V. LA FIGURA

La muchacha llegó a casa muy tarde aquella noche, cruzó el patio con un repiqueteo de tacones, introdujo la llave en la cerradura, abrió y sintió que el corazón le daba un vuelco. Había luz en el saloncito. La lámpara de camping estaba encendida. Y olía a tabaco, pero no de la marca que solía fumar Patricio.

Supo quién era antes de oír la voz.

– Ignoraba tus aficiones noctámbulas. Llevo esperándote por lo menos dos horas.

De pie en el umbral, la muchacha tomó aire, apretó los párpados e intentó reunir fuerzas. Aquella visita era cruel después de un día tan agotador, pero sabía que los clientes podían venir cuando les apeteciera. Patricio les había dado copias de su llave a todos los que pagaban bien y ella estaba obligada a atenderlos, fuera la hora que fuese. Recobró la compostura enseguida, entró, cerró la puerta y avanzó hacia el saloncito.

El hombre estaba sentado en el desvencijado tresillo con las piernas abiertas. Vestía como siempre: traje oscuro, camisa a rayas grises y corbata perla, azul y gris. La camisa y la corbata abultaban debido a la prominencia del vientre. Alzaba una mano con un cigarrillo entre los dedos. Su rostro blando y blancuzco se hallaba atravesado por unas gafas de sol y una sonrisa perennes. Nunca se quitaba aquellas gafas. Nunca dejaba de sonreír. Ella ignoraba su nombre.

Le saludó sin recibir respuesta, dio dos pasos más y se detuvo frente a él.

– ¿No vas a disculparte?

– Lo siento.

Sabía que todo formaba parte del juego preferido del hombre de las gafas negras: la humillación. Por supuesto, no se sentía culpable de llegar a esa hora. Los viernes y sábados las citas se acumulaban, y debía, además, acudir al local del club, un antro de paredes rojas en los sótanos de un burdel de carretera, para concertar sus próximas citas. Al terminar deseaba únicamente cerrar los ojos y descansar todo lo posible. Pero su vida no era suya, y lo sabía. Ni su descanso.

– ¿Eso es lo único que se te ocurre decir?

De repente ella se había puesto a pensar en otra cosa.

La habitación cerrada.

Aquel tipo afirmaba llevar mucho tiempo esperándola. Pero ¿se había limitado a aguardar allí sentado? No: lo más lógico era que hubiese recorrido su minúscula casa y entrado en aquella habitación. Y si había sido así, ¿qué había hecho?

Se moría de ganas por comprobar que todo estaba bien. Pero no podía hacer eso. Aún no.

Una puntera de zapato tocó su pie izquierdo.

– Repito: ¿ésa es tu forma de disculparte…? ¿Decir «lo siento»?

El hombre continuaba tranquilo, cómodamente sentado, sosteniendo el cigarrillo entre sus gruesos dedos con el ampuloso gesto de un pantocrátor de piedra, sonriendo y hablando con suavidad, casi en tono cariñoso. Sin embargo, ella sabía cómo era en realidad. Sus maneras no la engañaban. De hecho, era casi el peor de todos. Acostumbraba a aparecer de forma imprevista, en medio de la noche, y sus visitas siempre resultaban inolvidables. La mayoría de los clientes solo buscaba diversión, pero el hombre de las gafas negras parecía desear únicamente su sufrimiento. La muchacha le temía más que a Patricio.

Se arrodilló en el suelo e inclinó la cabeza. No tuvo necesidad de apartarse el pelo: en el trabajo siempre se lo ataba en un moño sobre la nuca.

– Lo siento -repitió.

Las gafas, encaramadas sobre la sonrisa como un cuervo, la contemplaban.

– Me decepcionas. Mi perro braco sabe hacerlo mejor que tú…

La muchacha respiró hondo. Sabía lo que él quería y cómo acabaría todo.

Sin incorporarse, se quitó la cazadora, deslizó el jersey por encima de la cabeza y comenzó a desabotonarse la falda. En los cristales de las gafas negras su cuerpo se reflejó como una llamarada. Se despojó también de los zapatos, las medias y las bragas a un ritmo lo bastante rápido como para no impacientar al hombre, pero cuidando de no estropear ninguna prenda. Cuando acabó de desvestirse se tendió en el suelo por completo, con suma sencillez, acostumbrada a hacerlo miles de veces. Sintió la frialdad de las baldosas contra la carne y la dureza metálica de las anillas y el collar de Patricio, de los que nunca podía desprenderse, y buscó con los labios los lujosos zapatos. Olió a cuero nuevo. Sacó la lengua.

El brusco, inesperado tirón de pelo le hizo alzar la cabeza.

– Abre los ojos -dijo el hombre con otro tono de voz.

Lo hizo. La mano tiró de su cabello y ella se incorporó un poco, solo un poco, hasta quedar de rodillas. Vio oscilar frente a su nariz un saquito de tela rígida.

– Dónde está.

Sus ojos se desviaron lentamente del saquito a las gafas de sol. La sonrisa había desaparecido del rostro del hombre.

– Solo he encontrado la filacteria. Dónde está la figura.

El hombre seguía agarrándola del pelo y haciendo oscilar el saquito frente a su rostro con la otra mano. Al pronto, ella no supo de qué podía estar hablando. Entonces lo recordó todo. Fue como si el miedo la hubiese mordido.

– No sé -dijo.

– Claro que lo sabes. -El hombre tiró de su pelo una vez, luego otra-. No se te ocurra mentirme. Ni lo pienses siquiera.

– No miento, no lo sé, de verdad, no lo sé…

Era cierto. Se había olvidado por completo de aquella estúpida figura. Suponía que el tipo barbudo, (¿cómo se llamaba…?Rulfo. Salomón Rulfo), se la había llevado junto con el retrato la noche anterior. Pero lo más increíble era comprobar que aquel hombre sabía algo sobre eso. ¿Acaso conocía también las pesadillas que ella había tenido? Había mencionado un extraño nombre: «filacteria». ¿Qué podía significar?

– Te lo preguntaré una vez más. Una sola, y quiero una respuesta. -El hombre acentuaba cada palabra con un fuerte tirón de pelo, obligándola a arquearse hacia atrás-. Dime, exactamente, dónde has escondido la figura…

¿Qué podía hacer? Lo único que conseguiría si se callaba sería que el hombre le hiciera más daño. Y, aunque no le atemorizaba demasiado el dolor que pudiera infligirle, de repente le preocupaba mucho que hubiese descubierto aquello y decidiera dañarlo también. En otras circunstancias, quizá no hubiese dicho nada. Odiaba a aquel hombre con todas sus fuerzas y no deseaba implicar a Rulfo, pero ahora ya no había remedio.

– La tiene él… Se llama Salomón Rulfo. No sé dónde vive, pero sé su teléfono…

Por un momento el hombre no reaccionó. Contemplando de cerca los inclementes cristales negros, la muchacha se preguntó, sin excesiva emoción, si la mataría en ese mismo instante. Entonces las gafas retrocedieron.

– Espero por tu bien que sea cierto. -Su pelo quedó libre y el hombre se puso en pie-. Lo espero de verdad. Confío en que no quieras jugármela… -Y, de alguna forma, aunque ella seguía arrodillada y solo veía los zapatos y las perneras del pantalón del hombre, percibió que la sonrisa regresaba a sus rasgos como una luz helada-. Pero no vamos a despedirnos sin un poco de diversión, ¿no te parece…?


la figura


Dentro de ella había una tumba.

Dentro de aquella tumba milenaria, nada ni nadie podía dañarla.

La patada la arrojó al suelo. Sintió el peso sobre su espalda, separándole las piernas. Apretó los dientes.


la figura. allí.


De la tumba emergían filosas llamas oscuras. Llamas que eran como la luz de una luna quemada. Como una hoguera elaborada con estrellas. Un incendio frío que, al carbonizar el mundo, lo dejaba convertido en pura noche negra.

Arañó las baldosas mientras aquel peso se hundía dentro de ella.


la figura. allí. en una esquina.

En esa tumba, en esa cámara clausurada de su imaginación, se refugiaba para soportar el dolor. En su interior seguía siendo ella, pero se volvía indestructible.

Abrió los ojos a ras del suelo un instante. Y la vio.


La figura. Allí. En una esquina.

– Recuerda: si me has mentido, volveré…

Díselo y que se la lleve. Díselo.

No, no se lo digas.

El hombre había añadido algo. Una amenaza precisa. Comprendió, aturdida, que había descubierto lo que había en la habitación cerrada. Debo ir y ver. Debo ir y ver. Escuchó el sonido de la puerta. Luego el silencio. Siguió inmóvil.

¿Por qué no se lo has dicho? ¿Por qué?

Debo ir y ver. Debo.

La frialdad de las baldosas entumecía su vientre y sus pechos, anestesiándola como un gélido ungüento. Sabía que debía levantarse, pero un vértigo de dolor y fatiga la mantenía quieta.

Antes de cerrar de nuevo los ojos volvió a mirar hacia la pared del fondo. No había sido una alucinación: allí estaba, tirada en el suelo.


Parpadeó en medio de una helada y dispersa penumbra, una taxonomía de distintos matices de sombra, y advirtió la presencia de una de sus botas a escasa distancia de su ojo derecho.

Una media. Su ropa por el suelo.

Se incorporó. Un alambre cayó a las baldosas: una horquilla. Se quitó las demás con furiosos ademanes. Su pelo increíblemente negro y largo llovió sobre sus hombros y espalda. Entonces se tambaleó hacia el cuarto de baño, tanteó a oscuras hasta levantar la tapa del retrete y vomitó. Un sabor acre la anegó. El mundo era un carrusel de sombras que daba vueltas a su alrededor.

Se quedó sentada en el suelo, jadeando, hasta recobrar la calma, la estabilidad, la obligación de permanecer tranquila.

Lo único malo era que siempre terminaba recuperándose. Su cuerpo, ese saco muscular de arena firme, nunca cedía, nunca le ofrecía la capitulación final, como ella ansiaba. Estaba diseñado, sin duda, por algún tipo de dios cruel, alguna divinidad sádica y calculadora. Ella lo odiaba. Le repugnaba cada una de sus fibras.

Se puso en pie y abrió el grifo de la ducha. El agua helada terminó de despejarla. Se lavó una y otra vez, intentando desprenderse hasta el último resto de la presencia de aquel tipo. Con todo, el hombre de las gafas negras nunca dejaba otras huellas sobre su piel que los golpes y una sensación de despreciable humillación. Ella sospechaba, incluso, que ni siquiera sentía verdaderos deseos de poseerla. Cuando la penetraba, como esa noche, se comportaba como un simple mecanismo, un instrumento que parecía destinado únicamente a vejarla una y otra vez. Pero el agua le hacía creer, al menos, que parte de su nauseabundo recuerdo desaparecía para siempre.

Cayó en la cuenta de que era preciso comprobar algo. Se secó rápidamente con una toalla y salió del baño. El frío la atacó como una punzada imprevista, pero no quiso perder tiempo vistiéndose. Abrió sigilosamente la puerta de la habitación del pasillo y entró. Era un lugar mínimo y oscuro con un camastro en el suelo y algunos objetos diseminados, el más llamativo de los cuales era un plato con restos de comida. Se agachó y observó el bulto cubierto por las mantas. Estuvo contemplándolo largo rato, como si no supiera muy bien qué hacer.

Al fin, levantó un poco las mantas y se cercioró de que nada malo parecía haber ocurrido. Duerme. Luego las dejó como estaban y salió.

Se envolvió en una toalla y regresó al saloncito, donde la lámpara aún se esforzaba por iluminar. Se agachó y recogió la figura de cera.

Akelos.

No entendía bien por qué no le había dicho al hombre que la figura estaba allí, que, sin duda, se había caído de la mesa la noche anterior, cuando Rulfo y ella se acariciaban (ahora recordaba que también se había caído la lata de comida), y había rodado hasta esa esquina. Si hubiera obrado así, el problema ya estaría resuelto.

No. Has hecho bien.

Puso en pie una silla volcada y se sentó. Tenía la figura en la mano.

Hiciste bien en callarte.

La contempló. No pesaba nada. Apenas era nada. Sus bordes de cera emitían un ínfimo brillo de lustre. Se preguntó por qué aquella nimiedad, que casi parecía un juguete, podía ser tan importante.

Se quedó quieta, sentada en la silla, observando la figura.

El andrajo de tela que cubría la ventana empezó a clarear. La muchacha seguía inmóvil. De pronto


mediodía


fue como si hubiese tomado una decisión.


mediodía. cenit


Se levantó y se dirigió al dormitorio. En una de las esquinas había un zócalo suelto desde hacía tiempo. Lo desprendió.

Cuando lo dejó en su sitio otra vez, ya no llevaba nada en las manos.


Mediodía. Cenit.

Las lluvias recientes habían lavado el aire dejándolo pleno y puro, de un color azul que parecía simbólico. El sol la hizo parpadear cuando salió a la calle. Llevaba su vestuario de costumbre: cazadora negra, minifalda, botas y medias. Cruzó el patio entre las miradas silenciosas de los vecinos. En aquel edificio nadie conversaba con nadie, salvo con sus respectivas familias. Procedían de distintos países, hablaban diferentes idiomas. No confiaban en los demás, y hacían bien. Vivían hacinados en lugares diminutos y ocultos. Ella era de las que tenían suerte: poseía un apartamento propio. Patricio se lo decía muchas veces.

Entró en una cabina, introdujo unas monedas y marcó un número. No tenía teléfono en casa. Patricio no lo había considerado necesario, porque las citas se concertaban en el club y porque ella no iba a llamar a nadie salvo a él. El número que le había dado a Rulfo era falso. Ahora, el número de Rulfo era uno de los dos únicos que conocía.

Pero no fue ése el que marcó.

Estaba tan nerviosa que tuvo que volver a pulsar. No sabía lo que hacía. El auricular se le caía de las manos. Mientras escuchaba el remoto timbre intentó calmarse.

Un miedo como jamás había sentido la hacía estremecerse de la cabeza a los pies, pero no a las posibles represalias del hombre de las gafas negras o de Patricio. Ambos le habían hecho creer que el infierno existía y se hallaba en la Tierra, pero no era ése el miedo que ahora experimentaba. Ni siquiera se trataba del que había sentido en la casa de Lidia Garetti o en su dormitorio a oscuras, sino de un pavor mucho más hondo y antiguo, como si el temor cotidiano se hubiese arrancado la máscara de querubín y la contemplara con ojos sin pupilas y sonrisa rojiza.

En el auricular, por fin, la voz de él:

– Diga.

Se aclaró la garganta. Reunió fuerzas.

– Soy yo, Patricio.

Un silencio.

– ¿Tú? ¿Y quién eres tú?

– Raquel.

– Ah. ¿Y qué quieres ahora?

Las pocas veces que ella lo había llamado le había pedido cosas. Patricio le había concedido algunas y otras no. Era impensable que se atreviese a molestarlo para algo que no fuese una verdadera necesidad.

– ¿Vas a hablar o qué? ¿Te ha comido la lengua un cliente?

– Hoy no voy a ir al club -dijo con dificultad. Tras aquella primera frase, el resto fue más fácil-. Ni a las citas… Ni mañana tampoco… No voy a ir a nada nunca más… -Imaginaba la cara redonda de Patricio adoptando un color cada vez más oscuro. Decidió soltarlo todo-. Me marcho… Lo dejo…

– ¿Que lo dejas…? Oye, espera un momento, bonita… ¿Hay alguien contigo…?

– No. Nadie.

– ¿Quieres repetirme lo que has dicho…? Últimamente ando duro de orejas. ¿Que dejas qué…?

Ella se lo repitió. El auricular pareció estallar. Los gritos de Patricio surgían afilados y desagradables.

– No, no te pertenezco, Patricio, no… -musitó varias veces.

El auricular se alzó más, picudo, irritante. Lo dejó hablar. Había esperado cosas mucho peores y se sentía preparada para todo. No quería enzarzarse en una discusión. Sabía que llevaba las de perder. De repente, para su sorpresa, la voz se dulcificó.

– Estás bromeando… De cualquier otra me lo creería, pero de ti… Mira, hablemos en serio. ¿Qué ha pasado…? Anda, dímelo. Algo grave, seguro. Con un cliente, ¿no…? Confía en mí. Todo se puede arreglar…

– No ha pasado nada. Quiero irme.

– ¿Así? ¿Sin mas?

– Sí.

La cabeza le dolía. Deseaba colgar. Deseaba marcharse ya. Pero no podía hacerlo aún.

– ¿Y cuándo quieres marcharte?

– Hoy. Ahora.

– ¿Tienes dónde dormir esta noche?

– No. -Titubeó-. Ya veré.

– ¿Y ropa? ¿Tienes ropa?

– Sí. -Volvió a titubear-. La que llevo puesta. No me llevaré otra cosa.

– No irás muy lejos sin un céntimo y con eso que tú y yo conocemos, ¿lo sabías?

– Me arreglaré.

– Te arreglarás, te arreglarás… Qué estúpida eres, húngara…

En una plaza cercana jugaban algunos niños. Una niña le llamó repentinamente la atención. Vestía un traje raído de color verde oscuro, pasado de moda, como si lo hubiese robado de la guardarropía de algún teatro, y sostenía una pelota roja en la mano. Pero no jugaba como los demás: permanecía quieta mirando algo. Pese a la distancia que las separaba, la muchacha tuvo la certeza de que la miraba a ella. Y sonreía En su pecho brillaba un broche, o un medallón.

– En fin, si quieres morirte de hambre, lárgate… No soy de los que retienen a nadie contra su voluntad. Y has despertado mi lado bueno. Te daré algo de pasta… Solo para el viaje, claro, no te entusiasmes…

¿Por qué aquella niña la inquietaba tanto? ¿Es que se estaba volviendo loca? Se trataba solo de una niña, por Dios. Volvió a concentrarse en las palabras de Patricio.

– … Y no me lo agradezcas. Me has hecho una buena trastada, pero has tenido el valor de llamarme y decírmelo… Y el valor es algo que Patricio Florencio sabe agradecer, ¿me oyes…? ¿Raquel…? ¿Sigues ahí o ya te has pirado?

– Sí, pero debo colgar. Dinero se acaba.

– Claro que se acaba, húngara. Siempre se acaba. Por eso te daré un par de billetitos. De paso aprovecharé para despedirme.

Ella quiso decirle que no aceptaría su dinero, pero la conversación se interrumpió. Cuando salió de la cabina y volvió a mirar, la niña ya no estaba.


Empezó a hacer planes. No tenía nada que llevarse, y pensó que quizá sería prudente aceptar lo que le diera Patricio, solo para comprar lo más básico. Luego buscaría refugio. Iba a necesitar un nuevo techo con urgencia.

Sostenía el papel con el número de teléfono de Rulfo.

Sin embargo, titubeaba. ¿Acaso iba a confiar en alguien a quien apenas había conocido? Para el caso, se fiaba mucho más de Patricio. Era un lobo, pero los años pasados a su lado le hacían pensar que lo conocía bastante bien. Sabía que, mientras no lo dejara en desventaja, mientras no se pasara de lista, el lobo no la mordería.

Dobló el papel pero no quiso tirarlo. De algún modo, pensaba que Rulfo era distinto a todos los hombres que había conocido, y quizá más adelante pudiera acudir a él. El futuro no le daba miedo: estaba segura de que no le iba a faltar comida ni un sitio donde vivir.

Su inquietud principal era el pasado.

Existían muchos vacíos en su vida que, de repente, deseaba llenar. Por ejemplo, los lugares donde había estado antes de venir a España. Su país de nacimiento. Su familia. Un eclipse ocultaba aquellos recuerdos. Patricio la llamaba «húngara», pero él mismo reconocía que no sabía dónde había nacido en realidad. Y, dejando aparte aquellos cinco últimos y crueles años, solo imágenes dispersas habitaban su memoria: caras, momentos, anécdotas… Pero ahora todo eso le parecía confuso, como si de repente se hubiese percatado de que no eran verdaderos recuerdos, de que faltaba algo, un hilo conductor que les otorgara cohesión.

Cierta vez le había preguntado a Patricio por qué le costaba tanto recordar. Él le había explicado que su infancia y su primera juventud no habían sido felices, y que por eso las había olvidado. Ella le había creído. Hasta ahora.

Le interesaba conocer su pasado, pero, sobre todo, en relación con algo muy concreto. Aquello que había en la habitación cerrada. Las dudas crecían en ella como una misteriosa infección. Sentía una angustia nueva, inusitada, pero, al mismo tiempo, una energía como jamás había experimentado. Le sorprendía haber cambiado tanto en tan poco tiempo.

Se dirigió al dormitorio. No podía olvidar la figura de cera Tendría que llevársela también, eso estaba claro. No sabía por qué, pero era importante para ella. Mucho. La figura le había producido aquel cambio, le había dado fuerzas. Necesitaba guardarla, ocultarla en algún sitio seguro. Si se apresuraba, el hombre de las gafas negras no la encontraría cuando regresara. Ella ya estaría lejos, y a salvo.

Se agachó junto al zócalo. En ese instante escuchó el ruido de una llave y tuvo un sobresalto imaginando que era aquel hombre. Salió del dormitorio, asustada, y comprobó que era Patricio. Por primera vez desde que lo conocía casi se alegró de verle.

– Vengo a despedirme y a darte lo prometido -dijo Patricio sonriendo.

Alzó el puño y la golpeó.


Le habían hecho una visita, pero no le sorprendió en exceso. Casi lo esperaba.

La puerta de la calle estaba abierta, y una simple presión le permitió acceder al interior. Entró con menos cautela de la razonable. En otras circunstancias se habría preocupado mucho más, pero tras experiencias como la de aquella noche, la invasión de su hogar podía considerarse una mera anécdota. Encendió las luces y avanzó en medio del desorden. Los libros esparcidos por el suelo semejaban pájaros muertos. Sus escasos muebles habían sido destripados de cajones y éstos volcados para descubrir la infinidad de papeles inútiles que se adhieren a la existencia como excrementos. El ordenador parecía indemne.

Rulfo creía saber lo que andaban buscando.

Les interesa mucho esa figura.

Sin embargo, más que el motivo exacto del inusitado interés por una figurita de cera, le intrigaba la razón por la cual las damas (si es que se trataba de ellas, y estaba convencido de que era así) se habían visto obligadas a realizar un registro como aquél. Si eran tan poderosas, si podían materializarse en el aire o convertirse en niñas, ¿por qué no eran capaces de recobrar una cosa que les pertenecía? ¿Por qué lo habían amenazado en el teatro y escarbado de esa forma en el basurero de su vida?

Se agachó y empezó a recoger libros. Pensó que era preciso llamar a Raquel y asegurarse de que se encontraba bien. Y tendría que convencer a César de que no siguiera investigando. Se arrepentía de haberle pedido ayuda. Fueran o no una secta, las damas iban en serio, y lo habían demostrado.

De repente, bajo un volumen de Paul Celan, sorprendió unos ojos que lo miraban.

Beatriz, acostada tras un cristal, sonriéndole desde una de las numerosas fotografías que él había enmarcado y guardaba en el altillo del armario. Su repentina aparición le hizo olvidar lo sucedido en el teatro y el estado en que se encontraba todo, incluido él mismo.

Recogió aquel retrato sintiendo que la memoria se encendía en su interior. Los recuerdos nunca desaparecen: tan solo se sumen en la oscuridad; y en ese momento, para Rulfo, volvieron a iluminarse unos ojos húmedos y verdes, las medusas inofensivas de unas manos suaves y una risa como un arpegio de celesta. Tu hermoso cabello negro, tu dulce mirada verde…

Beatriz, mirándole desde su tersa eternidad.

Fingía olvidarla, pero el viejo dolor regresaba una y otra vez. ¿Qué más debía hacer? Ya le había llorado, ya se había inmolado del todo ante ella. ¿Qué más? Intuía que el dolor, mucho más poderoso que la pasión, carecía de orgasmo, de clímax, de un fastigio último tras el cual pudiera sobrevenir el alivio. La vida podía saciarse de placer, pero siempre estaba hambrienta de dolor.

Observó el altillo abierto, trepó a una silla y guardó el retrato con los demás. Deseaba asegurarse de que estaban todos, pero no iba a hacerlo en aquel momento. Encontró intacta la botella de whisky que había comprado. Muy atentos, gracias. La sujetó con las dos manos y sintió la frialdad del cristal. Se acostó sin desnudarse. No abrió la botella hasta otorgarle, con las manos, la tibieza de un cuerpo.


Cuando descolgó, no sabía cuántas veces había sonado aquel timbre.

– Salomón, qué coño te pasa… ¡llevo llamando desde hace horas…!

El sábado se derramaba en la habitación repleto de un sol que desmenuzaba cruelmente su dolor de cabeza.

– Es increíble, te lo juro… Encontré el libro que Rauschen me envió, Los poetas y sus damas. He pasado toda la noche leyéndolo… Pero no te adelantaré nada: tienes que venir…

Déjelos fuera.

– ¿Salomón?

Deje fuera de este asunto a sus amigos.

– Sigo aquí, César.

– ¿Vienes o qué?

– No creo que pueda. Tengo… mucho que hacer… hoy.

Mientras pensaba rápidamente en alguna excusa creíble, escuchó los murmullos de insatisfacción al otro extremo del auricular.

– Pues entonces iremos nosotros… Estaremos en tu casa, aproximadamente, en…

– No, aguarda. Será mejor…

Sabía que un César Sauceda entusiasmado era mucho más difícil de manejar que el de costumbre. Por un momento le horrorizó la idea de que descubrieran el estado de su apartamento. Y conocía de sobra a su ex profesor como para tener la certeza de que, aunque le dijera sin tapujos que no deseaba verlo, haría caso omiso a su grosería y se presentaría en Lomontano con Susana haciendo sonar el claxon. Supuso que lo único que podía hacer (sobre todo en aquel momento, con la cabeza aturdida por la resaca de whisky) era fingir que no sucedía nada.

– Mejor que vaya yo. Dame una hora.

Colgó, se sentó en la cama e inspeccionó el caos de libros esparcidos por el suelo. No iba a ponerse a arreglar nada: se ducharía, tomaría una taza de café caliente e iría a casa de César para intentar convencerle de que no metiera más las narices en aquel estercolero.

Pero antes necesitaba comprobar dos cosas.

Encendió el ordenador, que había instalado en el dormitorio, al igual que la televisión, para dejar más espacio en el comedor para los libros, y entró en la red. Mientras las páginas se cargaban en la pantalla, sacó del bolsillo el papel con el número de teléfono de Raquel y lo marcó desde su móvil. Escuchó la voz en el auricular al tiempo que tecleaba en los buscadores habituales: «Telefónica le informa que el número que ha marcado…». Lo marcó otra vez, con idéntico resultado: Raquel le había dado un número inexistente. ¿Por qué?

De repente, en la pantalla del ordenador apareció un titular.

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