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Quien no haya visto Gachina bajo la nieve, ignora la sensación de inmovilidad absoluta, de melancólica soledad, que acompaña al invierno ruso. Cuando era muy pequeña, me encantaba observar por la ventana de mi cuarto a los soldados que, con el rostro congelado, realizaban maniobras en el parque por orden de mi padre, Pablo I. Ahora, ya grande, solía quedarme durante horas con la frente contra el vidrio, como para adormecer mi angustia, contemplando esa inmensidad blanca, poblada de estatuas muertas de frío y árboles desnudos. Toda mi alma, todo mi cuerpo, eran pura expectativa. Encerrada en un gigantesco palacio vacío en sus tres cuartas partes, estaba aislada del mundo. Y sin embargo, mi madre mantenía aquí su propia corte, tan importante, según decían, como la de su hijo, el zar. Por afición a la beneficencia y por tradición, dirigía las obras de caridad, se rodeaba de damas de compañía, escuderos, chambelanes, pajes, y recibía todos los días a dignatarios de San Petersburgo, que venían a saludarla con deferencia o a solicitarle su apoyo para algún asunto delicado. Yo esperaba con impaciencia la visita del zar, que debía tomar una decisión definitiva sobre mi destino.

Aprovechando su viaje a Moscú, Alejandro había ido a visitar a Catalina a Tver, donde el príncipe de Oldenburgo desempeñaba las funciones de gobernador general. Por supuesto, le preguntó a su hermana qué pensaba de la propuesta de Napoleón. Según mi querida Natalia, Catalina no se opuso. Rumiantsev también aconsejaba aceptar. Sólo la emperatriz María Fedórovna ponía palos en la rueda. Casi todos los días me llamaba a sus aposentos para hablarme de un nuevo obstáculo en el camino de mi felicidad. A veces sostenía que le resultaba imposible entregarme como pastura a un divorciado, otras veces recordaba con desesperación el caso de sus dos hijas mayores, Alejandra y Elena, que habían muerto una después de otra porque ella las había casado demasiado jóvenes con hombres mayores. Por otro lado, imaginaba mi vergüenza si Napoleón, disconforme con su elección, me repudiaba también a mí: “¡De ese tosco soldado se pueden esperar las peores afrentas!”. En ese caso, decía mi madre, yo perdería mi reputación frente a todas las cortes de Europa. Su deber de madre la obligaba a protegerme contra una eventualidad que, bajo una apariencia gloriosa, escondía un peligro gravísimo. De ese modo, yo sufría las idas y vueltas que me destrozaban los nervios. Aunque estaba acostumbrada a depender de la voluntad de mi familia en todas las etapas de mi destino, me dolía no poder opinar nunca sobre mi condición de esposa. Me parecía que mi futuro y mi vida se decidían a mis espaldas, detrás de la puerta de los salones y las embajadas. Yo no había nacido para decidir sino para soportar.

Por fin, Alejandro llegó a Gachina. Empezó por hablar a solas con mi madre, y luego, ambos me llamaron para informarme del estado de las negociaciones. Cuando fui a presentarme ante ellos, estaba preparada para lo peor. No me equivoqué. Estábamos sentados los tres junto a una ventana de vidrios cubiertos de escarcha. Entre nosotros, sobre una mesita, habían servido el té con panecillos de anís. En la alta chimenea ardían los leños. Todo respiraba quietud y armonía en ese saloncito acogedor. Pero los rostros estaban tensos. Alejandro habló largamente sobre su visita a Catalina y sobre las numerosas reuniones que había tenido luego con Caulaincourt.

– Sus argumentos son razonables -dijo mientras masticaba un panecillo-. Él considera que una alianza familiar entre nuestros dos países desalentaría a Inglaterra, y garantizaría la paz en Europa por muchos años. Además, me tentó con algunas importantes ventajas territoriales. A su juicio, Polonia sería…

Mi madre lo interrumpió:

– ¿Podemos confiar en las promesas de un Bonaparte?

Alejandro se sacudió algunas migas que habían caído sobre su uniforme.

– No del todo -terminó por admitir-. Y eso es lo que me preocupa. Una vez más, pedí una prórroga de diez días para pronunciarme. Y según Caulaincourt, Napoleón está irritado por nuestra demora en darle una respuesta. Él espolea y yo tiro las riendas hacia atrás. ¡Esto no puede continuar en forma indefinida!

– No -reconoció María Fedórovna-. Pero actuar en forma precipitada también sería arriesgado. Yo sólo pienso en la felicidad de mi pequeña Annette…

Y otra vez se lanzó a enumerar, con su acostumbrada locuacidad, todos los peligros de una unión tan desigual. Yo conocía sus objeciones de memoria: una gran duquesa de Rusia no podía casarse con un aventurero, y como quedaba excluida una conversión al catolicismo, me encontraría en una posición incómoda, en un país que no compartía mi fe; la enorme diferencia de edad y de temperamento me convertiría en esclava de un marido más interesado en procrear que en amar; además, yo no tenía un carácter lo bastante enérgico como para hacerlo cambiar de actitud hacia Rusia y, por último, el recuerdo de mis dos hermanas mayores, muertas por haber sido arrojadas demasiado pronto al tálamo nupcial, impedía repetir la experiencia… En medio de ese fárrago de palabras, intenté débilmente una protesta:

– ¡Nada indica que vaya a correr la triste suerte de Alejandra y Elena!

– ¿De veras? -exclamó mi madre-. Pero mírate, Annette, ¡no eres más que una niña! Acabas de tener tus primeras reglas, es cierto, pero esas señales aún son muy débiles, muy accidentales… Todavía no están realmente instaladas. Pasarán varios años antes de que puedas convertirte en madre. Y si por insuficiencia física defraudas las esperanzas de paternidad de Napoleón, él no se quedará contigo. Sufrirás, sin haberlo merecido, el destino de Josefina. ¿Es eso lo que quieres?

Me dio vergüenza que mi madre se refiriera a las manifestaciones más íntimas de mi feminidad delante de Alejandro. Ruborizada, balbuceé:

– Se equivoca, madre. En ese sentido, estoy segura de mí misma.

– ¡No es lo que me informaron tus doncellas!

– Yo… yo sé mejor que ellas, me parece…

– ¿Lo crees así? Pero dejemos eso… Hay algo cierto: siempre es aventurado autorizar a una hija a casarse antes de los dieciocho años.

Alzando la vista al techo, Alejandro se quejó:

– ¡Qué fastidio! Por un lado, Napoleón espera, y por el otro, nosotros vacilamos. Tenemos que decidirnos, por corrección, por dignidad…

– Pídele otra prórroga a Caulaincourt -sugirió mi madre.

– ¿Para qué?

– Por las dudas… Puede surgir algún incidente, se nos puede ocurrir alguna idea… que nos aclare de golpe la situación…

Yo estaba al borde de las lágrimas. Mi madre me dio una palmadita en la mejilla.

– Vamos, vamos, no es nada…

Me sonreía como si hubiera querido consolarme por la pérdida de un juguete. Bajé la cabeza. Empezamos a hablar de otra cosa. Una vez más, se dejaba para después el tema del casamiento. Simplemente estábamos reunidos para tomar el té en familia. El crepúsculo sumió la habitación en sombras. Mi madre hizo sonar la campanilla. Dos lacayos trajeron candelabros suplementarios y el recinto quedó tan brillantemente iluminado como si hubiera una fiesta.

– Puedes retirarte ahora, Annette -me dijo mi madre-. Alejandro y yo tenemos que seguir hablando.

Les hice una reverencia y me fui a mi cuarto, tratando de no llorar al pasar frente a algunas personas que esperaban, en la sala contigua, el honor de ser recibidos por Su Majestad.

Natalia no estaba de servicio ese día. Me sentí casi aliviada. Delante de ella, que era toda amistad y ternura, no hubiese podido dominar la turbación. Pero tenía que hacerlo a toda costa. Para darme fuerzas, pensé en Catalina, cuyo carácter de hierro admiraba todo el mundo. Debía ser como ella y enfrentar, con la frente alta, los contratiempos que nos reservaba nuestra condición femenina. Me dirigí hacia la ventana y recorrí con la mirada las tinieblas del jardín cubierto de nieve. De tanto en tanto, un farol iluminaba una zona blanca en medio del caos nocturno. Algunas siluetas de centinelas aparecían entre los árboles. Un grupo de cocheros se calentaba alrededor de un fuego. Me llené los ojos con ese espectáculo familiar hasta desterrar toda idea de mi cerebro. Cuando me sentí como muerta, consideré que me había resignado por fin a no reinar sobre Francia.

Los acontecimientos se desarrollaron a toda velocidad. El 7 de enero de 1810, hubo una gran fiesta en Gachina, para festejar mis quince años. Viví esa jornada como una sonámbula, indiferente a los obsequios, las felicitaciones y las sonrisas de las personas que seguramente sabían cuán desdichada me sentía. Poco tiempo después, Caulaincourt llegó a San Petersburgo con cara de preocupación. Lo vi sólo un minuto, en el vano de la puerta. Me hizo una sentida reverencia y susurró:

– Espero que Su Alteza Imperial me perdone, ¡hice todo lo que pude, pero fue en vano!

Enseguida llegó un chambelán para llevarlo ante la emperatriz viuda. Mi madre lo recibió a solas. La reunión entre ellos duró más de media hora. Enferma de ansiedad, permanecí en la antecámara para espiar la salida del embajador. Por fin se abrió la puerta: ¿victoria o derrota? Caulaincourt pasó frente a mí sin decir una palabra, me lanzó una mirada desconsolada y desapareció. No cabía ninguna duda: el asunto había fracasado.

Tuve la confirmación ese mismo día por intermedio de Natalia. Me dijo que, según decían en el entorno de Rumiantsev, la intención de mi madre y mi hermano era aceptar esa boda sólo si se realizaba dos años más tarde, cuando yo alcanzara mi pleno desarrollo físico. Era un rechazo apenas disimulado. Yo sospechaba que eso sucedería, pero el hecho concreto terminó de abatirme.

El despacho de Caulaincourt que le anunciaba esa contrapropuesta a su ministro Champigny se cruzó con el de Champigny, que le informaba a su embajador en Rusia que Napoleón, teniendo en cuenta mi extrema juventud, mi negativa a convertirme al catolicismo y la escasa diligencia demostrada por Alejandro y la emperatriz viuda, ya había recurrido a Austria.

Me enteré de la noticia una mañana de febrero, por mi madre. Acababa de presidir una conferencia con los principales responsables de sus obras de caridad y, cuando ellos partieron, me llamó a la sala de reuniones. Era una habitación enorme y fría, en la que un círculo de sillones vacíos rodeaba una gran mesa cubierta de un brocado granate con flecos de oro. Sobre el verde oscuro de las colgaduras que decoraban las paredes, se destacaban unos bustos de mármol. Una luminosidad de color blanco azulado entraba por las altas ventanas. Mi madre estaba sentada, sola, en una especie de trono ubicado sobre una tarima. Me señaló un asiento un poco más bajo, junto a ella, y me dijo con voz apagada:

– Bueno, finalmente se terminó la cuestión. Tu ilustre pretendiente, resentido, se decidió por la archiduquesa de Austria, María Luisa. ¡Que le aproveche! Es gorda como una vaquillona y tonta como una burra. Bendigo al cielo por haber sabido evitarte la injuria de un matrimonio de falso brillo. Algún día nos lo agradecerás. Esta solución me puso de excelente humor. ¡El tiempo está espléndido! Tengo ganas de dar un paseo. Ven conmigo, y conversaremos…

Dos solícitas doncellas nos trajeron, por su orden, abrigos, gorros, botitas de fieltro, manguitos de piel, y salimos al parque enterrado bajo la nieve fresca. El sol brillaba en un cielo azul helado. El aire seco nos punzaba la cara y desgarraba las fosas nasales. El resplandor del blanco nos hería la vista. Caminamos con pequeños pasos por la alameda recién desmontada. Dos gendarmes del servicio de vigilancia del palacio nos seguían a una respetuosa distancia. Un ligero vapor bailaba delante de nuestras bocas. Mi madre me tomó del brazo:

– Entiéndeme bien, Annette -dijo-. Napoleón es un hombre que no tiene futuro. Lo odian en todo el mundo. Si te casaras con él, tu suerte quedaría ligada a la de un pirata que siempre arriesga el todo por el todo…

Yo no la escuchaba.

– Y esa María Luisa, ¿qué edad tiene? -pregunté.

– No lo sé. Veinte años, creo… Está completamente dentro de la norma… Ella le dará todos los hijos que quiera… Cuando se enteró de la elección de Napoleón, Alejandro le encargó a nuestro embajador en París, Kurakin, que felicitara al emperador de los franceses por su decisión.

– ¿Era necesario?

– ¡Indispensable! El fracaso de un plan de unión familiar entre Francia y Rusia no debe echar a perder las relaciones entre nuestros países, ¡ya son bastante complicadas así como están! La cuestión polaca no está realmente terminada. El estrechamiento de los vínculos de Francia con Austria puede ser el comienzo de un cambio político de París hacia nosotros. Eso no me preocupa más de la cuenta. Aunque algunas mentes obtusas puedan pensar que acabamos de sufrir una ofensa, y que ahora Napoleón nos va a mostrar los dientes, tengo la conciencia tranquila: al proteger a mi hija menor, amenazada por un casamiento monstruoso, he salvado a nuestra patria al mismo tiempo que nuestro honor.

Yo no estaba convencida. Para mí, no habían abandonado el proyecto por mi corta edad, sino por las injustas prevenciones de mi madre contra el emperador de Francia. Me había sacrificado a su humor antinapoleónico. So pretexto de ahorrarme un porvenir funesto, había destruido mi primer gran sueño de juventud. Por su culpa, no sería yo, sino María Luisa de Austria, quien entraría en las Tullerías y compartiría la gloria de aquel ante quien se inclinaban las más antiguas testas coronadas de Europa. Sin embargo, mi naturaleza me impedía rebelarme contra una decisión materna, aunque tuviera que sufrir por ello toda la vida. El respeto filial me paralizaba hasta el punto de quitarme toda personalidad. Así y todo, me atreví a preguntar:

– ¿El emperador Francisco de Austria ha dado su consentimiento?

– ¡Con toda su alma! Está demasiado contento por asegurar la paz en ese sentido, después del revés que sufrió.

– ¿Y cuándo se realizará la boda?

– Lo más pronto posible. Napoleón tiene prisa, como siempre. Supongo que en dos o tres meses el asunto estará resuelto.

– Sin duda, la ceremonia tendrá lugar en París…

– Sin duda.

Yo hervía de despecho, de celos, de vergüenza, de ira. Incapaz de seguir la conversación, clavé la mirada en la nieve del camino, bajo mis pies. Esa radiante blancura contrastaba con mis negros pensamientos. Lo que agravaba mi pesar era la convicción de que las negociaciones matrimoniales, llevadas a cabo entre bambalinas, se habían convertido en un secreto a voces. Todo el país sabía ya que los dos rechazos habían sido simultáneos, que si bien la gran duquesa había desestimado a Napoleón, éste también había descalificado a la gran duquesa de Rusia. En San Petersburgo y en Moscú, algunos consideraban que la reacción francesa constituía una afrenta irreparable. Se hablaba de un “escupitajo en el sagrado rostro de la patria”. Sin embargo, mi madre me apretó el brazo y me dijo con insólita alegría:

– ¡Me siento rejuvenecida! Todo se arregló de la mejor manera.

Como siempre, no había entendido nada.

Durante las semanas siguientes, logré calmarme un poco, gracias a los afectuosos consejos de Natalia. Pero en marzo y abril de 1810, los ecos de las fiestas parisinas en honor del matrimonio entre Napoleón y María Luisa volvieron a atormentarme. En Gachina se comentaba la entusiasta acogida del pueblo francés a la nueva soberana. No pude evitar pensar que yo debí estar en su lugar. Todo lo que contribuía a la fama de esa mujer significaba para mí un agravio personal. Adivinando mi conmoción, mi hermana Catalina me escribió para decirme que compartía el punto de vista de nuestra madre, que en su entorno todos se burlaban de esas contorsiones francesas frente a la esposa austríaca de Napoleón, y que ella, de haber estado en su lugar, hubiera preferido ser una costurera a domicilio en San Petersburgo que una emperatriz en París. Yo sabía que Catalina había formado en Tver una pequeña corte intelectual, dominada por el historiador Karamzin, y proclamaba en cuanta oportunidad se le presentaba la excelencia de la tradición rusa frente a las mentiras del extranjero. Al felicitarme por no haber entrado en la cama de Napoleón, no hacía más que responder a su obsesión patriótica. Le escribí una carta para agradecerle su interés, y le aseguré que todas esas complicaciones político-sentimentales me tenían sin cuidado.

También Nicolás, enterado de las negociaciones de última hora con Caulaincourt, me comunicó que se sentía feliz de no tener por cuñado a un “canalla coronado”. En medio de la satisfacción general, simulé sentirme aliviada. Por otra parte, poco a poco esa actitud fingida empezó a volverse natural. Me resigné otra vez a mi papel de gran duquesa ni muy bonita ni muy astuta, a la espera de que la entregaran, atada de pies y manos, a algún príncipe de tercer rango.

Un año más tarde, al enterarme de que María Luisa acababa de darle un hijo a Napoleón, y que Francia estaba alborozada por la noticia, mi herida volvió a abrirse. Pero, una vez más, oculté ni dolor. Ni siquiera Natalia se enteró. Alejandro le escribió una carta al feliz padre para saludarlo por ese nacimiento. Mi madre me dijo: “Para Napoleón es como otra de sus hazañas. ¡Cuando pienso que esa criatura pudo haber nacido de tus entrañas, todavía tiemblo! ¿Cuál será su destino, con un padre que no es más que un jugador dispuesto a sacrificar miles de vidas humanas por un pedazo de tierra? Es muy meritorio que Alejandro haya podido contener su furia frente a las múltiples injusticias de ese personaje. ¡Yo no tendría tanta paciencia!”.

En efecto, desde hacía algún tiempo, Napoleón se movía muy rápido. Llamó a París al excelente Caulaincourt, que había hecho todo lo posible por allanar las dificultades entre nuestros países, y nombró en su lugar como embajador al general de Lauriston. Lo lamenté, porque el recién llegado no significaba nada para mí, mientras que había puesto muchas esperanzas en su predecesor. Francia me volvía a resultar lejana e incomprensible. ¿Era María Luisa quien envenenaba la atmósfera que rodeaba al emperador de los franceses? Mientras Alejandro se esforzaba por modernizar las estructuras de Rusia por medio de reformas liberales, siguiendo los consejos de su flamante ministro del Interior, Mijail Speranski, Napoleón volvía a poner en práctica su avidez por las conquistas.

La anexión de Holanda y las ciudades hanseáticas llevó al paroxismo la irritación de los rusos. Sobre todo porque, entre los territorios tomados por Francia, figuraba el pequeño ducado de Oldenburgo, cuyo duque no era otro que el suegro de Catalina. Un insulto más a Rusia.

Indignado por esos actos de bandolerismo, Alejandro dejó de respetar el bloqueo instituido por Napoleón: se acercó a los ingleses, inició tratativas con la Suecia de Bernadotte, y empezó a prestar oídos a las exhortaciones bélicas de Catalina y de una camarilla de cortesanos. Yo oía en todas partes expresiones de odio contra “el Ogro Corso”. Debo admitir que en el terreno político, era una persona bastante indecisa. Como rusa, les daba la razón a los que se indignaban ante la petulancia napoleónica, pero, como mujer, no podía evitar admirar al hombre cuyo genio sometía a la mitad del mundo a su ley de hierro. Por supuesto, guardaba este sentimiento para mí, y en público me unía a los defensores del orgullo nacional escarnecido. Pronto su alianza se hizo tan poderosa que en marzo de 1812 consiguieron que echaran al prudente Speranski, quien era, según decían, partidario de la conciliación con Occidente. La destitución y el exilio del ex ministro a Nijni-Novgorod fueron saludados por el público como una primera victoria sobre los franceses. Yo también fingí alegrarme. Sin embargo temía que, de tropiezo en tropiezo, fuéramos arrastrados a una guerra más larga y sangrienta que las anteriores. Nicolás, que ahora lucía el uniforme de coronel de un regimiento de la Guardia, no hacía más que soñar con batallas. Sobre su labio superior ya aparecía una pelusilla, y se jactaba de sus dieciséis años. A mí me parecía que era víctima de una incoherencia pueril; después de todo, no había vivido. ¡En cambio, yo sí! Estaba tan convencida de eso que una tarde de abril, mientras paseaba por el parque con Natalia, suspiré:

– En el fondo, ¿sabes?, creo que si muriera mañana me iría con la impresión de tener detrás de mí un largo pasado…

– No olvide nunca lo que acaba de decirme -replicó ella enseguida-. Algún día se reirá mucho de esto.

Y ella misma se rió con ganas, con un tono ligero, echando la cabeza hacia atrás.

El parque empezaba apenas a despertarse del invierno. En algunos árboles ya se veían brotes. Los jardineros rastrillaban y limpiaban los caminos. Un vaho primaveral flotaba en el aire sereno. Las gaviotas revoloteaban piando sobre el lago. Era difícil creer en la desgracia, en medio de esa naturaleza plácida.

Una música marcial de pífanos y tambores me arrancó de mi ensueño. Un regimiento hacía maniobras en el otro extremo del parque. Sin duda se aprestaba a partir para ocuparse de la defensa de las fronteras. Había mucho movimiento de tropas en esa época. Natalia quiso ir a ver a los soldados de cerca. Yo me negué. Mi intuición me decía que esos desfiles, que tanto me gustaba contemplar en el pasado, habían perdido su carácter pintoresco para convertirse en símbolos de la muerte. Volvimos al palacio. Cuando entré, mi madre me dijo que Alejandro se preparaba para viajar de San Petersburgo a Vilna, para estar cerca de los ejércitos.

– ¿Entonces, es la guerra? -exclamé.

– De ninguna manera -dijo ella-. ¿No sabes acaso que precisamente para evitar la guerra hay que mostrar nuestra fuerza al enemigo?

Intenté creerle. Pero estaba tan ansiosa que entré en la capilla del palacio y oré para que Alejandro y Napoleón, olvidando mi frustrado casamiento y el rencor que se tenían desde entonces, hicieran la paz incluso antes de desenfundar. Poco después, por orden de su emperador, el general de Lauriston retiró sus cartas credenciales y partió sin dar explicaciones.

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