Cuarenta y ocho horas después, todavía no se había resuelto nada. Una indecisión inquieta y recelosa. Cuanto menos hablábamos de la propuesta matrimonial de Napoleón, más pensábamos en ella. Poco antes de las fiestas de fin de año, mi madre decidió trasladarse a Gachina con sus hijos más pequeños y su corte. Apenas llegó allí, decidió que se aburría en ese austero retiro. Para reanimar el ambiente, organizó una sesión de patinaje sobre el lago congelado, e invitó a todos los personajes de peso y a todas las mujeres elegantes de San Petersburgo. El clima estaba claro, frío y seco. Una orquesta de cobres tocaba bajo el techo de una gigantesca concha de estuco con nervaduras que habían construido para la ocasión. El público se apiñaba bajo una tienda de lona. Unos negritos vestidos con uniformes de color verde esmeralda servían chocolate caliente a los espectadores. Y junto a cada mesa ardía una estufilla, cuyo fuego era atizado en forma permanente por lacayos de librea roja y peluca blanca.
Sentada sobre un trono, mi madre presidía magníficamente la reunión. Tenía a Constantino a su derecha y a Rumiantsev a su izquierda, y parecía divertirse mucho contemplando los arabescos de los patinadores. Yo también disfrutaba de la fiesta. Mientras me deslizaba sobre el hielo del brazo de mi hermano Nicolás, observaba a los demás invitados notables. La mayoría de ellos me eran familiares. Reconocí a algunas damas y damitas de compañía, de pies ágiles y con las manos dentro de sus manguitos, grandes señoras de salón que avanzaban con cautela apoyándose en el respaldo de una silla, una anciana envuelta en abrigos repantigada en un sillón montado sobre patines, empujado por un mayordomo de patillas blancas de escarcha, un brillante edecán que giraba con los puños apoyados en las caderas alrededor de una frágil beldad que trastabillaba lanzando grititos temerosos. Natalia, que no sabía patinar, se había quedado en la tribuna. Después de Nicolás, fue Miguel quien me llevó a patinar al son de la música. Luego regresé a la tienda para quitarme los patines, descansar y beber grandes sorbos de chocolate caliente.
En ese momento, el general Caulaincourt, duque de Vicence, se acercó a mi mesa y solicitó el honor de ejecutar conmigo algunas figuras sobre la pista blanca. Al principio, me sorprendió que un personaje tan importante y próximo a la cuarentena se entregara a esa clase de diversión, pero acepté encantada.
Algunos criados lo ayudaron a colocar las láminas de acero debajo de sus zapatos, y nos unimos a la multitud que giraba infatigable en ese decorado de nieve. Caulaincourt patinaba muy bien para ser un embajador más acostumbrado a los pisos de madera fina de los palacios que a los lagos y los estanques congelados. Poco a poco nos fuimos alejando de la tribuna, en busca de una zona menos frecuentada. Mientras nos movíamos al ritmo de un minué, recordé que el hombre con el que bailaba era un emisario de Napoleón, su confidente íntimo, y en mi corazón una gran emoción se mezcló con el placer juvenil de la danza. De pronto, pregunté sin pensar:
– ¿Lo ve a menudo?
– ¿A quién, Su Alteza Imperial?
– Al emperador de los franceses.
– Cuando estoy en París, sí. El resto del tiempo, me limito a enviarle informes…
Por un momento, quise detenerme ahí. Pero la curiosidad me infundió valor. Jugándome el todo por el todo, murmuré:
– ¿Qué clase de hombre es? ¡Se dicen tantas cosas sobre él!…
La música tapó mi voz. Caulaincourt me hizo repetir la pregunta. Lo hice, mientras la sangre me golpeaba las sienes. Sonrió y me observó con una atención casi paternal. Era un poco calvo, tenía una mirada penetrante, orejas grandes y largas patillas que cubrían gran parte de su cara. En vez de contestarme, me tomó de la mano y me llevó a un banco, al borde del lago, lejos de los patinadores. Cuando estuvimos sentados uno junto al otro, dijo con voz sorda:
– Entiendo que desee saber más sobre Su Majestad. Pero ¿qué puedo decirle? Los hombres como él no pueden medirse con una vara común. En él, todo es excesivo: su inteligencia, su autoridad, su lucidez, su benevolencia, sus iras… Es al mismo tiempo humano y sobrehumano, está cerca de nosotros, pero su cabeza está en las alturas… ¿Oyó hablar, Su Alteza Imperial, de magnetismo?
– Sí -balbuceé.
– Pues bien -repuso Caulaincourt-, Napoleón es, ante todo, un hombre que magnetiza. Su mirada, su palabra, obligan a las personas a superarse. Su mera presencia transforma a los tontos en genios, a los cobardes en héroes. ¿Por qué cree usted que sus soldados lo adoran, a pesar de los rigores y los peligros de la guerra que les impone? Porque los ha subyugado hasta el punto de convertirlos en ciegos instrumentos de su voluntad de poder. Mirarlo una sola vez es caer bajo su fascinación para siempre…
Yo bebía las palabras de Caulaincourt como si por su boca me estuviera hablando el mismísimo Napoleón. Nadie me había trazado nunca un retrato tan apasionante del hombre que planeaba pedir mi mano. Me sentí al mismo tiempo maravillada y aterrorizada por mi suerte. ¿Estaría a la altura de las exigencias de ese semidiós cuyos ojos lanzaban rayos? Paralizada de felicidad, tuve miedo de no reunir las fuerzas necesarias para ponerme de pie y volver adonde se encontraban los patinadores.
– Sí -dijo Caulaincourt a modo de conclusión-: creo que, al aliarse estrechamente con Francia, Rusia podrá asegurar la paz en Europa durante siglos…
Le agradecí íntimamente la delicadeza de evitar cualquier referencia a una posible boda.
Cuando, de pronto, abrió el abrigo de piel que cubría su uniforme, introdujo la mano en su bolsillo, sacó un medallón y me lo tendió: ¡una miniatura de Napoleón!
El emperador estaba representado de tres cuartos perfil, el rostro pálido, la mirada severa, un mechón sobre la frente y la mano derecha en el pecho, dentro del chaleco de su uniforme.
– Pensé que le gustaría tener este retrato de mi emperador -me dijo.
Le di las gracias con tanta torpeza que añadió:
– Espero que no tome a mal mi gesto. Sé que esto no es muy protocolar. Debí haberle presentado el medallón en primer lugar a Su Majestad la emperatriz viuda. Pero mi breve conversación con Su Alteza Imperial me conmovió tanto que quise entregarle en forma directa este testimonio del interés que siente Francia por usted.
Muda, con un nudo en la garganta y el corazón palpitante, guardé el medallón en el bolsillo interior de mi manguito de nutria. Estaba decidida a no mostrárselo a nadie. De repente sentí prisa por finalizar ese encuentro y encerrarme en mi cuarto, en el palacio, para ocultar mi emoción y reflexionar.
Nos levantamos de común acuerdo, callados y serios, como si hubiéramos agotado todos los temas de conversación. Después de patinar unos minutos más, regresamos a la tribuna de honor. Ni Caulaincourt ni yo hicimos la menor alusión a nuestro secreto. La gente continuó patinando hasta el anochecer. A pesar del chocolate caliente, estaba helada.
Al día siguiente debí guardar cama, tiritando de fiebre. Había tomado frío durante la sesión de patinaje. El doctor Schwartz, médico personal de mi madre, después de diagnosticarme un fuerte “catarro de pecho”, me prescribió una sangría y unos brebajes que tragué de mala gana. Natalia me cuidó con la dedicación de una hermana gemela. Aunque le estaba muy agradecida, no le mostré el medallón. Me parecía que Napoleón en persona me había prohibido hacerlo.
Tres días más tarde, me bajó la fiebre, la tos cedió y el doctor Schwartz me dio permiso para levantarme. Todavía estaba muy débil y sólo me sentía bien en mi sillón, con un libro en la mano. Pero mis ojos recorrían las líneas impresas sin entender su significado. No leía la historia imaginada por el autor, ¡seguía la mía, tan maravillosa y tan absurda! Las palabras de Caulaincourt daban vueltas en mi cabeza. Me las recitaba una y otra vez como una letanía. Y en cada oportunidad, descubría un nuevo motivo de embeleso.
Hacia las cuatro de la tarde, mi madre me hizo una visita. Creí que lo hacía para averiguar cómo me sentía. Pero después de despachar a mis doncellas, y sin hacerme ninguna pregunta sobre mi salud, me preguntó con sequedad:
– ¿Qué significa ese asunto del medallón?
Sospeché que Caulaincourt había divulgado nuestro secreto. Demasiado sorprendida para inventar una excusa, tartamudeé:
– Creí que procedía bien…
– En las actuales circunstancias, no debiste aceptar ese obsequio.
– ¿Qué otra cosa podía hacer?
– ¡Decirle que me lo entregara a mí!
– ¿Y usted me lo habría dado?
– Tal vez. Y tal vez no. Primero lo hubiera consultado con tu hermano, el emperador. De todos modos, no me agradó que Caulaincourt te tratara con tanta familiaridad: ese patinaje prolongado, esa conversación a solas delante de toda la corte… ¿Crees que puedes hacer lo que se te ocurra, como una muchacha de pueblo? Tienes que mantener tu rango, respetar una tradición…
El reproche me pareció tan justificado que no pude decir ni una palabra. Al verme así, a su merced, mi madre dijo con voz tajante:
– ¡Dame ese medallón!
Ante esas palabras, reaccioné con un tibio arranque de rebeldía:
– ¡Pero es mío, Su Majestad!
– ¿Eres acaso la novia de Napoleón, para conservar su efigie como una reliquia? -bramó.
– Me ha pedido en matrimonio… Tengo derecho a…
– ¡Mientras nosotros no hayamos respondido sí o no, no tienes ningún derecho! Así que date prisa: ¡quiero ese medallón!
Su cara rolliza y arrebolada expresaba tal reprobación, y yo estaba tan cansada, que capitulé. Después de todo, lo importante era la imagen de Napoleón que tenía en mi mente, y no la que había guardado lejos de las miradas indiscretas. Fui a buscar mi cajita de los tesoros, la abrí y deposité el medallón en la mano tendida de mi madre. Sin siquiera mirarlo, y como si se tratara de una baratija, ella la guardó en un bolsillo de su ancho vestido. Después de conseguir lo que deseaba, se apiadó de mí:
– Me alegra ver que estás mejor, Ana -me dijo-. Espero que estés totalmente restablecida para la cena del domingo.
– Yo también lo espero, Su Majestad Imperial.
No podía odiarla. Ella era la regla. Sin duda, a su manera, me amaba. ¿No sería yo como ella, severa y justa, cuando tuviera mis propios hijos? Pero ¿de qué padre? ¿Napoleón? ¿Por qué no? Mi corazón empezó a latir tan fuerte que tuve que apretarme el pecho con las dos manos para contener sus pulsaciones.
Cuando mi madre salió del dormitorio, volví a mi sillón, exhausta. Por lo visto, nada había cambiado en mi vida, a pesar de las apariencias. Seguía siendo prisionera de la emperatriz viuda, de mi hermano el emperador, del palacio, de la etiqueta, de mi edad y de mi físico común y corriente. Maquinalmente, reanudé la lectura de mi libro: una novela francesa que hablaba del amor. También debieron confiscármelo, ya que al leerlo no dejaba de pensar en “él”. Mi mirada seguía resbalando por la página impresa sin retener una sola palabra. Volví a pensar en el caso de Ana de Kiev. Había estado leyendo algunos textos de historiadores importantes. El hombre que se había casado con ella también lo hizo en segundas nupcias. Todo concordaba. Yo ya no pertenecía a mi siglo. Ni pertenecía a Rusia. Estaba disponible. ¡A merced de Napoleón!