8

Todos los días me alegraba de no haber sido invitada a las ceremonias del Congreso de Viena. Las cartas de mi hermana Catalina, que, por su parte, se había trasladado allí como corresponde a una estrella de la vida cosmopolita, estaban llenas de chismes absurdos y reflexiones políticas aberrantes. De página en página, recortaba el mapa de Europa. ¡Cómo había cambiado mi Catalina desde los tiempos de mi infancia! ¿Qué era lo que había alterado sus nervios, sus dos maternidades o su viudez? Su exaltación patriótica y su fatuidad la alejaban de mí. También era posible que yo no hubiera podido perdonarle su sistemática animosidad contra Napoleón. En Viena, ella se sentía perfectamente a sus anchas en un ambiente de reyes, príncipes y mujeres que brillaban por su belleza o su ingenio. La competencia acicateaba su deseo de seducir. Me contaba con orgullo sus éxitos con muchos de los diplomáticos que revoloteaban a su alrededor como abejas alrededor de un pote de mermelada. A través de sus relatos, adivinaba que en esa capital sumergida en la locura, la política y las intrigas amorosas se confundían en una espiral interminable. Mientras los delegados plenipotenciarios reunidos en sus sesiones peroraban, reñían, se reconciliaban e intercambiaban sonrisas preparando al mismo tiempo nuevos ataques solapados unos contra otros, sus colaboradores y colaboradoras, convertidos en soplones, vigilaban a los allegados de los amos del mundo. Todo ese mundillo que pululaba en torno a la mesa de conferencias estaba allí sólo para espiar y divertirse. La propia Catalina me confesó que los banquetes, los espectáculos y los bailes eran excelentes oportunidades para enterarse de las intenciones de los diferentes participantes del congreso. Según ella, algunas mujeres llevaban hasta las sábanas el arte de sonsacarle información a su vecino de mesa o a su compañero de baile. Sin seguir el ejemplo de esas licenciosas criaturas, Catalina decía que era capaz de seducir a quienes la rodeaban, y más de una vez le había revelado a Alejandro secretos arrancados a prusianos, austríacos, ingleses e incluso franceses demasiado galantes. Él se lo agradecía riendo, y le aseguraba que ella sola le era más útil que los siete miembros de la delegación rusa. La llamaba “mi Talleyrand con faldas”, y Catalina se sentía tan halagada que me lo repetía hasta el hartazgo en sus cartas. También me contó que Alejandro se pavoneaba en Viena delante de las mujeres bonitas, y engañaba en forma desvergonzada a la emperatriz con ésta o aquélla, pero que la propia Isabel Alexéievna, ganada por el coqueteo del ambiente, había reanudado tiernas relaciones con su antiguo pretendiente, el príncipe Adam Czartoryski.

El momento de gloria de Catalina fue el 24 de noviembre de 1814, en la fiesta de su onomástico. Asistieron a ella dos emperadores, cuatro reyes y treinta príncipes reinantes. El zar y la zarina presidieron los festejos. Se sirvió la cena en cincuenta mesas de seis cubiertos cada una, a la luz de una enorme cantidad de velas. Catalina estaba tan emocionada por ese homenaje que me transcribió en detalle el menú, decididamente internacional: esturiones del Volga, ostras de Cancale y Ostende, trufas de Périgord, naranjas de Palermo, ananás provenientes de los invernaderos imperiales de Moscú… Como yo estaba al margen de todas esas orgías, me molestaba la frivolidad de una sociedad más interesada en divertirse que en reconstruir Europa. Después de la cena, hubo baile. Todos bailaron y charlaron hasta la madrugada. Catalina dijo que esa fiesta fue el regalo más hermoso que había recibido en su vida.

Con todo, las negociaciones avanzaban, en realidad, pero no en el sentido que deseaba Alejandro. Gracias a las maniobras de Talleyrand, Rusia se encontró aislada frente a Austria e Inglaterra. Regateaban con nosotros el futuro de Polonia, cuyo zar quería edificar un reino sometido a su autoridad. También se discutía mucho sobre la necesidad de alejar a Napoleón de las costas mediterráneas. Su presencia en las cercanías de Córcega era, decían, preocupante para los países vecinos. Catalina compartía esa opinión. Según ella, cuanto más lejos estuviera Napoleón del teatro de sus antiguas hazañas, menos peligroso sería, y más rápido lo olvidarían.

A mí me parecía ridícula su obsesión por endurecer las condiciones de cautiverio de un hombre que quizá se había equivocado, pero cuya inteligencia y cuya autoridad habían maravillado a todo el mundo durante mucho tiempo. En su última carta, había otro pasaje perturbador. Me escribía que otra vez se hablaba, en el entorno de Alejandro, sobre una posible boda entre el duque de Berry y yo. De acuerdo con algunos rumores, Luis XVIII aceptaba la idea de esa unión, con la condición de que me convirtiera al catolicismo, incluso antes de entrar en Francia. Indignada, fui de inmediato a ver a mi madre para discutir ese problema.

Me recibió en su antecámara. Su expresión circunspecta me advirtió que ya estaba al corriente de todo. En efecto, una carta de Alejandro acababa de informarle que se había retomado ese proyecto que yo creía abandonado. Como de costumbre, me hizo sentar, me pidió que me calmara y me invitó a beber algunos sorbos de té bien caliente antes de pasar a las “cuestiones importantes”. Cuando me repuse, me confirmó que dos de nuestros representantes más eminentes en Viena, Nesselrode y Pozzo di Borgo, habían hablado con Talleyrand sobre el tema. Sólo se trataba de rumores de embajadas, me dijo mi madre. Al parecer, Alejandro se había resignado finalmente a esa posibilidad, pero exigía que mi cambio de religión tuviera lugar después de mi boda con el duque de Berry, mientras que el rey de Francia insistía en que se realizara antes. Al oír esas palabras, estallé de ira. Sentía que me querían arrancar de mi tierra rusa, de nuestras iglesias, de nuestros sacerdotes y de nuestras fiestas litúrgicas, para arrojarme a los pies de un príncipe impío.

– ¡No tengo el menor deseo de cambiar de religión, ni antes ni después de mi casamiento! -exclamé.

– No abjurarás al convertirte, pues seguirías siendo cristiana -me dijo mi madre.

– ¡Quiero conservar la fe de mi infancia!

– El rey Enrique IV, que era protestante, se bautizó católico para poder ocupar el trono de Francia. Y todo el mundo está de acuerdo en que fue un excelente soberano. ¿Tendrás más escrúpulos que él?

– ¡Yo no ambiciono ninguna posición elevada, ningún título, ninguna corona!

– Pero otros lo ambicionan en tu nombre.

– ¿Es tan importante para mí ser la esposa de ese duque de Berry a quien no conozco, y que jamás me vio?

– Lo quieras o no, el interés de Rusia siempre estará por encima del tuyo, querida Annette…

– ¡Pero el interés de Rusia, al que también yo soy leal, puede variar de un día para el otro, madre!

– En efecto. Quizá mañana te hable de otra manera. La verdad es que tu pretendiente nos conviene en este momento, pero su prestigio está a merced de las circunstancias.

– ¡Así lo espero, con todas mis fuerzas!

Me acarició la mejilla con el dorso de la mano.

– Yo también lo espero. Este matrimonio con el duque de Berry es una carta que juega Alejandro frente a Austria e Inglaterra. ¡Eso es todo!

Respiré aliviada. Nada estaba decidido todavía. Con un poco de suerte, podría eludir a la Francia de Luis XVIII. Una vez más, admiré la sangre fría que mostraba mi madre en las situaciones más delicadas. A los cincuenta y cinco años, era una mujer fresca, robusta, dominadora, pero con un aire agradable y casi diría seductor. Mi hermano Constantino la comparaba con una torta alemana recién sacada del horno.

De improviso, María Fedórovna frunció el ceño.

– ¡Ven, Annette! -me dijo.

Se levantó y me llevó a su cuarto. Abrió un escritorio, sacó una pequeña caja de ébano y, levantando la tapa, me mostró una banda militar con flecos dorados, que descansaba sobre el fondo de terciopelo azul.

– ¿Qué es? -pregunté.

– La banda de mando con la que los oficiales traidores estrangularon a tu padre -respondió, con una súbita dureza en la mirada-. Ese mismo día, supe quiénes eran los culpables y quién había permitido que se perpetrara ese asesinato. Y sin embargo, fingí creer, como toda la corte, como todo el país, que el emperador Pablo I había muerto de un ataque de apoplejía. Si me tragué mi indignación y mi rencor fue para evitar un escándalo en las gradas del trono, una ruptura en el orden sucesorio, una conmoción que hubiera podido convertirse en una revolución palaciega. Olvidé mi legítima ira para no pensar más que en el futuro de Rusia. Cada vez que siento la tentación de hacer prevalecer mi interés personal por encima del interés del país, contemplo esta banda, y recupero la paz, la razón. Tú, Annette, debes seguir mi ejemplo. Las almas iluminadas por el deber de Estado no escatiman ningún sacrificio. Tú eres una de esas almas. Te corresponde obedecer cualquier cosa que te exija la política, como yo obedecí la consigna de silencio en torno al asesinato de mi marido. Toma esta banda. Es tuya. Cuando te invada algún deseo egoísta, alguna veleidad de independencia, mírala. El solo hecho de verla te procurará la fuerza necesaria para superar tus dudas.

Me tendió la banda. La tomé en mis manos con un temor reverencial. Me pareció que a través de esa tira que había estrangulado a mi padre, participaba de su espanto en el momento de su último estertor. Como si al morir le hubiera conferido vida a ese simple trozo de tela. Como si algo de su dolor, de su locura, hubiera quedado enredado en la trama. Sin darme cuenta, me llevé la banda a los labios. Un leve olor a polvo, a moho, se desprendía de ella. Pero para mí “olía” a mi padre. Volví a verme sentada a sus pies, jugando con muñequitos de madera, mientras el peluquero empolvaba su peluca. Tenía entonces seis años, y los adultos decidían todo por mí. Eso no había cambiado.

– Está bien -dijo mi madre-. Ahora me quedo tranquila: no volverás a rebelarte.

– ¡Nunca más! -balbuceé, y volví a besar esa reliquia sagrada.

Una vez, mi madre me había confiscado la miniatura de Napoleón. Ahora me regalaba la banda que le había cortado la respiración a mi padre. Reliquia por reliquia, estábamos a mano.

Regresé a mi cuarto y guardé el objeto en un cajón de mi secreter. Curiosamente, evité hablar de esto con Natalia. Ella estaba preocupada. La fecha de su boda se postergaba semana tras semana. Los padres de su prometido, que al principio eran favorables al proyecto, ahora se oponían. Tenían en vista un partido más ventajoso para su hijo. ¿Podría él convencerlos? Natalia temía que no tuviera el valor ni la habilidad para hacerlo. Me sorprendí deseando que esa unión no se llevara a cabo. Como yo no tenía ninguna perspectiva de felicidad en el matrimonio, sufría en secreto ante la idea de que mi confidente y amiga tuviera más suerte. Me decía a mí misma que si ella me dejaba para casarse con Cyril Sudarski, me encontraría aún más sola y vulnerable que antes. De modo que me apiadaba de sus preocupaciones, rezando al mismo tiempo, sin que ella lo supiera, para que estuvieran justificadas, y la consolaba mientras celebraba su desasosiego. Nuestra velada estuvo llena de suspiros, lágrimas y mutua compasión.

En el momento de acostarme, deslicé la banda debajo de mi almohada. Dormí con la cabeza apoyada sobre ese recuerdo de mi padre, asesinado por un grupo de bestias, con el mudo consentimiento de mi hermano. Gritos de agonía atravesaron mis sueños. Cuando desperté, me sentía como endurecida, fraguada por el crimen que había marcado los primeros años de mi vida. La conciencia de pertenecer a una familia digna de la tragedia antigua me liberaba de mi aspiración a vivir la felicidad del común de los mortales. De pronto, estaba dispuesta a soportar toda clase de sacrificios, puesto que era la ley de nuestra estirpe. Ya podía venir el duque de Berry. Le abriría mi puerta.

El duque no sólo no vino, sino que unos días más tarde Alejandro le avisó a mi madre que finalmente Luis XVIII había cambiado de opinión y renunciaba a la idea de que su sobrino se casara conmigo. Al revelar este brusco giro de su soberano, Talleyrand se había cuidado muy bien de explicar los motivos. Ahora, Alejandro, olvidando sus propias reticencias, se indignó ante la afrenta infligida de ese modo a toda Rusia. ¿Cómo se atrevía un reyezuelo adiposo y jadeante, instalado en el trono gracias a los esfuerzos conjuntos de Rusia y las potencias aliadas, a considerar que la propia hermana del zar, una Romanov, era de un origen demasiado modesto para casarse con un príncipe de la Casa de Francia? Mientras me leía la carta de mi hermano, mi madre no ocultó su furia contra los Borbones. Cada dos frases, exclamaba:

– ¡Estos franceses son unos inconscientes!… ¡Su orgullo los perderá! ¡Son gallitos, gallitos de aldea a los que habría que desplumar uno por uno!

Yo me sentía feliz por la noticia. Me había sacado un gran peso de encima, y sonreía beatíficamente frente al vacío, por fin recuperado, del futuro. Se me cruzó por la mente la idea de que la famosa banda me había traído suerte. Al ver mi expresión de alegría, mi madre comentó:

– Pareces muy satisfecha.

– Lo estoy -admití.

Apretó los labios:

– No tienes motivos. Tarde o temprano, tendremos que encontrarte un partido conveniente.

– No tengo ninguna prisa.

– ¡Nosotros sí! -repuso con tono áspero.

Me retiré en silencio y corrí a contarle a Natalia que, gracias a Dios, la amenaza de un casamiento con el duque de Berry había desaparecido para siempre. Nos abrazamos. Yo lloraba de alegría, pero ella lloraba de tristeza. En efecto, se había roto su compromiso. Los padres de su pretendiente habían movido influencias en las altas esferas, y Cyril Sudarski fue trasladado a Odesa, a una oficina dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores. Él aceptó ese exilio sin resistencia. Eso quería decir que no amaba a Natalia tanto como decía.

– ¡Ah, los padres, los padres! -se lamentó Natalia-. ¡Cuánto daño pueden hacernos, creyendo actuar por nuestro bien!

Estuve de acuerdo con ella. Yo misma me sentía muy feliz por haber recuperado mi libertad de pensamiento. Ya no me interesaba lo que se tramaba en Viena. Que Rusia absorbiera la totalidad de Polonia o consintiera en privarse de Posnania y Galitzia me tenía sin cuidado. Incluso leía las cartas de Catalina por encima. Ella se movía en un mundo muy diferente del mío y yo la compadecía por perder el tiempo en intrigas diplomáticas y sentimentales de las que una gran duquesa, viuda y madre de dos hijos, debería mantenerse alejada. ¿Cómo pude admirarla en mi infancia, cuando en realidad ella no era más que chisporroteo, caprichos y excesos de toda clase?

Decidí escribirle una larga carta para manifestarle mi desprecio por la agitación mundana en la que se complacía. Pero me había vuelto perezosa, y siempre postergaba para el día siguiente ese necesario sinceramiento. Por fin, una tarde lluviosa de marzo de 1815, empecé a escribir. Fue inútil. Las palabras no fluían. Miraba a través de la ventana las gotas de agua que inundaban de bruma el paisaje a lo lejos, y una agradable languidez entumecía mi mente. Mientras me encontraba así, en plena ensoñación, con la pluma en suspenso, Natalia llamó a la puerta de mi cuarto y me anunció la visita de mi madre:

– ¡Su Majestad Imperial está muy alterada! -me susurró al oído.

No tuvo tiempo de decir nada más. Mi madre ya estaba frente a mí, imponente, con una mancha roja en cada mejilla y los ojos centelleantes de rabia. La respiración agitada levantaba la masa de su pecho debajo de la blusa adornada con pequeñas cintas rosadas. Pronunció con voz entrecortada:

– Acaba de llegar un correo de Viena con una carta de Alejandro: ¡Napoleón se fue de la isla de Elba! Desembarcó en algún lugar de Francia. ¡Está marchando sobre París! ¡La guerra volverá a empezar!

Al decir esas palabras, me lanzó una mirada furiosa, como si fuera la responsable de la nueva desgracia que se abatía sobre Rusia. Muda de estupor, me levanté de un salto. Mis piernas estaban tan débiles que debí apoyarme sobre la mesa para poder permanecer de pie. Un incomprensible júbilo hacía palpitar mi corazón con veloces latidos. O tal vez sintiera miedo por las consecuencias que podía acarrear esa noticia. En el desorden de mis pensamientos, me pareció que siempre había creído en el retorno de Napoleón. Un hombre como él no podía terminar apaciblemente sus días en una isla. Aun cautivo y desarmado, era más fuerte que todos los reyes de la tierra reunidos para derrotarlo. ¡Qué grotescos parecían de pronto todos esos monigotes del Congreso de Viena! Sorprendidos en medio de sus parloteos, sus bailes y ostentaciones, temblaban de terror como si hubiera aparecido un fantasma. ¡La fiesta había terminado!

– Implorémosle a Dios para que venga en nuestra ayuda -dijo mi madre.

Nos arrodillamos juntas sobre el almohadón con bordados de plata colocado a tal efecto ante el ícono del Salvador, que velaba en un rincón de mi cuarto. Mientras mis labios murmuraban las palabras sagradas, me preguntaba si mi madre y yo le dábamos el mismo sentido a nuestra plegaria.

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