III. LA ENTRADA

La muchacha despertó bruscamente, se incorporó como un resorte y rodeó su cuerpo con los brazos. Al pronto no supo dónde se encontraba. Luego miró a su alrededor y advirtió la luz del alba deslizándose por las cortinas y las formas familiares de una habitación casi tan desnuda como ella: una cama con barrotes, sábanas arrugadas, paredes pardas, cortinas magenta, el armario, los espejos multiplicadores. Aquello era su dormitorio y todo estaba en orden.

Apoyó el mentón en las rodillas y permaneció un instante respirando acompasadamente. Conservar la calma era una de sus obligaciones. Luego cerró los ojos intentando recordar todos los datos importantes: el día que era, lo que le aguardaba, lo que debía hacer. A veces, hacer memoria constituía un serio problema para ella. Por fin concluyó que era jueves, mediados de octubre, y que por la mañana tenía cita con un cliente en un hotel de Madrid y debía apresurarse si quería estar lista para entonces.

Cuando se levantó, los grandes espejos de la pared y del techo reflejaron una anatomía que ostentaba algo más que simple belleza. Su propietaria había oído muchos adjetivos y visto muchos ojos detenerse sobre ella, pero ni unos ni otros le resultaban agradables porque nunca se dirigían a la persona que sentía y pensaba dentro, sino a las cabales formas de su cuerpo. Vivía como encerrada en una deslumbrante figura. Sin embargo, en la oscuridad solitaria de su mente, la muchacha se sabía fea y miserable.

Se dirigió lentamente al baño caminando descalza sobre las frías y sucias baldosas y haciendo oscilar el extremo de una cabellera negra y torrencial sobre unos glúteos de mármol terso. Mientras se recogía el larguísima pelo aguardando a que la ducha se calentase, volvió a pensar en las pesadillas.

No era propio de ella preguntarse cosas. Estaba acostumbrada a reprimir su curiosidad, incluso a anularla, y nada de lo que ocurría a su alrededor le intrigaba en exceso. Pero aquellos sueños habían logrado hacerla dudar. Al principio había creído que se trataba de simples fantasías terroríficas y no les había concedido importancia, ya que le sobraban razones para sufrirlas. Sin embargo, cuando los detalles se repitieron casi exactos noche tras noche, ya no supo qué pensar. ¿Tenían algún significado? Y si no era así, ¿por qué siempre soñaba lo mismo?

El agua no se calentaba, lo cual no le sorprendió. El gas y la electricidad apenas funcionaban en su diminuto apartamento. Sin pensarlo dos veces, se introdujo bajo la lluvia helada. No esbozó siquiera una expresión de queja: cogió el gastado jabón de la repisa y empezó y a lavarse cuidadosamente. Si no te bautizas irás al Limbo, le había dicho en cierta ocasión un hombre antes de dirigir contra ella el chorro de hielo acerado de una manguera durante una de las fiestas en las que había trabajado. Reprimió un escalofrío al recordar aquella escena: muchos instantes de su vida habían sido peores que la peor de sus pesadillas.

La cita de la mañana era normal. Ello significaba que no esperaba complicaciones, solo otra sesión con un hombre o varios, o quizá con una mujer (el nombre que le había dado Patricio era masculino, pero estaba acostumbrada a las sorpresas). Se trataba de un hotel del paseo de la Castellana. Fue tan puntual como siempre, se dirigió a recepción, mencionó el nombre y, tras una breve pausa, le indicaron que esperase, si tiene la bondad, en aquel salón, al tiempo que un brazo se levantaba señalando algo. Dio las gracias y caminó hacia allí ignorando las miradas que la seguían. El hotel era grande y lujoso pero ella se movía con naturalidad en sitios como aquéllos. Dos mesas de billar de refulgente caoba, un cartel con la foto de un plato de ossobuco y un centro de mármol rodeado de sofás blandos formaban el decorado. Rechazó los sofás y aguardó de pie. Alrededor de un búcaro con celindas se distribuían varios ejemplares de revistas atrasadas.

Fue entonces


se miraron


cuando vio la fotografía en una de las portadas.


se miraron, absortos


La inquietud que le produjo aquel hallazgo fortuito le hizo cometer dos o tres torpezas con el cliente (un hombre, a fin de cuentas). Por fortuna, el tipo estaba ebrio y las pasó por alto.


Se miraron, absortos.

El autobús la había dejado en la entrada de la urbanización y la muchacha había venido caminando por la acera sin hacer ruido y se había detenido tras él en el momento en que la puerta metálica se abría. Él se percató de su presencia y se volvió. Quedaron mirándose en silencio, como esperando a que el otro hablara.

– ¿Vives… aquí? -preguntó el hombre con cautela.

Ella negó con la cabeza.

Nubes densas otorgaban convexidad al cielo que planeaba sobre ellos. La llovizna proseguía. De los carnosos labios de la muchacha escapó un espectro de vaho. Parecía aguardar, titubeante, una nueva pregunta.

De repente los semblantes se volvieron signos, casi palabras, y las bocas se abrieron temblorosas. Ambos, sin saber cómo, comprendieron al mismo tiempo lo que sucedía.


El golpe del asombro había sido brutal, y Rulfo le propuso asimilarlo hablando con calma dentro de su coche. Media hora después, ya habían compartido sus nombres y sus respectivas pesadillas. La muchacha dijo llamarse Raquel, pero quizá era un seudónimo, ya que su acento era fuertemente extranjero, centroeuropeo o, con mayor probabilidad, de los países del Este. Rulfo le calculó unos veinte años de edad. Su cabello era un terciopelo ondulado y azabache que rodaba por la espalda y su piel poseía una blancura cegadora, casi mineral. Las cejas gruesas, los ojos grandes, negrísimos y rasgados y los labios como un misterioso animal vivo de carne rojiza otorgaban a su rostro un aspecto cautivador pero también extraño, remoto. Estaba sentada en el lugar del copiloto, erguida, sin mirarle. Una cazadora de cuero, minifalda ceñida y botas de piel ampliadas con medias de lana negra hasta la mitad del muslo constituían su vestuario; bajo la ropa, como una serpiente, se estiraban las arrogantes formas de un cuerpo asombroso. Era la mujer más hermosa que había ocupado jamás aquel asiento dentro de su coche. La más hermosa que había conocido nunca. Ni siquiera Beatriz lo había impresionado tanto la primera vez.

Le resultaba muy difícil apartar la mirada de ella, pero lo hizo durante unos segundos y la situó frente a la noche del parabrisas. Reflexionó sobre lo que les había unido (si es que ella le había dicho la verdad… ¿y por qué iba a mentir?) y provocado aquel encuentro, aquella catarsis de conocimiento mutuo. Volvió a mirarla y dijo:

– ¿Conocías a Lidia Garetti? ¿Estabas relacionada de alguna forma con lo que ocurrió aquí?

– No.

– ¿Y por qué decidiste venir esta noche?

– No lo sé… -Raquel parecía acostumbrada a la docilidad pero no al lenguaje. Respondía de inmediato aunque luego titubeaba buscando la mejor manera de proseguir. Era como si sus palabras, pronunciadas en un tono grave y lleno de matices, pertenecieran a sus cuerdas vocales antes que a sus pensamientos-. Vi la foto de la casa, leí el reportaje esta mañana, y… Bueno, vine.

Dos ojos color carbón lo miraron fugazmente para apartarse casi enseguida. Rulfo movió la cabeza.

– Es increíble… No nos conocemos, llevamos semanas soñando lo mismo, hemos comprobado que la casa existe y hemos venido la misma noche, al mismo tiempo… Joder!… -Empezó a reír en voz baja. Ella asintió en silencio. De pronto la risa de Rulfo cesó. Volvió a enfrentarse a la inagotable belleza de la chica-. Estoy asustado.

– Yo también -repuso Raquel.

– Escúchame. -Era una orden innecesaria, porque, pese a que ella no lo miraba, no parecía hacer otra cosa. Sin embargo, paradójicamente, fue en ese instante cuando lo miró por primera vez-. Te juro que no creo en fantasmas, ovnis, sueños que se hacen realidad o chorradas por el estilo, ¿entiendes? -La muchacha asintió con la cabeza al tiempo que musitaba: «Sí»-. Y tampoco creo haberme vuelto loco… Pero sé que hay algo que me ha traído aquí, que nos ha traído aquí a los dos, y quiere que entremos. -Aguardó una reacción que no se produjo-. Tú puedes hacer lo que te apetezca, yo voy a entrar. Quiero saber lo que es. -Abrió la portezuela.

La réplica de ella le sorprendió:

– Yo quiero irme, pero te acompañaré.

– ¿Por qué quieres irte?

Esta vez tuvo que aguardar más para obtener una respuesta. La muchacha miraba hacia el parabrisas.

– Preferiría seguir soñando.


La casa estaba abierta.

Rulfo no se explicaba cómo, ya que Ballesteros y él habían comprobado lo contrario apenas una hora antes, pero así era. Cruzaron el jardín bajo un celaje de lluvia diminuta, pasaron junto a la fuente de piedra, subieron las escalinatas del peristilo y empujaron suavemente la puerta principal, ampliando la hendija entre las dos hojas.

– ¿Hola? -llamó.

Nadie respondió. Un olor a madera, cuero y plantas les asaltó de improviso.

– ¿Hola?

La oscuridad y el silencio eran perfectos. Rulfo tanteó en la pared y presionó algunos interruptores. Las luces provenían de apliques indirectos y crearon una atmósfera más inquietante que la tiniebla. La muchacha entró, y Rulfo tras ella. Al cerrar la puerta tuvo una rara sensación: como si hubieran subido un puente levadizo. Como si la última oportunidad de pertenecer al mundo exterior les hubiese sido denegada.

Ya estaban dentro, significara eso lo que quisiera.

Esculturas, ánforas, jarrones tan altos como niños, animales petrificados, alfombras, un mobiliario señorial… ¿Cómo calificar aquello? La palabra correcta no era «lujo». «Antigüedad» encajaba mejor en aquel mundo de joyas, polvo y silencio, pero Rulfo sospechaba que los anticuarios no tenían esos objetos en sus casas sino en sus comercios. Todo estaba intacto, como si su propietaria viviera aún.

– Ella -dijo Raquel.

La señorita Garetti, esbelta y elegante, el pelo negro corto estilo años veinte, los contemplaba de pie desde un óleo de tamaño natural al fondo. Llevaba un tubular traje de fiesta negro con arabescos y solapas satinadas en color fucsia que dejaba sus cristalinos hombros y brazos desnudos. Bienvenidos, decía su expresión. Sin embargo, los labios rojos no sonreían.

La aristocrática Lidia y su casa-museo, pensó Rulfo. ¿Quién fue? ¿Quién había sido en realidad? ¿Qué hacía viviendo sola en aquel mausoleo desproporcionado? Nunca la conocimos y ahora está muerta, pero es ella la que nos ha traído aquí. Se acercó al cuadro y se fijó en algo: un medallón dorado colgaba del esbelto cuello de la mujer. Tenía la forma de una pequeña araña.

– Las escaleras -dijo Raquel.

Estaban a la izquierda, como en el sueño, y ascendían a la oscuridad. Ambos sabían adónde conducían. Se miraron.

– Quizá sea mejor que recorramos antes la planta baja -propuso Rulfo.

Una puerta de doble hoja los introdujo en las profundidades. Al poco tiempo Rulfo comprendió que estaban realizando el mismo recorrido que el asesino del sueño: un pasillo, un salón y, por fin, los dormitorios de las criadas. En las jambas persistían trozos de adhesivos de la policía. Entraron en el primero. Se encontraba completamente vacío, sin muebles. La cama se reducía al esqueleto del somier. Había manchas en el suelo enmoquetado. La limpieza, por lo visto, había llegado hasta cierto punto. No todo podía limpiarse, no todo desaparecía.

Abandonaron los dormitorios y pasaron de un salón a otro. Al abrir una de las últimas puertas, Rulfo se detuvo.

– La biblioteca -murmuró.

Estanterías de siete cuerpos con siete baldas cada uno, del suelo al techo, acristaladas, tapizaban las paredes. Rulfo se olvidó de las pesadillas, de la sensación ominosa de explorar una casa en la que nunca había estado pero que, de algún modo, ya conocía, y dio una vuelta hipnotizado por aquel vasto arsenal de libros. Intentó abrir una de las vitrinas en vano. Exploró el canto de los volúmenes y advirtió nombres en letras de oro. Había muchos tomos destinados a un mismo autor y numerados: William Blake… Robert Browning… Robert Burns… lord Byron… Algo en ellos le llamó la atención. Se dirigió a otras estanterías. John Milton. Pablo Neruda. Indagó en otra al azar. Federico García Lorca. Cruzó la sala hacia la pared opuesta. Publio Virgilio.

Nombres de escritores ilustres. Él los había leído a todos. Pero ¿qué tenían en común? Eran poetas.

Por un instante se quedó plantado en el centro de la habitación, perplejo. Se le había ocurrido algo extraño: aquél era, si acaso, el único vínculo que lo unía a Lidia Garetti.

– Vamos a las escaleras -dijo.

Regresaron al vestíbulo y subieron los alfombrados peldaños. Pero la muchacha se detuvo hacia la mitad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rulfo.

– No sé.

Quedaron un instante escuchando el silencio. Luego continuaron subiendo y llegaron al pasillo alfombrado. Bustos de piedra lo flanqueaban. Los nombres en los pedestales estaban casi borrados, pero Rulfo pensó que habría podido reconocerlos con los ojos cerrados: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare…

Poetas.

Era evidente que la señorita Garetti adoraba la poesía. Pero en aquel momento lo único que importaba a Rulfo se hallaba unos metros más allá, al final del corredor.

Llegaron a la antecámara y, con mano titubeante, dio las luces. Aparecieron la puerta de doble hoja que conducía al dormitorio principal, las paredes de estuco, el pedestal de madera…

No había ningún acuario encima.

– Estaba aquí, encendido.

– Sí, yo también lo recuerdo -asintió Raquel.

Rulfo se acercó e inspeccionó la superficie del pedestal. Quedaban huellas de la presencia de un objeto rectangular. ¿Quién podría habérselo llevado? ¿La policía? ¿Y para qué?

Otra cosa le desasosegaba profundamente. Buscó el origen de tal sensación, pero no vio nada extraño. Finos muebles de cerezo adosados a las paredes soportaban fotos enmarcadas de Lidia Garetti. También había cuadros colgados. Al observar estos últimos, se detuvo. Eran por lo menos una docena de distintos tamaños, y en cada uno aparecía el retrato de una mujer, pero lo más llamativo era que, a diferencia de las fotos, ninguna parecía ser Lidia. Los estudió con más detenimiento. Vestuarios y técnicas pictóricas variaban bastante de uno a otro: había damas con miriñaques, pelucas, corsés, plumas, guardainfantes, faldas…, y óleos estilo Tiziano, Watteau, Manet… Entonces, en el cuello de una de las mujeres, advirtió un objeto conocido.

– Esa de ahí lleva el mismo medallón que Lidia, ¿ves? En forma de araña.

– Y ésa -indicó Raquel.

Intrigados, revisaron los demás. Cuando la posición de la figura lo permitía, un medallón idéntico -o que mostraba solo las diferencias con que los distintos pintores lo habían reflejado- se ofrecía ante sus ojos. Una araña dorada.

– Nos falta el dormitorio -recordó Rulfo.

Tomó el picaporte de la puerta de doble hoja. La abrió.

Solitaria, majestuosa, hundida en el silencio, la habitación parecía invitarlos a pasar. Pero aquel lugar sí había cambiado. Por completo. La luz procedía de bombillas desnudas torpemente instaladas en un techo agujereado. Casi todos los muebles habían desaparecido, así como las cortinas. La cama carecía de cobertores y el dosel de colgaduras. Aquí y allá se percibía la minuciosa labor de la ley: tenues marcas de tiza, trozos de adhesivo, innúmeras huellas de botas… Y olía, aunque Rulfo no hubiera podido decidir si bien o mal: un olor diferente al resto de la casa.

Raquel se frotaba los brazos. Él percibió su ansiedad.

– Aquí la torturó… horas y horas…

Ningún reportaje detallaba lo que Robledo le había hecho a Lidia, pero los objetos encontrados por la policía y enumerados en algunas noticias eran como el negativo de un hecho atroz: un berbiquí, ganchos clavados en el techo, tenazas, clavos, cuerdas, cadenas, varios cuchillos… Cada vez que lo pensaba, Rulfo lo comprendía menos: ¿cómo era posible que un chaval con escasos antecedentes penales, a quien solo le interesaba obtener droga, hubiera decidido ejecutar aquella salvaje sesión inquisitorial contra una persona?

Raquel parecía muy afectada. Miraba a su alrededor. La cazadora se tensaba con su respiración.

– No buscaba solo su dolor -dijo con inmensa seguridad, como si conociera perfectamente el significado de aquella palabra-. Estaba rabioso.

– Lo que importa es que ahora está muerto -murmuró Rulfo, tranquilizador-. Y que no veo por ninguna parte ese maldito acuario, si es que existe.

Rodeó la enorme cama y descubrió algo. Otra puerta. Pero hubiera sido fácil pasarla por alto, ya que no se distinguía de la madera que forraba las demás paredes, solo un pomo dorado la señalaba. Lo hizo girar y la puerta se abrió en completo silencio hacia la oscuridad. Entró sin mirar atrás, al tiempo que Raquel salía del dormitorio pensando que él no tardaría en seguirla.


Continuaba inquieta, alerta. No era nada definido, nada que pudiese identificar, una amenaza concreta, ni siquiera un pensamiento coherente. Se trataba, más bien, de una sensación. Algún tipo de corazonada que le advertía -le gritaba- que se encontraba en peligro.

Sal de aquí.

Comprendió que no había sido la visión de la habitación donde Lidia había muerto torturada, ya que había sentido algo parecido al subir las escaleras. De hecho, lo había percibido en el mismo instante de entrar en aquella casa. No era nada que estuviese muerto sino algo vivo: una presencia que no pertenecía al pasado sino al aquí y al ahora, y que aún se hallaba oculta en algún lugar.

Vete ahora mismo.

Pero el temor obraba en ella un efecto extraño: la impulsaba a continuar.

Recorrió la antecámara hasta el fondo. Tras un recodo distinguió un angosto pasillo. Se adentró por él.


una luz tenue


Era un lugar silencioso y oscuro. Una ceguera y una tumba. Rulfo buscó algún tipo de interruptor en vano. Entonces hurgó en el bolsillo hasta encontrar el encendedor y alzó la pequeña llama.

La habitación carecía de ventanas u otras salidas y se hallaba completamente forrada de tela: las paredes eran cortinas y el suelo y el techo (bastante bajo) suaves alfombras. Todo era de color azul y no había ningún mueble ni objeto. Una cámara con personalidad de gato. Un lugar de piel adolescente. Pisarlo era desear estar descalzo. Rulfo pensó que solo la desnudez había hollado aquel espacio. ¿Para qué te servía esto, Lidia? ¿Qué hacías aquí? ¿Por qué no hay luces?


una luz tenue, un resplandor


Al fondo del pasillo halló unas escaleras que subían. Se volvió para ver si el hombre la seguía y comprobó que estaba sola. Pero no quiso llamarlo. Ningún hombre le inspiraba confianza. No los odiaba, pero tampoco había amado a ninguno aunque lo fingiese: solo lograba aceptarlos con resignación.

Subió las escaleras. Los peldaños rechinaron bajo sus botas. Ya advertía el rellano. Una puerta cerrada, seguramente un desván.

Y algo más.


una luz tenue, un resplandor filtrándose


Rulfo salió de la extraña habitación y del dormitorio y se dio cuenta de que Raquel había desaparecido. Se disponía a llamarla cuando, de repente, quedó paralizado frente a las fotografías enmarcadas de la antecámara.


Una luz tenue, un resplandor filtrándose bajo la puerta.

Tengo que llamarlo. Ahora sí tengo que avisarle.

De pronto, con un suavísimo clic, la puerta se abrió.


Era un daguerrotipo pequeño, muy antiguo, de color sepia, enmarcado en plata. Mostraba a un hombre junto a una mujer en un paisaje de playa. La mujer llevaba en el pecho el mismo medallón en forma de araña. No reconoció a ninguno de los dos, pero, de alguna forma, supo que aquella fotografía, precisamente aquélla, era el origen de la inquietud que experimentaba en la antecámara.

Le dio la vuelta al retrato. En la parte posterior del marco, en una esquina, alguien había escrito, en suave tinta azul: Per amica silentia lunae. Las palabras le resultaban conocidas. Eneida. Virgilio. Sin detenerse a pensarlo, obedeciendo a un impulso, guardó el retrato en el bolsillo de la chaqueta.

Entonces escuchó la voz de Raquel. Ella lo guió. Encontró las escaleras enseguida. Conforme las subía, el resplandor se hacía más intenso. El rellano daba paso a una especie de desván con cosas arrumbadas. La extraña luz lo subrayaba todo: cada moldura, cada baldosa; creaba sombras y fantasmas. Se asomó y vio a la muchacha de pie mirando hacia abajo. La luz verde, en aquel punto casi cegadora, aureolaba sus perfectos rasgos.

Procedía del acuario rectangular que había a sus pies.


– ¿Cómo lo encontraste?

Ella se lo contó: la franja de luz verde bajo la puerta y la forma en que ésta se había abierto.

El acuario medía casi un metro de largo. Sus paredes no eran de vidrio sino de algún tipo de material plástico. La tapa, de color negro, llevaba adosadas las luces de los tubos fluorescentes verdes, y una placa metálica en la base mostraba el nombre de las criaturas que, sin duda, habían hecho oscilar sus sinuosos cuerpos en el interior: Gurami besado, Otocynclo, Betta siam, Gurami perla… Sin embargo, el agua ya no albergaba peces vivos, solo un repugnante amasijo de órganos descompuestos, un cementerio grumoso que cubría toda la superficie. La luz verde otorgaba a tal podredumbre un aspecto aún más desolador. Sobre la grava persistían dos adornos, dos castillos de Neptuno, uno blanco y otro negro.

– Mira el cable -señaló Rulfo.

Sobresalía de la parte posterior y terminaba en un enchufe sin conexión con la corriente. ¿Cómo funcionaban aquellas luces? Quizá sea una batería, pensó, sin creer él mismo en aquella explicación. Apoyó las manos en los costados del objeto e intentó levantarlo: pesaba considerablemente. ¿Quién lo había llevado al desván y por qué? ¿Lo había descubierto la policía? Y, en tal caso, ¿se hallaba encendido entonces?

Era un acuario olvidado y muerto, pero sus luces brillaban sin necesidad de electricidad. Y, de creer a Raquel, la puerta del desván se había abierto en el momento en que ella llegaba al rellano, igual que la puerta metálica de la parcela.

Cosas extrañas, doctor Ballesteros.

Se preguntó qué debían hacer ahora, por qué era tan importante aquel adorno en sus sueños, por qué Lidia Garetti (o quienquiera que fuese) lo mencionaba una y otra vez.

– Quizá debemos vaciarlo -sugirió la muchacha, como si le hubiera leído el pensamiento.

– Quizá.

Rulfo titubeaba. No le agradaban los enigmas. Siempre había actuado más por impulso que por deducción. Decidió, sin embargo, no apresurarse. Se agachó hasta rozar el suelo con la mejilla y observó la grava, los adornos, la corrompida materia de la superficie. Nada le llamaba especialmente la atención. Ambos castillos eran idénticos. Los puentes levadizos se hallaban descendidos y era posible observar el interior a través de las aberturas en arco.

De repente se incorporó.

– Dentro del castillo negro hay algo. Puede ser un pez muerto, pero voy a comprobarlo.

Se quitó la chaqueta y se remangó el brazo hasta el codo. Luego levantó la tapa preguntándose si las luces se apagarían. Pero no lo hicieron. Casi de forma simultánea, el golpe de hedor alcanzó su olfato. Apartó la cara haciendo una mueca mientras Raquel se cubría el rostro con las manos. Respirando por la boca, Rulfo dejó la tapa con las luces aún encendidas en el suelo y hundió los dedos en aquella materia viscosa, apartando cadáveres de peces. Tanteó dentro del adorno.

– Ya lo toco.

Era una especie de objeto de tela, pero se le escapaba, resbalaba hacia el fondo, fuera de su alcance. Intentó hacer presión para levantar el castillo, pero parecía clavado al suelo de grava. Y el estomagante hedor le impedía reunir la paciencia necesaria.

– Cuesta sacarlo.

– Pruebo yo.

Retiró el brazo chorreante de agua y Raquel sumergió el suyo sin quitarse la cazadora. Su mano descendió a las profundidades como un esbelto pez blanco y los dedos se introdujeron en la abertura.

En ese momento Rulfo sintió algo. No supo determinar el origen, ni siquiera el significado de aquella sensación, pero comprendió que no era muy distinta de la que había percibido al entrar en la casa: el instante del paso irrevocable, definitivo, sin retorno. Sin embargo, esta vez, mientras veía la mano de la muchacha atrapada en el interior del castillo negro, la convicción fue tan intensa que le acobardó. Experimentó la urgencia de decírselo, de pedirle que retrocediera,


oscuridad


que dejara las cosas (esas cosas extrañas) como estaban, que no descendieran más. Pero, mientras lo pensaba, la mano emergió.


oscuridad. frío


– Ya lo tengo -dijo Raquel.


oscuridad. frío. torbellino


Y las luces de la tapa se apagaron.


Oscuridad. Frío. Torbellino.

Un monstruo movedizo y anubado recorría los caminos de la noche. Se había desatado una tormenta espectacular, de las que dejan a su paso una riada de víctimas, aleros desplomados y esquelas. Aún no llovía ni estallaban relámpagos, pero un poderoso ventarrón cruzaba el jardín torciendo ramas de árboles y preludiando el temporal que se avecinaba. Corrieron hacia la puerta metálica mientras un grito de hojas muertas con aliento a tierra húmeda los empujaba. Ya en la calle, Rulfo sacó las llaves del coche y se guarecieron en el interior.

Fue entonces cuando Raquel abrió su mano derecha, húmeda, y pudieron contemplar aquel objeto.


El apartamento se encontraba en los bajos de un patio sucio y envejecido. Estacionaron en la acera y cruzaron el deprimente solar bajo la lluvia sorteando los charcos. Ella no tenía coche y había aceptado que él la llevara a su casa, pero con cierta silenciosa incomodidad, y Rulfo creía ahora comprender por qué. La muchacha vivía en un barrio lleno de vetustos y diminutos pisos que, sin duda, servían para hospedar a familias enteras de inmigrantes. Una simple puerta de madera y una llave eran lo único que los separaba del interior. El interruptor solo produjo sonido.

– No hay luz -dijo ella-. A veces no hay.

No ponía un énfasis especial al mencionar aquello, como si vivir allí no le pareciese otra cosa que una obligación, molesta pero ineludible. Tampoco protestó cuando él hizo amago de entrar detrás.

Rulfo se encontró a oscuras en un lugar que olía a cueva. Escuchó los pasos de la muchacha y, poco después, una luz cansina, desigual, como si fuera líquida, procedente de una habitación a su derecha, le entregó la triste visión de unas paredes rotas, baldosas hundidas, sillas de patas metálicas, un viejo tresillo y una mesa pequeña y rectangular con un cenicero lleno de mondaduras de naranja. La luz provenía de una lámpara de camping con las baterías agonizantes. Lenguas de moho lamían las paredes. Una ventana al fondo, con la mitad del cristal cubierta por una tela estampada, dejaba oír un vuelo de estorninos enloquecidos. Casi hacía más frío que en el exterior.

– Tu chaqueta… ¿Quieres quitártela?

– No, gracias.

La muchacha lo dejó a solas un instante.

Rulfo se frotó los brazos. Dios, qué frío hacía allí. ¿Cómo se las arreglaría ella en pleno invierno? Las nubes de vapor que expelía su aliento se condensaban sobre la trémula luz de la lámpara. El olor a humedad era insoportable. Y se escuchaban otras cosas (crujidos, correteos), sobre las que prefería no especular. Comparado con aquel antro, su apartamento de Lomontano era un palacio.

Durante el trayecto había logrado obtener frases breves y correctas en respuesta a sus preguntas. Sabía que ella era huérfana, que había nacido en algún lugar de Hungría pero había vivido en tantos que ya no recordaba su patria. Llevaba cinco años en España y carecía de papeles. Trabajaba en un club privado: Clientes me llaman y yo voy. A Rulfo no le había sorprendido su historia, casi la esperaba. Lo que no comprendía era la relación que podía existir entre una inmigrante clandestina húngara que se prostituía en un club, una millonaria italiana asesinada de forma feroz y un hombre como él. Pensó que quizá la respuesta se hallara en los objetos que habían encontrado en casa de Lidia Garetti.

La muchacha regresó. Ya no llevaba la cazadora sino un jersey negro de cuello vuelto, y se secaba el copioso pelo azabache con una toalla. Rulfo se fijó en el collar plateado que cercenaba su garganta: «Patricio» era el nombre grabado en la fina chapa metálica. Elevó la vista y tropezó con sus ojos. La muchacha miraba como un páramo yermo. Las sombras pardeaban los contornos del óvalo perfecto que era su rostro.

– Vamos a ver lo que hemos encontrado -propuso Rulfo.

Se sentaron a la mesa, frente a frente, junto a la lámpara de camping. Un ruido imprevisto (¿una puerta?) los sobresaltó, pero más a ella que a él. La vio ponerse en pie con felina rapidez y asomarse a la oscuridad del pasillo.

– A veces recibo visita que no espero -explicó de regreso, más calmada-. Ahora no era nada.


L’aura nera sí gastiga.

Las palabras estaban escritas en tinta azul en la cara interior de la tela impermeable y rígida anudada con bramante que ella había sacado del agua. El hombre se las leyó y las tradujo: «El viento negro así castiga». Dante, dijo, casi seguro que era un verso de Dante, de su Inferno.

La tela formaba un saquito con el nudo en un extremo. El hombre había deshecho el nudo con tirones impacientes y descubierto las palabras. Pero también había extraído lo que el saquito albergaba en su interior. Sostuvo el pequeño objeto en la palma de la mano. Ella se inclinó para verlo mejor y su pelo mojado casi rozó el de él.

– Qué demonios es esto -dijo el hombre.

Era una figura humana, no mayor que su dedo meñique, confeccionada en algún tipo de material de cera o plástico, sin rasgos. El hombre le dio la vuelta y leyó la diminuta palabra grabada detrás, a lo largo de la espalda: AKELOS. Un nombre, para ella, tan vacío de contenido como la frase escrita en el interior del saquito.

Le costaba concentrarse. Su inquietud no había menguado tras regresar de la casa de Lidia Garetti, y no era debida a lo que adivinaba que el hombre le pediría al final, o le exigiría. Sabía perfectamente cómo acabaría la noche y qué tendría ella que hacer, a juzgar por la forma en que él la observaba, o no precisamente a ella sino a sus pechos desnudos bajo el jersey. Pero no era eso lo que le importaba. Incluso quería excitarlo, llevarlo a esa conclusión cuanto antes, distraerlo para que no mirara a su alrededor o le diera por recorrer la casa. No había podido evitar, por supuesto, que él la trajera en su coche y entrara con ella. Estaba segura de que aquel hombre no era un cliente enviado por Patricio, pero determinadas experiencias le habían enseñado a no rechazar a ninguno. Solo deseaba (por favor) que no descubriera lo otro. Para evitarlo, estaba dispuesta a dejarse hacer cualquier cosa.

– «Akelos», qué palabra tan rara… No la había oído nunca. ¿Te suena de algo?

Ella negó con la cabeza.

Pese a todo, la inquietud que experimentaba tenía otro origen, más enigmático: había comenzado mientras exploraba la casa de la mujer asesinada. ¿Por qué? No recordaba haber conocido a Lidia Garetti ni estado antes en aquella casa. Es verdad que había soñado con ambas, pero los sueños no le preocupaban. Y, aunque su memoria solía jugarle malas pasadas, recordaba muy bien (y dolorosamente) todos y cada uno de los lugares que había visitado, todas y cada una de las casas en las que se había visto, y se veía, obligada a trabajar, así como los individuos que la llamaban habitualmente, y sabía que Lidia Garetti no tenía nada que ver con ella. Entonces, ¿por qué ese vago temor, esa sensación de amenaza que jamás había percibido con tanta intensidad como hasta ahora?

La tormenta era el estrépito de una jauría. El hombre la miraba. Ella se obligó a fingir que permanecía atenta a sus palabras.

– Creo que esto era lo que debíamos hacer. No sé por qué, pero creo que teníamos que encontrar precisamente esto

– Sí -asintió ella sin mucha convicción.

– Veamos el retrato.

Vio al hombre dejar la figura y el saquito a un lado y sacar el pequeño marco. Él le había explicado que, de alguna forma, aquel retrato le había llamado la atención, aunque ignoraba quiénes podían ser los individuos de la foto. Ella tampoco lo sabía, y así se lo dijo.

– ¿Te fijas en la frase? -El hombre señalaba unas palabras escritas por detrás-. «Por el amistoso silencio de la luna» -tradujo-. Es un verso de Virgilio, un poeta latino… La tapa está suelta…

Hizo presión sobre la parte posterior del marco y lo desprendió, extrayendo la fotografía. Pero algo más cayó sobre la mesa. Era un papel muy viejo, doblado en dos. El hombre lo desplegó con cuidado. Parecía una lista de nombres.

La muchacha no entendía nada, y sospechaba que al hombre le sucedía igual. Pensó que quizá se había equivocado al visitar aquella casa. Casi deseaba que viniera Patricio y acabara con todo de forma violenta, como solía hacer. Casi deseaba que Patricio echara a aquel hombre a la calle, junto con aquellos objetos incomprensibles.

Sin embargo, siguió fingiendo. No quería que el hombre se enfadara.


Durante la lectura del absurdo poema (si es que se trataba de eso) dos cosas habían perturbado a Rulfo: la tormenta abatiéndose contra la frágil ventana de tela y la proximidad de la muchacha, su cabeza inclinada junto a la suya, su rostro sobrenatural casi rozándolo, la hoja reflejándose en el carbón de sus ojos como una doble semiluna.

Intentó concentrarse en el hallazgo.

Le intrigaba la presencia de aquel papel tras la foto. Parecía tan antiguo como ésta, hasta el punto de que, al desplegarlo, casi lo había roto. La caligrafía era cuidadosa aunque revelaba cierto temblor. El texto (desvaído, azul) estaba en castellano, pero ¿qué significaba? ¿.Era un juego de palabras? ¿Qué relación tenía con la fotografía de una pareja en una playa, una figurita de cera con la palabra «Akelos» encerrada en un saco hundido en un acuario, unos versos de Dante y Virgilio o el asesinato de Lidia Garetti? ¿Teníamos que encontrar todo esto, Lidia? ¿Por qué?

Volvió a leer la primera frase: «Las damas son trece».

Estaba seguro de haber oído eso en algún lugar.

Las damas son trece.

De repente lo recordó. Comprendió de inmediato que, si estaba en lo cierto, las cosas se complicarían aún más de lo que había pensado. Se enfrentó a los ojos de la muchacha, negros como si no fueran ojos, negros como lunares entre los párpados.

– Tengo un viejo amigo… Fue profesor mío en la facultad. Creo que sabe algo sobre esto. Hace tiempo que no nos vemos, pero… quizá acceda a echarme una mano.

– Bien.

El ruido -inesperado, violento- casi hizo que ella saltara de la silla. Un mueble. Una puerta.

– No es nada -dijo regresando tras una centelleante ausencia-. El viento.

Sus ojos evitaban mirar a Rulfo.


La noche se dilataba. La lluvia había dejado paso a la reciedumbre de una tormenta eléctrica que horrorizaba los silencios, y la agonía de la luz de la lámpara enmascaraba cada objeto de la habitación. Ella le ofreció algo de comer: una lata de conservas con carne y frituras precocinadas. El aspecto de las viandas era desolador, pero Rulfo tenía apetito. Sus ojos también estaban hambrientos, aunque devoraban algo completamente distinto: un rostro azabache y nácar.

Las prostitutas eran la única relación estable que mantenía desde hacía tiempo, pero lo que le ocurría con aquella muchacha era algo más perturbador e indefinible que el deseo de pasar la noche juntos, y lo supo en aquel preciso instante. La veía comer sin mirarle, aguardando a que él sacara el tenedor de la lata antes de introducir el suyo, y de repente esa sensación se convirtió en relámpago y sonó a trueno. Pensó que estar con ella era como llegar a una meta, como satisfacer un deseo largamente postergado. Aquella chica era distinta a cualquier otra que hubiese conocido, y no solo en lo que atañía a su belleza.

Clavó el tenedor en otro trozo de carne. Ella introdujo el suyo mecánicamente. Entonces él dejó de comer, soltó el tenedor y tendió la mano desnuda.

El tenedor de ella


un rayo


no volvió a salir.

Había sucedido lo que esperaba, pero estaba preparada. Guió al hombre hacia el dormitorio a oscuras, donde los espejos tenían hambre de luz y los mostraban como una muchedumbre de sombras. Quemó con su boca la boca del hombre, hundió su lengua en el calor turbio de su lengua. Luego lo llevó a la cama, lo hizo tenderse y, a horcajadas sobre él,


un rayo en el cristal


comenzó a desnudarse.

Pese a las tinieblas que lo rodeaban, Rulfo supo de inmediato que jamás había contemplado una anatomía semejante. Vio centellear el pequeño collar y un triángulo de anillas trémulas. La vio inclinarse con presteza elástica apartándose la espesa cabellera. Un espejo en el techo le derramó, entre flases de luz, el reflejo de una espalda de líneas suaves y la doble y maciza cúpula de unas nalgas prietas y perfectas. Sintió músculos ágiles rebulléndose sobre él, dedos largos convertidos en finas lenguas, una lengua como un dedo imprevisto y desarticulado. Percibió aquella lengua en lugares donde nunca había sentido una boca, ni siquiera


un rayo en el cristal, un fulgor


una luz.

No hubo sorpresas. O apenas una: el hombre no la golpeó.

Ella estaba preparada, sin embargo. Montada sobre él, las manos cruzadas sobre la cabeza (eso quería Patricio), hundiéndose y elevándose a un ritmo exacto, apartando el rostro para no mirarlo (eso quería Patricio), procurando que cualquier rincón de su cuerpo quedara accesible a los brazos del hombre, aguardaba el desagradable momento con la fortaleza de la costumbre. Pero no hubo golpes. Sin embargo, ella no se lo agradeció: los que no la golpeaban entonces eran peores.


Un rayo en el cristal, un fulgor blanco.

El estampido la despertó. Recordó lo ocurrido y se tranquilizó: todo había salido bien, y, por fortuna, su secreto no había sido descubierto. Ahora, el hombre se había quedado dormido y la tormenta proseguía.

Pero ella experimentaba la misma inquietud que había sentido en la casa de Lidia: aquella alarma, aquel agudo y punzante pavor que no la abandonaba.

Se incorporó. No vio nada raro en la oscuridad del dormitorio.

Afuera, los relámpagos desmenuzaban la noche.


Abrió los ojos. Estaba tendido boca arriba en una cama desconocida. Miró al techo.

El techo era ella. Su cuerpo desnudo se inclinaba sobre él. Hebras de pelo azabache le rozaron la mejilla. Debes irte ahora, le decía. Acariciaba su torso y le hablaba desde tan cerca que él no necesitó incorporarse para volver a probar su boca.

– Debes irte -repitió ella cuando separaron los labios.

No lo rechazaba, no le obligaba a nada, solo le rogaba. Pero en su petición destellaba una ansiedad que él quiso respetar.

– ¿Cuándo podré verte otra vez?

– Cuando quieras.

– Necesito verte -insistió Rulfo-. Necesitamos vernos.

– Sí.

Aún era de noche, pero la tormenta había cesado. Luego de asearse un poco, a tientas, en un minúsculo y gélido cuarto de baño, Rulfo regresó al dormitorio, coleccionó su ropa y se vistió. Ella lo guió de vuelta por el pasillo. Sus alientos derramaban vapor mientras caminaban y él volvió a preguntarse cómo podía soportar la muchacha la desnudez en aquella cueva. Le parecía obvio que también recibía clientes allí, a juzgar por los espejos, pero maldijo en silencio a quien le hubiese facilitado semejante tugurio para vivir. Aparte del comedor, una cocina casi incrustada en la pared y aquel dormitorio, el apartamento disponía de otra habitación, pero su puerta, que daba al pasillo, estaba cerrada. Poco antes de llegar a ella, la muchacha giró y volvió a besarlo. Siguieron besándose mientras caminaban. Al llegar a la entrada principal, ella se apartó.

– Iré hoy mismo a ver a ese amigo que te conté -dijo Rulfo-. Y ya hablaremos.

– Sí.

De pie en el umbral, las manos en los costados, las anillas de los pechos destellando con la respiración, la muchacha lo observaba en silencio.

Rulfo le pidió el teléfono. Hubo un rápido intercambio de números en un papel que ella anotó y dividió por la mitad. Cuando él dejó de verla y salió al patio, fue como si anocheciera en sus ojos. Se dio cuenta de que lloviznaba. Un desagradable hedor se alzaba desde la calle.

Al llegar a Lomontano y hurgar en los bolsillos de la chaqueta, comprobó que llevaba únicamente la foto y el papel: había olvidado la figura y el saquito de tela sobre la mesa del pequeño salón.


La muchacha no lo vio partir. Cerró la puerta al tiempo que los ojos, y permaneció un instante apoyada en la pared.

Se había ido. Por fin.

Nunca se hubiera atrevido a echarlo. Incluso el simple hecho de pedirle que se marchara le había costado un gran esfuerzo, porque no estaba acostumbrada a pedirle nada a nadie, salvo aquello que nunca le concedían. Pero se había ido. Todo había salido bien. Regresó al pasillo y se detuvo ante la puerta cerrada. La abrió.


Se presentó sin avisar. No le importaba que César no estuviera o (muy probable) no quisiera recibirlo. Simplemente, odiaba obtener la respuesta por teléfono. Subió en el estrepitoso ascensor de rejilla, llegó al último piso y llamó al timbre de la única puerta, donde un letrero anunciaba, entre volutas caligráficas, los nombres de César Sauceda Guerín y Susana Blasco Fernández.

Mientras aguardaba, valoró la posibilidad de que fuera Susana quien lo recibiera. Imaginó, al cabo de los años, posibles rostros, no descartó ninguna mirada (odio, tristeza, nostalgia). Luego concluyó que, probablemente, le atendería una criada.

Pero quien le abrió la puerta fue el diablo en persona, con su bata roja, un blazer negro debajo y aquellas grotescas gafitas de cristales azules a medio trayecto de la nariz.

César lo miró sin decir nada.

Mal preparado para la última de las posibilidades imaginables, Rulfo obedeció a su impulso.

– Hola, César. Quería verte.


César Sauceda era el diablo.

Un diablo menor, pero lo bastante maligno como para que sus clases de aburrida literatura siempre estuvieran atestadas. Rulfo lo había conocido cuando aún se dedicaba a capturar almas. El pacto diabólico se llamaba tesis doctoral, y Sauceda añadía cláusulas que atañían, sobre todo, a las alumnas más jóvenes. En verdad, era un hombre sin escrúpulos, pero lo que atrajo a Rulfo de su personalidad era el increíble contraste entre una fantasía inagotable y la gelidez de una mente racional. «Soy un poeta que ama la acción», solía definirse su ex profesor. A él lo definía a la inversa: «Eres un hombre de acción que ama la poesía». La mezcla no fue mal al principio: el impulso del joven estudiante contribuyó a que se conocieran, y la mesurada frialdad del profesor hizo que la amistad se mantuviera sin altibajos. Luego, paradójicamente, ambas características habían servido para agravar la distancia que Susana había impuesto entre ellos.

El ático, próximo a Velázquez, estaba dividido en dos pisos, siendo el superior un amplio dormitorio abuhardillado con hermosas vistas del Retiro. César lo llamaba «su» Retiro. La expresión era correcta, porque César había abandonado la enseñanza y se dedicaba a vivir rodeado de comodidades y de Susana. Como buen diablo (menor), siempre había tenido dinero y compañía femenina, y siempre había sabido cómo obtenerlos cuando escaseaban y utilizarlos cuando disponía de ambos. Años atrás había reunido a varios ex alumnos y fundado un círculo literario-artístico-orgiástico cuyas fiestas se habían hecho célebres durante determinada época en Madrid. Su «querido alumno Rulfo» había pertenecido a aquel círculo.

Todo eso había ocurrido antes de que Susana los distanciara.


– La mediocridad de este mundo es inconcebible, Salomón. La vida comienza a quedarme pequeña. Siempre lo he dicho: los roquedeños somos gente inquieta. ¿Qué podríamos hacer para volver a gozar…? ¿Recuerdas a esa chica…? ¿Cómo se llamaba…? ¿Pilar Rueda…? Se ha casado, ¿puedes creerlo…? Ahora se dedica a cultivar hijos. La vi hace poco. Lo último que esperaba de ella era el alcachofismo maternal, te lo juro. Le dije: «parece que has olvidado lo que hacías en mi casa, Pilar». Me contestó: «No se puede vivir de eso…». No, su respuesta exacta fue: «No puedo vivir haciendo eso». Porque lo que importa es vivir, claro. -Paladeó el vermut e hizo girar la copa mientras hablaba-. Quizá la solución resida en aniquilar los opuestos. Convertir lo carnal en el máximo goce del espíritu. ¿Sabes quién fue el hombre más sacrílego que conocí…? No sé si te he hablado de él alguna vez. Era un empresario francés que se creía heredero directo de Sade. Una de sus manías, a la hora de celebrar un banquete en casa, era usar hostias consagradas. Ordenaba robarlas. Hablo en serio, ¿no me crees?

– Te creo.

– Tenían que ser de verdad, no valían las imitaciones. Las colocaba en bandejas y las servía como canapés. Las había con paté de foie y anchoa, queso crema y caviar Beluga, trocitos de salmón y alcaparra… Los párrocos de los alrededores denunciaban los robos y la policía sospechaba la existencia de una secta satánica… ¡Una secta satánica…! Se moría de la risa, el cabrón. Espera, no acaba aquí la cosa. Un día le pregunté por qué lo hacía, por qué se comía las hostias así. ¿Sabes lo que me contestó?

– Ni idea.

– «Solas están fade, César.» ¡Ja, ja, ja! En realidad, el muy cabrón era un bromista. Pero de ateo, nada. «Tú no eres ateo», le dije una vez, «tú lo único que quieres es comerte a Dios untado de Diablitos Underwood…» Era un tipo genial. Pasábamos un buen rato discutiendo si el infierno era interminable o inagotable. Ambos coincidíamos en que, si es simplemente interminable, entonces es una tortura. Pero si es inagotable, ¿quién desearía que terminara alguna vez? Y concluíamos que es peor, mucho peor, agotarnos que morirnos. Añadíamos una coletilla a la premisa de Rabelais que luego hizo suya Aleister Crowley: «Haz lo que quieras, pero intenta variar». Buenas conversaciones, sí señor… -Cogió una servilleta de papel y comenzó a chamuscarla con el puro. Luego espantó los alambres de humo-. Ya no hay conversaciones, ni buenas ni malas… Ya no hay nada. Todo está contaminado de vulgaridad. La poesía sigue salvándome, al menos. Y espero que siga salvándote a ti.

– Sí, sigue salvándome.

Alguna vez César no había sido feo, sino un pequeño y delgado príncipe azul. «Pero besé a la princesa incorrecta», solía decir. Ahora era intensa e inmensamente feo, de ojos pequeños y grises bajo cejas puntiagudas como cuernecillos de serpiente cerasta, disperso cabello ceniza y bigote y perilla haciendo juego. Sobre su bulbosa nariz solía montar unas gafas metálicas de cristales azules que no hacían nada (todo lo contrario) por mejorar las cosas. Pero, cuando Rulfo le oía hablar, y sospechaba que así ocurría con todo el mundo, se olvidaba pronto de su aspecto. Su voz era hermosa y grave, con cierto matiz andaluz (roquedeño, diría él) y cierta labia -decía Susana- que los años no habían logrado desgastar.

– Me alegro de verte, Salomón, te lo juro, y Susana se alegrará también. Llegará enseguida, ha tenido que ir a… Por cierto, ¿por qué no te quedas a comer…? No me digas que no. Tenemos tanto de que hablar… Susana está magnífica, ya la verás… Claro que, a los treinta años, cualquiera… Algún día compondré una heroida en su honor. Ella va hacia arriba y yo hacia abajo. Yin y yang… ¿Y dónde trabajas ahora? Lo último que sé de ti es que dabas clases en un taller literario…

– Estoy en paro desde que acabó el verano.

– ¿Alguien como tú, en paro…? ¿Éste es el nuevo país que estamos construyendo…? Somos europeos a la hora de las responsabilidades, pero nuestro paro sigue siendo nacional. ¿Y no piensas hacer nada…?

– Lo cierto es que he tenido momentos peores.

– Te advierto que, si te encuentras bien, no hay nada mejor que no trabajar. Mírame a mí. Pero a tu edad aún es pronto para eso. Y a mi edad, demasiado tarde… Me he hecho viejo sin darme cuenta.

– No tienes aún sesenta años, César.

– Y qué, eso solo es una cifra. Soy viejo. Me siento viejo. Y Susana lo nota. -Hizo una pausa y bebió otro sorbo de vermut-. Debo confesarte que antes compartíamos más, ella y yo. Ahora casi nunca está en casa. Siempre tiene mucho que hacer con su teatro, y no la censuro: es joven, y todavía cree que hacer cosas no carece de sentido. Tampoco la censuré cuando… En fin, cuando ocurrió lo vuestro. Sí, debo decírtelo honestamente. Nunca entendí nuestro distanciamiento. Lo único que no entendí de lo que hicisteis fue que no me lo dijerais.

Rulfo sabía que el tema acabaría apareciendo, aunque no había anticipado la sencillez con que César era capaz de mencionarlo. No quería morder el anzuelo, pero, mientras lo pensaba, ya había abierto la boca para tragárselo.

– Decírtelo hubiera sido absurdo.

– Cualquier cosa es mejor que esperar a que el otro se entere por casualidad, ¿no? -objetó César sin asomo de irritación en su voz.

– No estábamos seguros de lo que sentíamos el uno por el otro. Sigo pensando que hicimos bien.

– Comprendo. Siempre has sido un rebelde. Desde la universidad.

– Y a ti te encantaba enseñar a los rebeldes.

– Pero tú eras un rebelde romántico, lo cual es peor. Ya que has venido a vernos, te confesaré algo: no me importaba tanto que te tiraras a Susana como ese romanticismo jabonoso con que la untabas a solas. Me parecía lógico que follarais. Hombre, yo te la había presentado, yo la había visto antes, por decirlo así, pero ella era una jovencísima actriz y tú un joven licenciado en filología. Ambos erais jóvenes y guapos. También tú, sí. Un íncubo, eres un jodido íncubo, en serio, mírate… Con esos rizos negros y esa barba a lo Che Guevara… Las chicas te ven y pierden la compostura, y lo comprendo. El defecto es tu bondad. No se puede tener esa cara y ser tan bueno como tú, Salomón. Pareces un pecador que hubiese decidido ser asceta. En el fondo, lo reconozco, siempre has sido más poeta que yo. Ambos amamos la poesía, pero la poesía solo te ama a ti… aunque se quede a vivir conmigo. Y no te lo tomes como un perverso juego de palabras.

– ¿Por qué no dejamos el tema en paz, César? No he venido a…

– ¿Crees que a Susana se la puede dejar en paz en algún momento? Si piensas así, mi querido alumno Rulfo, es que has cambiado mucho…

– ¿Qué es lo que quieres? ¿Que volvamos a pelearnos?

– No, no, no -lo tranquilizó César-. Perdona por haber sacado el tema. En realidad, solo quiero vivir. A veces me muero. Aunque no del todo, y eso es lo peor…


susana.


El ruido de la puerta de la calle hizo que César sonriera.


susana. allí


– Porque, ¿ves?… La vida sigue regresando a mi casa -añadió con una risita.


Susana. Allí.

Mirándolo.

– Bueno, ¿no vais a saludaros…? Mira qué cara ha puesto al verte, Salomón. Nunca pone esa cara con nadie, te lo juro… Ja, ja, ja…!

De almuerzo hubo gratinado de verduras, filetes de ternera muy finos, casi tostados, como le gustaban a César, servidos con roquefort, y frutas con queso gruyer. Todo de un catering, le explicaron, comían de catering desde hacía tiempo, ninguno de los dos tenía ganas de preparar nada, pero Rulfo no estaba muy convencido de que ocurriera así todos los días, porque los vio entregarse a los platos con ilusión inusitada. Brindaron con un vino francés cuyo nombre no le importó, aunque ambos aseguraron que lo habían descorchado por él. Ella tenía un dedo vendado, un accidente doméstico según dijo (él se preguntaba si seguía con su costumbre de morderse las uñas): aquel vendaje le golpeó los nudillos cuando entrechocaron las copas. La comida fue rápida y casi silenciosa, y Rulfo decidió que esperaría a la sobremesa para sacar el tema. Luego, Susana trajo fresas y se sentó en la alfombra, César ocupó su sofá predilecto y Rulfo eligió igualmente el suelo sabiendo que al anfitrión le complacería tenerlos a ambos a sus pies. El violonchelo de Max Reger irrumpió en los altavoces y varios melíferos centímetros cúbicos de Curvoisier fueron servidos en sendas copas, aunque Susana optó por Drambuie. Las fresas dejaban a veces un sello de lacre en su boca.

Había cambiado, y Rulfo podía comprobarlo ahora. Ella sí había cambiado. Se había teñido el pelo de un rubio más claro y ligeras arrugas encerraban su sonrisa entre paréntesis. Seguía siendo muy atractiva, desde luego, con aquellos pantalones esbeltos de firma y el jersey de cuello de tortuga bajo la leonada melena pajiza, pero, para Rulfo, ya pertenecía al pasado, y deseaba que el sentimiento fuera recíproco.

Al principio, la conversación giró en torno a un nuevo e inesperado proyecto de Susana: la producción de obras teatrales.

La producción de obras teatrales, Dios mío.

– No es que vaya a dejar la carrera de actriz, pero César me ha animado, y tiene razón… Hay que pensar a largo plazo. Y no creas, si te pones a ver, montar tu propia compañía no es tan difícil.

Ella y yo, dentro del coche, completamente borrachos, durante aquella escapada… Se desnudó y se puso las muñequeras que yo solía llevar cuando conducía…

– El problema de las pequeñas compañías es que casi nunca reciben subvenciones, y ahora menos.

– La cultura siempre ha repugnado a los gobiernos, Susana.

– Y que lo digas.

– Ahí tienes a nuestro amigo Salomón. Un profesor titulado que no encuentra trabajo.

– Increíble. -Ella mordió otra fresa.

Íbamos a reventar las normas. Íbamos a formar una secta. The Hellfire Club en Madrid, dijiste un día…

César se había ausentado. Un instante de asueto, había dicho, pero bastó para que el silencio los atrapara a ambos. Susana se golpeaba la naricita con el dedo vendado al llevarse el cigarrillo a los labios. Expulsó las palabras con el humo.

– Para el tiempo que hace que no nos vemos, no estás muy hablador, Salomón.

– Me ha sorprendido tu nueva personalidad de empresaria.

La vio encajar el golpe con sonrisa misteriosa, como de «yo sé lo que tú sabes y tú sabes lo que yo sé». Y percibió otro detalle de su fisonomía que también había cambiado: la hendidura de su mentón se había hecho más pronunciada. Mientras la contemplaba, una nube con imágenes tórridas del cuerpo de Raquel bajo los relámpagos desfiló por su mente.

– Todos cambiamos. Tú, por ejemplo, decidiste cortar por lo sano y no volver a vernos…

– No he vivido feliz desde entonces.

– Me dijeron que sí. Tenías novia, ¿no?

– Lo dejamos. -Ni Susana ni César conocían lo ocurrido con Beatriz, y pensó que no era momento de contarlo-. Vendí el piso. Ahora vivo en otro más pequeño.

– Eso sí lo sabía. -Susana no perdió su sonrisa de secreto compartido-. Las cosas terminan dejándose. Pilar se ha casado, ¿te lo ha dicho César…? Y David y Álvaro trabajan para el gobierno. Miras hacia atrás y te das cuenta de que ya nada es como antes. Ya no suceden cosas sorprendentes. Quizá eso sea sinónimo de envejecer… No me estás escuchando… ¿Qué piensas?

– Al contrario, te escuchaba -replicó Rulfo-. Y me han sucedido cosas sorprendentes.

– ¿Podemos saberlas?

– He venido a contároslas.

César regresaba con una bandeja de café.

– Lo hubiese podido preparar yo -dijo Susana en un tono excesivamente quejoso.

– Oh, ¿cómo iba a privarte del placer de hablar un rato con nuestro invitado a solas…? Si alguien quiere azúcar o leche, que se sirva. Y ahora, ¿qué es eso que tienes que contarnos, querido alumno Rulfo?

Rulfo sacó ambos objetos y le pasó a César el papel.

– Después te diré dónde y cómo encontré esto. Primero dime si te suena de algo.

Su ex profesor meneaba la cabeza sin responder, pero cuando Rulfo le entregó la fotografía, su expresión mudó por completo. Permaneció largo rato contemplándola, luego retornó al papel y por último alzó la vista y miró a Rulfo como buscando alguna clase de explicación, o de ayuda. Rulfo advirtió en su semblante una emoción, que jamás hubiese podido sospechar que alguna vez contemplaría en un hombre como aquél.

César Sauceda tenía miedo.

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