Epílogo

El 25 de agosto de 1830 estalló una revuelta en Bruselas. Las tropas holandesas, sitiadas en el Parque, capitularon. Se proclamó la independencia de Bélgica. El joven Estado, bajo la protección de Francia e Inglaterra, eligió como soberano a Leopoldo de Sajonia-Coburgo-Gotha. Guillermo I aceptó reconocer las fronteras del nuevo reino por medio del tratado de Londres. En 1840, hastiado, desacreditado, abdicó en favor de su hijo, Guillermo II. Ana se convirtió en reina de los Países Bajos, y se dedicó a revitalizar la corte y ganarse la simpatía de sus súbditos. Su marido tuvo la habilidad de evitar que su país sufriera las consecuencias de la revolución de 1848 en Francia. Al otorgar una constitución parlamentaria, aplacó a tiempo los ánimos más caldeados. Pero no tuvo la oportunidad de proseguir con esa empresa liberal. Al año siguiente, consumido por la enfermedad y las preocupaciones, expiró en su residencia de Tilburg.

Su muerte, que sobrevino después de la de su hijo Alejandro, conmocionó tanto a Ana que decidió retirarse de la vida pública. A partir de ese momento, Guillermo III ocupó, con firmeza, el trono de su padre. En cuanto a Ana, se consagró a la religión y a las obras de caridad. Tal vez se haya conmovido al recibir la noticia de que los restos de Napoleón habían llegado a Francia y serían solemnemente trasladados a la iglesia de Los Inválidos. Pero no dejó traslucir sus sentimientos. El tiempo llevó a cabo en ella su inexorable trabajo de olvido. Enclaustrada en su castillo de Soestdijk, mataba las horas pintando y haciendo tapices. En su entorno, la llamaban “Su Majestad Imperial y Real”, en referencia a su lejano y elevado origen. A veces paseaba por el parque del castillo, acompañada por los seis galgos rusos que le habían enviado desde su patria, a los que les hablaba en su idioma materno. Falleció el 1º de marzo de 1865, a los setenta años. El servicio fúnebre fue celebrado por su capellán privado, según el rito de la religión ortodoxa, a la que permaneció fiel hasta el final. Fue enterrada junto a su marido, en Delft. Seguramente hubiera preferido descansar bajo la cúpula de Los Inválidos, en la gloriosa cercanía del “Ogro Corso”. Pero hay deseos que una mujer honesta nunca se atrevería a confesarse a sí misma, ni siquiera en su lecho de muerte.



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