I. EL SUEÑO

La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la otra mujer. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior.

Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima.

Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se adornaba de bustos clásicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare…, silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos como cabezas decapitadas. Llegó al final del corredor y cruzó una antecámara mágicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abrió una puerta de doble hoja junto al acuario, y, con una linterna, convocó las formas de una lámpara de araña, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una figura imprecisa. El brusco tirón de las sábanas la despertó.

Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatomía delgada, casi frágil. Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeños senos apuntaron hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.

No hubo intercambio de palabras, apenas hubo sonidos.

Simplemente, el hombre


no


se abalanzó sobre ella.


no quiero


La noche proseguía afuera: había búhos que observaban con ojos como discos de oro y sombras de felinos en las ramas. Las estrellas formaban un dibujo misterioso. El silencio era una presencia terrible, como la de un dios vengador.

En el dormitorio, todo había terminado. Las paredes y la cama se habían teñido de rojo y el cuerpo de la mujer yacía disperso sobre las sábanas. Su cabeza separada del tronco se apoyaba en una mejilla. Del cuello sobresalían cosas semejantes a plantas marchitas emergiendo de un búcaro.

Silencio. Paso del tiempo.

Entonces sucede algo.

Lenta pero perceptiblemente, la cabeza de la mujer comienza a moverse,


no quiero soñar


gira hasta quedar boca arriba, se incorpora con torpes sacudidas y se apoya en el cuello cortado. Sus ojos se abren de par en par


no quiero soñar más y habla.


– No quiero soñar más.

El médico, un hombre corpulento de cabellos y barba sorprendentemente blancos, frunció el ceño.

– Los somníferos no van a ayudarle a no soñar -advirtió.

Hubo una pausa. El bolígrafo planeaba sobre la receta sin posarse. Los ojos del médico observaban a Rulfo.

– ¿Dice que siempre es la misma pesadilla?… ¿Quiere contármela?

– Contada no es igual.

– Pruebe, de todas formas.

Rulfo desvió la vista y se removió en el asiento.

– Es muy complicada. No sabría.

En la consulta no se escuchaba el menor ruido. La enfermera dirigió sus parpadeantes ojos negros hacia el médico, pero éste seguía observando a Rulfo.

– ¿Desde cuándo lleva soñando lo mismo?

– Desde hace dos semanas, no todas las noches, pero sí la mayoría.

– ¿En relación con algo que usted sepa?

– No.

– ¿Nunca había tenido sueños así?

– Nunca.

Leve rumor de papeles.

– «Salomón Rulfo», un nombre curioso…

– La culpa es de mis padres -replicó Rulfo sin sonreír.

– Ya imagino. -El médico sí sonrió. Su sonrisa era amplia y afable, como su rostro-. «Treinta y cinco años.» Muy joven todavía… «Soltero…» ¿Cómo es su vida, señor Rulfo? Quiero decir, ¿en qué trabaja?

– Estoy en paro desde finales del verano. Soy profesor de literatura.

– ¿Cree que le está afectando mucho esa situación?

– No.

– ¿Tiene amigos?

– Algunos.

– ¿Amigas? ¿Novia?

– No.

– ¿Es feliz?

– Sí.

Hubo una pausa. El médico dejó el bolígrafo a un lado y se frotó el rostro con las manos. Tenía unas manos grandes y gruesas. Luego retornó a los papeles y reflexionó. Aquel tipo contestaba como una máquina, como si nada le importara. Quizá estuviera ocultando algo, quizá aquellos sueños se relacionaran con un suceso que no deseaba recordar, pero lo cierto era que solo se trataba de pesadillas. Él atendía diariamente a enfermos con problemas mucho más graves que unos cuantos sueños desagradables. Decidió darle un par de consejos y acabar cuanto antes.

– Escuche, las pesadillas no tienen demasiada trascendencia clínica, pero son la prueba de que algo no marcha bien en nuestro organismo… o en nuestra vida. Un somnífero es un parche inútil, se lo aseguro, no va a impedirle soñar. Procure beber menos, no acostarse recién comido y…

– ¿Me va a dar los somníferos? -interrumpió Rulfo con suavidad, pero su tono revelaba impaciencia.

– No es usted un hombre muy locuaz -dijo el médico tras una pausa.

Rulfo sostuvo su mirada. Por un momento fue como si uno de los dos quisiera añadir algo, compartir algo con el otro. Pero un segundo después los ojos retornaron al suelo o a los papeles del escritorio. El bolígrafo descendió y se deslizó por la receta.


El prospecto aconsejaba una sola píldora antes de acostarse. Rulfo ingirió dos, ayudándose de un vaso de agua que rellenó en el lavabo del cuarto de baño. Desde el espejo le observaba un hombre no muy alto pero sí robusto, de cabellos y barba ensortijados y negros y dulces ojos castaños. Salomón Rulfo gustaba a las mujeres. Su atractivo sobrevivía intacto a su descuido personal. Debido a ello, la imaginación de las dos o tres ancianas solitarias del destartalado edificio donde vivía ardía inventándole un turbio pasado. ¿De dónde había salido aquel joven que no hablaba con nadie y casi siempre apestaba a alcohol? Sabían su nombre (Salomón, madre mía, el pobre), que cogía unas borracheras preocupantes, que andaba con putas de vez en cuando, que había comprado al contado el pequeño apartamento del tercero izquierda casi dos años atrás y que vivía solo. Pese a todo, preferían su presencia a la de los inmigrantes que ocupaban el resto de pisos de aquel bloque de Lomontano, una callejuela angosta y desordenada cerca de Santa María Soledad, en el centro de Madrid. Las más pesimistas pronosticaban, sin embargo, que el «barbudo» les daría un susto tarde o temprano. Y agregaban, inclinadas sobre los oídos de las otras: «Tiene aspecto de delincuente». «Estoy segura de que es buena persona», lo defendía la portera, sin poner objeciones a la opinión sobre su aspecto.

Rulfo salió del baño y efectuó una parada en el comedor para liquidar los residuos de una botella de orujo, regalo prehistórico de cumpleaños de su hermana Luisa. Se dijo que debía acordarse de comprar whisky al día siguiente. Era un gasto que no podía permitirse, pero, después de la poesía y el tabaco, el whisky era una de las cosas que más necesitaba en este mundo. Luego se dirigió al dormitorio, se desvistió y se metió en la cama.

Estaba solo, como siempre, en medio de la noche. Su soledad nunca era fácil, pero ahora, además, le atemorizaba aquella pesadilla. Ignoraba qué podía significar, y su mecánica repetición había llegado a agobiarlo. Estaba seguro de que se trataba de una quimera, una fantasía emergida del pantano de su subconsciente, pero retornaba de forma casi inevitable, noche tras noche, desde hacía dos semanas. ¿Relacionada con algo? Relacionada con nada, doctor. O con todo. Depende.

Su vida era propicia para los malos sueños, pero lo más grave, lo decisivo, había ocurrido hacía dos años. Resultaba absurdo suponer que ahora empezaba a pagar la factura de aquella remota tragedia. Esa tarde, en el ambulatorio de Chamberí, había sentido la tentación (ignoraba por qué) de confiar por primera vez en alguien y confesárselo todo a aquel médico. Por supuesto, no lo había hecho. Ni siquiera había querido contarle la pesadilla. Pensó que así evitaría molestas preguntas y, quién sabe, hasta la posibilidad de recibir una papeleta gratis para el manicomio. Sabía que no estaba loco. Lo único que necesitaba era dejar de soñar. Prefería confiar en las píldoras.

Encendió la luz de la mesilla de noche, se levantó y decidió leer algo sublime mientras aguardaba a que la oleada hipnótica lo cubriera como una suave y tibia marea. Examinó las estanterías del dormitorio. Tenía estanterías repletas en el comedor y el dormitorio. Había libros apilados junto al ordenador portátil, incluso en la cocina. Leía en todas partes y a todas horas, pero solo poesía. Las ancianas de Lomontano jamás habrían sospechado una afición así en aquel hombre, pero lo cierto era que procedía de la más temprana juventud de Rulfo y se había acrecentado con los años. Había estudiado filología y, en sus buenos tiempos (¿cuándo habían sido?), había enseñado historia de la poesía en la universidad. Ahora, nadando en la soledad, con su padre muerto, su madre condenada a vejez perpetua en una residencia y sus tres hermanas dispersas por el mundo, la poesía constituía su única tabla de salvación. Se aferraba a ella a ciegas, sin importarle el autor, ni siquiera el idioma. No le resultaba preciso entenderla: gozaba con el simple ritmo de los versos y el sonido de las palabras, aunque fueran extrañas.

Geórgicas. Virgilio. Edición bilingüe. Sí, aquí estaba. Extrajo el libro del montón que había cerca del ordenador, regresó a la cama, abrió el volumen al azar y dirigió los ojos al flujo torrencial de palabras latinas. Aún se encontraba muy desvelado: sospechaba que la inquietud no le dejaría conciliar fácilmente el sueño, pese a la ayuda farmacéutica. Pero deseó que el médico estuviera equivocado y las pastillas evitaran que aquel absurdo terror volviera a repetirse.

Siguió leyendo. Afuera, el tráfico enmudeció.

Los ojos se le cerraban cuando escuchó el ruido.

Había sido breve. Provenía del cuarto de baño. No pasaba mucho tiempo sin que algo nuevo -una repisa, un anaquel- se desprendiera de su sitio en aquel miserable apartamento.

Resopló, dejó el libro en la cama, se levantó y caminó despacio hacia el baño. La puerta estaba abierta y su interior a oscuras. Entró y encendió la luz. No descubrió nada fuera de lugar. El lavabo, el espejo, la jabonera con el jabón, el retrete, el cuadrito con los arlequines ejecutando una campanela, la repisa metálica, todo se encontraba igual.

Excepto las cortinas.

Eran opacas, de pésima calidad, y estaban adornadas de un vistoso artificio de flores rojas. Las mismas de siempre. Sin embargo, creía recordar que se hallaban descorridas cuando había salido del baño la última vez. Pero ahora estaban cerradas.

Se intrigó. Pensó que quizá su memoria le engañaba. Era posible que, antes de salir del baño, las hubiese corrido, aunque no entendía bien por qué tendría que haberlo hecho. En cualquier caso, albergaba la sospecha de que el ruido había sido provocado por algo que había caído a la bañera después de rebotar en ellas. Supuso que sería el frasco de gel, y tendió la mano para descorrerlas y comprobarlo. Pero de pronto se detuvo.

Un miedo inexplicable, casi inexistente, casi virtual, congeló su estómago y levantó como pequeñas empalizadas los vellos de su piel. Comprendió que se había puesto nervioso sin ningún motivo real.

Es absurdo, ahora no estoy soñando. Estoy despierto, ésta es mi casa, y detrás de esas cortinas no hay nada, solo la bañera.

Reanudó el gesto sabiendo que las cosas seguían como antes; que encontraría, quizá, un objeto caído, puede que el frasco de gel, y que, tras verificarlo, regresaría al dormitorio y los somníferos le harían efecto y lograría descansar toda la noche hasta el amanecer. Descorrió las cortinas con absoluta tranquilidad.

No había nada.

El frasco de gel seguía en su sitio sobre la repisa, junto al champú. Ambos botes llevaban meses allí: Rulfo no exageraba, precisamente, en lo tocante a su higiene personal. Pero lo cierto era que nada se había caído. Supuso que el ruido se había originado en otro apartamento.

Se encogió de hombros, apagó la luz del baño y regresó al dormitorio. Sobre su cama se hallaba el cuerpo desmembrado de la mujer muerta, la cabeza cortada apoyada en los pechos contemplándolo con ojos lechosos, el cabello endrino y húmedo como el plumaje de un págalo y una lombriz de sangre huyendo de las comisuras de sus labios yertos.

– Ayúdame. El acuario… El acuario…

Rulfo dio un salto hacia atrás, rígido de terror, y se golpeó el codo con la pared.


un grito


No soñaba: estaba bien despierto, aquél era su dormitorio y el golpe en el codo le había dolido. Probó a cerrar los ojos


un grito. oscuridad


y volver a abrirlos, pero el cadáver de la mujer seguía allí (ayúdame), hablándole desde la carnicería de su cuerpo destrozado (el acuario) sobre las sábanas.


Un grito. Oscuridad.

Despertó bañado en sudor. Se encontraba en el suelo, junto con la mayor parte de las sábanas. Al caer de la cama se había golpeado el codo. Aún aferraba el libro arrugado de Virgilio.


– Ahora es peor.

– Pues esta vez no habrá más somníferos, de modo que, si quiere marcharse, hágalo -afirmó el doctor Eugenio Ballesteros, enfático. Pero su expresión no revelaba disgusto sino, más bien, cierta beatitud-. No obstante, si se decide a contármela de una vez, quizá…

Ballesteros era alto y corpulento, de anchos hombros, ostensible cabeza con una caperuza de cabellos blancos y una barbita un tono más grisácea. No estaba irritado con Rulfo, pese a que éste se había presentado de nuevo la tarde siguiente, por sorpresa, sin cita previa, al término de la consulta. El turno de Ballesteros era el último de su especialidad y el ambulatorio cerraba poco después. De hecho, le había indicado a su enfermera que se marchase. Pero él no tenía prisa. Deseaba charlar un rato con aquel tipo que tanto le intrigaba.

Rulfo le contó el sueño detalladamente: la casa con el peristilo de columnas blancas, el hombre que cruzaba el jardín y entraba en ella, la muerte de las mujeres de la planta baja -quizá las criadas-, el crimen brutal de la mujer de la planta superior con la horrible escena final de la cabeza moviéndose y hablando.

– Pero anoche soñé que la veía en mi propio apartamento, muerta, en la cama. Y sigue diciéndome lo mismo, que la ayude. Y siempre menciona el acuario. Sé que se refiere al acuario de luz verde que veo en la antecámara de la casa, el que se encuentra sobre el pedestal de madera… -Los dientes de Rulfo mordieron un padrastro de su dedo pulgar-. Eso es todo. ¿No quería conocer mi pesadilla…? Pues ya la conoce. Ahora, ayúdeme. Necesito algo más fuerte que me haga dormir toda la noche.

Ballesteros lo miraba fijamente.

– ¿Había estado alguna vez en una casa así…? ¿Había visto antes a ese hombre? ¿Y a esa mujer? -Rulfo negaba-. ¿Lo relaciona con algo que le haya ocurrido a alguien que usted conozca…?

– No.

– Salomón -dijo Ballesteros al cabo de un breve silencio. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de pila, y Rulfo, extrañado, le miró-. Le seré franco. No soy psiquiatra ni psicólogo sino médico de familia. Para mí, resolver su problema sería fácil: un volante para el especialista, con la consabida espera hasta la primera cita, o un hipnótico más fuerte, y santas pascuas. Problema resuelto. Veo demasiados pacientes en mi consulta, y no tengo tiempo para pesadillas. Pero déjeme decirle una cosa: el cuerpo humano tampoco pierde tiempo. Todo síntoma tiene su motivo, su porqué. Incluso las pesadillas son necesarias para que la máquina funcione. -Sonrió y cambió de tono-. ¿Sabe lo que me decía un colega sobre ellas…? Que son las ventosidades del cerebro. Los pedos de la mente, vamos, y perdone la vulgaridad. Residuos de una especie de indigestión. Pero carecen de importancia Gracias a ellas arrojamos fuera lo que nos sobra… Por ejemplo: dice usted que no ha visto nunca esa casa de columnas blancas, o a esa mujer, y yo le creo, pero puede ser que se equivoque. Quizá las haya visto en algún sitio, y ahora su cerebro las recuerda. Y luego está el acuario. ¿Tuvo usted un acuario alguna vez?

– No. Nunca.

Rulfo bajó los ojos y quedó un instante pensativo. Ballesteros aprovechó para echar un vistazo a su reloj. Tenía que irse ya, el ambulatorio iba a cerrar. Pero decidió aguardar un poco más. A fin de cuentas, ¿quién le esperaba en casa? Por otra parte, aquel paciente seguía interesándole. El hecho de que estuviera allí y accediera a hablar, tan reservado y lacónico como parecía ser, probaba, según él, su urgente necesidad de confiar en alguien. Pensó que la única ayuda que podía ofrecerle era aquella conversación.

– Me dijo ayer que vivía solo y no tenía muchos amigos… ¿Sale con alguna chica?

– En realidad -dijo Rulfo repentinamente-, he venido a por un somnífero más fuerte. No voy a hacerle perder más tiempo. Buenas tardes.

La muela cariada, reconoció Ballesteros. Vio a Rulfo incorporarse en el asiento y, de improviso, sintió algo incomprensible. Tuvo la súbita certeza de que no podía dejarle marchar, de que, si aquel paciente se iba, ambos, el paciente y él, estarían perdidos. Ballesteros tenía cincuenta y cuatro años y ya sabía que existen momentos en que todo depende de una palabra pronunciada a tiempo. Ignoraba la razón de tan extraña cualidad de la vida, porque no siempre la palabra salvadora era la más acertada o lógica, pero así era. Decidió arriesgarse.

Rulfo alargaba la mano hacia un libro que había dejado sobre la mesa, pero el médico lo cogió antes y empezó a hablar.

Antología poética, de Cernuda… Caramba. ¿Le gusta la poesía?

– Mucho.

– ¿Es usted poeta?

– He escrito algo, pero soy profesor, se lo dije ayer.

– Hombre, si ha escrito poesía, también es poeta, ¿no? -Rulfo hizo un gesto vago y Ballesteros siguió adelante-. Uf, reconozco que soy incapaz de leer esto. La verdad es que es raro encontrar a alguien que lea poesía por costumbre, ¿no cree…? Dígame la verdad, ¿quién lee poesía hoy día…? Bueno, a mi mujer sí que le gustaba. No mucho, pero, desde luego, más que a mí…

Hablaba mientras hojeaba el libro, como si no se dirigiera a Rulfo. Con el rabillo del ojo, sin embargo, percibía que éste seguía inmóvil. Ignoraba si le escuchaba o no, pero ya no le importaba: había abierto la puerta para que aquel tipo se asomase un poco a su interior, y si rechazaba la invitación era cosa suya. Siguió hablando como si estuviera a solas.

– Soy viudo. Mi esposa se llamaba Julia Fresneda. Murió hace cuatro años en un accidente de automóvil. Yo conducía y resulté ileso, pero la vi morir. Llevábamos casi treinta años de feliz matrimonio y tres hijos, que son ya mayores e independientes. Lo nuestro no fue una pasión desbordada, poética, valga la expresión, sino una alegría tranquila y segura, como saber que el sol va a salir mañana. Desde que murió, tengo pesadillas esporádicas. Pero, observe esto, jamás se me aparece ella. A veces son pájaros que quieren dejarme ciego, otras son estrellas que se vuelven ojos de monstruos… Nunca es Julia. Ella no me daría miedo jamás, pobrecita. Pero fue su muerte la que me provocó estos sueños. Créame, son pedos mentales. Carecen de importancia -agregó, pese a lo cual parecía muy afectado.

Hubo un silencio. Rulfo había vuelto a sentarse. Ballesteros alzó los ojos del libro y lo miró.

– Usted tiene también algo. Lo sé, se le nota… Ayer, cuando lo vi por primera vez, supe que usted, igual que yo… En fin, perdone si me equivoco… Supe que usted también soporta el peso de un recuerdo malo… No pretendo que me lo cuente, solo deseo decirle que las pesadillas pueden venir de eso. Y le aseguro que no importa cuánto tiempo haya pasado: las tragedias siempre son jóvenes.

De pronto el mundo comenzó a licuarse para Rulfo: la figura de Ballesteros, la mesa, el flexo de luz, la camilla, el aparato de tomar la tensión,


llovía


el diagrama del cuerpo humano colgado en la pared. Todo se hizo oscuro y fluvial. Sintió la cara ardiendo y un escozor rojo en la garganta. No lograba entender qué le sucedía. Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba hablando.

– Se llamaba Beatriz Dagger. Dagger, con dos ges. Nos conocimos hace cuatro años.


llovía pertinazmente


Ella murió hace dos…


Llovía pertinazmente.

Sin embargo, Rulfo podía ver un remoto brillo de estrellas desde la amplia ventana del dormitorio, incluso a través de los orificios del agua. Beatriz le había dicho algo acerca de la coincidencia de la lluvia y las estrellas que ahora él no lograba recordar. ¿Traía buena suerte o mala? Lo que sí recordaba muy bien era el beso que había depositado en su frente antes de marcharse: tibio en comparación con su fiebre, casi maternal. Y sus palabras: «Estás pachucho», le había dicho, había empleado aquel término. Le convenía cuidarse hasta que ella regresara, lo cual sucedería muy pronto. Tenía que ir a París a revisar unos cuantos «pesados tomos» sobre el tema de su tesis, algo relacionado con la evolución de la respuesta ansiosa ante diversos estímulos. Se trataba de un viaje sin importancia, no más de tres días. Él ya la había acompañado a Lovaina el mes anterior, y a Florencia. Siempre buscaban la forma de no separarse. Pero aquel día de noviembre Rulfo había cogido un fuerte resfriado y Beatriz hizo un mohín de disgusto cuando, pese a todo, él insistió en ir.

– De eso nada. Estás pachucho. Te quedas en casita. Vendré enseguida para cuidarte.

Aquélla era casi la primera noche -que él recordara, y no creía equivocarse- que no pasaban juntos desde que se habían conocido. Y de repente, al pensar esto, cayó en la cuenta de la fecha y lamentó no haberlo sabido antes: casi sintió la tentación de llamarla a París para decírselo, pese a que ya era bastante tarde y no quería despertarla.

Ese día se cumplían dos años justos desde que se habían visto por primera vez.

Fue durante una fiesta que él dio para celebrar el estreno de su piso de Argüelles. Vinieron casi todos sus amigos y numerosos conocidos, así como su hermana Emma, que vivía en Barcelona con un joven pintor y se hallaba de paso por Madrid. Rulfo estaba contento de recibir a tanta gente en su nueva casa, aunque la ausencia de su amiga Susana Blasco resultara dolorosamente notable; pero Susana ya vivía con César, y Rulfo había dejado de verla hacía meses. Pese a todo, se hallaba de buen humor, abierto a cualquier posibilidad. No sospechaba la clase de posibilidad que estaba a punto de encontrar.

Después se reían juntos (esa risa de copa de cristal de ella, que parecía derramarse de sus labios) recordando que la culpa la había tenido Cupido. En el flamante salón de su apartamento había algunas esculturas, y una de ellas, de pie sobre una estantería, era un pequeño Cupido de arco tenso y saeta apuntando al aire, regalo de Emma, tan aficionada al arte clásico. Por alguna razón, Rulfo, que había estado ejerciendo hasta entonces de anfitrión satisfecho, se detuvo un instante a admirar aquella pieza, y, sin querer, siguió la dirección señalada por la flecha. Descubrió una línea exacta y franqueable, un pasillo vacío entre los invitados que finalizaba en una persona de espaldas. El Cupido apuntaba hacia ella. Era una muchacha alta, de chaqueta beige, con el cabello castaño oscuro atado en una coleta y un vaso en la mano. Contemplaba abstraída su colección de libros de poesía.

Lo primero que le llamó la atención fue que no lograba recordar quién era, ni siquiera si la conocía o no. Intrigado, se acercó. Simultáneamente, ella se dio la vuelta. Quedaron mirándose sonrientes y él se presentó primero.

– No nos conocemos -le dijo Beatriz con la voz que después oiría tantas veces y poblaría todos sus silencios-. Acabo de llegar. Soy la amiga de una amiga de uno de tus amigos… Me hablaron de esta fiesta y decidí acompañarles. ¿Te importa?

A él no le importó. Ella tenía veintidós años, era hija de padre alemán y madre española y carecía de otra familia. Había estudiado psicología en Madrid y en aquellos días comenzaba a preparar su tesis doctoral. Enseguida descubrieron que coincidían en muchas cosas, incluyendo la pasión por la poesía. Dos meses después, ella dejaba su pequeño apartamento de estudiante, que compartía con una amiga, y comenzaba a vivir con él. Le leyó una carta que había escrito a sus padres, que residían en Alemania, anunciándoles que había conocido «al mejor hombre del mundo». A partir de entonces la felicidad había gobernado la vida de ambos.

Estaba recordando aquel Cupido cuando sonó el teléfono. Se sobresaltó. La fiebre le había subido. En la ventana había dejado de llover y las estrellas habían desaparecido.

El teléfono sonaba.

De algún modo, comprendió que ese teléfono estaba a punto de cambiar su vida por completo.

Descolgó con mano temblorosa.


– Sus padres le habían facilitado mi número y pedido que me diera la noticia. Era un tipo de la embajada española en París. Me dijo que todo había sucedido muy rápido. -Alzó los ojos y miró al médico-. Se resbaló en la bañera de la habitación del hotel, se golpeó la cabeza y quedó inconsciente… La bañera estaba llena y murió ahogada. Una muerte romántica, ¿eh?

– Todas las muertes son vulgares -replicó Ballesteros sin inmutarse con el sarcasmo-. Lo romántico es seguir vivos. Pero ¿ha notado los detalles? La bañera, el acuario…

– Sí. Acabo de recordar que anoche soñé que oía ruidos en la bañera antes de ver a esa mujer muerta.

– ¿Comprende ahora lo que le dije cuando le hablé de «residuos» de la mente? La bañera y el acuario son la misma cosa: lugares llenos de agua. Estamos a mediados de octubre, el mes próximo van a cumplirse dos años exactos de la muerte de esa chica, y su cerebro ya ha empezado a celebrar por su cuenta el aniversario. Pero no permita que eso le perjudique. Usted no tuvo la culpa de lo que sucedió, aunque sé que no me cree. Ése es el primer demonio que debemos expulsar: no somos culpables. -Abrió sus grandes manos abarcando un invisible espacio de aire-. Se han ido, Salomón, eso es todo lo que sabemos. Nuestro deber es decirles adiós y seguir caminando.

Tras un instante de silencio, Rulfo percibió por primera vez la humedad que cruzaba sus mejillas. Se secó con la manga de la chaqueta y se levantó.

– De acuerdo. No volveré a molestarle.

– Se le olvida el libro -advirtió Ballesteros-. Y venga a verme cuando quiera. No es ninguna molestia.

Se dieron la mano y Rulfo salió de la consulta sin hablar más.


Incluso antes de llegar a su apartamento de Lomontano descubrió que se sentía mas lúcido que nunca. Quizá todo lo que necesitaba era hablar con alguien como había hecho con Ballesteros. Desde la muerte de Beatriz, su soledad había ido en aumento: había abandonado el trabajo de profesor, vendido el piso de Argüelles y roto el contacto con sus amigos de siempre. Solo César y Susana lo llamaban de vez en cuando, pero, naturalmente, después de todo lo sucedido entre ellos, era impensable reanudar una amistad.

Se han ido. Nuestro deber es decirles adiós y seguir caminando.

Las decisiones impulsivas formaban parte de su carácter. En aquel momento se propuso encontrar un trabajo estable. Hasta entonces, una invencible desidia le había impedido afrontar el problema con la energía apropiada. Sin embargo, estaba seguro de que, si se lo proponía, podría terminar hallando un empleo adecuado a sus capacidades. El dinero de la pequeña herencia de su padre estaba evaporándose y ya no le quedaba nada de la venta del piso. Por otra parte, la mera idea de que sus hermanas le prestaran le resultaba repelente. Era necesario moverse, pero hasta ese día no había encontrado fuerzas para hacerlo. Ahora sentía un ímpetu renovado.

Se han ido, eso es todo lo que sabemos.

Pasó el resto de la tarde perfilando su currículo en el ordenador y elaboró varias copias. Luego quiso hacer algunas llamadas telefónicas, pero miró la hora y decidió dejarlas para el día siguiente. Se dio una ducha, calentó una tortilla de la que apenas había probado bocado aquella mañana y la devoró con apetito. Se acostó y encendió el televisor. Optó por no tomar los somníferos que aún le quedaban: se dormiría con la televisión, y, si la pesadilla regresaba, la soportaría. Ya comprendía claramente su origen, y no le preocupaba tanto.

Manipuló el mando a distancia hasta dar con una película. Al principio le pareció entretenida, pero luego se aburrió y le quitó el sonido. Se durmió durante una escena en la cual el protagonista avanzaba por un bosque de enebros estriado por la luna. No supo qué hora era cuando despertó, pero aún era de noche. La película había terminado y la televisión seguía ofreciendo imágenes silenciosas: una especie de debate con personas sentadas en círculo. Cayó en la cuenta de que el sueño no había vuelto a repetirse y lo interpretó como un regreso aparente a la normalidad. Giró para ver la hora en el reloj, y en ese instante sus ojos se detuvieron en la pantalla del televisor.

La imagen había cambiado. Ya no aparecían personas sentadas sino un paisaje nocturno con tipos en uniforme de policía yendo y viniendo y una locutora hablando frente a un micrófono.

Y, al fondo, una casa con un peristilo de columnas blancas.

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