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Desde los primeros enfrentamientos, la desilusión fue completa. En todas partes, nuestras tropas, menos numerosas y peor equipadas que las de Napoleón, se batían en retirada. Frente a esos primeros reveses, Alejandro, aconsejado por la implacable Catalina, renunció a dirigir en persona las operaciones, y se dirigió a Moscú para exhortar al pueblo a una lucha sin cuartel. La antigua capital lo recibió con entusiasmo. Mientras bajaba por la escalera de honor del Kremlin, centenares de manos se tendían hacia él para tocarlo, como si fuera una reliquia. Se mezclaban las plegarias y los vítores. En la catedral, el obispo le aseguró al zar que su causa era la causa de Dios. Un manifiesto redactado por Shishkov, el reemplazante de Speranski, proclamaba la guerra nacional contra el Anticristo. En el papel, parecían estar reunidas todas las condiciones para la victoria. En la realidad, crecía el temor en las ciudades y aún más en el campo.

En cuanto regresó a San Petersburgo, Alejandro se enteró de que las tropas de Oudinot marchaban sobre la capital. Afortunadamente, detuvieron su avance en los alrededores de Pskov. Pero en otros frentes se producían verdaderos desastres. Los regimientos rusos se dislocaban, los campesinos quemaban sus cosechas, Vitebsk fue abandonado, Smolensk cayó, a pesar de una resistencia heroica, y los defensores se retiraron, incendiando la ciudad tras ellos. Esta vez, Moscú se encontraba bajo la amenaza directa del avance francés. Nuestro ilustre general Barclay de Tolly, considerado el responsable de ese fracaso, fue relevado de su puesto de mando y reemplazado por el viejo y tuerto Kutuzov, héroe de las guerras contra Turquía. En el Palacio de Invierno, la mayoría de nuestros conocidos se alegraron por ese nombramiento, porque Kutuzov, ruso hasta la médula, ferviente ortodoxo y estratego sagaz, era respetado por sus soldados como un jefe valiente, más capaz que nadie para dirigirlos y comprenderlos. Ahora, todas las esperanzas se cifraban en él.

Me permitieron asistir a la partida de las tropas de refuerzo hacia la zona de combates. Varios escuadrones de caballería desfilaron por las calles. Pero eso no se parecía en nada a un desfile. Los oficiales marchaban en uniforme de fajina. Los rostros de la mayoría de los hombres mostraban cansancio y resignación. Sólo los cosacos se mantenían erguidos sobre sus cabalgaduras. Todos eran barbudos y cantaban empuñando sus lanzas. La multitud se persignaba a su paso.

Los habitantes de Moscú, que habían huido de la ciudad para escapar del enemigo, contaban que, para mayor seguridad, habían escrito, en francés, sobre la fachada de sus casas, algunas expresiones propiciatorias, como: “Por favor, señores franceses, déjenme mis bienes. Cuento con su generosidad en la guerra”.

En la corte, el odio contra los franceses era de rigor. Todos maldecían en francés al “Ogro insaciable”. Las mujeres, aunque se vestían con modistas francesas, coronaban en forma ostensible sus cabezas con el kokóshnik, la diadema nacional, y los hombres evitaban beber vinos franceses. Madame de Staël, que se había refugiado en Rusia para huir de la venganza de Napoleón, recibió una bienvenida principesca. Como todo el mundo, yo manifestaba en forma ruidosa mi patriotismo. Mi sentimiento íntimo era más complejo. Por supuesto, sufría en carne propia el hecho de que el suelo de mi país fuera hollado por la bota del invasor, pero al mismo tiempo, me sentía extrañamente turbada por la idea de que Napoleón se estaba acercando a nuestras murallas. Para mí, ese personaje detestado por todos y a quien nadie podía oponer resistencia, pertenecía al reino de los mitos. El que llegaba era una leyenda viviente, rodeada de detonaciones, humaredas, rayos y sangre. ¿Qué esperaba conseguir al someter a Rusia? ¿Más gloria, una expansión de su imperio ya inmenso?

Una noche, durante uno de mis insomnios, se me cruzó por la mente una idea loca: furioso por no haberse podido casar conmigo, Napoleón quería castigar a los que se habían opuesto a nuestra unión. Saltando por encima de miles de cadáveres, pretendía arrebatarme por la fuerza del seno de mi familia. Al resistírsele, no habían hecho otra cosa que picar su amor propio. Y al ser inaccesible, yo me volvía indispensable para él. Me raptaría, como los bárbaros de las estepas se llevan, según dicen, a sus novias en la grupa de sus caballos. La idea del secuestro me horrorizaba y me seducía a la vez. Mientras divagaba en las tinieblas de mi dormitorio, imaginaba futuros imposibles: Napoleón le dictaba su ley a Alejandro, firmaban la paz -cuya única condición era que yo partiera hacia París del brazo del vencedor-, Napoleón repudiaba a María Luisa, que era enviada de vuelta a Austria con su retoño, yo me convertía en emperatriz, y nueve meses más tarde, le daba a Francia un hijo mitad ruso, mitad francés, prenda de una amistad eterna entre nuestros países. Al llegar a ese punto de mis ensoñaciones, me serenaba. ¿Qué más iría a inventar? Yo le importaba un bledo a Napoleón. Mientras me dejaba llevar por ilusiones reconfortantes, él mataba a mis compatriotas. ¡Así eran las cosas!

Día tras día, la distancia entre el ejército francés y Moscú disminuía. Catalina, tan valiente para hablar, hizo sus maletas y huyó de Tver a Yaroslavl. Estaba embarazada, y no sabía aún dónde daría a luz. “En cualquier parte -me escribió- ¡pero lejos de la pestilencia francesa!”. Mientras tanto, los habitantes de Moscú dejaban vacía la ciudad. Las mansiones señoriales eran evacuadas una tras otra. Se habían terminado los bailes, las cenas, los paseos por las alamedas. Las iglesias estaban atestadas de fieles. El nuevo gobernador general, Rostopchin, cubrió las paredes de carteles patrióticos y distribuyó armas entre el populacho para el combate supremo. En San Petersburgo, todos contenían la respiración esperando el choque decisivo frente a Moscú. Sin duda alguna, Kutuzov defendería ese santuario de la tradición rusa y les infligiría a los franceses una derrota de la que no podrían recuperarse.

Y entonces ocurrió Borodino. Las primeras informaciones sobre los resultados de la batalla fueron tan satisfactorias que Alejandro aprovechó la celebración de su santo, el 30 de agosto, para hacer leer después del Tedeum cantado en la catedral de San Alejandro Nevski, el boletín optimista de Kutuzov. Él asistió en persona a esa celebración, rodeado por su familia, y todos fuimos aclamados por la multitud que se agolpaba a lo largo de la avenida Nevski. En el camino de regreso, después del almuerzo ritual con el metropolita, se reanudaron las ovaciones de la multitud a nuestro paso. La noticia de la victoria se había difundido por la ciudad, y toda la gente se precipitó a nuestro encuentro para expresarnos su júbilo y su orgullo. Nuestro carruaje avanzaba al paso lento de los caballos, y yo sentí de una manera física, en la piel, el amor del pueblo por su tierra, por su pasado, por su zar. En ese momento, yo misma me encontraba en el punto más alto del entusiasmo patriótico. Pero fue sólo una llamarada. Muy pronto, otros mensajes nos hicieron saber que el resultado de la batalla de Borodino había sido incierto, que el ejército ruso, desangrado, se había replegado a otras posiciones, y que las tropas de Napoleón acababan de entrar en la ciudad. Ya todos los altos personajes habían huido de Moscú. Largas caravanas, en las que alternaban las carrozas con las carretas, recorrían los caminos lodosos. La gente se llevaba ropa, muebles, vajilla, cuadros… Los caballos se esforzaban arrastrando cargamentos de toda clase. Al ver ese éxodo, los campesinos se persignaban como al paso de un cortejo fúnebre. Las rutas estaban tan atestadas que los refugiados necesitaban semanas para llegar a San Petersburgo. Algunos se detenían a medio camino entre ambas capitales para buscar asilo en casa de algún pariente o amigo.

Entre el público, el entusiasmo inicial dio paso a la consternación y la rabia. A Kutuzov, que entretanto había sido elevado a la dignidad de mariscal de campo, lo trataron abiertamente de incapaz. Algunos observadores recelosos veían espías hasta en los pasillos del palacio. La lista de muertos aumentaba día tras día. No había una sola familia que no estuviera de duelo. Los ánimos estaban tan alterados que para el aniversario de la coronación de Alejandro, su entorno le rogó que no se dirigiera a la catedral de Kazan a caballo, como era su costumbre, sino que lo hiciera en la carroza de la emperatriz. Él aceptó de mala gana.

Sentada en mi carruaje, al lado de mis hermanos Nicolás y Miguel, vi a través de las ventanillas a una multitud considerable, paralizada en la inmovilidad y el silencio de la reprobación. Esas mismas personas que nos habían aclamado en agosto, nos hacían responsables del desastre nacional en septiembre. Mientras subíamos por la escalinata de la iglesia, entre dos filas de espectadores mudos, pude medir la inconstancia del sentimiento popular. Labios apretados, miradas frías; era como si esos desconocidos sólo se hubieran reunido allí para condenarnos. El único sonido que se oía en esa escena irreal era el de nuestros pasos sobre las baldosas. Para todos, la caída de Moscú significaba la pérdida de Rusia.

Mi madre, Rumiantsev y mi hermano Constantino sólo veían una posibilidad de salvación en una rápida negociación con Bonaparte. En cambio, Catalina tenía, como siempre, una actitud beligerante. Desde Yaroslavl, le escribió innumerables cartas a Alejandro para suplicarle que continuara la lucha hasta el final. Entre esas exigencias contradictorias, Alejandro se sentía desbordado. Finalmente, optó por la firmeza. Incluso dijo en mi presencia: “Si es necesario, seguiré el combate en Laponia, en Siberia… No hay conciliación posible con Napoleón. ¡Es él o yo, Rusia o Francia!”. Preveía que después de descansar en Moscú, el Gran Ejército se lanzaría con todo su peso sobre San Petersburgo. ¿No era acaso la continuación lógica del plan francés? Todo el mundo estaba persuadido de ello.

Con esa perspectiva, el zar había ordenado ya que se trasladaran los archivos, el tesoro, imperial, los hospitales, la escuela militar, el liceo de Sarskoie Selo y el Instituto de las Jóvenes Nobles, y planeaba enviar la flota a Inglaterra, mientras que él se replegaría con su familia en Arjanguelsk… Las chimeneas de los edificios públicos humeaban sin cesar por la enorme cantidad de papeles que se quemaban. Los allegados al trono exigían incluso que se retirara de su pedestal de granito la estatua ecuestre de Pedro el Grande para transportarla a un lugar seguro. Ni una sola obra de arte, ni un solo documento oficial debía caer en manos de los bandidos franceses. Desde el más encumbrado de los señores hasta la última de las doncellas de palacio, la corte imperial estaba con los nervios de punta y hacía sus maletas.

Se reunieron los carruajes disponibles frente a las casas preparadas para la mudanza. En el Neva y en sus canales, una flotilla de barcas, cargadas con muebles y equipajes, esperaba la primera alerta para zarpar. Yo sentía que vivía con los pies en el aire. ¿Tendríamos tiempo de partir o, presos en esa trampa, caeríamos en poder de Napoleón? Y en caso de que nos tomara prisioneros, ¿cómo sería mi encuentro con él? Temblando, me imaginaba frente a frente con el minotauro. Nunca me había visto, y ahora yo aparecía ante él no como su prometida, sino como una cautiva. Su mirada de águila recorría en detalle mi humilde persona y la evaluaba. Toda la familia estaba reunida en la sala del trono, pero él sólo me miraba a mí. Me desperté de ese espejismo delante de Natalia, que me observaba con sorpresa.

– ¿Qué le ocurre, Su Alteza Imperial? -me preguntó-. ¡Está muy pálida!

– ¡Son todos estos sucesos, que me perturban! -respondí.

– ¿Tiene miedo de que Napoleón llegue hasta aquí?

– Sí, sí… ¡Sería terrible!… El fin de Rusia, el fin de nuestra dinastía, el fin del mundo…

Mientras decía esto, mi corazón palpitaba con una esperanza sacrílega. Trataba de representarme al Napoleón de carne y hueso. De acuerdo con el medallón que había visto, era un hombre barrigón, con ojos de buitre. Pero a mí no me importaba demasiado su aspecto físico. Sólo me interesaba la aureola que iluminaba su frente. ¿Acaso Júpiter era hermoso? Y sin embargo, todas las ninfas sucumbían ante él. ¿Qué esperaba para manifestarse? Pasaban los días, y él no se movía ni un milímetro. Acantonado en Moscú, reflexionaba, reagrupaba sus fuerzas antes de asestar el golpe.

Algunas noticias se filtraban hasta nosotros desde la vieja ciudad despoblada y hambrienta. Se hablaba de desórdenes, riñas, saqueos, profanaciones de iglesias. Y de pronto, llegó esta información aterradora: ¡Moscú estaba en llamas! ¿Quién había provocado el incendio? ¿Habría sido instigado por Napoleón, por el gobernador Rostopchin, o por algún patriota furioso? ¡La ciudad entera ardía! Como la mayoría de las casas era de madera, el fuego alcanzó tales proporciones que no se podía apagar con los medios habituales. Si no cedía el viento, toda la capital, cuna de la civilización ortodoxa, sería reducida a cenizas. En opinión del pueblo, eran los franceses quienes, por espíritu de venganza, habían decidido quemar ese símbolo de la resistencia rusa. Después de tal sacrilegio, era evidente que no se podía tener ninguna clase de trato con ellos. Al llevar a cabo ese acto de barbarie, se habían excluido a sí mismos de la comunidad cristiana. ¡Impíos, paganos!

En la gigantesca hoguera de Moscú se multiplicaban los robos, las violaciones, los asesinatos, los saqueos. Las calles estaban a merced de bandas de borrachos, desertores y presos que habían salido de las cárceles. Los miles de fugitivos que habían logrado huir de allí y llegaban a San Petersburgo contaban con lujo de detalles los crímenes de la soldadesca francesa. Frente a esos desdichados que lo habían perdido todo, nosotros, que por el momento estábamos a salvo del cataclismo, casi teníamos vergüenza de nuestra buena suerte. En las mansiones más ricas, la gente se apretujaba para dar lugar a los refugiados. Y se preparaba para compartir, tarde o temprano, en alguna hospitalaria ciudad del Gran Norte, su destino de ex notables reducidos a la mendicidad. Mientras esperábamos esa trágica migración, nos ofrecíamos el amargo placer de algunos últimos bailes y algunas últimas cenas con música. Durante esas reuniones al mismo tiempo frívolas y patrióticas, todos mandábamos a los franceses al diablo; en francés. “¡Viva Rusia!”, gritaban todos. “¡Muera Francia!” Se había puesto de moda un juego que consistía en inventar suplicios para Napoleón. Cuando me preguntaron qué clase de tortura le infligiría al monstruo Bonaparte, contesté: “Me gustaría que ese criminal se ahogara en las lágrimas que hizo derramar”. Todo el mundo aplaudió. Los invitados bebieron champán francés por la realización de mi deseo. Me sentí bastante confundida al ver que me felicitaban por una propuesta tan poco sincera. La verdad es que, aunque deploraba las desgracias de mi patria, no lograba odiar al responsable de ellas. ¿Acaso se puede odiar al granizo que destruye las cosechas, o al rayo que mata al pastor en la llanura? ¿De qué sirve amenazar con el puño a las nubes? Napoleón era un fenómeno natural. Estaba más allá del bien y del mal.

Mientras seguía conversando y sonriendo a mi alrededor, otra idea me atormentaba. Me preguntaba si el cataclismo bíblico que azotaba al país no sería el castigo del crimen que Alejandro había cometido al dejar que asesinaran a nuestro padre. Sí, una maldición divina se ocultaba detrás del drama ruso. El pueblo pagaba con su sangre el pecado inicial de su soberano.

Hasta el final de la comida, no pude liberarme de esa obsesión. Todos se levantaron de la mesa. El baile comenzó con gran alegría. Yo no tuve el valor de bailar esa noche. Todos los hombres que veía girar al son de la música me parecían cadáveres en suspenso, y todas las mujeres me parecían viudas. El joven Valery Znamenski se acercó y me dijo que debía marcharse al día siguiente, para unirse a su regimiento. En su rostro de niño había una expresión de orgullo que me hizo mal. A su pedido, le regalé una cinta rosa que adornaba la manga de mi vestido. Prometió atarla a la empuñadura de su sable. Le sonreí, pero tuve el presentimiento de que esa baratija terminaría en un ataúd.

Mi hermano Nicolás vino a decirme, furioso, que nuestra madre le había prohibido enrolarse en el ejército. Tenía apenas dieciséis años. Le hice entender que era demasiado joven para tomar parte en los combates, y que la familia imperial tenía demasiadas responsabilidades, por ser un símbolo dinástico, como para que uno de sus miembros se expusiera a los azares de la guerra. Pero él no quería oír nada, y lamentaba no poder estrangular a Napoleón con sus propias manos. La impericia de Kutuzov lo indignaba. Atrincherado en el campamento de Tarutino, en el sur de Moscú, el mariscal de campo no hacía otra cosa que vigilar los movimientos del ejército napoleónico, obstruirle el acceso a las opulentas provincias del centro y controlar el camino de retirada de Smolensk. Su acción se limitaba a algunas escaramuzas que diezmaban a las unidades francesas, sin aniquilarlas. Lo ayudaban en esas operaciones de hostigamiento algunos milicianos y guerrilleros que provenían de los campos circundantes. Junto al ejército regular, había ahora algunos hidalgos rurales provistos de fusiles de caza, y campesinos que empuñaban picos, hachas y hoces. Todo eso le parecía a Nicolás muy simpático, pero poco eficaz. ¿De veras esperaba el viejo Kutuzov desalentar a Napoleón con esos breves ataques contra los jinetes que se aventuraban a salir de la ciudad? ¿No se arriesgaba, por el contrario, a exasperarlo e impulsarlo a salir de su guarida moscovita para caer sobre San Petersburgo como un gavilán sobre su presa?

Yo compartía los temores de mi hermano. En mi opinión, era absolutamente necesario que Kutuzov librara una gran batalla contra Napoleón para impedirle marchar sobre la capital. Es cierto que San Petersburgo se encontraba a más de seiscientas verstas de Moscú. Pero las distancias no le importaban a ese conquistador que se había calzado en forma definitiva las botas de las siete leguas. Si Kutuzov no intervenía a tiempo, en pocos días Napoleón tomaría las tres cuartas partes de Rusia, haciéndonos retroceder a los sobrevivientes hasta los hielos del polo ártico. ¡Y pensar que todo eso pudo haberse evitado si mi madre hubiera aceptado que me casara con él! En un platillo de la balanza, una joven gran duquesa con la cabeza llena de sueños insensatos, y en el otro, una pila de cuerpos sangrantes y ruinas calcinadas… Nicolás seguía perorando con suficiencia:

– Si Kutuzov ataca Moscú por el sur, Napoleón no resistirá ni cuarenta y ocho horas. Sus tropas no están abastecidas. ¡No tiene municiones!

– ¿Y nosotros? -pregunté.

– Tampoco. Pero nosotros somos fuertes porque defendemos nuestro territorio. ¡Y la valentía del soldado ruso es proverbial! ¡Te apuesto a que antes de fin de año los franceses habrán sido expulsados de Rusia!

– Apuesto -dije.

– ¿Qué me darás si gano?

– Un rublo de plata.

– ¡Es poco!

– En una apuesta entre hermanos, lo que importa es la intención.

Me dio una palmada en la mano, como en la feria. Encontré fuerzas para reír. Yo me sentía muy cerca de mis dos hermanos menores, Nicolás y Miguel. Los tres formábamos una cofradía, a la que habíamos bautizado “Triopatía”. Como símbolo de pertenencia a esa pequeña sociedad secreta, cada uno llevaba un anillo fetiche en el dedo. A pesar de la confianza que reinaba entre los miembros de la Triopatía, nunca me hubiera atrevido a compartir con Nicolás o Miguel mis extravagantes ideas sobre Napoleón. Al disimular de ese modo mis verdaderos sentimientos, sentía que era la traidora de la familia. Me odiaba a mí misma por mi duplicidad, y no sabía cómo remediarla. La verdad era que sólo me sentía feliz en la soledad de mi cuarto. Después de mi breve conversación con Nicolás, estaba impaciente por abandonar la fiesta, regresar a mi dormitorio y cerrar bien la puerta.

Esa noche, al ir a dormir, tuve la premonición de que al despertarme por la mañana recibiría la noticia de la ofensiva de Napoleón sobre San Petersburgo. Pero el día siguiente transcurrió sin que se registrara ningún movimiento de tropas en el bando francés. Napoleón seguía indeciso, y Kutuzov se hacía el distraído. Cada hora que pasaba agravaba la ansiedad en la capital. El miedo se mezclaba con la superstición. Los criados del palacio hablaban de ciertas señales nefastas que anunciaban el apocalipsis. Algunos afirmaban que la luna se había ocultado, a la medianoche, tras una nube de color sangre; otros, que en casa de una mujer de los suburbios, que decía ser bruja, había nacido un becerro de dos cabezas, y otros, que un monje del convento San Alejandro Nevski había tenido la visión de un barco que descendía por el río cargado de íconos con los ojos agujereados.

Sin embargo, Napoleón le envió un mensaje a Alejandro, en el que lo invitaba a adoptar una actitud conciliadora, y Kutuzov recibió en el campamento de Tarutino a un emisario oficial del emperador de los franceses que le propuso una tregua para preparar la paz. Sin duda alguna, se trataba de maniobras de distracción. Ni Alejandro ni Kutuzov se llamaban a engaño. Yo lo lamenté. Incluso se me ocurrió la idea de escribirle en secreto a Napoleón, para suplicarle que abandonara la partida. Sin pensarlo más, me abalancé sobre el papel. Todavía recuerdo en forma aproximada los términos de esa extravagante misiva: “Señor, me dirijo a usted, con absoluta espontaneidad, sin que lo sepa mi familia. Las desdichas de mi país me confieren esta audacia, y también el recuerdo de haber estado yo situada, por un instante, en su gloriosa ruta. En nombre de todos los muertos de su ejército y del nuestro, le imploro que detenga la masacre. Dado que ya hizo usted un largo camino para instalarse en el centro de Rusia, siga un poco más y venga a San Petersburgo, pero no como un vencedor que reclama sus derechos, sino más bien como un viejo amigo, como un invitado interesado en contemplar las bellezas de nuestra capital y conocer el alma de sus habitantes. La paz es posible, incluso después de matanzas como las que hemos soportado. Si se muestra usted comprensivo, estoy convencida de que mi hermano, el emperador Alejandro, se sentirá feliz de tenderle la mano. Encontrará usted un terreno de entendimiento que dejará a salvo el honor de ambas partes. Y yo, sobre quien una vez se dignó usted a posar su mirada, le estaré eternamente agradecida por haber abierto su corazón. Espero que mi débil voz logre llegar a usted por encima del fragor de las armas. El pudor que le corresponde tener a una persona de mi condición debería impedirme enviarle esta súplica, pero el amor a mi patria me obliga a transgredir las reglas de las buenas maneras. Si usted responde a este extraño pedido, la admiración que he sentido en el pasado por Su Majestad se verá justificada por siempre”.

Al releer mi carta, me asombré de mi audacia, mi torpeza y mi ingenuidad, y arrojé las hojas al fuego. Pero no podía dejar de pensar. Empecé a preguntarme si mi vocación no era más bien la de ir al lugar en que se encontraba Napoleón, como lo hizo Judith con Holofernes. En vez de cortarle la cabeza al enemigo de mi pueblo, yo me limitaría a seducirlo para que me llevara a París como único botín de sus campañas.

Por supuesto, renuncié a esa idea absurda, así como a la de la carta. En realidad, los sueños descabellados que me visitaban de improviso me ayudaban a soportar la realidad cotidiana. En el Palacio de Invierno, la vida se desarrollaba con una regularidad que no lograba ocultar del todo la turbación de los amos y los sirvientes. Nada había cambiado en nuestras costumbres y, sin embargo, todos se decían para sus adentros que el decorado podía cambiar bruscamente de un momento a otro, que era posible que los criados huyeran, los armarios se vaciaran y toda la corte se trasladara, tal cual estaba, a los confines del imperio. Esa sensación de inseguridad era al mismo tiempo aterradora y atractiva. Llevada por el fluir de los días, me preparaba, en cuerpo y alma, para algún acontecimiento grandioso. Me sentía suspendida en el vacío. Apenas existía. Mañana comenzaría todo. Pero ¿quién tomaría la decisión? ¿Mi madre, Alejandro, Napoleón, yo misma? Preferí pensar que sería Dios.

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