Jamás olvidaré esos días de terror, plegarias, lágrimas y confusión. Fue en marzo de 1801. Yo tenía seis años. Vivíamos con mi madre, la emperatriz María Fedórovna, a veces en el palacio de Gachina, en las afueras de la capital, y a veces en el Palacio de Invierno. Luego, todos nos mudamos al castillo Mijail, donde nuestro padre, el emperador Pablo I, no sé bien por qué, había fijado domicilio. Un edificio de paredes de color rojo sangre, inmenso, siniestro y glacial, en pleno corazón de San Petersburgo. A pesar del fuego que ardía permanentemente en los hogares, la humedad impregnaba las paredes, se descascaraba la pintura de los frescos, las corrientes de aire silbaban por debajo de las puertas. En ese decorado tan poco acogedor, me costaba trabajo seguir el curso de mis estudios y mis actividades cotidianas. Yo era una niña formal, dócil y discreta. Bajo la mirada vigilante de mis niñeras e institutrices -la suiza mademoiselle de Syburg, a quien llamaban afectuosamente Boveris; la condesa de Lieven, la coronela Julia Adlerberg, la escocesa miss Lyon-, intentaba olvidar el tedio de las lecciones soñando con un destino de princesa favorecida por la gentil conspiración de las hadas. A mi alrededor, todo era tradición, buenos modales, sonrisas, reverencias y religiosidad. Se hablaba casi siempre en francés y, de ser necesario, en inglés y alemán; el empleo del ruso se reservaba para dirigirse a los criados y a los sacerdotes. De modo que decidí escribir en francés el relato de mi vida, que se volvió irrazonable por exceso de razón.
En verdad, crecí en la ilusión de que todo el mundo había sido creado para servir a la familia imperial. Esta familia era muy numerosa: diez hijos. Había tal amplitud de edades, que los mayores y los menores vivían en dos universos separados como compartimentos estancos. Los primeros participaban de las preocupaciones y las alegrías de los adultos, cuando los segundos todavía jugaban con muñecas y soldaditos de plomo. Con sus veinticuatro años, mi hermano Alejandro, el heredero de la corona, me parecía una especie de tío complaciente. Él me llamaba ceremoniosamente “Ana Pávlovna”, mientras que mi madre y mis otros hermanos me llamaban Annette. Es cierto que Alejandro lo hacía en broma, pero me molestaba un poco. Me sentía más a gusto con mi hermana Catalina, que, a pesar de sus trece años, ya se afirmaba como toda una señorita. Era bella, atrevida, inteligente, voluntariosa. Podía quedarme horas contemplando las ondas naturales de su cabellera. En nuestro círculo decían que había nacido para reinar sobre las almas y las tierras, como nuestra difunta abuela, la gloriosa Catalina II de Rusia. En general, todos los que formaban parte de mi vida de niña me parecían cariñosos y dignos de respeto. Entre mi persona y los demás, había mullidas capas de algodón. Me sentía rodeada por una acogedora seguridad.
Y de pronto, una mañana de marzo de 1801, cuando desperté, todo cambió. En el palacio sólo se veían rostros consternados. La condesa de Lieven lloraba y resoplaba, y su blando mentón se sacudía hacia arriba y hacia abajo. Miss Lyon, aunque era extranjera, se persignaba todo el tiempo frente a los íconos de mi cuarto. Oí pasos precipitados por el corredor. Me vistieron de prisa y me dijeron que, por excepción, quedaba eximida de mis lecciones. Fue la coronela Julia Adlerberg quien me proporcionó la clave del misterio: “Su padre ha muerto esta noche por un ataque de apoplejía”, me dijo, en un sollozo. El fallecimiento de un ser tan cercano a mí y al que amaba tanto me afligió tan profundamente que me contrarió ver que no era la única en llorarlo, y que compartía ese duelo con toda la nación. Me robaban mi dolor incorporándole una multitud de extraños. Por otra parte, en esa época era muy difícil establecer en el imperio ruso la frontera entre la muerte natural y el regicidio. De todos modos, tras el prematuro deceso del zar Pablo I, la vida siguió su curso normal. Fue mi madre quien tomó las riendas de inmediato. El heredero ya estaba designado: mi hermano mayor, Alejandro.
Siempre sentí por mi madre una veneración mezclada con temor. Quizá me sentía incómoda por su cabellera rubia, su corpulencia, la tez rojiza y su acento alemán. Fría y autoritaria, era la encarnación del deber, de la salud floreciente y la etiqueta. Hacía el bien con tanta energía que, delante de ella, sin tener nada que reprocharme, me sentía en falta.
Mi madre nos condujo al gabinete de trabajo del nuevo emperador, nos ubicó en fila frente a él, y exclamó con voz fuerte, señalándonos con un ademán teatral de su brazo derecho: “¡A partir de este momento, Alejandro, tú eres el padre de todos ellos!”. Alejandro inclinó la cabeza en silencio. Parecía abrumado por la responsabilidad que acababa de caerle sobre los hombros. Yo lo miré con detenimiento, como para descubrir alguna metamorfosis en su fisonomía al haber pasado del papel de zarevich al de zar. Pero seguía siendo el mismo: alto, hermoso y pálido, con sus mejillas afeitadas, sus patillas castaño claro, el hoyuelo en la barbilla, su alta frente coronada por cabellos rubios rizados y los ojos azules de mirada inocente. Llevaba el uniforme verde oscuro de los guardias de caballería, con charreteras de plata, pantalones de cuero blanco y botas de montar puntiagudas. No, en apariencia, nada se había modificado en él. Y sin embargo, era diferente de la cabeza a los pies. Lo llamaban “Su Majestad”. Sólo la Biblia y Dios estaban por encima de él. Hasta el decorado en el que se movía todos los días había adquirido un aspecto sagrado. De repente, había abandonado los lugares familiares de nuestra infancia en común para entrar en un palacio, en una iglesia, tal vez. Tuve que contenerme para no caer de rodillas frente a quien ya no era simplemente mi hermano. La bella Catalina permanecía con la cabeza baja, sin levantar la mirada, los brazos colgando, como desarticulada. Aunque promovida a emperatriz reinante, Isabel Alexéievna tenía un aspecto más sencillo que de costumbre. Hasta nuestra madre, convertida de la noche a la mañana en emperatriz viuda, le demostraba a Alejandro el devoto respeto que se le debe no a un hijo, sino a un monarca. Pero él quiso manifestarle su confianza esa misma mañana. Aunque fuera el emperador, ella seguiría siendo, le dijo, el jefe de la casa para las cuestiones internas. Se encargaría, como antes, de las decisiones referentes a la educación de los niños y su comportamiento. Él se dedicaría a la conducción del país, y le delegaba la de la familia. Mi madre se lo agradeció, sin exagerar, como si esa resolución fuera natural. Parecía, sin embargo, resentida con él, sin atreverse a decirlo.
Sólo dos años más tarde conocí, gracias a la indiscreción de algunos criados, la atroz verdad. Mi padre no había sido ese hombre virtuoso y afable cuya memoria yo reverenciaba, sino un déspota medio loco que durante toda su vida había aterrorizado al país con sus arrebatos. Apasionado por la vida militar, extenuaba a sus soldados con ejercicios interminables, enviaba a los oficiales a Siberia si no estaban bien alineados en un desfile, atormentaba a sus súbditos con leyes absurdas y castigos desmesurados, y soñaba con transformar a Rusia en un gigantesco cuartel en el que todo el mundo se vistiera y viviera como los alemanes. Sus extravagancias habían llegado a indignar las mentes más lúcidas del país. No había muerto de un ataque de apoplejía, como me aseguraron al principio, sino asesinado por un grupo de conspiradores, estrangulado (¡horrible detalle!) con su banda de mando. Y esa inmolación había sido perpetrada, según se murmuraba, si no con la ayuda al menos con el consentimiento de su hijo mayor, el pacífico e introvertido Alejandro.
En la familia, nadie hizo la menor alusión a las circunstancias del drama. La versión de la muerte natural era oficialmente admitida por el pueblo, la corte y el ejército. Los autores del regicidio no habían sido castigados: a lo sumo, fueron despachados, por un tiempo, a sus tierras. Y en el país liberado, todos trataban de olvidar la época negra y se alegraban por el advenimiento al trono del joven y magnífico Alejandro I.
No obstante, todavía hoy, cuando han pasado tantos años desde esos acontecimientos, me resulta imposible librarme de un doloroso sentimiento de culpa. La idea de ese parricidio, más o menos deseado, me obsesiona como si yo también fuera responsable. Detrás del noble rostro de Alejandro, imagino la expresión de horror de mi padre, a quien esas bestias persiguieron por toda la habitación, acorralaron, golpearon y estrangularon. De pronto me parece que todo el pasado de nuestra familia está salpicado de sangre y barro. Y que a nuestro alrededor hay un clima de deferencia hipócrita, como si el emperador Pablo I hubiera fallecido apaciblemente en su cama.
Para la fiesta de la coronación de Alejandro, en el mes de septiembre del mismo año, mi madre nos llevó a Moscú, a mi hermano Nicolás y a mí, aunque éramos pequeños. De esas solemnes jornadas, sólo guardé el recuerdo de la enorme cantidad de gente que se agolpaba en torno a la carroza en la que viajamos, con nuestras institutrices, por las calles de la segunda capital. Rostros alborozados danzaban detrás de las ventanillas del coche. De todos los pechos salían sonoros vítores. Los hombres y las mujeres se persignaban al paso del nuevo zar. Él iba a caballo, con su uniforme de gala. Le besaban las botas, la grupa de su cabalgadura. Lo aclamaban como el “sol luminoso” que disiparía las tinieblas de la época de Pablo I. También saludaban a su hermano Constantino, el segundo en la línea sucesoria; a la emperatriz reinante, Isabel Alexéievna; a la emperatriz madre, María Fedórovna; a mi hermana mayor Catalina, refulgente como una alhaja en su vestido de ceremonia, y a nosotros, los hijos más pequeños del difunto zar. Toda la familia integraba, como era debido, el cortejo, y tenía derecho a la adoración de la multitud. Pero yo percibía vagamente que ese exceso de amor constituía una amenaza. Me pegué al hombro de la vieja condesa de Lieven para buscar protección del entusiasmo de esos desconocidos que vociferaban al vernos. En cambio Nicolás, aunque tenía un año y medio menos que yo, se divertía mucho con el alboroto de la ciudad. Saltaba en su asiento, les sacaba la lengua a las personas que se acercaban demasiado al carruaje, y no hacía ningún caso de las amonestaciones de la condesa de Lieven y miss Lyon. Incluso durante la ceremonia de la consagración, dio vuelta la cabeza hacia todos lados en lugar de rezar. La misa me pareció interminable, a pesar de la belleza de los cantos y el esplendor de los trajes. Quería regresar cuanto antes a San Petersburgo, a mi habitación, a mis costumbres, a mis muñecas. Después de esas horas deslumbrantes, todo volvió a la normalidad.
El otro gran acontecimiento de mi vida fue el aprendizaje de la danza, que hice al mismo tiempo que mi hermano Nicolás, como corresponde a los niños de alto linaje. Nuestro maestro en la materia era el simpático monsieur Le Pic. Nos instruía incansablemente en las finezas del minué, la gavota y el “menuet à la reine”. Otros maestros nos enseñaban, con una severidad implacable, por supuesto, ruso, historia, geografía, literatura general, aritmética, latín, y muchas cosas más. Todo esto bajo la dirección del alemán Storch y la supervisión de la condesa de Lieven. Storch era redondo por donde se lo mirara, y tenía el pelo cortado como un cepillo. Me parecía un relojero suizo, aunque nunca había visto ninguno. Tenía toda la ciencia del mundo en su cabeza. Y sabía despertar mi interés por los temas más complicados. Cuando disertaba en un tono doctoral con su mirada suave, que se filtraba a través de las gafas enmarcadas en oro, yo sentía deseos de volverme tan sabia como él para agradarle. Por otra parte, mis progresos en las diferentes disciplinas de su competencia eran bastante rápidos. Pero, para una señorita de buena condición, lo más importante era hablar bien el francés. Me perfeccionaba en ese idioma con un exiliado amanerado y conversador, monsieur du Puget Dyverdon. Junto con las sutilezas del vocabulario y de la gramática, nos enseñaba el odio a la revolución, que había desfigurado y ensangrentado a su patria. Definía a los sans-culottes como “tigres” o “carniceros”. A él le debo el hecho de expresarme aún hoy con más facilidad en francés que en ruso. Por eso, fue muy natural que decidiera redactar mis Memorias en francés.
En esa época, mi madre se instaló con nosotros, sus hijos más pequeños, en el triste palacio de Gachina, a unas cincuenta verstas de la capital. Era la residencia preferida de mi padre. Allí estaban los mejores recuerdos de María Fedórovna. Además, tenía la esperanza de poder controlar mejor nuestra educación en ese severo retiro que en San Petersburgo, un lugar de intrigas, maledicencia y frivolidad. En Gachina, las niñas y los varones íbamos creciendo juntos, lejos de los rumores del mundo. Yo sentía afecto por mi pequeño hermano Nicolás, pero a él sólo le interesaban los juegos bélicos. Su pasión era vestirse con un uniforme, tocar el tambor y soplar una trompeta marchando a paso militar. Solía arrastrar a nuestro hermano menor, Miguel, a organizar escaramuzas entre los soldados de plomo y los de porcelana. Le habían regalado una casa en miniatura. Enseguida la rodeó de pequeñas figuras de madera de colores, que eran centinelas. Para él, un edificio, cualquiera fuera, debía ser militarmente custodiado. En cuanto a las niñas de la familia, María y Catalina, eran demasiado grandes para interesarse en nuestras chiquilladas. Las dos mayores, Alejandra y Elena, ya no vivían en la casa: la primera se había casado con José, archiduque de Austria, palatino de Hungría, y la segunda, con Federico Luis, príncipe heredero de Mecklenburgo-Schwerin. Ambas murieron poco tiempo después de su boda. Ese doble duelo afectó profundamente a nuestra madre: se reprochaba el haber contribuido a la pérdida de sus dos queridas hijas llevándolas demasiado jóvenes al altar. No obstante, a pesar de su remordimiento, no se dejaba abatir. Tenía una fuerza interior que le permitía afrontar las peores catástrofes. Creo que entre su múltiple descendencia, sólo Catalina había heredado su optimismo y su vivacidad.
Así como temía las visitas de mi madre, que siempre tenía algún reproche que hacernos a los más pequeños, me alegraba cada vez que mi hermana mayor Catalina venía a vernos. Era tan alegre que todos los rostros se iluminaban en su presencia. A menudo, para divertirme, me traía chismes de la corte y me describía los vestidos de las mujeres de moda en la alta sociedad petersburguesa. Era única para definir a un personaje en dos palabras: éste se parecía a un viejo pepino amarillo, peludo y reseco; aquélla, a un ratón gris con un hocico puntiagudo y ojos como cabezas de alfileres. Me hacía reír con ganas. Y me parecía lógico que Alejandro sintiera una confusa pasión hacia ella. Un día, le susurró en mi presencia: “Si no fuera tu hermano, me hubiera casado contigo”. Y le dio un beso detrás de la oreja. Yo sospechaba que se encontraba a solas con ella para disfrutar de su parloteo, de sus gestos y, diría también, de su perfume. A nosotros, los menores, Alejandro sólo nos dedicaba pocos minutos, de tanto en tanto, entre dos audiencias. Los asuntos del imperio ocupaban todo su tiempo. Se había rodeado de un “gabinete secreto”, compuesto por algunos amigos de juventud que gozaban de su absoluta confianza. Mi madre los llamaba sus “favoritos”, y no esperaba nada bueno de sus decisiones. Sin embargo, no protestó demasiado contra las medidas liberales que se tomaron al comienzo del nuevo reinado.
Por supuesto, yo no estaba muy al tanto de lo que se tramaba en las altas esferas de la política. Lo que me preocupaba era mi lenta transformación de niña en adolescente. Desde los nueve años, espiaba en mi rostro y en mi cuerpo las señales de una maduración que ansiaba con todas mis fuerzas. Me produjo una gran emoción la boda de mi tercera hermana, María, con Carlos Federico, príncipe de Sajonia-Weimar. Otra más que partía en los brazos de un hombre. ¿Llegaría mi turno algún día? ¿Cuándo?
En cambio, me enteré con relativa indiferencia, por conversaciones circunstanciales, de que un tal Bonaparte había tomado el poder en Francia, que por orden suya se secuestró y asesinó al duque de Enghien, y que el papa en persona había coronado al “miserable usurpador”, con el extraño nombre de Napoleón. En la corte, todo el mundo arrastraba por el fango al aventurero corso que pretendía rivalizar en legitimidad con los auténticos soberanos. Ya había aplastado a las fuerzas austro-piamontesas y se había tragado de un solo bocado toda Italia. ¿Hasta dónde llegaría en su monstruoso festín? Los ecos de esa indignación llegaban amortiguados, deformados, hasta mi alcoba de niña. Pero me desperté súbitamente de mi letargo ante el anuncio de que Rusia había entrado en guerra, junto con Austria e Inglaterra, contra Francia, cuyos ejércitos, al mando de Napoleón, acababan de invadir el sur de Alemania. Toda la población de San Petersburgo confraternizaba en un entusiasmo guerrero. Personas que no se conocían se felicitaban y se abrazaban en la calle, las iglesias estaban colmadas de fieles que iban allí para encomendar a los valientes soldados rusos a Dios.
Llevado por ese impulso ciego, Alejandro partió, con gran pompa, hacia el teatro de operaciones. Y tras varios combates sangrientos, se produjo la terrible derrota de Austerlitz. Humillado, el zar tuvo que tomar la decisión de bajar sus estandartes y aceptar la firma de un armisticio bastante conveniente en París. Sin embargo, inmediatamente después, se alió con Prusia, provocando así la ira de Napoleón. Fueron necesarios los desastres militares de Eylau y Friedland para que Alejandro se resignara a pedir una tregua.
En junio de 1807, cuando tuvo lugar la famosa reunión de Tilsit entre el emperador victorioso y el emperador vencido, yo tenía apenas doce años y medio. Aunque no entendía del todo el significado de ese hecho, pude intuir su importancia por los rostros de mis familiares. Todos estaban abatidos. Hablaban de una montaña de muertos inútiles, de duelo nacional, de traición, de maldición, o por lo menos de una torpeza criminal. Sin embargo, cuando Alejandro regresó a San Petersburgo después de sellar una amistad forzada con Napoleón, fue recibido con alivio. Todos habían temido que ese Corso sin escrúpulos lo mantuviera prisionero en Tilsit o lo hiciera asesinar por sus esbirros.
Al día siguiente del retorno de Alejandro, mi madre reunió a todos sus hijos, los grandes y los pequeños, en su salón azul malva y, sentada en un sillón como en un trono, con la cabeza erguida y la mirada altanera, nos dijo con un tono profético: “Estamos viviendo horas graves. Rusia se está desangrando. El zar ha considerado conveniente reconciliarse con el responsable de nuestra ruina. Esperemos que lo haya guiado en esto la voluntad de Dios. Nosotros sólo podemos hacer una cosa: orar para que, de concesión en concesión, nuestro querido país no se convierta en una provincia de Francia”. Me di cuenta de que mi madre no le perdonaba a Alejandro el hecho de haber declarado una guerra que no estaba en condiciones de ganar.
Al año siguiente, Alejandro agravó el descontento de la emperatriz viuda y, según creo, el de toda Rusia, al aceptar una segunda entrevista con Napoleón, esta vez en Erfurt. A mí me afligían las desavenencias abiertas en el seno de la familia. Nunca antes había vivido las consecuencias de esa clase de pugna entre la razón y el sentimiento, entre la madurez y la juventud, entre los beneficios de la paz y la fulgurante aventura de la guerra. Aunque le daba la razón a nuestra madre, que, por su experiencia, no podía equivocarse, compadecía a Alejandro por haberse hundido en un pantano de malentendidos, frente a un déspota que era el enemigo del género humano. Mi hermano menor Nicolás proclamaba, sacando pecho, que había que darle una lección al tirano francés, y sostenía que, aunque era demasiado pequeño, estaba listo para enrolarse en el ejército. Miss Lyon fue quien me insufló confianza en el porvenir de nuestra patria. Me aseguró que, de acuerdo con las informaciones que había recogido en los medios diplomáticos, al ir a Erfurt, el zar sólo pretendía calmar la desconfianza de Napoleón y ganar tiempo para tomar su desquite en el momento propicio. Esas noticias me encantaron, y pensé que podía contar con mi simpática preceptora para iniciarme en los secretos de la política. Pero ella estaba a punto de casarse, y pronto abandonaría el palacio para dedicarse a su vida de esposa.
La reemplazó una joven morena vivaz e inteligente, Natalia Mijáilovna Baranova. Esta recién llegada era más una dama de compañía que una institutriz. Tenía veinticinco años y no era muy agraciada. Menuda, delgaducha, de cabello ralo, labios finos y mirada fisgona, parecía estar siempre al acecho, y hablaba tan rápido que tropezaba con las palabras. Aunque era más bien fea, su encanto me sedujo, y la tomé como confidente. Era sobrina del ministro Rumiantsev, y me dijo que, gracias a su tío, “sabía todo antes que todo el mundo”. Pero más que sus revelaciones políticas, me conmovían las atenciones que tenía hacia mi pequeña persona. Alrededor de mis trece años, me volví estúpidamente coqueta. Natalia me ayudaba a elegir mis vestidos para el día, exigía peinarme ella misma, y me enseñaba pasos de baile frente al espejo. Muy pronto, nos hicimos amigas. Me quería convencer a toda costa de que yo era capaz de gustar. Pero, a pesar de su insistencia, yo me negaba a creer que un hombre de condición pudiera sentirse atraído por mi cara vulgar, mi nariz larga y mi mirada triste. Mi padre, Pablo I, me llamaba “ovejita”. Hasta cuando me sonreía a mí misma en un espejo, tenía expresión de víctima. Natalia sostenía que a los hombres les encantaba esa manera de ser. En nuestras confidencias, hablábamos mucho del amor. Ella no tenía ningún pretendiente declarado, aunque también soñaba con un matrimonio brillante. Lamentablemente, sus padres, aunque nobles de nacimiento, habían caído en la ruina unos años atrás, de modo que ella no tenía dote, y como no había sido demasiado favorecida por la naturaleza, los pretendientes se hacían esperar. A veces, incluso me decía que cuando terminara su servicio en la corte, deseaba retirarse a un convento. Me exhortaba a leer novelas sentimentales y, en particular, La pobre Lisa, de Karamzin. Llorábamos juntas por las desgracias de la protagonista. Una noche, mientras me ayudaba a acostarme, Natalia me confió que el emperador descuidaba a su esposa, la melancólica Isabel Alexéievna: al parecer, tenía una amante oficial y todo el palacio lo sabía. Se trataba de María Antónovna Narishkin. El marido, gran montero de Su Majestad y poseedor de una colosal fortuna, cerraba los ojos ante una relación que, en el fondo, halagaba su orgullo. Esa criatura magnífica y libertina hasta le habría dado a Alejandro un hijo adulterino, que murió poco después del parto. Por su parte, siempre según Natalia, la emperatriz se consolaba de su desgracia con aventuras galantes pasajeras. Al escuchar esas historias de pasiones culpables, de juegos perversos ocultos tras el velo de las conveniencias, me sentía a miles de kilómetros del universo corrupto de los adultos. Ponía en duda que algún día entrara en él. Y hasta llegué a preguntarme si tenía deseos de hacerlo. Todas las noches, Natalia se despedía de mí con una reverencia y me decía: “¡Buenas noches, Su Alteza Imperial, mi encantadora Ana Pávlovna! ¡Que tenga hermosos sueños!”. Pero sus revelaciones me dejaban tan agitada que me dormía con miedo de tener pesadillas.
Cuando el emperador salió de San Petersburgo con destino a Erfurt, mi madre hizo celebrar una misa votiva en la catedral de Kazan. Toda la familia imperial y todos los dignatarios, reunidos en la nave, oraron por que nuestro amado zar resistiera a los proyectos del monstruo francés. Se decía que para seducir mejor a nuestro soberano, Napoleón había organizado una fastuosa recepción en su honor, con revista de tropas, banquetes, bailes, excursiones y espectáculos. Uní mis plegarias a las de la multitud, con el sentimiento de defender a mi patria contra un inmenso peligro: ¡esperaba que mi hermano mantuviera la cabeza fría!
Al regresar por la noche a mi cuarto con Natalia, después de esa jornada oficial, le comuniqué mis temores. Ella se rió y exclamó:
– ¡Yo le puedo asegurar que todo se va a arreglar!
– ¿Por medio de las armas?
– No, por medio de las mujeres.
– ¿Cómo es eso?
– Parece que Napoleón tiene la intención de repudiar a Josefina, que no puede darle un heredero.
– ¿Tiene derecho a hacerlo?
– ¡Él tiene todos los derechos, Su Alteza Imperial!
– Está bien, pero ¿qué tiene que ver eso con nosotros?
– ¡Mucho! -dijo Natalia, poniendo un dedo sobre sus labios.
Aunque la llené de preguntas, me juró que no sabía nada más, pero que, según las cartas de su tío, que había acompañado a Alejandro en su viaje, era muy posible que el encuentro de Erfurt hubiera servido para sellar una cálida reconciliación entre Rusia y Francia.
Tuve que conformarme con eso hasta el regreso de Alejandro. Después de su llegada a San Petersburgo, mi madre vino a verme y me anunció con un tono indiferente:
– A propósito, Napoleón nos hizo saber que le gustaría casarse con tu hermana Catalina.
Estuve a punto de perder el equilibrio. Con el pecho oprimido y las rodillas flojas, murmuré:
– ¡No es posible!
– ¿Por qué no? Tiene la edad apropiada: veinte años.
– ¿Y qué le contestaron?
– Nada aún -dijo mi madre-. Lo estamos pensando.
Y salió del dormitorio, dejándome pasmada de estupor, incapaz de decidir si estaba contenta o aterrada por Catalina, a causa de esa decisión leonina.