a los pechos y su cabello se espesaba húmedo sobre los hombros. Pero algo le había ocurrido. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y sus mejillas exangües. Mostraba un hematoma en el labio inferior.
– ¿Qué ha pasado, Raquel?
La muchacha no se movía, no hablaba.
– Tengo mucho miedo -dijo, trémula.
– ¿Miedo? ¿De qué?
Escuchó su respuesta mientras la abrazaba.
– De mí.