XIII. LA DAMA NÚMERO TRECE

Por un momento no supo dónde se encontraba. Comprendió que se había quedado dormido, incluso había tenido un sueño. Había soñado con Beatriz. Estaban juntos en una playa, bajo una desordenada colección de nubes. Entonces ella se alejaba lentamente en dirección al mar y él la seguía, pero, al adentrarse en las aguas, descubría su cuerpo ahogado y azul como un alga arrancada del fondo, mecido por olas transparentes.

La tristeza que le acometió al despertar era mucho más oscura que las tinieblas que lo rodeaban. De repente recordó dónde estaba y qué era lo que tenía que hacer. Se hallaba sentado sobre la tapa de un retrete y le dolía la espalda. Los bolsillos de su chaqueta repiqueteaban con el peso de las herramientas que había traído. Echó un vistazo a la hora: 23.42, se levantó, flexionó los músculos e intentó percibir algún ruido extraño. No se oía nada. Sigilosamente, abrió la puerta.

El cuarto de aseo se encontraba a oscuras. Antes de avanzar, hurgó en uno de los bolsillos y palpó la pequeña linterna que Ballesteros le había proporcionado, pero no deseaba encenderla aún.

Se asomó a la negra quietud. Había olvidado en qué dirección se hallaba la sala de espera. Todo estaba tan silencioso y desierto que le confundía. Decidió arriesgarse a usar la linterna.

Aquel suave camino de oro le permitió definir la situación de las cosas.


La biblioteca parecía inacabable. Después de despejar las columnas de libros junto al ordenador, la muchacha encontró un altillo, subió a una silla y lo registró.

Ballesteros miró la hora: 23.40. Le ponía nervioso pensar en lo que podía estar ocurriendo. Suponía que Rulfo aún no había descubierto nada, ya que había prometido telefonear si realizaba algún hallazgo importante. Pero también cabía pensar que lo hubieran descubierto a él. Sonrió: sería gracioso que las brujas no los mataran y, en cambio, la policía los arrestara por complicidad en un allanamiento de morada. Para distraerse, decidió hablar con Raquel.

– Dijiste antes que los poetas son peligrosos. Pero a Shakespeare, por ejemplo, se le recita con frecuencia en todos los teatros del mundo y no sucede nada…

La muchacha, que había sacado varios libros y estaba examinándolos, se volvió hacia Ballesteros. El médico reprimió un escalofrío. Dios mío, qué hermosa es.

Aquella mañana la había visto desnuda. Le había dejado su cama para que descansara, ya que la habitación de su hija continuaba sucia de sangre, y él se había recostado en el sofá, pero, al levantarse a mediodía, necesitó entrar en el dormitorio a coger algo de ropa. Abrió la puerta y una línea de luz trepó por una colcha color crema, unos pies descalzos, la doble esfera de unas nalgas, una mano flexionada y una almohada de cabellos negros. La muchacha reposaba con la mano izquierda bajo la mejilla y la derecha un poco desplomada sobre la cadera. Sus senos se movían como nubes con la suavidad de la respiración. El rostro de Ballesteros ardía. No había imaginado que ella dormiría sin ropa. Le parecía despreciable mirar, pero no pudo evitarlo. Jamás había visto, ni sospechado, una mujer tan bella. Desnuda no se asemejaba a nada concreto que él hubiese conocido antes, aunque solo fuera a través de una pantalla. Era una criatura extraña, sobrenatural. Una bruja, quizá. Permaneció mirándola un rato y sintió pánico al imaginarla despertando de improviso y percatándose de su escrutinio. Cogió la ropa que necesitaba y salió apresuradamente.

Aquel súbito recuerdo le hizo tragar saliva mientras, subida a la silla, ella le contestaba.

– Un actor no sabe recitar un verso de poder. De todas formas, siempre sucede algo, aunque sea mínimo. Y a veces, por casualidad, el verso es recitado de manera casi correcta. Pero, como es casual, el efecto se produce en otro lugar y otro tiempo…

El médico creía entender. Era como dedicarse a jugar con un detonador muy complejo sin saber para qué sirve: quizá nunca llegues a provocar una explosión, quizá lo desactives, o quizá la bomba te estalle en las manos.

– ¿Qué efectos?

– Casi siempre terribles: una epidemia, un terremoto, un asesinato…

De repente a Ballesteros se le ocurrió algo.

– ¿Un… accidente de tráfico, quizá?

– Muchos accidentes.

Guardó silencio, estremecido. Se preguntó qué clase de verso, y de qué autor, había arrasado para siempre la vida de su esposa en aquella carretera. Qué poema recitado al azar había hecho estallar el cerebro de Julia dentro del coche.

Nunca había sospechado, hasta ese momento, que la poesía fuera tan emocionante.


A su izquierda se encontraba la sala de espera; a la derecha, un rellano y unas escaleras. El pasillo continuaba hacia el fondo mostrando a ambos lados varias puertas como posibilidades cerradas. Apuntó la linterna hacia los letreros. El tramo que descendía estaba señalado con una flecha y una palabra: «Archivos». Las escaleras de subida mostraban otra indicación: «Salas de terapia E y O». Despreció ambas direcciones, avanzó un poco más por el pasillo y enfocó la primera puerta: «A1». Probó a abrirla. Cerrada.

Se detuvo un instante a reflexionar.

¿Y ahora qué, Lidia? ¿Bajo a los «Archivos»? ¿Subo a las «Salas de terapia»?

De repente quedó boquiabierto.


lidia


Dios mío.

Era casi inconcebible que no lo hubiese recordado hasta ese instante. Hasta ese mismo instante.


lidia garetti


Retrocedió sobre sus pasos y encontró la escalera que llevaba a los «Archivos». Doblaba en ángulo recto y finalizaba en un pequeño corredor con tres puertas cerradas. Sin embargo, cuando las enfocó con la linterna, la primera de ellas, suave y silenciosamente como el destello de una idea, se abrió.

Fue casi un déjà vu: revivió el momento en que la puerta metálica de la parcela de la joven italiana se había comportado igual. Sintiendo que el corazón le latía con fuerza, empuñó la linterna y entró. Era una habitación estrecha, sin ventanas, repleta de archivadores clasificados. Abrió el cajón de la letra «g» y le bastaron unos cuantos segundos para hallar lo que deseaba.

Sostuvo la tarjeta frente a la luz.


Lidia Garetti.

Su ficha. Su foto.

Recordaba nítidamente a Susana refiriéndole lo que aquella periodista le había contado. Lidia Garetti había recibido «tratamiento psicológico». Pero Susana no le había dicho dónde y él no le había preguntado. Naturalmente, en el Centro Mondragón, ¿verdad, Lidia? Era otra pista para mí.

En la tarjeta había una nota manuscrita, seguramente del terapeuta: «Solo dos sesiones. Abandonó la terapia». Abandonaste la terapia porque no habías venido a eso, ¿no es cierto? En realidad, viniste a dejar una filacteria. Visitaste este lugar hace años para dejarme otra pista, como las del abuelo de César o Rauschen. Otra pista. Pero ¿cuál?

Siguió leyendo. Las dos sesiones las había recibido en una única sala: la E 1.

La E 1.

Dejó la ficha en su sitio, cerró el cajón, salió del cuarto y cerró la puerta. Subió las escaleras hasta la planta baja, llegó a la encrucijada y ascendió por el tramo que llevaba a las salas de terapia.

En el rellano de la segunda planta encontró otra sala de espera y otro pasillo. Se introdujo en él. Pero, al llegar al recodo, se paró en seco. Alguien se acercaba apuntándolo con una linterna. Durante unos segundos permaneció conteniendo la respiración, asustado, intentando improvisar alguna excusa creíble. Entonces comprendió que se trataba de un espejo. El espacio en aquel corredor se prolongaba mediante espejos que reflejaban las puertas frente a ellos. En el reflejo de la primera leyó:


13


Se volvió hacia el original, cuya placa ostentaba: E1.

Aquélla era, pues, la habitación número trece.

En ese preciso instante la puerta se abrió con el mismo silencio enigmático que la de los archivos del sótano.

Rulfo la empujó con suavidad y se asomó al oscuro interior. La linterna reveló un diván, una pared con diplomas, una orla universitaria, un escritorio, dos sillas enfrentadas. Por un instante se quedó allí plantado. Algo le impulsaba a detenerse, a no entrar. (Lasciate.) No sabía lo que era, quizá el mismo temor que le había hecho titubear en casa de Lidia, frente al acuario, o en la puerta del almacén abandonado. (Lasciate ogne speranza.)

Luego la sensación pasó. Tomó aire lentamente, entró y se volvió hacia el ángulo que le quedaba por contemplar, oculto tras la puerta. Apuntó hacia allí la linterna y lo que vio casi le hizo soltar un grito. Sentado en una silla, de espaldas, aguardaba un hombre.

El paciente de la habitación número trece.


Ballesteros volvió a mirar el reloj. Iban a dar las doce y media. Hacía ya más de cuatro horas que el Centro Mondragón había cerrado. ¿Cuánto tiempo necesitaría Rulfo para recorrerlo?

Le ha sucedido algo.

Se sentía inquieto. Observó la cómoda del dormitorio, donde se erguían nuevas columnas de libros cuidadosamente seleccionados. La muchacha seguía rastreando en el altillo.

Le ha pasado algo, seguro. Lo han pillado. Quizá debería acercarme por allí, aunque solo fuera…

– ¿Quién puede ser? -dijo ella de repente-. Tiene una colección entera.

Le mostraba un retrato enmarcado donde se veía a Rulfo abrazado a una joven de cabello oscuro, muy atractiva, con prodigiosos ojos verdes.

Ballesteros no la había visto jamás, pero de inmediato supo de quién se trataba.

– Debe de ser su chica… Quiero decir, esa que murió, Beatriz Dagger. ¿Salomón no te ha hablado nunca de ella…? -La muchacha negó con la cabeza. Seguía sacando retratos-. A mí me lo contó. Fue muy triste. Creo recordar que llevaban apenas dos años de relaciones, pero, al parecer, se querían mucho. Entonces ella tuvo un accidente muy estúpido y todo terminó.

Raquel había devuelto la mayoría de los retratos al altillo pero había conservado uno que mostraba únicamente el rostro de la joven. Lo sostuvo entre las manos y lo miró detenidamente, con curiosidad.


La linterna bailoteaba sobre la nuca del hombre. Parecía joven y corpulento, de anchos hombros. Tenía los cabellos negros y bastante largos. Algo en su aspecto, incluso de espaldas, le resultaba familiar, como si lo hubiese visto antes. De lo único que estaba seguro era de que aquél era el tipo con quien había venido a hablar.

Lo más raro de todo era que no parecía haberse percatado de su presencia. Continuaba sentado e inmóvil en la oscuridad. Rulfo dio un paso y se enjugó los labios resecos.

– Oiga, no tiene nada que temer… Solo quiero charlar con…

Entonces el hombre giró en el asiento.


Ballesteros se interrumpió al ver su semblante.

– ¿Qué te ocurre…? ¿Qué pasa…?

Ella miraba el retrato frunciendo el ceño, como si algo de lo que contemplaba la confundiera; luego volvía a su expresión inicial de indiferencia y movía la cabeza en sentido negativo para, instantes después, mostrar de nuevo aquel súbito interés.

– ¿La conoces? -preguntó Ballesteros.


Una alarma saltó por los aires, enloquecida, engullendo el ruido de cristales rotos. Alguien acababa de forzar las puertas de aquel centro psicológico privado, pero no para penetrar sino para salir. El culpable echó a correr desesperadamente bajo la madrugada silenciosa. Sin embargo, un hipotético testigo habría manifestado sus reservas a la hora de afirmar que aquel hombre era un ladrón. Por ejemplo: no llevaba ninguna bolsa con objetos de valor o dinero. O, por ejemplo: su expresión no mostraba la ansiedad esperanzada del ratero que confía en no ser atrapado, sino el horror absoluto de quien sabe que ya ha sido atrapado, vaya donde vaya y corra cuanto corra.

Atrapado.

Para siempre.


– No, no la conozco… Solo me ha parecido que… -Sacudió la cabeza-. No, no es nad…

En ese instante se abrió bruscamente la puerta del dormitorio.

No lo habían oído llegar y ambos se sobresaltaron. El retrato que ella sostenía escapó de sus manos, centelleó a la luz de la lámpara una fracción de segundo, se estrelló contra las baldosas


y el cristal

se quebró

en diagonal.


Una fea rajadura atravesó el rostro sonriente y hermoso de Beatriz Dagger.


Durante largo rato nadie habló. Rulfo enterraba la cara en las manos y no quisieron interrumpirle. Pero el silencio empeoró cuando alzó la mirada y pudieron ver la expresión de su rostro.

– Lidia Garetti estuvo en esa clínica y dejó una filacteria para mí… Estaba escrita bajo el marco de una orla universitaria… Era un verso de Virgilio: Hic locus est partes ubi se via findit in ambas. «Aquí está el lugar donde el camino se bifurca…» El verso me hizo soñar con la clínica, me abrió sus puertas y me produjo una alucinación: vi a un hombre sentado dentro de esa habitación. Era yo. Entonces lo comprendí todo.

Ballesteros pensó que, el día en que murió su esposa, él había tenido en los ojos la misma mirada que ahora advertía en los de Rulfo.

– Pero ¿por qué decírtelo así, de forma tan rebuscada? -indagó. Raquel habló por primera vez.

– Él es el receptáculo. Era necesario enfrentarlo a sí mismo para que terminara sabiéndolo por sus propios medios.

– ¿Y por qué elegir ese lugar precisamente? ¿Por qué una clínica psicológica? ¿Por qué no cualquier otro sitio?

– Beatriz era psicóloga. -La voz de Rulfo era átona, como si procediera de un cuerpo muerto-. Había nacido en Alemania, pero estudió en Madrid… Su fotografía estaba allí, en la orla.

Supuso que Rauschen lo había sospechado de alguna forma y la había seguido desde Alemania. Quizá no conocía su verdadera identidad, pero sabía que estudiaba en algún lugar de España. Casi sonrió ante la diabólica ironía: la dama a la que Rauschen, César y él buscaban era Beatriz, y su receptáculo era él mismo.

– No debes culparte -dijo la muchacha-. La dama sin nombre te eligió y se introdujo con versos en el cuerpo de esa chica. Estaba en sus ojos: eso es lo que creí ver en los retratos… La manipuló, hizo que la conocieras, que te enamoraras, la eliminó y pasó al interior de tu mente mediante ese vínculo emocional… Un escondite perfecto: la llevabas dentro sin saberlo. El amor es el sentimiento que ellas utilizan para inspirar a los poetas, pero la número trece lo usa para alojarse en los seres que elige. Después de algún tiempo te habría abandonado para buscar otro receptáculo.

Rulfo sacudió la cabeza, como si no la hubiese oído.

– Me eligió porque sabía que yo no iba a olvidarla. Ha vivido dentro de mí, a sus anchas, todo este tiempo…

Se dio cuenta, sorprendido, de que el dolor había dejado paso en su interior a una viva sensación de repugnancia, como si percibiera los movimientos de un gran gusano, una tenia enroscada en su cerebro. Contempló de nuevo el retrato roto en el suelo y comprendió que ya no había futuro para él. Pero, al mismo tiempo, observar los hermosos rasgos de Beatriz tras el cristal le hizo experimentar cierto alivio, como si, después de una eternidad de ansiosa espera, pudiese levar anclas y abandonar por fin el pantanoso lugar en el que había permanecido estancado.

Se volvió hacia Raquel. La muchacha aparentaba compadecerlo, pero él sabía que no era así. Es una dama. 0 lo fue hace tiempo. No compadecen a nadie. No tienen sentimientos.

– Es necesario seguir con el plan. ¿Cómo haremos para que salga de mí…?

– Es lo más difícil. Ciertos versos pueden lograrlo, pero tardaré tiempo en encontrarlos y recitarlos adecuadamente.

– ¿Cuánto?

– Para una ajena como yo, recitar un verso apropiadamente es cuestión de suerte. Quizá lo consigamos mañana, quizá dentro de semanas o meses…

– No podemos arriesgarnos. ¿Qué otra forma tenemos de sacarla de mi mente…? -Ella no respondió, pero lo miró con fijeza. Rulfo creyó comprender-. Una vez te oí decir que el receptáculo no podía ser destruido… ¿Significa eso que no puedo morir?

– No. Significa que, mientras ella esté dentro de ti, procurará que no sufras daño. Por eso te dejaron con vida en la mansión.

– Pero, si, a pesar de todo, alguien lo destruyera…

La muchacha seguía mirándolo.

– Ella saldría. Escaparía. Pero tú morirías y ella buscaría otro lugar.

– Como quemar la madriguera, ¿verdad? -La expresión de Rulfo era extraña-. Como hacerla arder para que la alimaña asome.

– Sí. Pero tú morirías y ella huiría -repitió la muchacha.

– ¿Nada podría retenerla si saliera?

– El agua. En el agua no pueden hacer nada. Eso serviría para contenerla, pero solo por unos cuantos segundos.

– ¿Y después?

– Un círculo pintado en el suelo bastará. Fuera del receptáculo es como un cangrejo ermitaño fuera de la concha. Si logramos llevarla hasta un círculo, retenerla no será tan difícil…

– ¿Y una vez dentro del círculo?

– Le exigiríamos que nos dijera el día que han elegido para destruir la imago y la obligaríamos a que nos entregara un acceso al interior. De esa forma, el coven estará casi indefenso ante nosotros, y solo tendríamos que planear cómo atacarlas.

– Hay que intentarlo. -Rulfo se quitó la chaqueta-. Y creo que podéis hacerlo sin mí -añadió.

Durante un par de segundos, la muchacha y él intercambiaron una última mirada. A él casi le asustó la decisión que veía en aquellos hondos pozos oscuros. Quiere que lo haga. Quiere que intente exactamente lo que estay pensando.

– Dibujad ese círculo en el comedor -dijo entonces.

– Un momento, un momento… -Ballesteros, que había asistido confuso y en silencio a la conversación, se puso en pie de repente-. Si he comprendido bien, vas a «quemar la madriguera…». ¡Espera un momento…! Señor Impulsivo, sé cómo te sientes, pero te diré una cosa: con brujería o sin ella, no eres el primero ni serás el último a quien alguien engaña de un modo u otro. Deja de autocompadecerte de una puñetera vez. Ya has escuchado a Raquel: quizá logres hacerla salir, pero tú vas a palmarla. De modo que vuelve a sentarte en esa silla y sigamos pensando en…

– Eugenio -lo interrumpió. Comprendió que no había tiempo para sutilezas. Sabía que Ballesteros no iba a permitirle dar aquel paso, y que toda discusión estaba de más-. Tienes tres hijos, ¿verdad? Ya son mayores, están casados, creo que el mayor está esperando el que será tu primer nieto… La otra noche, las damas evocaron la imagen de tu esposa para amenazarlos… No son simples amenazas. Saga me necesita vivo, al igual que a Raquel: a ella, para hacerla hablar; a mí, porque albergo a la dama sin nombre. Terminará eliminándonos, pero quizá no ahora. Sin embargo, tú y tu familia sois completamente prescindibles. Cuando destruya la imago, os barrerá. Y puedo asegurarte que no serás el primero. Será tu hijo mayor. O quizá tu hija. O puede que aguarde a que nazca tu nieto… -El tono de Rulfo era monocorde, como si estuviera enumerando una serie de evidencias irrefutables pero, al mismo tiempo, intrascendentes-. Así que déjame hacer lo que debo. Ocurra lo que ocurra, yo ya estoy muerto. Mi vida ha llegado al final, pero tus hijos siguen vivos y son felices. Piensa en ellos. -Ballesteros seguía inmóvil, como petrificado. Rulfo lo esquivó y se dirigió al baño-. Hay una lata de pintura blanca en la cocina. Avisadme cuando tengáis listo el círculo.

Cerró la puerta.


No tardaron mucho. Apartaron la mesa y las sillas, despejaron un espacio central y trasladaron al dormitorio todos los libros de poesía que Raquel había sacado («No pueden estar cerca de ella», comentó). La muchacha se encargó de dibujar la figura sobre el parquet usando una brocha rígida y vieja.

Ballesteros la contemplaba en silencio intentando no pensar en el hombre que aguardaba en el baño. Escuchaba el runruneo monótono del grifo de la bañera: casi parecía el interminable redoble de un tambor. Sabía que era un cobarde al permitir aquella barbaridad. Todo su ser se rebelaba ante la mera idea de dejar que Rulfo llevara a cabo su propósito, pero no podía hacer nada para remediarlo.

Sus hijos. Aquel cabrón tenía razón. Sus hijos.

Volvió a ver la horrible imagen de Julia burlándose de todo lo que él consideraba sagrado: su dolor, sus recuerdos… En efecto: fueran brujas o no, era preciso hacer algo, devolverles el golpe, acabar con ellas. La furia que sentía le impedía detener a Rulfo, pero jamás había tomado una decisión tan difícil en toda su vida.

La muchacha repasó la línea con una nueva capa. Era importante, le dijo, no dejar resquicios. Luego se levantó y miró a Ballesteros. En sus ojos el médico creyó distinguir la misma ciega desesperación que había advertido en los de Rulfo. De repente comprendió el abismo que lo separaba de ambos: ellos peleaban para morir; él, para seguir vivo. Han perdido lo que más amaban. Ya no les importa lo que suceda. Pero no quieren dejar de dar la última dentellada.

– Dijo que le avisáramos -murmuró ella, y Ballesteros la vio dirigirse hacia el baño.


Se preguntó si aquello sería igual que viajar. Quizá la muerte fuera una especie de migración, como la de las cigüeñas. Miró a su alrededor y le pareció que todo se estaba volviendo sagrado para él: la jabonera, los azulejos blancos, la cortina de plástico, el cuadrito de los arlequines, los arabescos de luz en el agua… Las cosas adquirían cierta inmortalidad al tiempo que él perdía la suya.

Era un lugar ridículo para una muerte ridícula, pero supuso que Ballesteros tenía razón cuando le dijo, cierta vez, que ninguna muerte era romántica. Además, consideraba que el escenario -la bañera era una buena forma de justicia recíproca: si ella le había engañado matando su cuerpo allí, él la obligaría a regresar a la vida allí.

Mantenía la muñeca izquierda desnuda contra el picudo acero de la hoja de afeitar que había extraído de su maquinilla. La bañera estaba llena de agua casi hasta el borde y él se había metido con la ropa puesta, encogiendo las piernas en el pequeño espacio. Había encendido un cigarrillo y tenía los ojos empañados, como si su humor acuoso se hubiera vuelto turbio.

Estaba seguro de una cosa: disfrutaría matándola matándose.

Las otras damas, incluyendo a Saga, habían destrozado su presente y su futuro, pero la criatura que había ocupado el cuerpo de Beatriz Dagger y se había infiltrado en su casa durante aquella fiesta (la culpa la tuvo cupido, soy la amiga de una amiga de uno de tus) había hecho trizas su pasado (estás pachucho, vendré enseguida, soy la amiga de una amiga de uno de). Y Rulfo había llegado a una inusitada conclusión: él era únicamente pasado. Nada tenía dentro, nada delante, solo aquello que había tenido. Quizá todos los seres humanos eran iguales. Solo se posee lo que se ha poseído: si te arrebatan eso, dejas de existir. Es eso lo que vas a pagar. Eso es lo que voy a hacerte pagar, si es que puedo.

Apretó los dientes y aproximó la hoja de la cuchilla al lazo azul y pulsátil.

En ese momento, casi como si se tratara de una revelación, cayó en la cuenta de la fecha. Aquel día de noviembre se cumplían cuatro años exactos desde que había visto a Beatriz por primera vez y dos años exactos de su muerte.

Es hora de que te busques una nueva guarida.

Cerró los ojos.


Los ojos de Raquel brillaban en la oscuridad del comedor como piedras preciosas.

– ¿Y ahora? -preguntó Ballesteros.

– Esperaremos un poco e iremos a por ella. Si logramos traerla al círculo, no podrá escapar.

«Ir a por ella» era una expresión que Ballesteros no lograba asimilar. ¿Ir a por quién? ¿Qué o quién se suponía que iba a «aparecer» en aquel cuarto de baño?

– Quizá nos dé alguna sorpresa desagradable -advirtió la muchacha-. Se vuelve muy peligrosa cuando se encuentra indefensa… Intentará escapar, y cuando compruebe que no puede, se enfurecerá… Voy a necesitar tu ayuda.

Ballesteros asintió con un gesto, pero su inquietud aumentó. No le gustaba el hondo silencio que había envuelto todo el apartamento. De repente se le ocurrió algo horrible. ¿Y si se habían equivocado? ¿Y si todo era falso? ¿Y si Rulfo y Raquel habían enloquecido y ahora él iba a ser responsable del suicidio de un perturbado mental? ¿Qué era lo que esperaban ver cuando entraran en ese baño? Casi perdió por completo el control de sus nervios al pensar todo eso. Miró a la muchacha como implorando ayuda.

En ese momento se escucharon golpes recios y una agitación del agua. Raquel se puso en pie de un salto.

– Ya -dijo.


sal


Rulfo supo que se estaba muriendo.

La bañera se había convertido en algo enorme y globoso, como un caucho sometido a la presión creciente de una bomba de aire. Sentado dentro de ella, las manos dadivosas y rojas en actitud de despilfarrar la vida, observaba su propia sombra erguida sobre la sangre: un área de medusa turbia, un tul de bailarina acostada. De improviso aquella sombra se desprendió de la superficie ensangrentada con la inercia silenciosa de un rodaballo en el fondo del mar y penetró en sus ojos. Supo que la muerte era eso: que tu propia sombra penetre en tus ojos.

Pensó en sus padres y hermanas. No creyó que fuera a encontrárselos en otro mundo.


sal de ahí


Ballesteros apenas podía creer lo que veía.

Rulfo estaba muerto, desangrado, en la bañera. Pero el agua a su alrededor se agitaba y saltaba por los aires salpicándolo todo, como si algún animal de gran tamaño rebullera dentro.

– Ahí está -murmuró la muchacha.


– Sal de ahí.

Ante la orden, la cosa se aquietó. El cadáver de Rulfo se mecía exánime, como si yaciera junto a un tiburón al acecho. Raquel se aproximó a la bañera y, en ese momento, los coletazos se reanudaron y el agua volvió a saltar. Su ropa y su cabello quedaron empapados, pero ella no se apartó: repitió una vez más la orden, al tiempo que hacía señas a Ballesteros para que se acercara.

Ballesteros obligó a su propio cuerpo a moverse. Le aterraba la simple idea de mirar dentro de aquella bañera. Pero antes de que hubiese podido llegar a dar un solo paso, contempló algo que casi le hizo perder la razón. Una especie de tubo flexible, negro y lustroso, del grosor de los muslos de un hombre, emergió por el borde de cerámica y saltó hacia las baldosas derramando agua con cada contorsión. Al principio pensó, horrorizado, en la serpiente más grande y repugnante que había visto jamás. Pero no podía estar seguro: todo sucedía muy rápido.

– ¡Ayúdame! -gritó Raquel y se arrojó sobre aquella cosa monstruosa, sujetándola por un extremo.

Venciendo sus náuseas, Ballesteros atrapó una parte de la resbaladiza y aleteante criatura. Se agitaba entre sus manos como un martillo neumático. Tuvo que emplear toda su energía para no soltarla. Pero no era una serpiente. Parecía más bien un pez, quizá una morena, una robusta anguila negra. O no: un felino. La piel era aterciopelada y firme y tenía extremidades, con músculos y rebordes óseos.

Salieron del baño con aquella frenética carga entre los brazos.

– ¡Dentro del círculo! -gritó Raquel.

La dejaron caer al suelo y Ballesteros comprendió que se había equivocado: eran piernas lo que había creído la gruesa cola de una anaconda; manos y pies, no patas de cuadrúpedo; rostro, no el hocico de un depredador; una cabellera desordenada y negra, no el pelaje de un felino…


Cuando despertó, el médico estaba tomándole el pulso.

– ¿Cómo te encuentras?

Rulfo alzó la cabeza sin contestar, confuso, y reconoció su propio dormitorio, la puerta del baño abierta y un retrato sobre una silla con el cristal rajado. Entonces lo recordó todo. Su ropa chorreante se le había pegado a la piel. Alzó las manos. Estaban húmedas de sangre y agua, pero no advirtió ni rastro de los cortes en las muñecas. Raquel se hallaba al otro lado de la cama.

– Impidió tu muerte -dijo-. Antes de salir, cerró las heridas y te mantuvo vivo. No quiere perder su receptáculo todavía -añadió, irónica.

Él hizo, entonces, la pregunta que más le importaba. Por toda respuesta, sus amigos miraron hacia el comedor.

Con el corazón latiéndole con fuerza, se incorporó y salió de la cama tambaleándose. Ignoró el consejo de Ballesteros de permanecer en reposo un poco más. Nada ni nadie le impediría hacer lo que estaba deseando. Nada ni nadie le detendría en ese momento.

Quería verla.

Abrió la puerta del dormitorio, se asomó al comedor.

– Hola, Salomón.

Estaba sentada en el suelo en medio de un charco de agua, dentro de un círculo pintado de blanco, abrazándose las piernas, tan empapada como él, los cabellos pegados a la frente tatuándole los pómulos. Se hallaba completamente desnuda y su piel poseía una tenue tonalidad azul, como si hubiese permanecido mucho tiempo en una cámara frigorífica. Su expresión sonriente contenía cierto matiz de desprecio que Rulfo jamás le había observado antes.

Pero, sin lugar a dudas, era


ella


y, por primera vez en su vida, se sintió en el infierno al contemplarla.


Luego comprendió que aquella apariencia también era una ilusión, una imagen frangible. Las damas podían ser lobas, guepardos, serpientes o lechuzas. En realidad, no tenían una sola forma, eran cosas que la poesía había convocado, cosas que habitaban en los resquicios del lenguaje, logogrifos profundos. La número trece lo había conocido y elegido, quién sabía por qué, para anidar en su interior. Tal como le había dicho Raquel, no existía ninguna razón personal: era simple azar.

Ballesteros y Raquel entraron en el comedor y ocuparon sendas sillas alrededor. Rulfo permaneció de pie. La criatura agazapada dentro del círculo lo miraba sonriendo.

Raquel intervino sin elevar la voz.

– Te hemos hecho salir. Debes revelarnos cuándo será la próxima reunión. Y tendrás que darnos acceso al interior.

La dama no pareció oírla. Seguía mirando a Rulfo.

– ¿Decepcionado? -dijo con voz ronca.

– No. Ahora ya no. Beatriz fue una hermosa mentira. Tú eres, simplemente, una verdad repugnante. No estoy decepcionado.

– Es increíble. -Ella abrió de par en par sus grandes ojos verdes-. Aún me amas.

– Dinos cuándo os reuniréis de nuevo -repitió Raquel con firmeza.

Beatriz giró la cabeza con brusquedad, como si su diálogo con la persona que le interesaba se hubiera visto interrumpido por un interlocutor indeseable.

– Hola, Raquel. Esta apariencia de ajena te sienta muy bien.

– ¿Cuándo os reuniréis de nuevo?

– ¿Dónde está tu pequeño, Raquel?

– ¿Cuándo os reuniréis de nuevo?

– Tu hijo te envía saludos. ¿Quieres verlo?

Hubo un silencio, pero no fue perfecto: la mujer, o lo que fuese aquella cosa acurrucada dentro del círculo, producía, entre las pausas, un perceptible bordoneo de gata enferma, como si el aire resonara al atravesar su garganta. Repentinamente, Raquel se dirigió a Rulfo.

– ¿Alguna vez escribiste poemas inspirados en Beatriz?

– Uno solo. Cuando murió.

– ¿Podrías encontrarlo fácilmente?

– Lo sé de memoria.

– ¿Cuántos versos tiene?

– Catorce.

– Recita los cuatro primeros, por favor.

Al principio, él pareció no haberla oído. Miraba fijamente el rostro de Beatriz. La dama aún mantenía la sonrisa, pero ahora semejaba hallarse al acecho, como si no supiera muy bien qué iban a hacer ellos.

– ¿Salomón?

– Sí.

– Recita los cuatro primeros versos, por favor.

Inhaló profundamente y buscó en su memoria. No tuvo que hacer un esfuerzo especial. Repetidos y recordados una y otra vez, los versos viajaron hacia sus labios con docilidad, como sus lágrimas. Al principio su voz era trémula, luego se hizo más firme.


Niégate los crepúsculos

Olvídate de los sueños

Y mírate iluminada

Del sol de tu presencia.


Al final del tercero, la sonrisa de Beatriz desapareció. Con el cuarto, se inclinó hacia atrás y jadeó entrecortadamente. En sus labios despuntó algo similar a una lengua hendida, un résped violáceo, una cinta color livor afilada como la cola de un látigo. Pero, durante un fugaz instante, su expresión recordó a Rulfo la que adoptaba cuando hacían el amor. Apartó la vista, horrorizado, repugnado, y se secó los ojos con el dorso de la mano.

– Da resultado -dijo Raquel-. Está atada a ti con esos versos. ¿Cuándo os reuniréis de nuevo? -repitió.

La dama número trece los miró. En el borde de sus párpados se acumulaba la sangre.

– Tienes los días contados, Raquel. -Su voz era como la hojarasca al ser removida.

– Responde.

– No te servirá de nada saberlo. Aunque tuvieras acceso, ¿qué harás…?

– Recita los siguientes cuatro versos, Salomón.

Su voz resonó con más fuerza.


Tu hermoso cabello negro,

Tu dulce mirada verde:

He perdido tu figura

En el fondo del recuerdo.


El rostro que había sido de Beatriz Dagger mostraba ahora confusión y miedo. Se abrazaba a sí misma balanceándose adelante y atrás. Parecía sentir una especie de dolor. Y había adelgazado bruscamente: la espalda empezaba a revelar, como en una bajamar de la piel, la impronta de vértebras y costillas.

– Dios mío -murmuró Ballesteros.

– Dime cuándo y dónde volveréis a reuniros.

– Dentro de cuatro noches… -La dama temblaba, pero volvió a sonreír-. Demasiado pronto para ti, ¿verdad, Raquel…?

La muchacha miró a ambos hombres, momentáneamente desesperada con la noticia, pero ellos apenas habían escuchado la respuesta: contemplaban hipnotizados aquel espectro de cabellos húmedos, magro y azulenco, agazapado en el suelo.

– ¿Dónde será la reunión?

– Sabrás dónde sin que yo te lo diga.

– ¿Tenemos acceso?

– Lo tenéis. Pero te arrepentirás. -Y volvió el demacrado rostro hacia Rulfo-. Os está llevando a la muerte.

– Te equivocas -dijo Rulfo-. Ya estamos en la muerte.


Se dirigieron a la cocina para conversar. Raquel aseguró que no existía riesgo de que escapara hallándose dentro del círculo.

Por un instante, ninguno de los tres dijo nada. Miraban al techo, a la pared o a los ojos de los demás. Estaban agotados, física y mentalmente; solo la muchacha parecía conservar las fuerzas, aunque había perdido gran parte del ánimo que poseía.

– Dentro de cuatro noches -musitó-. Solo cuatro noches. Saga debe de haber sospechado algo y ha adelantado la reunión. Puede hacerlo en casos excepcionales.

Sus palabras no produjeron mayor impresión en los hombres.

– ¿Y ahora? -preguntó Ballesteros.

– Tendremos que expulsarla.

Se escuchó un ruido fuerte y seco. Ella les tranquilizó.

– Está nerviosa, pero no puede escapar.

Ballesteros tomó aire y miró a Rulfo. Parecía el más derrotado de todos. Él conocía bien la expresión de su rostro: la había visto en infinidad de víctimas de trágicos accidentes y pacientes con enfermedades mortales. Era el semblante de quien ha perdido algo decisivo e irrecuperable. Mantenía las manos entrelazadas y los ojos clavados en las baldosas. Entonces alzó la vista.

– ¿Cómo la expulsaremos?

– Depende de ti. Ella puede regresar a tu interior o marcharse para siempre. Si se marcha, buscará otro lugar donde residir. Ya hemos conseguido lo que queríamos: nos ha dado el acceso. Es como si tuviéramos una copia de la llave que ellas tienen. Ya no la necesitamos.

Rulfo asintió.

– ¿De qué forma puedo expulsarla?

– Dile que se vaya. Si se niega, recita los últimos versos que compusiste para Beatriz.

– Ya no recuerdo los que le recité antes…

– Cuando recites los demás también los olvidarás. Al expulsarlos de tus labios, la expulsarás a ella.

Rulfo volvió a asentir. Durante cierto tiempo solo hizo eso: mover la cabeza en sentido afirmativo, sin decir nada, los ojos dirigidos al suelo. Luego se puso en pie, cogió la botella de whisky y se sirvió un buen trago. Ballesteros le pidió un poco. En aquel momento no se hubiese negado a probar cualquier clase de droga.

– De acuerdo. -Rulfo salió de la cocina.

En el comedor, apenas iluminada por la lámpara de pie del rincón, la dama continuaba dentro del círculo. Había adelgazado hasta extremos tenebrosos: su vientre era una rígida concavidad sobre la que se alzaba el artesonado de las costillas; los pechos pendían como ubres secas; la vulva era una herida sin sangre, un corte viejo y pálido bajo el pubis. Sin embargo, la piel tensa del cráneo seguía dibujando los contornos juveniles y exactos del rostro de Beatriz Dagger. A Rulfo le pareció una caricatura de la muchacha realizada por un demente.

Ella le miró.

– Te he dado motivos para vivir, Salomón.

– Me los has quitado todos.

– Entonces, mátate, y un problema menos.

– Lo haré, pero quiero empezar contigo.

– ¿Es que esa buscona traidora no te lo ha explicado…? Si regreso a ti, todo volverá a ser como antes. Haré que olvides este momento, seré otra vez el recuerdo de Beatriz. Podrás llorarme y soñarme. ¿No crees que es mejor eso que quedarte solo? Si me aceptas de nuevo, volverás a creer en Beatriz. Si me expulsas, la perderás para siempre. Es tu decisión. Tú mismo lo dijiste. Si regreso contigo, volveré a ser una hermosa mentira. De lo contrario, solo seré una verdad repugnante. Y voy a decirte lo que prefieres, Salomón. Eres poeta, y los poetas siempre habéis optado por la mentira cuando es más bella que la verdad… Acéptame, y volverás a estar enamorado. Acéptame, y Beatriz será tu ángel: te sonreirá en los sueños, te hablará desde el recuerdo, otorgará un sentido a tu dolor, una esperanza a tu vida. Los hombres desean vivir engañados. Acéptame, Salomón Rulfo, tú que eres poeta.

De repente, escuchando a la dama número trece, Rulfo comprendió algo.

Aquél era el verdadero objetivo de su descenso.

Había recorrido aquel infierno de horror y oscuridad únicamente para llegar a ese punto exacto, ese sótano hondo y congelado: más allá se extendía el vacío o el regreso a su vida de antes. Era casi como intentar elegir entre el yermo del futuro y la selva del pasado. Le pareció que sobre aquella decisión oscilaba toda su existencia.

Durante unos cuantos segundos, Rulfo y la dama número trece se miraron.

Comprendió que ella tenía razón. Era imposible vivir sin un sueño. Si perdía a Beatriz, perdería algo más que la vida que aún le quedaba: perdería también la que había vivido. No existía ser humano capaz de afrontar eso. Nadie es capaz de soportar la destrucción de la felicidad pasada, sobre todo si existe la posibilidad de conservarla. Ella tenía razón, en efecto, y, precisamente por eso, supo que la decisión estaba tomada. Porque hay cosas que no pueden razonarse pero son las más importantes de todas. Un ciclón. Un poema. Una venganza.

Sostuvo la mirada de la dama, la hermosa mirada de Beatriz clavada en un marco de espantosos huesos craneales.

– Ya he elegido.

Ella siguió sonriendo, pero ya no se trataba de una sonrisa consciente, producida por los músculos de las comisuras, sino la falsa tajada del marfil desnudo, del hueso amarillo engastado en la encía.

– Solo hay silencio detrás de mí, Rulfo -advirtió, amenazadora-. Soy el último verso. Solo hay silencio después del último verso.

– Ya lo sé. Pero yo quiero ese silencio. Vete.

– Te equivocas. Déjame demostrarte que te equivocas…

Rulfo no le permitió seguir hablando. Recitó la siguiente estrofa mirando los ojos que habían pertenecido a Beatriz Dagger:


Te amé, quizá, demasiado

Y ahora solo tu reflejo

Consuela mis negras noches.


Como si estuviera hecha de hielo derretido, la dama se angostó. La estructura ósea perdió volumen, se arrugó como papel. El cuello se hizo un asta delgada; los hombros semejaron los brazos de una cruz; las extremidades, las patas de un insecto; las articulaciones de la mandíbula se descoyuntaron y la boca se abrió como una tumba vacía. Solo los ojos, sueltos como gotas de agua al fondo de las cavernas de las órbitas, seguían incólumes. Los ojos verdes de Beatriz Dagger miraban a Rulfo sin parpadear, sumidos en el vértigo de un cuerpo que se disolvía.

– Salomón, no sabes lo que es el silencio… Cualquier cosa es preferible a eso…

– Tú, no.

– Salomón…

– Vete de mi vida.

– Salomón, no…

Rulfo ya había olvidado casi todo el poema, pero todavía recordaba la estrofa final, los últimos tres versos. Recitó dos.


Memoria rota, eso eres,

Sueño que ha de perderse.


La dama enmudeció. Su cuerpo ya no era sino jirones de formas pero sus ojos seguían brillando como esmeraldas dentro de una niebla crujiente y delgada.

Tomó aliento y recitó el verso final.


Vivir significa olvidar.


Una ráfaga de viento a su espalda abrió las ventanas y los visillos ondularon. La mirada de Beatriz osciló también en el oleaje del aire. Entonces, a través de aquellas pupilas verdes, Rulfo pudo atisbar los libros de poesía que había detrás, en las estanterías.

Un instante después

solo vio

los libros.


Tres días. Faltaban tres días. Si la dama no había mentido (y no podía haberlo hecho, afirmaba Raquel), la reunión del grupo tendría lugar el sábado a las doce de la noche. Setenta y dos horas para planear qué iban a hacer. Setenta y dos horas para vivir y prepararse para lo que les aguardaba. Ballesteros no creía estar preparado, pero ignoraba qué tenía que hacer, e incluso en qué podía consistir el hecho de «estar preparado».

Pronto descubrió que era él quien peor lo llevaba de los tres. Rulfo mostraba una tenaz y absoluta indiferencia que nadie -y menos Ballesteros- hubiese podido censurarle: pasaba el tiempo acostado o sentado, hablaba poco y escuchaba aún menos. En cuanto a la muchacha, se había encerrado en su despacho a revisar libros de poesía. Ballesteros pensaba que al menos ella había encontrado una ocupación útil. ¿Y él? ¿Qué debía hacer?

Consumido por los nervios, subió al ático del edificio, sacó la llave de su trastero y lo abrió. Halló la escopeta y los cartuchos enseguida, embalados correctamente bajo el polvo y colocados en el lugar de costumbre. Su padre había sido cazador aficionado y, cuando Julia vivía, Ballesteros solía imitarle y aprovechaba la temporada de la perdiz para capturar piezas inútiles, nostálgicas, pequeñas muertes que le traían recuerdos familiares. Luego todo eso había acabado. Pero allí estaba de nuevo aquella longilínea y metálica frialdad, y el simple hecho de tocarla, abrirla y observar los ojos vacíos de la recámara, le hizo sentirse bien, incluso excitado. Jamás había imaginado que experimentaría tales emociones ante la posibilidad de dispararle a alguien, pero dudaba de que criaturas como la que había salido de la bañera de Rulfo dos noches atrás pudieran clasificarse bajo el epígrafe de «alguien».

Bajó a su piso con la escopeta abierta y una caja de cartuchos en la mano y tropezó con Rulfo en el pasillo. Observó cómo dirigía una mirada silenciosa al arma y casi sintió la necesidad de disculparse.

– Quizá sea una tontería inútil -dijo-, pero tengo que hacer algo o me volveré loco.

– ¿Puedo hablar contigo? -preguntó Rulfo.

– Claro.

Se dirigieron al comedor y cerraron la puerta. De pronto, al sentarse frente a frente, Ballesteros se encontró ridículo sosteniendo aquella escopeta. La dejó sobre la mesa con cuidado. Rulfo había encendido un cigarrillo.

– Eugenio -dijo con calma, tras un silencio-, ya has llegado hasta aquí. Nos has ayudado mucho. Sin ti, no hubiéramos podido hacer nada. Pero creo que a partir de este punto debemos seguir solos. Este asunto nos atañe únicamente a Raquel y a mí. Hace días pensaba de otra manera. Creía que yo también estaba invitado a una fiesta que no me incumbía. Creía que Akelos había buscado mi ayuda, al igual que la tuya, por mera casualidad… Después he sabido que no es así. Yo era el receptáculo, y este problema me involucra tanto como a Raquel. Además, han matado a dos de mis mejores amigos, tras torturarlos con saña.

– ¿Dos…? -murmuró Ballesteros, que recordaba solo a Susana.

Rulfo asintió en silencio.

– Acaban de dar la noticia. El ático de César se ha incendiado. Todo el vecindario ha sido evacuado. Hay varios heridos, pero los únicos fallecidos son Susana y él. Me da igual que se tratara de una chispa caída de la chimenea o que fueran ellas directamente, lo cierto es que los han matado. No van a dejar testigos. -Hizo una pausa antes de proseguir. Inhaló el humo del cigarrillo y lo soltó en lentas volutas-. Esto no te incumbe. Tienes otras cosas que proteger. Vete de aquí. Creo que tu hija vive en Londres, ¿no…? Pues haz las maletas y vete con ella. Sé que me vas a decir que no servirá de nada, pero, al menos, inténtalo. Si te quedas, será mucho peor. Una vez le aconsejé lo mismo a César y Susana, y no me hicieron caso. No quiero repetir la experiencia.

El médico observó un instante su expresión rígida, pálida. Está vacío por dentro. No le importa morir. Lo único que le queda es preocupación por los demás.

– ¿Vamos a perder? -preguntó.

– Míralo de esta forma. Tenemos una posibilidad contra un millón. Y, aunque pudiéramos hacerle daño a una de ellas, a Saga, por ejemplo, quedarían las otras. Seremos muy afortunados si el sábado por la noche logramos escapar. Pero piensa cómo será nuestra vida a partir de entonces.

– ¿Qué ocurre? -Ballesteros sentía escalofríos, pero decidió sonreír-. ¿Se ha marchado otra vez el Salomón Rulfo apasionado y ha venido el derrotista…? Te recuerdo que hemos hecho salir a la pieza clave de la debilidad del grupo, ¿no decías eso…? Y tenemos la sorpresa de nuestra parte. Quizá nos llevemos un susto el sábado, pero ellas se llevarán dos. -Señaló la escopeta-. Uno por cada cañón.

– Hace una semana me decías que estaba loco por intentar pelear. ¿Y ahora?

– Hace una semana no había visto todo lo que he visto desde entonces. Cuando recuerdo la imagen de Julia amenazándome me enfurezco. La habitación de mi hija aún sigue llena de sangre. Y aún siento entre los dedos la repugnancia de esa cosa que sacamos de la bañera y que después hablaba y parecía una mujer. Tengo miedo, Salomón, mucho más del que he pasado en toda mi vida, incluyendo aquella vez dentro del coche, con Julia a mi lado, mirándome… Pero he descubierto que el miedo me vuelve peligroso.

– ¿Peligroso para quién?

Por un instante, Ballesteros lo miró sin decir nada.

– No lo sé, quizá para mí mismo, pero sé que no voy a abandonaros ahora. Tú opinas que no me atañe, y te equivocas. Mi padre solía decir que hay cosas que solo les suceden a unos cuantos hombres pero atañen a todos los hombres, y todos los hombres deben reaccionar ante ellas.

Rulfo soltó una breve y desgarbada risita.

– El miedo no te ha vuelto peligroso: te ha vuelto poeta.

– Exacto. Poeta, y, por lo tanto, peligroso.

Se miraron un instante. Rulfo imitó su sonrisa.

– Eres la mejor persona del mundo…, o la más estúpida.

– Entonces ya somos dos. Bebamos para celebrarlo. -Ballesteros sirvió whisky.

– Haz lo que quieras -dijo Rulfo-, pero no confíes en tu escopeta. La única que realmente puede ayudarnos, la única que puede hacer algo, se encuentra ahora mismo en tu despacho leyendo versos e intentando recordar cómo se recitan. Si ella no lo logra, ninguna escopeta del mundo servirá… Nada de lo que hagamos servirá para nada.

– Me encanta la gente como tú, tan optimista y llena de esperanza -repuso Ballesteros, y alzó los vasos-. Brindemos por Raquel. Ya lo creo que lo logrará. Tiene que lograrlo.


Un poema es un bosque lleno de trampas.

Recorres las estrofas ignorando que un solo verso, uno solo pero suficiente, afila las uñas aguardándote. Da igual que sea hermoso o no, posea valor literario o carezca de él por completo: allí te aguarda, cargado de veneno, centelleante y mortal, con sus escamas de berilo.

La muchacha había pasado horas enteras durante los últimos días intentando capturar alguno de esos ejemplares. Sabía que era bastante improbable que en tan corto período de tiempo pudiera llegar a aprender algo verdaderamente mortífero, pero el éxito obtenido con la dama número trece le había dado nuevas esperanzas. Ahora deslizaba el dedo, palpaba, hojeaba los libros buscando un destello en la oscuridad de la tinta. El verso de poder se hallaría encajado entre los demás como una veta en la roca. Era preciso un trabajo de atenta minería para extraerlo y aislarlo en todo su relampagueante aspecto. Cualquier error (despreciar una palabra, añadir otra) lo dejaría inservible.

Había establecido rápidamente sus prioridades. Los griegos y latinos clásicos eran muy fuertes, pero había decidido que no podía fiarse de su capacidad para pronunciar esas lenguas. Shakespeare resultaba excesivo: si lo manipulaba sin experiencia corría el riesgo de saltar por los aires. Algunos tercetos de Dante contenían, sin duda, suficiente poder para arrasar el coven, pero temía no saberlos recitar con la adecuada maestría. En cuanto a Milton, damas como Herberia lo usaban con efectos devastadores, pero solo en filacterias. Era difícil luchar con Milton.

Necesitaba un poema de resultados inmediatos cuyo recitado fuera relativamente sencillo. Había comprendido que no podía elegirlo entre los más complejos.

Era miércoles por la noche, pero el reloj del despacho de Ballesteros indicaba que, en realidad, ya era la madrugada del jueves. Disponía de setenta y dos horas. Se frotó los párpados, extenuada, y las letras bailaron ante sus ojos.

Una oportunidad, dame una oportunidad, y quizá te sorprenda, Saga.

Cerró un libro de Ezra Pound y cogió una selección de Dámaso Alonso.

Fue pasando las páginas con cuidado, inclinada hacia delante, la luz del flexo crudamente volcada sobre el texto. No se detenía ante la belleza de las palabras, la pulcritud de las estrofas, la importancia de los poemas o su posible significado. No intentaba captar eso. Quería que un verso la hiriera. Quería descubrir en una palabra reflejos de cuchillo, filo de hoja de afeitar, dureza de diamante. Quería encontrar un puñal de sílabas para hundirlo en el pecho de Saga. Estaba rastreando en busca de una bala de plata, una línea que poder cargar en la recámara de su boca para disparar a Saga entre los ojos.

Eran poemas cortos. Leyó «La victoria nueva» y prosiguió con «Viento de siesta» y «Elemental». Se detuvo en este último.


Viento y agua muelen pan,

viento y agua.


Arrugó la página con los dedos. Jadeaba. Tiró de la hoja casi hasta arrancarla.

Eran palabras sumamente simples. Las releyó.


Viento y agua muelen pan,

viento y agua.


Lo supo. Allí estaba. Ésa podía ser su arma.

Aquellos dos versos eran un cuchillo acerado, fácil de manejar incluso por gargantas inexpertas. Solo un cuchillo, pero hasta un cuchillo era capaz de matar. El secreto se encontraba en la aliteración de las tres palabras que contenían la letra ene: Viento, muelen, pan. Aislada de éstas, agua tendría que emerger en un grito brevísimo. Ignoraba: cuál podía ser el efecto total de las líneas, pero pensó que hasta ella, en el plazo de tiempo del que disponía, podría llegar a convertirlas en un dardo.

Cuando salió de la habitación se hallaba pálida y ojerosa.

– ¿Quieres café? -ofreció Rulfo. Ella negó con la cabeza-. Tienes que tomar algo.

– Y descansar -terció Ballesteros.

– Estoy bien. -Dirigió hacia ellos sus densos ojos oscuros-. Existe una posibilidad. -Los dos hombres la observaron atentamente-. Encontré un verso simple. Creo que incluso yo puedo manejarlo. Frente al coven es como intentar luchar con un alfiler, lo sé. Pero la dama número trece nos ha dado acceso: estarán desprotegidas. Si logro dirigirlo bien, hasta un alfiler puede hacerles daño…

– Entiendo -reflexionó Ballesteros-. Es como si tuvieras un tirachinas y hubieras descubierto que golpeando en el centro de una diana podemos fastidiarlas.

Ella asintió.

– ¿Qué posibilidades hay de que lo impidan? -indagó Rulfo.

La muchacha respiró hondo, como si hubiera esperado aquella pregunta.

– Solo una: que descubran el acceso. Pero es muy remota, porque hemos obrado por nuestra cuenta. Hemos hecho salir a la última dama. Creo recordar que no existen versos capaces de avisarlas, de ponerlas en guardia. Pero eso era antes, ¿comprendes…? No pasa ni un solo día sin que aparezcan…, en multitud de idiomas…, millones de versos nuevos… O bien una de ellas puede aprender a recitar de otra manera uno antiguo…

– ¿Y si lo descubren? -preguntó Ballesteros.

– Entonces se anticiparán a nosotros… y el alfiler será solo un alfiler. Pero es poco probable. Descubrir un acceso es casi imposible. Se miraron entre sí. Hubo un breve silencio del que pendían, como un eco, sus últimas palabras.

– En cualquier caso -dijo Rulfo-, no tenemos otra elección.


La joven Jacqueline se encontraba en el interior de una habitación sin ventanas, insonorizada, cubierta de cortinas y alfombras, todo en color bermellón: era su rapsodomo, la cámara de los recitados. Cada dama poseía al menos uno. Su servidumbre no podía penetrar allí, ni siquiera sabían de su existencia. Se hallaba en la zona más aislada de la casa, y varias filacterias escritas en las jambas de la puerta hubiesen impedido la entrada incluso a otras damas.

Estaba desnuda y arrodillada en el centro de aquel reducido espacio, los brazos abiertos en actitud de oración, con el símbolo de Saga, el pequeño espejo de oro, colgando de su delgado cuello. A su alrededor y sobre ella, sobre sus muslos blancos y sobre la alfombra, había sangre. Era suya. Dos clavos largos y gruesos taladraban sus rótulas y Jacqueline se apoyaba sobre sus pequeñas cabezas en terrible equilibrio. Otros dos perforaban sus muñecas atravesándolas de parte a parte y asomando varios centímetros por el otro lado.

No sentía ningún placer. Todo lo contrario: un dolor gélido, devorador, la atenazaba, y se hacía más insoportable cuanto más tiempo permanecía descargando el peso sobre los clavos. Sus labios temblaban, su rostro estaba bañado en sudor; su corazón y su cerebro, embotados de sufrimiento, se hallaban a punto de claudicar. Desde luego, fuera del rapsodomo no se habría atrevido a tanto. Pero allí dentro Jacqueline no era Jacqueline sino la otra. La cosa que habitaba en sus ojos.

Y esa cosa la obligaba, a veces, a realizar actividades muy desagradables.

Pero necesarias, ya lo sabes.

Para recitar versos de poder era preciso, en ocasiones, utilizar algo más que un velo como mordaza, o bailar hasta el agotamiento, o consumir algún tipo de droga. Ella había descubierto que un verso emitido en un instante de terrible dolor podía provocar efectos insospechados. La voz era un instrumento maravilloso: se dejaba tañer por todos los estados de ánimo posibles. No sonaba igual con la fatiga, la alegría, la exaltación o la tristeza. Y no sonaba igual con el dolor más exquisito. Concentrar esa sensación en las palabras era como amplificar por mil o un millón el resultado. Y mutilar a Jacqueline no le importaba en absoluto, ya que, con una filacteria apropiada después de la sesión, no quedaría ni rastro de las heridas que le había infligido.

Ahora estaba preparando el recitado de su Eliot secreto.

Su Eliot iba a resonar como nunca antes en el rapsodomo y en el mundo.

Era abrumador pensar que la naturaleza escucharía palabras que no se habían pronunciado de esa forma jamás. Se encontraba tan nerviosa y entusiasmada por aquel hecho que solo el brutal tormento de sus rodillas y muñecas le impedía perder la concentración. Le estremecía explorar nuevas vías, conocer cosas, ser la primera en crear o destruir. Aquel nuevo Eliot era el último paso que había decidido dar antes de sentirse tranquila del todo.

Porque lo cierto era que continuaba inquieta.

El ritual de la Conjunción Final estaba previsto para la noche siguiente. Tras él, Akelos, la traidora, quedaría por fin destruida. Sería un placer que nadie podría arrebatarle. Ya había arrasado su cuerpo físico, la frágil anatomía de Lidia Garetti, durante horas de incansable goce. Esa noche haría lo mismo con su espíritu. Nadie volvería a saber de Akelos. Nadie volvería a recordarla. Nadie se atrevería a vetar sus decisiones. Nadie la traicionaría jamás.

Pero la telaraña del destino era compleja. Tocabas un hilo y, en el extremo opuesto, otro se movía.

– Después de la Conjunción Final quedaréis tranquila -le había dicho Madoo.

Quizá. Solo quizá.

Aquella madrugada, poco antes de encerrarse en su rapsodomo, se había reunido con sus hermanas de confianza, y en primer lugar con Madoo, en quien confiaba tanto como en ella misma. Madoo no era una dama, pero se convertiría pronto en una cuando apareciera una vacante. Su aspecto era el de una adolescente pelirroja, pero ése era solo su aspecto. Tenía otros muchos aspectos y formas menos agradables. Ella era la joven a quien Rulfo había seguido durante la fiesta la última noche de octubre. Madoo era algo más que los ojos y oídos de Saga, más que su voluntad y sus extravagantes deseos: era su servidora, su amiga, su alma gemela.

La debilidad de Saga era Madoo. Por lo mismo, también era su fuerza.

La nueva Akelos se presentó después. Sus versos no habían logrado concretar la niebla del futuro, le dijo. Todo permanecía incierto. Los dados se encontraban aún en el aire. Pero, por lo demás, las cosas seguían su curso. La número dos vigilaba bien, y nada podía escapar a sus ojos. La número diez había espiado al coven siguiendo sus órdenes y observado el comportamiento de las hermanas, y no había descubierto ninguna traición. Todo estaba preparado para la Conjunción Final, no había nada que temer. Raquel y sus amigos eran simples ajenos indefensos. Las damas pensaban en ellos de la misma forma que un niño pensaría en el juguete mas frágil de todos los que posee. Después de la Conjunción, quedarían eliminados.

Vía libre.

Quizá Madoo tenía razón. Cuando todo pasara, ella volvería a sentir que pisaba suelo firme. Pero había decidido asegurarse con una precaución adicional: el recitado de su Eliot secreto. Ni siquiera había confesado este propósito a Madoo, porque, pese a la confianza y amistad que las unía, sabía que también ella era capaz de traicionarla.

Ya.

Con las manos crispadas, temblando de dolor, a punto de desangrarse, los labios de Jacqueline se separaron y emergió un estridor creciente. Echó la cabeza hacia atrás y los músculos del cuello se engrosaron como si adquirieran vida propia. Los clavos hundidos en los huesos de sus rodillas y muñecas le habían arrancado gritos y lágrimas, y ahora le hicieron brotar el verso desde un espacio recóndito de sus cuerdas vocales. Lo lanzó al aire del rapsodomo, a su mismo techo,


Old timber


en una sola línea verbal quebrada


to new fires


y agónica.

Cuando terminó de pronunciar la última palabra sus ojos quedaron en blanco. Permaneció inmóvil con la boca abierta contemplando algo que nadie hubiese podido contemplar.

No se había equivocado. El efecto había sido instantáneo. Era un panal. Un panal de hielo. Todas las celdillas, los fractales, geométricamente clausurados. El hielo era negro: la luz no penetraba en él.

Estaba contemplando la estructura del coven. La cohesión del grupo, sus vías de acceso. Existían bordes que afilar, extremos que apuntalar mejor, pero nada perturbaba aquella profusa simetría dentro de la cual ella era la Abeja Reina.

Siguió rastreando de un lado a otro, como un sabueso husmeando en el interior de un modelo atómico de plástico o en una holografía de enorme complejidad. Todo era sólido. Ninguna amenaza se cernía sobre aquel armazón, nadie había utilizado versos para cuestionar su posición de dama absoluta.

El motivo de su inquietud había desaparecido por fin.

Aquella que no parpadeaba sonrió tras las facciones agonizantes de Jacqueline.


Manipular un simple verso de poder era más arduo de lo que ella misma había supuesto. La antigua Saga hubiera sabido cómo hacerlo, pero la muchacha solo era un ser humano que poseía los recuerdos de una dama, no sus capacidades. No iba a lograr mucho. Aun así, lo intentaría.

Pidió a los hombres que se marcharan del apartamento durante unas horas: no quería que el verso los lastimara si se daba el caso de que perdía el control sobre él. Rulfo y Ballesteros obedecieron después de cierta vacilación.

Una vez a solas, cerró las puertas del comedor y la ventana de la terraza, y corrió las cortinas. Aquello no era un rapsodomo, pero serviría. Entonces se quitó toda la ropa y se sentó sobre sus talones en la alfombra. Nada podía distraer el recitado: el cuerpo debía volcarse en la emisión correcta de los sonidos.

Se propuso, en primer lugar, metas modestas. Lo recitó varias veces para sentirse cómoda con las palabras. Descubrió su torpeza muy pronto. Probó de nuevo hasta adquirir soltura. Las repitió una y otra vez, haciendo oscilar el cuello de un lado a otro y colocando una mano frente a los labios para tamizar el sonido. Percibió que las palabras tomaban forma dentro de su boca, que eran algo que ella podía usar. Pero se le escapaban, resbalaban, no lograba nada.

Cuando Rulfo y Ballesteros regresaron, la hallaron recostada en el suelo del comedor a oscuras. No estaba desmayada, solo agotada.

– Necesito más tiempo y otro lugar.

– Necesitas descansar -replicó Rulfo.

Pero, por la forma en que ella lo miró, comprendió que no estaba dispuesta a detenerse.

– Llévame a tu casa.

Una hora después la dejaron en el apartamento de Lomontano, donde podía ensayar todo el día sin ser molestada. Repitió los ejercicios hasta que su boca pudo ver las palabras. Luego intentó cogerlas, pronunciarlas de tal modo que fuera como sostenerlas por el mango y hacer que la punta se dirigiera hacia donde ella deseaba.

Las lanzó con cautela, pendiente de la aliteración.

Por fin se creyó preparada para producir un efecto. Fue a la cocina y trajo un pequeño vaso de cristal. Lo dejó sobre la mesa del comedor y se arrodilló. Tras varias repeticiones de prueba, lanzó los versos. No ocurrió nada, aunque se sintió optimista. No había dado en el blanco, pero supo que las palabras habían viajado. Lo intentó de nuevo, pero esa vez no pudo imprimirles energía. Lo volvió a intentar, sin detenerse, más de un centenar de veces, con idéntico resultado, hasta que la fatiga, el dolor de garganta y la desesperación la hicieron desistir.

Se encorvó, arañó el suelo. Sabía que podía conseguirlo, sabía que terminaría consiguiéndolo, pero la frustración que sentía era inmensa, como la del atleta con un historial de medallas olímpicas que comprueba, de repente, que apenas puede caminar.

Rulfo llegó de madrugada. La encontró pálida, sudorosa, los cabellos tachándole la mirada, sin vestigios de ropa. Su aspecto le recordó el de un peligroso depredador.

– Tienes que dejarlo y descansar un poco. Es muy tarde.

– No… -Apenas podía contestar. El dolor de garganta encerraba su voz-. No…

Había decidido concentrarse en algo.

Piensa en él. Piensa en lo que ella le hizo.

– Raquel…

– Vete.

Cuando se quedó sola de nuevo, contempló el pequeño vaso de cristal sobre la mesa.

Piensa en lo que le hizo. En cómo te obligó a verlo.

Luchó por lanzar los versos. Al duodécimo intento, el vaso se desplazó unos centímetros. Solo entonces se vistió y decidió descansar.

El sábado, de madrugada, regresó a Lomontano. Estuvo recitando su pequeño cuchillo durante horas, hasta adaptarse a él. Luego (piensa en) calculó la distancia (lo que le hizo), tomó aire y lo lanzó con fuerza inusitada.

El cristal estalló.


Vía libre, pensó tranquilizada.

Se disponía a cerrar la visión cuando lo vio.

Un diminuto vacío, una ínfima abertura, como el defecto que podía producir un pequeño gusano o el apetito de una termita. Y no provenía de ninguna de las hermanas. Era un acceso desde el exterior. ¿De quién?

Los ojos que no parpadeaban se introdujeron por aquella hendija, aquel túnel levísimo, y miraron a través de eso.

Apenas podía creerlo. Raquel y el receptáculo habían encontrado la forma de hacer salir a la dama número trece y la habían obligado a entregarles un acceso. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Solo con los sueños de Akelos? No: esto probaba que Raquel había recobrado algo más que la memoria, lo cual era prácticamente imposible. Ya no cabía duda de que alguien la traicionaba.

Por suerte, lo había averiguado a tiempo.

Recitó otro verso rápido, y, antes de que el cuerpo de Jacqueline falleciera entre espantosos dolores, hizo desaparecer los clavos y cerró las heridas. Luego activó la filacteria del poeta Ovidio que había escrito en su antebrazo izquierdo y no quedó sobre su piel ni dentro de sus órganos vestigio alguno de aquella tortura.

Salió del rapsodomo tal como estaba, vistiendo solo el símbolo de Saga, sin sonreír, los ojos muy abiertos. Con un Neruda muy breve redujo a cenizas a todos los ajenos que en aquel momento trabajaban en la casa y a todos los seres vivos que la rodeaban. No hubo llamas, ni gritos, ni dolor alguno. Simplemente, toda su servidumbre, todos los animales domésticos y las pequeñas criaturas que volaban, caminaban o reptaban sobre su jardín y el interior de su casa quedaron convertidos en un polvo grisáceo y suave. Luego llamó a Madoo.

– Alguien me traiciona -dijo-. El tiempo de la confianza ha terminado.

Recitó a Shakespeare, y Madoo estalló frente a ella como una fruta madura.

Un poco más calmada, se dedicó a pensar qué iba a hacer a continuación.

Raquel y los ajenos ya no eran un asunto banal. Estaban convirtiéndose en una amenaza, pequeña aún, pero preocupante. Era preciso acabar con ellos antes del ritual.

Convocó a las hermanas.


La noche del sábado, Rulfo se reunió con la muchacha en el comedor mientras Ballesteros bajaba al garaje para guardar en el coche todo lo que pensaban llevar. En la expresión de ella apenas había otra cosa que belleza, pero en el fondo de sus ojos Rulfo pudo distinguir algo concreto. Comprendió de qué se trataba. Ahora va armada.

– ¿Sabes adónde debemos ir?

– Ella me dijo que lo sabría. Estoy segura de que podré guiaros en cuanto subamos al coche. La reunión se celebrará fuera de los días de ceremonia, así que no usarán la mansión. Creo que no se alejarán mucho del lugar donde hallaron la figura: será en las afueras de Madrid.

Hubo una pausa.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Rulfo.

– Voy a intentarlo -fue la respuesta.

No era necesario añadir nada más, y lo sabían. Todas las palabras sobraban, salvo las que ella enfundaba en la boca. Sin embargo, la muchacha agregó:

– Sé lo que estás sufriendo. Pero terminarás olvidando, como yo… El destino siempre es olvidar.

Desde la perspectiva de una dama, quizá eso sea sencillo, pensó Rulfo.

De repente descubrió que era muy difícil orbitar cerca del ecuador de aquel rostro sin posarse sobre él. Aproximó sus labios a los de ella. Se besaron hasta escuchar el silencio.

Entonces él se apartó y la miró: no descubrió en su expresión emoción alguna, salvo la única, la de siempre, la que incendiaba los ojos de ambos. Comprendió que solo les unía aquel deseo de venganza: cuando lo satisficieran, si es que lo hacían, escogerían caminos distintos y no volverían a verse.

– Gracias -dijo ella, inesperadamente.

– ¿Porqué?

– Fuiste tú quien me hizo despertar del todo. Yo era débil, ahora soy fuerte. Te lo debo a ti.

– ¿Crees que lograremos algo?

– Sí. -Ella intentó sonreír-. No se lo esperan. Intentaré dejar a Saga fuera de juego. Si lograra herirla, las otras quedarán muy débiles. Entonces quizá huyan, o quizá podamos dañarlas con armas normales…

Rulfo percibió que la muchacha deseaba darle más esperanzas de las que realmente sentía. Ballesteros los interrumpió.

– Ya estoy listo.

Se miraron entre sí. Hubo un breve silencio.

– Vamos a intentarlo -dijo Rulfo.

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