X. EL INTERROGATORIO

Las mariposas estorban su mirada, se posan en su rostro, en su pelo. Puede espantarlas moviendo la cabeza, pero no lo hace. Sus manos están atadas a la espalda con una guirnalda de flores entre las que predominan caléndulas y pensamientos. Aunque las ligaduras son muy débiles, una línea de Verlaine le impide siquiera flexionar los dedos. Antes de llevarla al cenador la han desnudado y vestido con una simple túnica rojo oscuro hasta los pies. Su cabello suelto desciende en densas oleadas negras por la espalda. Permanece inalterable, silenciosa, firme. Parpadea solo cuando el soplo de un ala de mariposa sacude sus largas pestañas.

Ha llegado la hora, piensa.

Lo único que le preocupa es su hijo. No ha vuelto a verlo desde que Patricio (aunque no era Patricio ya, y ahora lo sabe) y el hombre de las gafas negras los encontraran en el motel. Comprende que el niño es su punto débil, y que ellas intentarán utilizarlo. Ignora si está preparada para soportar eso. Sin embargo, algo le dice que no se atreverán a hacerle daño. Ahora que lo recuerda todo, sabe que ellas tomaron una decisión, y que la unión del grupo exige que se respeten las decisiones de la mayoría. Su hijo será usado para amenazarla, para obligarla a hablar, pero no lo tocarán. Está segura. El problema consiste en resistir.

Dos figuras se acercan. Las reconoce. Maleficiae trae del brazo al hombre que la ha estado ayudando desde que todo comenzara. El hombre tiene el semblante pálido y se tambalea al caminar. También él deberá sufrir su particular tormento. Ella ignora por qué se ha visto involucrado, ya que es un simple ajeno. Intentó disuadirle de acudir a la cita, pero, de todas formas, comprende que las cosas no habrían sido muy diferentes si él le hubiera hecho caso. Siente compasión, pero ya no puede hacer nada.

Solo desea que se presenten todas cuanto antes.

Y, con ellas, aquella a quien está deseando volver a contemplar aunque sea lo último que haga: la que ha convertido su vida en un infierno.

Quiere verla otra vez, cara a cara, pese a que, al mismo tiempo, la mera idea de hacerlo le produzca un intenso pavor.


Rulfo decidió no ofrecer resistencia. Los individuos vestidos con libreas de mayordomo llevaron sus manos a la espalda y uno de ellos recitó una línea en francés, paralizando sus muñecas. Entonces las rodearon con una ringlera de flores.

La muchacha, junto a él, se encontraba igualmente atada. No le sorprendió demasiado verla allí; supuso que habían enviado a cualquier sectario para traerla. Percibió la indomable, fría voluntad que manaba de aquellos ojos oscuros: era la prisionera, pero parecía la reina. Él se hubiese contentado con poseer la mitad de su valor. Se preguntó vagamente dónde estaría el niño.

Iban a matarlos. Sobre eso no albergaba dudas. Lo que le obsesionaba era la forma.

Nunca había sido un hombre valiente, y ahora lo comprobaba. Su aparente coraje consistía, más bien, en rabia o indiferencia. Pero ya no iba a poder seguir dándole la espalda al miedo. A partir de aquel momento -comprendió- ya no podría dejar de ser cobarde hasta el final.

Y quizá ese final se demorase.

Quizá no llegase nunca.

Ouroboros. Rauschen.

No pienses en eso.

Miró a su alrededor. El cenador estaba casi vacío: aparte de la muchacha y él, solo quedaban dos mayordomos. Sin embargo, en la amplia terraza, que podía divisar perfectamente desde donde se encontraba, se aglomeraba un bullicioso y festivo grupo de trajes de noche. Ignoraba dónde se había metido la mujer obesa.

De pronto parpadeó


una


y las vio frente a él. Supuso que ahora ahora eran ellas, no maniquíes. Se encontraban de pie, en fila, con trajes de fiesta de distintos colores y tamaños, zapatos de tacón, peinados de peluquería,


una, dos, tres, cuatro, cinco


maquillaje, medias satinadas, toda la parafernalia de la feminidad occidental. Los símbolos de oro brillaban sobre sus pechos.


una, dos tres, cuatro, cinco, seis, siete


Un pelotón de fusilamiento. Un tribunal inquisidor.

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete.

Podían ser brujas, pero no había nada extraño en sus apariencias: ni pupilas rojizas, ni narices ganchudas, ni excrecencias cómicas, ni rabos terminados en punta.

Ocho, nueve.

Salvo la mujer obesa, todas eran extraordinariamente hermosas, o así se lo parecieron. Sin embargo, a su modo, también anodinas, patéticas, impersonales (la elección de Miss Uni-Versos, pensó, y le entraron ganas de reír ante su propio juego de palabras). Si se trataba realmente de las damas, los poetas de todo el mundo habían amado tan solo espejismos inexistentes.

Diez, once.

Cierto que algunas mostraban detalles peculiares. La niña seguía siendo especialmente bella. Los ojos de la muchacha que se hallaba junto a ella estaban llenos de sombras. El rostro de la joven del símbolo de la rosa despedía cierta luminiscencia. La mujer obesa recordaba a un cincuentón aficionado a usar la ropa de su esposa en la intimidad. La número once, que portaba el medallón con forma de araña, debía de ser la nueva Akelos, la sustituta de Lidia Garetti, de pelo rojizo y ceñido traje corto.

Once. Faltaban dos.

Se había desatado un hondo silencio: no se oían risas, ni músicas, ni conversaciones. Era como si nunca hubiese habido fiesta. La casa parecía vacía y estaba a oscuras. Los candelabros del cenador formaban una única isla de claridad en medio de la noche. Y en el borde de esa isla, la hilera de las damas.

Faltaban dos.

Un revuelo mudo de mariposas, una agitación del aire, y otra figura apareció de pie frente a las demás. Era una chica muy joven, de baja estatura, pelo oscuro y corto, breve vestido de terciopelo negro y zapatos planos. Tenía el aspecto de un director de orquesta novato, con una sonrisa bobalicona en su carita agradable y huesuda, como si esperase aplausos.

– Bienvenida, Raquel… -Hablaba castellano con acento francés, como la mujer obesa-. Señor Rulfo, encantada. Me llamo Jacqueline. Deseo que se encuentre a gusto en nuestra casa. -Ni Rulfo ni la muchacha contestaron. La joven pareció algo cortada ante el silencio que había obtenido tras su amable saludo. Por un instante fue como si no se le ocurriera qué otra cosa decir. Las mangas del vestido le quedaban largas, casi hasta los dedos: las agitó, y una flor de mariposas se deshizo en el aire-. Uf, cada año hay más. Pero ¿a quién pueden molestar…? Seres inofensivos y encantadores… -Pareció aguardar de nuevo alguna reacción. Entonces se dirigió a la muchacha-. Has recuperado tus recuerdos, ¿verdad? Sabes quién fuiste. No entendemos muy bien esto. Hay muchas cosas que no entendemos sobre ti. Quizá puedas explicárnoslas. -Hizo un gesto amistoso, como animándola a hablar-. Dime, has recuperado los recuerdos, ¿no?

– Sí. He recuperado los recuerdos.

Raquel la miraba entornando los párpados, las cejas unidas en el ceño. En su actitud, Rulfo no solo percibió un intenso desprecio: también repugnancia, como si estuviese contemplando un insecto repulsivo a escasa distancia de su rostro.

– Lástima… A veces, lo más hermoso es el misterio de olvidar.

– En efecto. Particularmente, todo lo que me hiciste.

Quedaron mirándose en silencio, la joven sin perder su sonrisa ni Raquel aquella expresión de su ceño, como dos adolescentes que se guardaran rencor por algún tipo de trastada inolvidable. Entonces Rulfo se fijó en el medallón en forma de espejito redondo que brillaba sobre el escote de la joven: era el símbolo de Saga, la número doce, según Los poetas y sus damas. Ella era, pues, «la peor de todas». Pero no lo parecía ni de lejos. Se mostraba incluso algo tímida, como una aspirante a actriz que tuviera la oportunidad de interpretar un gran papel debido a enfermedad de la protagonista.

– Si te parece, hablemos del presente -propuso la joven-. ¿Por qué no consigo ver la imago, Raquel?

Hubo una pausa. La muchacha no contestó.

– Explícame por qué no consigo verla y te dejaré libre.

Nueva pausa. Nuevo silencio. En el cenador nadie se movía. Las damas parecían piezas de un juego incomprensible. Solo la joven gesticulaba discretamente al hablar.

– No imaginas lo que nos desconcierta esto. Sabemos que la has ocultado, pero no quiero que me digas por qué, ni siquiera dónde está… Solo quiero que me expliques eso de que no logremos verla… Un gran… ¿Cómo decirlo…? Un gran vacío, una mancha ciega la rodea, los versos no la alcanzan. ¿Qué ocurre?

– ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Raquel a su vez.

– Oh, ahora duerme, pero vendrá enseguida. Estaba muy cansado.

– Déjalo libre.

– No te preocupes por él. No vamos a hacerle nada: ya lo decidimos en su momento, ¿recuerdas?

– Entonces, déjalo libre.

Está libre. Pero tú aún sigues aquí. ¿Quieres que se marche solo? Cuando te vayas tú, se irá él. Es lo correcto, ¿no?

– Quiero verlo, por favor…

– Lo verás. Ahora está descansando en una habitación apartada para que no lo molesten los ruidos de la fiesta.

– Te diré dónde escondí la imago si me aseguras que mi hijo…

– ¿Es que no has entendido nada? -cortó la joven. Por primera vez, Rulfo percibió en sus palabras algo semejante a una fría irritación, tan ligera como el aleteo de las mariposas que embarazaban el aire-. Por supuesto que queremos saber dónde está, pero no es eso lo que más importa… Por favor, sé que estás nerviosa, Raquel, pero concéntrate: queremos averiguar por qué no podemos verla. Dicho de otra forma: ¿quién está haciendo que no la veamos…?

– No lo sé.

– ¿Quién te ayuda?

– Nadie. Estoy sola.

– ¿Y Lidia?

De repente las palabras se aglomeraron en la boca de la muchacha. Las soltó con fría rapidez, como si le resultara insoportable retenerlas.

– No me preguntes por ella. Sabes bien lo que le hiciste. Te introdujiste en un ajeno cualquiera, lo manejaste y entraste en su casa, la obligaste a entregarte la imago, la hundiste en ese acuario con una filacteria de Anulación, llevaste el acuario al desván y la torturaste hasta matarla… Ya sé que esos juegos son tus preferidas, Jacqueline… Has estado impulsando a ese ajeno, Patricio, para que me humillara todo lo posible… Y has adoptado otras formas, ¿verdad…? Has sido el hombre de las gafas negras… ¿Cuántos más, Saga…? ¿Con cuántos has disfrutado personalmente de mí…?

– Olvida los detalles, por favor…

– Ciertas cosas no se olvidan nunca.

– Las sentencias deben ser ejecutadas.

– Es una tarea que te encanta.

La joven ignoró el comentario y siguió hablando sin perder la sonrisa.

– Luego tuviste esos sueños… Lidia te los inspiró con varias filacterias que se activaron después de su muerte… Fuiste a su casa, sacaste la imago del agua, donde debía permanecer hasta esta reunión para ser destruida, y la ocultaste. Sus versos nos impedían recobrarla a menos que tú nos la entregaras… Nada de eso nos sorprendió: era el típico intento de supervivencia de una vieja araña. Pero aquí empiezan los problemas. ¿Por qué has recobrado tus recuerdos? ¿Por qué no podemos ver la imago? ¿Cómo lograste salir de este cuerpo prosaico al que te condenamos y matar a Patricio?

– A quien tú reviviste después -replicó Raquel.

– Oh, no, solo lo moví. Quería darte una sorpresa. Te negabas a acudir a nuestra cita, y teníamos que traerte de las orejas… Además, no queríamos que los ajenos te implicaran en un crimen. Pero olvida por un momento los detalles, Raquel. Concéntrate en lo que importa. ¿Quién te ha ayudado a ocultar la imago? ¿Quién ha depositado versos sobre ella…? Tú no puedes ser: has recobrado la memoria pero sigues Anulada. Lidia está Anulada y muerta. ¿Quién, entonces…?

– ¿Es que no ves en mi mente que no lo sé?

La joven negó con la cabeza.

– Solo veo silencio. No puedo acceder al silencio con versos. Ninguna de nosotras puede. Todo lo que se relaciona con la imago de la antigua Akelos es un silencio de agua, impenetrable. Dentro puede estar tu respuesta, pero también otras muchas cosas. -La joven hablaba en un murmullo. Rulfo tenía que hacer un esfuerzo para escucharla-. Quizá traición. Quizá engaño. Quizá una trampa…

– No, te lo juro.

La joven se echó a reír con suavidad.

– ¿Me lo juras…? -Parecía encontrar algo muy divertido en aquellas palabras-. Supongo, entonces, que habrá que creerte, porque me lo juras. -Desafió con fijeza burlona los ojos de Raquel-. La vida con los prosaicos te ha vuelto prosaica.

– Algo a lo que tú has contribuido decisivamente.

– ¿Dónde quedó la poderosa Saga de antaño?

– No importa dónde haya quedado. No me cambiaría por ti jamás.

– Estás mintiendo como una ajena -susurró Saga, cariñosamente-. Pero no negaré que me agrada oírtelo decir: si algún verso te hiciera volver, yo tendría que marcharme. No puede haber dos damas de la misma jerarquía…

– … porque la más antigua prevalece, lo sé.

– Lamentablemente, ni siquiera yo podría hacerte regresar. Los versos fueron recitados en su tiempo y has sido expulsada para siempre.

– ¿Quién habla de hacer regresar a esa zorra? -saltó la mujer obesa desde su sitio en la hilera.

Petrus in cunctis -murmuró la dama a su izquierda, de enorme melena rubia, provocando risas.

– Oh, bien, si nadie tiene la bondad de escucharme… -La mujer obesa se puso a juguetear con su símbolo.

– Seamos prudentes -dijo la joven en voz alta-. La situación es delicada, pero lo primero de todo es la fiesta. Qué van a pensar nuestros invitados… Hoy celebramos la Noche de la Fortuna: es preciso estar alegres, bailar, reír… Tenemos mucho tiempo por delante. Sugiero calma. Lo primero es divertirnos.

El ambiente parecía repentinamente distendido. La música surgió de las ventanas con la elegancia de un ofidio: una de esas melodías de salón que sirven de fondo en muchas recepciones. La mansión sé encendió, pareció repoblarse de presencias. Las damas se dirigieron a la terraza. La última en marcharse fue Saga.

Más allá de todo lo que acababa de presenciar, Rulfo aún seguía preguntándose algo. Quizá era un detalle sin demasiada importancia Solo había contado doce.

¿Dónde estaba la número trece?


A, noir corset velu des mouches éclatantes!


Coreadas a pleno pulmón desde el interior de la casa, aquellas palabras dieron paso a otra atmósfera. La música se atenuó: quedó un fondo de violines, una base móvil y zumbante cuya intensidad se acompasó con los ruidos de la fiesta; cuando se escuchaba, resonaban también las carcajadas; luego todo se perdía para regresar poco después. La impresión total era extraña, y a ello se unieron las luces y el viento. Era como si la mansión fuese un tren que alternara el paso frente a alegres estaciones con túneles de oscuridad y silencio. Algunas velas del cenador se apagaron bajo aquellos soplos variables. Todo se asemejó a un corazón bombeante: luces, risas, valses y ráfagas de aire centelleaban como un vertiginoso ciclorama, luego venía un lapso de mudas tinieblas y otra vez la sístole festiva. A través de las ventanas se atisbaba un remolino de siluetas, rostros, manos alzando copas.

El coro volvió a resonar


E, frissons d'ombelles!


y hubo una silenciosa explosión de claridad. Rulfo tuvo que desviar la vista.

– Se están divirtiendo -dijo Raquel.

Ambos apartaban la cara de aquel resplandor brutal. Era un brillo casi sólido, como la fotografía de un incendio. Las risas proseguían, pero diminutas, al igual que la música. Todo permanecía sumergido en un flash interminable que alargaba las sombras de los arcos del cenador, de los mayordomos, de Rulfo y Raquel, asemejándolas a caminos de terciopelo negro. La temperatura había descendido, y el frío parecía tener el mismo origen que la luz: como si la mansión se hubiera convertido en un carámbano inmenso. «Vocales», de Arthur Rimbaud, identificó Rulfo.

No era momento, y lo sabía, para reprocharle nada a ella, pero no podía evitar pedirle algún tipo de explicación antes de que todo acabase. Sus palabras se condensaron en niebla bajo aquella luz antártica.

– ¿Por qué me diste una figura falsa?

Aunque el semblante de la muchacha estaba prohibido para sus ojos, la voz le llegó diáfana, dotada de absoluta firmeza.

– Porque me habrías obligado a entregarte la verdadera y te habrían matado ya. Además, sentí que debíamos ocultar la figura real, aunque no sé explicarte por qué…

– ¿Akelos te lo dijo en sueños?

– No. Te mentí. No he tenido más sueños. Es un presentimiento.

Él la entendía, pero le dolía que ella hubiese desconfiado.

– Nuestra única oportunidad de salir con vida es no entregarles la figura -agregó Raquel-. Cuando la tengan, nos matarán.

– Te creo.

Desde la casa se escucharon gritos. Parecían infantiles, pero Rulfo no pudo decidir si eran de alegría o terror. Se mezclaban con estallidos de carcajadas adultas.

Se están divirtiendo.

– Pero tienen a mi hijo -continuó ella-. No se atreverán a hacerle nada porque decidieron dejarlo con vida, pero lo usarán para presionarme. Y yo no voy a poder soportar esa presión. He pasado por todo, pero no pasaré por eso.

Los gritos habían cesado. Solo se percibía cierto ruido crepitante de hojarasca quemada. La luz continuaba tiranizando el aire, omnímoda, absoluta. Bajo aquel fastuoso resplandor nevaban copos negros, sombras poliédricas: un enjambre de mariposas aturdidas que, tras la cautela inicial, regresaban en masa y se sumergían en el mayestático fulgor.

– Yo me llamaba Raquel -prosiguió su voz desde la helada luminosidad-, igual que Saga es Jacqueline y la antigua Akelos era Lidia, pero mi apariencia no era ésta. Mi hijo se parece a mí tal como soy realmente: tengo el cabello de ese color y los ojos azules. La filacteria en mi espalda me convirtió en esto. -En esto. Su tono denunciaba repugnancia. Rulfo creyó comprenderla. De hecho, ¿no solía decir César que, deformado por la poesía, el recuerdo de ciertas personas se hacía falsamente hermoso?-. Jacqueline era una de mis adeptas cuando yo era Saga -continuó Raquel-. Me servía. Luego me sucedió.


I, sang craché!


La luz blanca había desaparecido devorada por un rojo voluptuoso, monárquico, aturdidor, que pintó todas las ventanas como si alguien hubiese corrido cortinas carmesíes en cada habitación. La silueta de la muchacha quedó orlada de sangre.


Su tono era pausado, casi titubeante. Al tiempo que hablaba, desandaba por el laberinto de su memoria.

Pero no se lo contó todo.

Le dijo que no lo había hecho por amor. Hubiese podido hacerlo de manera «aceptada» por el grupo, porque existen versos -le dijo- que logran hacerte sentir lo que deseas, versos que reproducen tus sueños con exactitud pero que, a su vez, no son otra cosa que nuevos sueños. Sin embargo, ella había querido sentir sin palabras. Nunca una dama había deseado algo parecido, porque sentir sin palabras era casi imposible: equivalía al silencio bajo el mar.

Le dijo que había creído que podía hacerlo porque, aunque sabía que estaba prohibido, ella era Saga y nadie cuestionaba sus decisiones. Vivir millares de años, conocer épocas y tierras, contemplar distintos techos de estrellas: todo eso acrecienta la curiosidad, no la extingue. Los paisajes habían mudado de piel como serpientes y el planeta cambiado de rostro mientras ella perduraba habitando cuerpos fugaces. Se propuso dar vida a una nueva vida, única forma posible de enlentecer aquella fugacidad. Ella era Saga, y nada de lo que decía, hacía o deseaba podía estar prohibido. No hubo amor, le repitió.

Sin embargo, no le dijo que, cuando aquella cosa que era vida sin serlo, porque carecía de palabras (o que lo era por completo, precisamente por carecer de ellas), creció en su vientre, tuvo miedo y experimentó la tentación de destruirla, pero no lo hizo. Y tampoco quiso contarle que, cuando nació, ella permaneció largo rato en silencio, mirándola. Siempre había creído que el silencio era malo. El silencio era el vacío, ausencia de belleza y eternidad. Pero, al ver su imagen escindida y exacta en aquellos ojos que tanto se le parecían,


estalló un silencio

en sus labios.

Supo que estaba cometiendo un grave error, una falta imperdonable. Sin embargo, al mismo tiempo sentía más allá de todo verso, de una forma que no podía expresar con palabras, que nunca podría separarse de eso. Ella y aquella cosa nacida de ella afrontarían juntas la condena, fuera cual fuese.


– Akelos me ayudó a esconder al niño durante un tiempo… Aún no sé por qué lo hizo… No por compasión, estoy segura. A veces sus planes tenían objetivos lejanos. Ella era «la que Adivina», conocía bien el futuro… En cualquier caso, su ayuda fue inútil. El grupo me descubrió y decidió expulsarme: hundieron mi imago en una urna con agua, dentro de una filacteria, Anulándome. Pero a Jacqueline, que ya era la nueva Saga, le pareció un castigo muy leve y decidió refinarlo. -Hizo una pausa. Se sentía anegada de náuseas, como si los recuerdos se hubiesen convertido en materia corrompida-. Me obligó a matar al hombre con el que había yacido, un simple ajeno… Luego quiso destruir también al niño. Entonces Akelos intervino de nuevo y su voto fue decisivo a la hora de permitir que mi hijo viviera. Jacqueline se enfureció. Se aseguró de que viviría en condiciones inhumanas. Me tatuó una filacteria y creó a la Raquel que conociste: un cuerpo tentador de ajena, pero ignorante y cobarde… Me borró la memoria, me entregó a los sectarios… A mis propios adeptos. -Rulfo percibió el dolor que le provocaba este recuerdo recién llegado-. Ellos me vendieron a Patricio. Durante todos estos años el principal placer de Saga ha consistido en verme humillada cada vez más…

Espesas capas rojas seguían ocultando los cristales de las ventanas como estores líquidos. En medio de aquella pleamar, con las mariposas atormentando la luz, el coro volvió a oírse, musical, remoto.


U, vibrement divines des mers virides!


Luces verdes sustituyeron a las rojas.

– Pero Saga también odiaba a Akelos por haberme ayudado… No cesó hasta conseguir que el grupo la acusara de traición, y presionó para que la sentencia fuera aún más severa que en mi caso: la condenaron a ser destruida del todo, no solo su cuerpo, también su espíritu inmortal… Por eso buscan la imago. Pero te juro que no la he ocultado para devolverle el favor a Akelos: tan solo sé que debo hacerlo… Aún no entiendo…

El coro volvió a oírse, interrumpiéndola,

O, l'Oméga…

y la luz verde se desvaneció. En la oscuridad, brillaron dos ojos.

… rayon violet de Ses Yeux…

Eran los de Saga. A su espalda, en fila, otra vez mudas, quietas e imprevistas, el resto de las damas.

La fiesta parecía haber concluido.


Ahora estaban desnudas y cubiertas de sangre.

No.

Vestidos rojos. Llevaban vestidos de rejilla casi transparentes, muy cortos y ceñidos, en color rojo brillante, como telarañas ensangrentadas. Sus ojos eran blancos, sin pupilas. Tampoco. Se trataba de los párpados: estaban pintados de blanco y ellas los mantenían entornados. Y no era cierto que los dientes fueran amenazadores: dos pequeñas líneas color marfil dibujadas en las comisuras ofrecían la falsa impresión de colmillos, pero de nuevo se trataba de maquillaje. Eran doce mujeres extravagantes. O eso parecían.

Otra vez el silencio y la oscuridad. Solo el viento, al agitar la vegetación circundante, producía ruidos como de cuerpo avanzando por un cañaveral.


– Hay algo que siempre me sorprendió de ti. Ese espíritu tuyo, tenaz y altivo al mismo tiempo, como encaramado en un árbol solitario, elevado por encima de todos… Esa voluntad que nada ni nadie ha podido quebrantar… Cuando te expulsamos lo comprobé. Los hombres profanaban tu cuerpo, el látigo quemaba tu carne, pero tú seguías siendo majestuosa. Quisiera saber cómo funciona eso… -La joven miraba los ojos de Raquel con tal fijeza que a Rulfo le pareció que, en efecto, deseaba comprender algún tipo de mecanismo-. Cuando mataste al ajeno, eso afloró por un segundo… Me atemoriza, te lo confieso: me da miedo lo que eres por dentro, y sospecho que también te lo da a ti. Porque es silencio. No he descubierto aún versos que lo arranquen. Quizá existan, quizá ahora mismo estén creándose. En algún momento, una combinación de palabras te hará saltar, y eso estallará. Ahora estás Anulada y podría matarte de forma prosaica, pero, si lo hiciera… ¿qué quedaría de lo que estoy viendo…? Si no puedo obtenerlo, ¿qué gano arrojándolo al barro…? -Se detuvo y despejó casi con ternura el cabello de la frente de Raquel. La muchacha apartó la cara-. Lo intentaré de nuevo. Una y otra vez. Descubriré de qué estás hecha. Tiraré de ti hasta que bajes del trono. No puedo permitir que eso que tienes no me consuma también a mí… Quiero quemarme con eso. -Deslizó una mano por la mejilla de la muchacha-. Puedo comprender que Akelos te admirara y quisiera ayudarte, porque… Bueno, durante el tiempo que pasé con ella en su casa… ¿Sabes…? Llegó a perder su… ¿diríamos entereza? Se convirtió en una rata chillona… A fin de cuentas, solo el dolor la separaba de la humanidad. En el dolor, dioses y hombres son iguales.

La muchacha giró hacia ella. Su voz sonó muy débil.

– Saga, te lo ruego… Sé lo que pretendes… Por favor, te ruego que… que no le hagas daño…

La joven retrocedió con expresión ofendida. Su cuerpo menudo y blanco era completamente visible para Rulfo bajo la leve malla del vestido. Los senos apenas estaban desarrollados. El sexo era una mancha de vello.

– Jamás. Ya tomamos esa decisión. ¿Es que no me crees…? Dime. ¿No me crees?

– Sí.

– Tu hijo queda fuera de esto. No entra en nuestro debate.

– ¿Dónde está? ¡Quiero verlo, por favor…!

– Aún duerme. Pronto lo verás.

– ¡No es propio de él dormir así! ¡Me estás mintiendo…!

De repente Rulfo casi pudo notar el cambio: una variación ligera pero repentina, como si alguien, en pleno invierno, hubiese abierto la ventana de una habitación caldeada para dejar paso a una bocanada gélida del exterior

– Tu hijo está bien y ahora duerme -pronunció la joven lentamente cada palabra-. Pronto lo verás. No… sigas… con… eso.

Raquel había bajado los ojos y sus labios temblaban.

– ¿Puedo seguir hablando? -pidió Saga

– Sí.

– No me interrumpas otra vez.

– No, no lo haré…

– Perfecto.

El semblante de la joven retornó ala placidez.

– Nos enfrentamos a un problema ciertamente grave. Te confesaré algo. -Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo. Rulfo apenas la escuchaba-. Todo esto es demasiado para mí. Me supera… Cuando ellas me convirtieron en Saga, no sabían… Soy una tonta inexperta, cariño. Míralas. -Señalaba hacia las damas, inmóviles y en fila, casi desnudas, como bailarinas de cabaret saludando desde el escenario-. Todas viejas, todas inmensamente listas, esperando el momento preciso… Llevo solo un lustro al frente de este carro de once yeguas… Y te compadezco. Es tan difícil, tan extraño… Existen tensiones, alianzas… A unas les caigo bien y a otras… Algunas se están haciendo demasiado poderosas… Maga utiliza a Lorca de una forma que me pone los pelos de punta. Strix tiene en la boca a Poe…, aunque por ahora sus designios quedan a mi alcance. Yo uso todo el Eliot, el Cernuda y el Borges que tú… Sus versos siguen estables. Pero ya sabes lo que es esto: un mundo que crece sin control… En algún lugar, ahora mismo, alguien está escribiendo un poema que, sin saberlo, puede arrojarme del pedestal… Una frase, en un idioma cualquiera… Tengo miedo. Me aterroriza este cáncer infinito. Eliot, Cernuda y Borges bastan por ahora. Pero ¿y mañana…? ¿Y dentro de cinco minutos…? Estamos a merced de la imaginación. Un verso puede crearnos y otro destruirnos. Somos muy débiles. Somos lo que los poetas consiguen…

Un movimiento en la fila de las damas. Una de las más jóvenes se había separado del grupo y avanzaba con lenta languidez, como si desfilara por una pasarela. Era la número nueve, contando desde la niña: Rulfo recordó que recibía el nombre de Incantátrix. Observó con inquietud que venía hacia él.

– Por eso ese silencio de tu mente me desespera, me da pánico -prosiguió Saga-. Akelos y tú nos traicionasteis una vez…

– Yo no traicioné a nadie.

– Bien, tú quisiste engañarnos, si lo prefieres, y Akelos nos traicionó al ayudarte. Ahora podría ocurrir lo mismo. Si, al menos, fueras capaz de revelarme algo…

Se detuvo a unos pasos de Rulfo. Era una muchacha de pelo castaño oscuro, rostro anguloso y cuerpo atractivo que el ligero vestido revelaba hasta en sus más pequeños detalles. Dos gruesos pendientes adornaban sus lóbulos. Sus labios abultaban como rosas. Los movió para sonreír. Entre sus juveniles pechos respiraba una pequeña arpa de oro. ¿No decían Los poetas y sus damas que había inspirado a Lautréamont y a los surrealistas? Rulfo no lo recordaba. En aquel momento solo le importaba averiguar sus intenciones.

La vio inclinarse frente a él. Fue un gesto armónico, casi de ballet. Por un instante le pareció que quería hacer una reverencia, pero entonces vio cómo llevaba el esbelto brazo derecho al suelo, tendía la mano, frotaba la tierra con el índice.

– … un nombre, Raquel. Uno solo. El de una de ellas. Te protegeré de posibles represalias.

– No sé ningún nombre, Jacqueline… No sé…

– Entonces ¿qué hay dentro de ese silencio de tu mente?

– No sé, no sé…

– ¿Por qué has recuperado la memoria?

– Tampoco lo sé… ¡Créeme!

– Sí, sé que «lo juras»…

– Quiero colaborar, Saga, por favor…

Rulfo escuchaba retazos del interrogatorio, pero sus ojos seguían fijos en la dama del símbolo del arpa. La vio incorporarse con el dedo índice manchado de tierra y acercarlo a su rostro. Intentó apartarse, pero la chica aferró su mandíbula con la otra mano. Tenía la fuerza de una zarpa de oso. Su dedo índice empezó a deslizarse por la mejilla derecha de Rulfo. Ahora no podía ver lo que sucedía a su alrededor, solo escucharlo.

– De acuerdo… -La voz de Saga hablando en francés-. El problema sigue como antes, hermanas. Deliberemos.

– No le hagáis nada al hombre… -La voz de la muchacha-. Es un ajeno. Tuvo los mismos sueños que yo, pero no sabe nada…

La dama seguía escribiendo en su rostro. Rulfo percibía el cepo helado de sus dedos, la aspereza de la tierra con que pintaba sus mejillas, el perfume a flor marchita de su aliento. El rostro (a un palmo de distancia del suyo) era el de una joven hermosa, pero su expresión desagradaba: parecía sonámbula o drogada. Entonces separó los gruesos labios y recitó algo mientras escribía.


Beaux… dés… pipés…


Pronunció las tres palabras de manera muy diferente, apenas sin relación con el idioma del que procedían. La última fue emitida como un silbido.

– ¡No sabe nada…! -repitió la voz de Raquel-. ¡No tiene nada que, ver en…!

La dama terminó de escribir y soltó la cara de Rulfo. Se limpió el dedo en su esmoquin, dio media vuelta y se dirigió de nuevo a su puesto.

Rulfo estaba aterrado.

Es una filacteria, Dios mío, me ha escrito una filacteria en la cara.

Recordó el verso de Blake en el vientre de Susana. No estaba seguro del autor del suyo: quizá un Lautréamont. Sentía tanto miedo que no podía hablar y apenas respirar. Se había quedado helado, no solo las extremidades, como si se hubiese convertido en un tembloroso témpano. Sabía que iba a sucederle algo terrible. Acababan de sentenciarlo -no le cabía duda sobre eso-, aunque ignoraba a qué. Por un momento casi había soñado con la posibilidad de que lo dejaran libre, pero ahora comprobaba hasta qué punto se había dejado llevar por una esperanza absurda. Y lo peor era que la sentencia había sido ejecutada con cruel tranquilidad. Aquella chica semidesnuda que ahora se alejaba de él contoneando las estrechas caderas ni siquiera le había hablado: nadie le había hablado después de que la mujer obesa lo interrogara. Sin duda, lo consideraban peor que a un animal. Lo iban a torturar y ejecutar en un silencio despectivo, con más calma que la empleada en aplastar a un insecto.

Desde algún lugar remoto de su audición le llegaba la discusión de las damas en un francés rápido y susurrante: ¿Y si volviéramos a azotarla con un látigo de manatí…? Pian, piano… Ne quid nimis… No costaría nada llevara la yegua al picadero… Error garrafal. Hagámoslo con palabras… Las puertas no deben abrirse a la fuerza… Seamos prudentes… Lo conocemos todo, o casi todo, sobre ella: falta el pequeño detalle del porqué… Pero apenas las escuchaba. Permanecía temblando, los ojos cerrados y la piel bañada en sudor, aguardando los efectos del verso. Imaginaba cosas espantosas: que el rostro se le caería a pedazos y, aun así, seguiría vivo; que dentro de su cuerpo crecería una riada de cucarachas que buscarían la salida asfixiándolo; que sus órganos se devorarían a sí mismos. Todo le parecía posible. Sentía tanto miedo como un niño pequeño. Pero no sucedía nada.

Sabía que estaba perdido: era cuestión de esperar. Sin embargo, esa misma certeza le llevó a arrancarse del pecho la losa de aquel terror profundo. Volvió a llenar de aire los pulmones y una imprevista ráfaga de coraje le hizo despegar los labios.

– ¡Callaos ya!

Todas las miradas giraron hacia él. Pensó en una manada de lobos olisqueando sangre fresca. Pero ya no podía detenerse.

– ¡Panda de viejas brujas, callaos de una vez…! ¡Dejadla marcharse, a ella y a su hijo…! ¡Ya la habéis torturado bastante…! ¡No sabe nada! ¡La han utilizado…! ¡Alguien nos ha utilizado a los dos…! ¡Ahora lo único que hacéis es fingir…! ¡Estáis ahí, discutiendo, fingiendo discutir entre vosotras…! ¡Esta chica no sabe nada, ya os lo ha dicho…! ¡Y Susana tampoco sabía nada…! ¡Dejadnos libres o matadnos…! ¡Pero, sobre todo, callaos! -Estaba frenético. Tiraba de sus brazos atados con flores, pero algo más que las frágiles ataduras los mantenía quietos e inservibles-. ¡Callaos, cobardes! ¡Cobardes…!

De pronto se interrumpió.

Estaba completamente seguro de que, un instante antes, las damas llevaban vestidos rojos transparentes.

Ahora todas vestían de negro hasta los pies y sus semblantes mostraban una palidez de alabastro, de cadáver amortajado. Incluso sus peinados eran diferentes. Solo sus medallones eran los mismos. La transformación se había producido con la limpia suavidad con que las manecillas de un reloj cambian de posición.

Raquel también lo había notado. Se volvió hacia Rulfo.

– Cálmate, deja que sea yo quien hable…

– No les tengo miedo -mintió Rulfo.

Entonces Saga avanzó hacia él. Parecía haber reparado en su presencia por primera vez. Lo miraba con curiosidad, casi con un punto de diversión, pero en sus ojos Rulfo creyó advertir un vacío turbio y anodino habitado por sombras difusas: como un cielo gris donde se removieran barnaclas. Sintió que su cerebro era un dibujo agujereado y que los ojos de la joven lo manchaban obteniendo un calco perfecto, un estarcido de sus pensamientos íntimos.

Creyó que iba a morir. Deseó que así fuera.

Entonces Saga alzó la mano y acarició cariñosamente su mejilla en un gesto de lentísima bofetada. Luego dio media vuelta


un giro


y dejó de prestarle atención. Se dirigió a las damas.

– Seguimos en el mismo sitio, hermanas. Solo hacemos dar vueltas, vueltas… Cómo te burlas de nosotras, Raquel…

– No me burlo, te lo ase…

– ¡Oh, cuando llegue el día en que dejes de reírte! -La interrumpió Saga alzando la voz-.


un giro veloz


¡Oh, cuando podamos ver ese día…! ¡Cuando podamos contemplar el día en que, por fin, dejes… DE… REÍRTE…!

El alarido, insospechado, produjo el silencio.

Al mismo tiempo que gritaba, giraba sobre sus pies como una bailarina. El vestido negro giró con ella descubriendo sus piernas menudas pero esbeltas.


Un giro veloz.

Y bajo su falda apareció el niño.

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