7

Los soldados rusos pisaban el suelo de Francia. Ese hecho extraordinario, imposible de imaginar dos años antes, se había hecho realidad. Fue posible gracias a la asombrosa tenacidad de Alejandro, que llamó a toda Europa a librarse del “Atila moderno”, la alianza de Prusia y Rusia, el rechazo de toda oferta de paz inmediata, la ayuda secreta de Austria, la victoria de la coalición en Leipzig, y el desesperado repliegue de los últimos regimientos de Napoleón, abrumados por el número de sus enemigos. Yo seguí con angustia las etapas de esa agonía del “Águila”. Cada golpe que le asestaban en su último vuelo, repercutía dentro de mí como una herida personal. Me sentía feliz por mi país, pero, inexplicablemente, desdichada por mí misma. Al mismo tiempo satisfecha y derrotada, debía simular en la corte una actitud jubilosa que no me resultaba fácil. Tomaba parte como una autómata en las fiestas que celebraban nuestros éxitos militares y diplomáticos. Y cuando regresaba a la noche a mi habitación, me avergonzaba por mi hipocresía.

Mientras tanto, Catalina, que había perdido a su marido, el príncipe Jorge de Oldenburgo, viajaba de una capital a otra para aturdir su viudez con frivolidades. Kutuzov, agotado por las fatigas de la guerra, rindió su último aliento sin haber podido completar la tarea. Y al alejarse todo peligro, mis hermanos Nicolás y Miguel recibieron por fin la autorización para enrolarse en el ejército. Pero mi madre los puso al cuidado de un escrupuloso guardián, el viejo general Lambsdorf, quien tenía orden de contener su fervor bélico y no exponerlos al peligro con ningún pretexto. El día anterior a su partida, los dos vinieron a despedirse de mí con aire de campeones. Parecía que se estuvieran preparando para asistir a un baile de disfraces. Fingí envidiarlos:

– Te escribiremos desde París -me dijo Nicolás.

– ¡Traten de no perder su alma! -les advertí-. Dicen que París es la Babilonia del siglo XIX…

– Quizá nos encontremos allí, querida hermana, en los festejos de la victoria.

– Lo dudo.

– ¿Por qué?

– Digamos que me siento demasiado bien aquí.

– ¿No te gustaría ver París?

– Sí -admití-. Pero no en estas circunstancias.

– No te entiendo.

– El París ocupado por ustedes no será el verdadero París.

– ¡Seguro que sí! Allí estarán todas las grandes personalidades.

– No todas.

– ¿Quién faltará a la cita, en tu opinión?

– Entre otros, Napoleón -contesté. Y amenazándolos con un dedo, añadí-: ¡No hay que vender la piel del oso antes de cazarlo!

– El oso en cuestión ya no puede sostenerse sobre sus patas -aseguró Miguel-. ¡En menos de un año, nadie hablará de él, ni siquiera en Francia!

La juvenil fanfarronería de mis hermanos me molestó. Ellos no lo notaron, y se fueron convencidos de que yo admiraba su prestancia.

Fueron de San Petersburgo a Berlín, y luego a Vesoul, pero ante la amenaza de una contraofensiva francesa, Lambsdorf los llevó a toda prisa a Basilea. De derrota en derrota, Napoleón se encontraba, sin embargo, en Fontainebleau, entre sus mariscales, que habían dejado de creer en su buena estrella. Cuando llegó la noticia de la capitulación de París, creí en un primer momento que se trataba de un falso rumor, propagado por los ultrapatriotas de San Petersburgo. Pero los siguientes días confirmaron la caída de Francia. Los oficiales rusos que habían participado en la campaña les escribieron a sus familias para relatarles la entrada triunfal de nuestras tropas en París, el entusiasmo de la multitud que aclamaba a sus libertadores, y la prisa con que los antiguos colaboradores del emperador de los franceses se pusieron a las órdenes de Alejandro. La emperatriz María Luisa abandonó de inmediato la capital para ir a refugiarse a Rambouillet, cerca de su padre, el emperador de Austria, Francisco, ahora aliado de los rusos, después de haberlo sido de los franceses. Semejante cobardía por parte de una esposa imperial me indignó, pero no lo podía comentar con nadie.

Luego tuvo lugar la abdicación, la celebración del día de Pascua con una misa ortodoxa en la plaza Luis XV -el mismo lugar en el que había sido guillotinado el rey Luis XVI once años atrás-, la despedida de Napoleón de sus antiguos compañeros de armas en Fontainebleau, su vergonzante partida hacia la isla de Elba. Y por último, la llegada del vanidoso Luis XVIII, barrigón y enfermo de gota, a quien los franceses habían llamado como último recurso para ocupar el trono. Por mi parte, viví todos esos acontecimientos gracias a la gran cantidad de cartas que Alejandro le enviaba a nuestra madre. Aunque eran llevadas por un correo especial, tardaban tanto en llegar que, cuando recibíamos la noticia de un suceso, este ya formaba parte del pasado. Esas inevitables demoras en el conocimiento de los hechos constituían un desafío a mi impaciencia. En cambio, a mi madre no le molestaban tanto. Solía leerme en voz alta los pasajes más significativos de las misivas de su hijo. A través de esos relatos, yo imaginaba la presencia de los rusos en París como una sucesión de homenajes a la inteligencia y la generosidad del vencedor. Lo que me asombraba era el descrédito en el que había caído Napoleón entre sus compatriotas. Lo culpaban por todas las guerras que había llevado a cabo con desprecio de las vidas humanas. Lo maldecían por haber querido ampliar el territorio de Francia hasta el punto de hacerla estallar por el exceso. Olvidaban las horas de gloria y sólo pensaban en los sacrificios. Y por contraste, Alejandro aparecía blanco como la nieve. Él era el luminoso arcángel frente al diablo corso. Ese ingenuo simbolismo era capaz de exaltar a las masas. Aunque todo eso me contrariaba mucho, tenía que enterrar mi disgusto en el fondo de mi corazón. Al principio, Alejandro se había instalado en el Hôtel de Talleyrand, pero ahora vivía en el palacio del Elíseo. Faltó poco para que los franceses lo proclamaran rey de Francia.

A través de otras cartas, me enteré de que, por galantería, Alejandro le hacía la corte a la esposa repudiada de Napoleón, la criolla Josefina. Eso también me desagradó, era un insulto inútil a la memoria de un derrotado. Lamenté no estar en París. Pero ¿qué habría hecho allí una pobre gran duquesa de Rusia como yo? ¿Me hubiera atrevido a decirle a Alejandro que no se dejara embriagar por las continuas alabanzas que le llegaban de todas partes? ¿Habría tenido el valor de reprocharles públicamente a los parisinos su cobardía por abandonar a un emperador a quien hasta ayer adoraban? La verdad es que estaba más en mi lugar lejos del tumulto político, a orillas del Neva, que como mujer de convicción y acción a orillas del Sena. Una vez más, mi papel consistía en mirar, sufrir y callar. En cierto modo, consideraba que era el precio que debía pagar por mi vocación dinástica.

Entretanto, murió Josefina, como consecuencia de un catarro contraído durante un paseo. Alejandro se sintió muy abatido e hizo que un destacamento de su guardia le rindiera honores militares a la difunta. Curiosamente, ese trágico fin me produjo alivio. Como si acabara de desaparecer un obstáculo entre mis ambiciones de juventud y yo.

Mientras me iba acostumbrando al alejamiento de Napoleón, la huida de María Luisa y la desaparición de Josefina -sombras que durante tanto tiempo habían habitado mis sueños- me sorprendió una información, todavía confidencial. Las embajadas se estaban moviendo en torno a un nuevo proyecto: querían casarme con Carlos Fernando de Borbón, duque de Berry, sobrino de Luis XVIII. ¿Quién había tenido esa idea estrafalaria? Yo prácticamente no sabía nada sobre ese personaje. Decían que era un mal sujeto, famoso por sus calaveradas, su verborragia y su temeridad. Tenía treinta y seis años y, en el aspecto físico, según los testigos, era macizo y de piernas cortas, con la cabeza hundida entre sus hombros de luchador, rostro encarnado, cabello negro y rizado. Nada de todo eso era demasiado atractivo para mí. Pasar de Napoleón a ese libertino de manos rápidas era una degradación que yo no merecía. Me prometí hablar sobre el asunto con mi madre, antes de que fuera demasiado tarde.

Pero ella se me adelantó. Una noche, después de la cena, vino a mi habitación y le ordenó a Natalia que nos dejara solas. Abordó el tema de inmediato. Yo sabía la importancia que confería mi madre a la autoridad que ejercía en el seno de la familia y, por eso, me obligué a atenuar la franqueza de mi reacción mediante una fórmula de respeto.

– Sí, madre, estoy al tanto -respondí-. Como siempre, seguiré sus instrucciones. Pero confieso que ese partido no me resulta demasiado agradable…

– ¿Quieres algo mejor? El duque de Berry es un Borbón. Como su hermano mayor, el duque de Angulema, es un hombre enfermizo, él es la única esperanza de la dinastía. Tarde o temprano, desempeñará un papel significativo. ¡Tú, que amas tanto a Francia, deberías alegrarte por sus intenciones!

– No deseo irme de Rusia.

– Una gran duquesa no tiene deseos: sólo tiene deberes.

– Demasiado bien lo sé, madre.

– Entonces, deja de lado tus prevenciones y prepárate para el destino que tu hermano y yo hemos elegido para ti. ¡Reza! ¡Reza, hija mía, y así todo te parecerá más fácil!

– Si rezo, será para que Alejandro olvide que existo… -murmuré bajando la cabeza.

Ella me levantó el mentón con sus dedos cargados de anillos, clavó sus ojos en los míos y me preguntó con un tono tajante:

– ¿Quieres ser una solterona?

– No, pero…

– Me parece que eras menos reticente cuando se trataba del proyecto de matrimonio con Napoleón…

– En efecto.

– ¡Pero si los dos son franceses!

– No por eso son intercambiables.

– Napoleón es un advenedizo, un simple espadachín, un aventurero sin linaje, mientras que el duque es descendiente de una rancia estirpe de reyes que se remonta a Enrique IV, a San Luis. ¡Una dinastía más antigua que la nuestra! Al casarte con él, no rebajas tu rango. Y además, piensa qué sería de ti ahora si hubiéramos aceptado tu casamiento con Bonaparte. Te habrían expulsado de Francia, serías humillada por todas las cortes europeas, ¡te habrías quedado sin nada!

Me atravesó un relámpago de furia. Por primera vez en mi vida me atreví a desafiar a mi madre:

– Yo lo hubiera seguido en su exilio -aseguré-. ¡Hubiera compartido su infortunio después de haber compartido su gloria!

– Eso debió hacer María Luisa, en vez de emprender el camino a Viena con su hijo.

– ¡Yo no soy una María Luisa!

– Toda mujer es en cierto modo una María Luisa cuando tiene un hijo en brazos. La naturaleza humana está hecha de manera que, tarde o temprano, la necesidad de sobrevivir prima sobre los sentimientos más elevados.

Se había distendido un poco. Estábamos sentadas a ambos lados del hogar, en el que ardía un buen fuego. Las llamas iluminaban el rostro de mi madre, redondo y saludable, de piel lozana y boca granate. Sentí que no tenía nada en común con esa mujer tan segura de sí misma, de sus decretos, de su salud y del menor pliegue de su vestido. Ella era la satisfacción personificada, y yo, la inquietud.

– ¿Se sabe algo de Napoleón? -pregunté con un tono vacilante.

Ella se rió mostrando sus dientes pequeños y blancos.

– No te inquietes, Annette. Se mantiene ocupado como puede, en su isla; juega al monarca, reorganiza su territorio. La verdad es que tu hermano ha sido demasiado bondadoso con Francia. Todos esos tratados tan complicados, todas esas tímidas rectificaciones de fronteras… El castigo debió ser más duro. Pero Alejandro quiso mostrarse magnánimo en el triunfo. Aunque detesta a Napoleón, en el fondo, siempre lo admiró, mientras que desprecia a Luis XVIII y su pretendida legitimidad.

– Entonces, ¿por qué quiere empujarme a una boda con el duque de Berry?

– No hay nada decidido todavía. Tu hermano lo está pensando. Además de no sentir ninguna simpatía por el rey, teme unir su familia a la de un Borbón, cuyo trono parece establecido en forma algo precaria. Luis XVIII sólo se sostiene gracias a los aliados que toleran su presencia. Todo París está en ebullición. Monárquicos, bonapartistas y republicanos destrozan el país con sus exigencias contradictorias. Alejandro prefiere esperar, como yo, el desarrollo de los acontecimientos en Francia antes de tomar una resolución definitiva sobre ti. Pero, de todos modos, te aconsejo que pienses con serenidad en la perspectiva de ese matrimonio. Nesselrode y Talleyrand, cada uno por su lado, están analizando el tema. No quiero que este asunto te tome por sorpresa. Espero que entiendas…

Como era su costumbre, me dio un beso en la frente antes de salir de la habitación.

Estaba petrificada. Me parecía que si cedía ante mi madre, traicionaba a Napoleón. Como si le perteneciera desde siempre. Como si estuviera ligada a él por un juramento que nadie conocía en la corte. Después de haberme creído libre de mis sentimientos, volvía a convertirme en una moneda de cambio entre diplomáticos. Sentí asco de mí misma. Cuando regresó Natalia para ayudarme a ir a la cama, le pedí que me dejara sola.

A la noche, tuve una pesadilla. Soñé que me despedazaban entre Napoleón y el duque de Berry, tironeándome cada uno de un brazo. Los dos tenían hocicos de animales feroces. Un viento furioso me despeinaba y me echaba el cabello sobre el rostro. Yo gritaba, en medio de la tormenta, pero no salía ningún sonido de mi boca.

Me desperté, llena de horror y resignación, y decidí escribirle a mi hermano para hacerle entender, con palabras veladas, que no tenía prisa alguna por casarme, aunque el candidato fuera francés y de alto linaje.

Mi carta salió esa misma mañana. Esperé la respuesta con angustia. Nunca llegó. Sin duda, Alejandro estaba ocupado con problemas mucho más importantes. Además, en junio de 1814, viajó de París a Londres, donde lo aguardaba nuestra hermana Catalina, la solitaria, la vagabunda. Allí, hizo una nueva cosecha de homenajes, y sólo hacia mediados de julio apareció en San Petersburgo.

Otro Tedeum en la catedral de Kazan, más cenas de gala, más reverencias delante del “zar bendecido por Dios”, más música, flores, plegarias… Tuve que esperar ocho días para poder conversar a solas con Alejandro. En cuanto empecé a hablar del duque de Berry, me interrumpió:

– Ese tema está en suspenso todavía. Cuando llegue el momento, te avisaré cómo marchan las negociaciones. ¡Hasta entonces, querida Annette, sólo debes pensar en el placer de nuestro reencuentro!

Su tono era tan perentorio que me resultó chocante. ¿Dónde había quedado el gentil Alejandro de antaño? ¿Tanto lo habían cambiado las fiestas en su honor y el trato con los extranjeros? Parecía cansado, de vuelta de todo, y como insatisfecho por haber alcanzado el objetivo que se había fijado. Se decía que el hartazgo de la gloria lo había acercado a Dios. Reconocía la vanidad de toda empresa humana, y ahora buscaba los motivos de su presencia en esta tierra en especulaciones místicas. Me di cuenta de que, a pesar de mis diecinueve años, él me consideraba una niña cuyas pequeñas borrascas sentimentales no podían tener mayores consecuencias. Cuando yo creía tocar su corazón, chocaba contra una pared. Ya no tenía hermano. Después de intercambiar algunas trivialidades, me dejó ahí plantada, impaciente por mezclarse con personas de alto nivel.

Al mes siguiente, hubo gran agitación en la corte, porque Alejandro se disponía a asistir al famoso Congreso de Viena, que se había organizado para restablecer el equilibrio de Europa tras la caída de Napoleón. Rusia, Austria, Prusia y Gran Bretaña tenían prisa por repartirse los despojos del vencido. Nuestro país estaba representado por Nesselrode. Junto a él se encontraban Metternich, Hardenberg, Castlereagh y, enfrente, el viejo zorro de Talleyrand. Se realizaron grandes festejos en la ciudad, en torno a la mesa de negociaciones. Para darle más brillo a la reunión de jefes de Estado, la emperatriz Isabel, aunque poco afecta a las manifestaciones mundanas, se avino a reunirse con su esposo. A mí me alegró no estar invitada a esa gozosa danza sobre el cadáver de Francia.

Al marcharse el emperador, y luego la emperatriz, sentí al mismo tiempo un profundo vacío y una feliz liberación. Para huir del calor de la capital, mi madre me llevó con ella a Pavlovsk. Nos instalamos en el castillo. Todos los días, daba un paseo por el parque con Natalia. El universo me parecía sumido en un letargo fascinante. El tiempo se había detenido. Me olvidé del duque de Berry, y hasta de Napoleón. Volví a la época de la despreocupación y casi de la inocencia. Durante una de esas caminatas matutinas, Natalia me reveló su nuevo secreto. Un tal Cyril Pétrovich Sudarski, modesto secretario del Ministerio de Relaciones Exteriores, la había pedido en matrimonio. Tenía veintiocho años y era un hombre apuesto. Los padres de ambos estaban de acuerdo con la boda. Desde luego, no se trataba de un partido demasiado brillante, pero Natalia ya no era tan joven. Y además, como declaró bajando la vista, estaba enamorada. Igual que él, sin duda.

– Nos amamos, Su Alteza Imperial. ¡Y eso es lo más importante!

Escuché con emoción esa frase mágica en su simplicidad. ¿Por qué no podía elegir yo también como futuro marido a un hombre sin título, pero que me gustara? ¿Por qué estaba condenada a casarme con príncipes que no tenían nada para seducirme, fuera de su posición política? En ese momento, mi alcurnia me pareció una maldición del cielo. Envidié a Natalia por su prosaica felicidad. Ya en confianza, me dijo en voz baja:

– ¡Si usted supiera qué dulce y atento es conmigo! Además, es alto, rubio, tiene ojos de color gris verdoso. Cuando estoy con él, me siento libre de todas mis preocupaciones, liviana, liviana…

Contuve una sonrisa. ¡Qué dulce tontería la de esas palabras enamoradas! ¡Cómo me hubiera gustado poder pronunciar, a mi vez, esa clase de necedades con tanto fervor! Y ella ni siquiera era bonita, con su nariz afilada, sus ojos minúsculos y labios pálidos y agrietados. Forzando la conversación, pregunté:

– ¿Ya te besó?

– Sí -susurró, guiñando un ojo.

– ¿Lo hace a menudo?

– Cada vez que nos encontramos a solas.

– ¿Y te gusta?

– ¡Es el paraíso!

Ningún hombre había rozado nunca mis labios con un beso. Tuve la impresión de que me faltaba lo mejor de la vida. La exhibición de las alegrías sentimentales de Natalia me hacía daño. Pero ella no parecía dispuesta a detenerse. ¿Cuántas intimidades más me asestaría? Interrumpí su entusiasmo en forma abrupta:

– ¿Ya fijaron la fecha de la boda?

– El próximo invierno, supongo… Dada mi situación en la corte, debería pedirle permiso a Su Majestad Imperial, su madre…

– Hablaré con ella -dije con esfuerzo-. Ella me escuchará…

Me temblaba la voz. Desvié la mirada para dejar de ver el rostro extasiado de Natalia. Estábamos a mediados de septiembre. Un calor tormentoso se abatía sobre el parque de espesa vegetación. Grises nubes desgreñadas atravesaban el cielo azul. Se oyó el ruido de un trueno, tan amortiguado que parecía el arrullo de una colonia de palomas. Detrás de los follajes espesos y secos se delineaban la cúpula y la columnata en semicírculo del castillo. Todo eso se veía tan sólido, tan bien plantado, tan cotidiano, que los sueños huían por sí mismos frente a la inconmovible arquitectura de la realidad. Nos sentamos en un banco. Tomé la mano de Natalia y murmuré:

– Te deseo toda la felicidad, querida mía.

– ¡Yo también le deseo toda la felicidad, Su Alteza Imperial! -exclamó ella, lanzándome una mirada llena de gratitud.

– ¿Con quién? -pregunté con amargura-. ¿Con el duque de Berry? ¿Con un príncipe austríaco, inglés, prusiano, a quien nunca habré visto? No existe felicidad posible para una persona como yo, Natalia. Lo que me salva es soñar despierta. En mi mente, lo puedo todo. En mi vida diaria, nada…

El viento fresco procedente del lago traía un olor cenagoso. Las arboledas parecían más oscuras y como invadidas por la noche, a pesar de que el cielo aún estaba claro. El trueno se acercaba. Llovería.

– Volvamos -dije.

En el camino de regreso, Natalia me preguntó:

– ¿Cuándo cree que le podrá hablar de mí a Su Majestad la emperatriz madre?

– Esta misma tarde -respondí. Y pensé, con el pecho oprimido de tristeza: “¡Qué prisa tiene! ¡Qué suerte tiene!”. Cuando subíamos por la escalinata, nos mojaron las primeras gotas de un tibio aguacero.

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