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Mis jóvenes hermanos Nicolás y Miguel, que se habían reunido con Alejandro en París, me escribían con regularidad para contarme las delicias de la ocupación extranjera en Francia. Me describieron la consideración con que los trataba la población “liberada del yugo de Napoleón”, la visita que habían hecho a Los Inválidos, donde los ancianos veteranos de guerra les agradecían, con lágrimas en los ojos, sus buenos deseos de curación, y el gigantesco desfile de los ejércitos rusos en La Plaine des Vertus. Ese día, Nicolás había comandado una brigada de granaderos, y Miguel, una unidad de artillería. Estaban orgullosos como si hubieran llevado a cabo una hazaña militar bajo el fuego de la metralla. El zar, rodeado por todo su Estado Mayor, le hizo admirar la disciplina de sus tropas a un público compuesto por el emperador Francisco de Austria, el rey de Prusia, Wellington, y una gran cantidad de mariscales, generales y príncipes. La inevitable baronesa von Krüdener, sentada en un carruaje de la corte enganchado a cuatro caballos, asistió al desfile. Pero, según Nicolás, el zar empezaba a cansarse de los vaticinios de esa vidente. Ya no necesitaba que nadie le inventara una religión a su medida. Ahora su idea principal era instituir entre las grandes potencias, Rusia, Prusia y Austria, una especie de fraternidad internacional inspirada en los preceptos del Evangelio, destinada a garantizar la paz en Europa: la Santa Alianza. Una vez firmado el pacto, no sin algunas reticencias por parte de sus socios, se ocupó de moderar los apetitos de los aliados frente a una Francia apenas convaleciente. Luego, salió de París con destino a Prusia. Allí, después de recibir su dosis de aclamaciones, presidió los esponsales de nuestro hermano Nicolás con la princesa Carlota.

¡Mi pequeño Nicolás había tenido una suerte inesperada! Al parecer, la princesa Carlota era encantadora. Se gustaron mutuamente. Sin embargo, de acuerdo con el deseo de las familias, la boda se llevaría a cabo dos años más tarde, cuando Nicolás llegara a la mayoría de edad. Hasta entonces, mi hermano debía esperar, estudiar, viajar… ¿No era un milagro que un miembro de la familia imperial se sintiera feliz con la unión que le imponían para obedecer intereses políticos? Yo no podía esperar tanta buena fortuna. En mi caso, los dados nunca caerían del lado correcto. Por otra parte, ya me había resignado.

Le escribí a Alejandro para expresarle mi alegría por la felicidad de Nicolás. Aproveché para aconsejarle que regresara cuanto antes a Rusia, donde, según los rumores que circulaban en el palacio, el pueblo estaba preocupado por su larga ausencia. El zar no tomó en cuenta mis advertencias. Dijo que quería solucionar algunos diferendos exteriores antes de “volver a casa”. Como en ese momento era también rey de Polonia, tenía el deber de hacer una aparición en Varsovia. En efecto, viajó allí, bailó con las polacas de la mejor sociedad, le otorgó al país una constitución que satisfacía a Rusia, y se apresuró a elegir un virrey que lo representara en el lugar. Todo el mundo creía que el nombramiento recaería sobre el príncipe Adam Czartoryski, amigo íntimo de la familia imperial, pero Alejandro, a quien siempre le gustó desconcertar al público con sus decisiones, designó en ese puesto a un valiente general con una sola pierna, Zaionczek, que había comandado las tropas polacas bajo las órdenes de Napoleón. ¿Quería mostrar con ese gesto que le perdonaba a Polonia el hecho de haber participado en la invasión a Rusia con el Gran Ejército? En suma, Alejandro encontraba excusas para todo el mundo, salvo para el emperador de los franceses.

No me atreví a preguntarle por carta si tenía novedades del ilustre cautivo de Santa Elena. Mi madre tampoco parecía muy dispuesta a informarme. En cuanto a Catalina, hubiera comido Napoleón crudo en cada cena. Fue Natalia quien, una vez más, gracias a sus contactos con los servicios de su tío, el canciller Rumiantsev, me transmitió algunas noticias de segunda mano. Me dijo que Napoleón, que acababa de desembarcar en la isla, era tratado con corrección por sus carceleros ingleses, pero tenía como únicos compañeros a algunos generales leales y sus esposas; que combatía el tedio leyendo, paseando bajo un cielo tórrido y recordando sus triunfos. Esos pocos detalles me bastaban para entender el sufrimiento de un hombre fuera de lo común, que había poseído la mitad del mundo y hoy estaba reducido a la soledad, el silencio y la humillación. Sin duda habría preferido la muerte antes que esa vida de recluso. Su esposa, la indigna María Luisa, en vez de ir a su encuentro, se divertía en Viena y dejaba que su hijo, el rey de Roma, fuera educado al estilo austríaco. Francia había traicionado a su emperador. Ahora, él sólo vivía por su leyenda.

A fuerza de pensar en él, terminé por creer que, tarde o temprano, aun sus más encarnizados enemigos terminarían por reconocer que no merecía un castigo tan riguroso. Quizás algún día consiguiera que la opinión pública cambiara a su favor. Alejandro, que se había mostrado tan bien dispuesto hacia el entorno del proscripto, era el más indicado para sugerirles a los aliados atenuar su castigo, e incluso la posibilidad de un regreso razonable y discreto a su patria. Esta idea me mantuvo despierta durante noches enteras. Decidí hablar sobre eso con mi hermano en cuanto regresara a San Petersburgo.

No llegó hasta el mes de diciembre de 1815. Lo vi cansado y melancólico, con la mirada huidiza. Rechazó todas las fiestas que querían realizar en su honor. Sin embargo, mi madre reunió a la familia en una cena de reencuentro y alabanzas, en cuyo transcurso un poeta, descubierto por Catalina, leyó un himno más a la gloria del “zar blanco” y de la “invencible Rusia”. Al terminar la comida, llevé aparte a Alejandro y me atreví a pedirle que me otorgara una audiencia particular. Me contestó que él también quería conversar conmigo sobre mi futuro: me recibiría a la mañana siguiente, a las once.

Me levanté al alba, y empecé a planear lo que le diría para convencerlo. Cuando estuve frente a él en su gabinete de trabajo, en el que predominaban las colgaduras verdes, la caoba y el bronce, mi mente quedó en blanco. Había tanta solemnidad en su rostro y tanto orden entre los objetos de su escritorio que tuve la impresión de desorganizar todo por el sólo hecho de haber entrado allí. Sabía que él era muy minucioso, que le gustaba la limpieza y la simetría, y que si su tintero o su salvadera para secar la tinta eran movidos un centímetro por un sirviente, quedaba de mal humor durante todo el día. Su mirada fría y directa me petrificó. ¿Me encontraba otra vez en presencia del busto de mármol de la fiesta patriótica, con la misión de coronarlo de laureles?

Empecé por hacerle preguntas sobre su estadía en París. Me contestó en pocas palabras que había trabajado mucho para reorganizar Europa y garantizar el mantenimiento de una paz justa en los próximos años. Su mayor orgullo, dijo, era haberlo logrado, con la ayuda de Dios. Al pronunciar esta frase, alzó los ojos al cielo raso. En ese momento, tenía una expresión de predicador inspirado que contrastaba con su riguroso uniforme y sus condecoraciones. Después de felicitarlo por la iniciativa de la Santa Alianza, comencé a desviarme hacia el tema que me interesaba: al haber desaparecido el peligro de guerra, ¿era necesario mantener prisionero a Napoleón en una isla? Al oír esto, la cara de Alejandro se endureció en una expresión de hostilidad obtusa:

– No te preocupes, Annette -dijo con frialdad-. Lo tratan bien. Lleva una vida muy soportable en su exilio. Mis amigos ingleses me tienen informado todo el tiempo. Por otra parte, si volviera a Francia, o si se instalara en un país vecino, provocaría muchas perturbaciones en Europa. Debemos evitarlo a toda costa. Dicho esto, mi querida hermana, nuestra venerada madre me ha tenido al tanto de tus últimas extravagancias, que me dejaron perplejo. ¿Qué significa tu imprudente conducta en público, tu desmayo y todas esas tonterías? Eres víctima de un espejismo, y esas sucesivas aberraciones pueden llevarte a la locura. Que una joven de la burguesía provincial se entregue a sueños de grandeza sería bastante comprensible, pero tú no tienes derecho, por tu alcurnia, a tales divagaciones y ridiculeces. ¡Baja a la tierra! Olvida a Napoleón, que, permíteme decirlo, si alguna vez pensó en ti sólo te consideró como una carta más en el juego de su política. Créeme: he hecho todo lo que se puede hacer para que el destino de ese soberano vencido no fuera tan duro, y estoy dispuesto a mantener una actitud de benévola firmeza hacia él. Pero si persistes en tus caprichos, me veré obligado a cambiar de actitud. No se debe golpear al enemigo cuando está en el suelo, es cierto, pero a menudo es peligroso ayudarlo a levantarse.

– En síntesis, me ofreces una transacción -le dije con descaro-: el olvido de mis sueños contra la tranquilidad de quien los inspira.

– Pones exageración y patetismo en todo, y eso amenaza convertir tu vida en un infierno. Debes ser más simple. Debes aceptar ser una gran duquesa de Rusia, cuya función es contribuir, en la medida de tus posibilidades, a la felicidad y al brillo de la patria.

Mientras hablaba, había vuelto a sonreír. Eso lo rejuvenecía, y me desconcertaba. ¿Quién era realmente? ¿Mi adversario o mi amigo? ¿O mi hermano?

– Eres adorable -agregó-. Sólo escuchas a tu corazón. ¡Tu espontaneidad es muy valiosa en esta época de hierro! ¡Envidio al hombre que se case contigo!

– Eso no sucederá en mucho tiempo -balbuceé.

Su sonrisa se acentuó. Apoyó el mentón en sus manos entrelazadas, y clavó en mis ojos una mirada insidiosa y socarrona:

– Estás equivocada, Annette. Me gustaría hablar contigo de un proyecto que nuestra madre y yo tenemos para ti.

Algo se quebró dentro de mi pecho. Dije con temor:

– ¡Por favor, todavía no!

– Ni siquiera sabes lo que te voy a proponer…

– ¡Sí! ¡El duque de Berry!

– No, el príncipe Guillermo de Orange.

Sofocada por lo repentino de la revelación, me quedé sin voz, mientras mi hermano seguía, imperturbable:

– Es un hombre de veinticuatro años, de un aspecto muy agradable, que combatió como un valiente en las filas del ejército inglés a las órdenes de Wellington, y fue herido en el hombro en Waterloo. Tarde o temprano, reemplazará a su padre en el trono de los Países Bajos. Por la importancia estratégica de ese reino, me parece necesario fortalecer los vínculos entre nuestros Estados. Nuestra madre está totalmente de acuerdo con esta idea. Y yo cuento contigo para aceptarla de buen grado. Por otra parte, las embajadas ya elaboraron las cláusulas del contrato.

– ¡Pero no conozco a ese príncipe! -dije.

– Será una agradable sorpresa. Créeme: no te pido un sacrificio, sino que te ofrezco la felicidad.

Tomada de sorpresa, sólo atiné a preguntar en un susurro:

– ¿Está realmente decidido?

– El príncipe Guillermo de Orange llegará a San Petersburgo la próxima semana.

Un grito de espanto se escapó de mis labios.

– ¿Tan pronto?

– ¡Hay que golpear el hierro mientras está caliente! Tu hermana Catalina terminó por convencer a nuestra madre de que le permitiera casarse con el príncipe Guillermo de Wurtemberg. Ambos casamientos podrían llevarse a cabo muy pronto, uno después del otro. Hemos puesto como condición que tú conserves la religión ortodoxa. La única concesión de nuestra parte es que sus hijos serán bautizados de acuerdo con el rito de la Iglesia Reformada holandesa…

Ya no escuchaba. Sentía que me arrastraba una corriente. Una vez más, habían decidido todo a mis espaldas: quién sería mi marido, la religión de mis hijos… Disponían de mí como de una yegua paridora en un haras. Yo sólo estaba en este mundo para facilitar alianzas y procrear príncipes. Mi impotencia para luchar contra la razón de Estado me repugnaba. Y para colmo de males, el esposo que me destinaban había combatido contra Napoleón en el ejército británico. Cualesquiera fueran los méritos de ese hombre, nunca podría perdonárselo. ¡Y sin embargo, quizás era una persona estimable! No importa; ¡no quería casarme con él! Mientras me perdía en medio de esas contradicciones, Alejandro me observaba en silencio con tranquila ironía.

– Creo que ya nos hemos dicho todo -dijo finalmente con voz suave-. ¡Prepárate para tu nueva vida, Annette! ¡Y que Dios te ayude!

Salí de su despacho como una sonámbula. En menos de una hora, mi destino había cambiado de dirección. Yo soñaba con el desventurado fantasma de la isla Santa Elena, y me ofrecían en su lugar a un príncipe de carne y hueso, originario de los Países Bajos.

Todavía aturdida, le conté a Natalia la conversación que acababa de tener con mi hermano. Ella me felicitó, y me aseguró que Guillermo de Orange era conocido por su prestancia y la dignidad de su conducta. Encerrada en mi obsesión, apenas la escuchaba. Si me hubieran amenazado con el cadalso no me habría sentido más desdichada. Mi único consuelo era recordar las palabras conciliadoras de Alejandro sobre el futuro de Napoleón.

Pero unos días más tarde, publicó un virulento manifiesto en el que, tras agradecer a sus súbditos su patriotismo, denunciaba a París como la capital del vicio y la corrupción, y calificaba al ex emperador de los franceses como plebeyo y bandido. Los términos de esa proclama todavía siguen grabados en mi memoria: “El tribunal de los hombres no puede pronunciar una sentencia lo bastante dura para semejante criminal. Como no fue suficientemente castigado por una mano mortal, se presentará, empapado en la sangre de los pueblos, ante el tribunal terrible, en presencia de Dios, cuando cada uno recibe la retribución de sus actos”. Quedé aterrada. ¿Cuándo era sincero Alejandro? ¿Cuando se deshacía en palabras bonitas sobre el destino de Napoleón, como lo había hecho frente a mí, o cuando lo insultaba frente a la opinión pública, con el ciego furor de un exorcista? Tanta hipocresía en un hombre bien educado y religioso me dejaba estupefacta. Decididamente, mi hermano tenía un doble rostro. A partir de ahora, desconfiaría de todo lo que proviniera de él. Lamenté no haberme rebelado cuando me habló de las cualidades de Guillermo de Orange. En realidad, estaba atada de pies y manos. Era un paquete listo para ser despachado más allá de las fronteras. La sola idea de ver al extranjero que un día me tendría en sus brazos, me hacía erizar la piel de horror.

Me negué a cenar en familia, pretextando una migraña. Me retiré muy temprano a mi habitación y le pedí a Natalia que se fuera. Cuando estuve sola, abrí sobre mi mesa un viejo atlas con mapas de bonitos colores. Un señalador de seda roja marcaba la página del África. En pleno océano Atlántico, había localizado un punto apenas visible: la isla de Santa Elena. Contemplé esa mancha minúscula en medio del azul del mar, y mis ojos se llenaron de lágrimas. No sabía a ciencia cierta cuál era el motivo de mi llanto, si la caída de Napoleón, el fracaso de mi sueño, o la absurda tradición que me obligaba a unir mi vida a la de un hombre no elegido en mi corazón, y que quizá no me amara nunca. El pequeño punto negro del mapa se nubló y empezó a moverse. Fuertes sollozos estallaron dentro de mi pecho. Sentía que me estaba despidiendo de alguien muy querido. No tenía ninguna duda de que le estaba diciendo adiós a mi infancia.

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