Un día de octubre de 1812, mi madre me pidió, por primera vez, que la acompañara en una de sus visitas a los hospitales de la ciudad. Ella solía ir de tanto en tanto a levantarles la moral a los heridos. Para todos los lisiados de Rusia, mi madre encarnaba la benevolencia imperial, y por nada del mundo hubiera dejado de cumplir ella esas obligaciones de “hermana de la caridad”. Por mi parte, tenía miedo de no poder dominar mi horror ante el espectáculo de tanta desolación. Cuando entré en la amplia sala común, me sofocó el olor a mugre, orina y gangrena que se desprendía de esos cuerpos tendidos unos junto a otros. Algunos estaban acostados en el suelo sobre un simple jergón, y otros yacían de a cuatro sobre una especie de tarima de madera que hacía las veces de cama, con una sola manta para todo el grupo. Mis ojos pasaban de una cabeza envuelta en vendajes manchados de sangre, al muñón de un brazo o de una pierna cubierto por trapos sucios y deshilachados. De ese muestrario de miseria brotaba un concierto de toses, gemidos, estertores y palabrotas. Y en cuanto nosotras atravesábamos el umbral, se hacía el silencio. Nos flanqueaban médicos y enfermeras, que frente a cada paciente nos daban explicaciones que yo apenas entendía. Me sentía desfallecer bajo el peso de un centenar de miradas afiebradas fijas en mi rostro. Detrás de esos despojos humanos, imaginaba la violencia de la masacre, el sufrimiento de los cuerpos destrozados, los desgarradores llamados a los camilleros en los campos de batalla, al caer la noche. Me sentía avergonzada por mi vestido demasiado elegante. Y también por mi buena salud. Todas las personas sanas de la capital me parecían culpables; acababa de descubrir el infierno de los hospitales. Mi madre adivinó mi turbación, y me lanzó una mirada severa: una gran duquesa sólo debía conmoverse con moderación. Me forcé a sonreír, mientras la compasión me cerraba la garganta.
Los oficiales heridos se encontraban en la sala contigua. Era tan terrible verlos y olían tan mal como los soldados rasos. Sin el uniforme, no existían diferencias entre los grados. ¿Quién era responsable de esa carnicería? ¿Alejandro? ¿Napoleón? Ni siquiera me atrevía a preguntármelo. De pronto, frente a mí, Rusia tenía un nuevo rostro: el de un joven al que le habían amputado una pierna, y que intentaba erguirse sobre sus codos para mostrar aplomo frente a las visitantes imperiales. Un subteniente, sin duda. Apenas mayor que mi hermano Nicolás. Su cara imberbe estaba roja de turbación, como si nos estuviera pidiendo perdón por la camisa sucia, por su olor y, tal vez, por su pierna amputada. Era evidente que, para él, nosotras éramos como una aparición celestial. Quizás esperara vernos partir en una nube. Oí que mi madre pronunciaba las palabras de rigor:
– ¿Cuál es su nombre, su grado?
– Corneta Fédor Mijáilovich Golubiakin -balbuceó.
– ¿Qué edad tiene?
– Diecinueve años, Su Majestad Imperial.
– ¿Cuándo lo hirieron?
– Hace doce días.
– ¿Lo socorrieron de inmediato?… ¿Avisaron a su familia?… Su conducta bajo el fuego del enemigo seguramente le valdrá una recompensa…
En ese momento, se produjeron movimientos cerca de la puerta. Había llegado un correo del palacio, que traía un mensaje urgente de parte del zar para Su Majestad la emperatriz viuda. Mi madre abrió el sello del sobre, leyó rápidamente la carta, y un resplandor de triunfo brilló en sus pupilas. Con el cuerpo erguido y el mentón en alto, dijo con voz fuerte, para que todos la oyeran:
– Su Majestad el emperador me informa que, según el último boletín del mariscal de campo Kutuzov, recibido en el palacio, Napoleón abandonó Moscú. El ejército francés, exhausto y desorganizado, renunció a marchar sobre San Petersburgo y se dirige hacia el sur. Nuestras valientes tropas hostigan a los fugitivos en su retirada. Dios nos ha oído. ¡Rusia está a salvo!
Hubo un segundo de muda estupefacción. Y súbitamente, un inmenso “¡hurra!” salió de todas las gargantas. El corneta Golubiakin, con los ojos encendidos, gritaba más fuerte que los demás. Mi madre se persignó. Todos los presentes la imitaron, susurrando una bendición. Reían, lloraban, los vecinos de cama se felicitaban. Era como si todos esos inválidos hubieran recuperado el uso de sus miembros.
En un abrir y cerrar de ojos, la noticia dio la vuelta al hospital. Vino el capellán. De inmediato, se organizó una plegaria pública. Mientras el sacerdote oficiaba en el medio de la sala, traté de comprender el significado del acontecimiento. Una equívoca melancolía se mezclaba con mi felicidad. Había desaparecido el peligro, pero también mi sueño. La única posibilidad que tenía de encontrarme con Napoleón me había sido bruscamente arrebatada. Al alejarse de San Petersburgo, se alejaba de mí. Por segunda vez, incumplía su compromiso en la víspera de la cita. Aunque trataba de decirme a mí misma que mi pesar era absurdo, que lo único importante era la liberación de Moscú, que mi posición me obligaba a alegrarme junto con todo el país por las derrotas del invasor, en el fondo de mi corazón persistía el malestar. Un ayudante del sacerdote hacía oscilar el incensario. Ahora el dulce perfume del incienso se mezclaba con los olores medicinales. Cuando finalizó la ceremonia, mi madre ordenó distribuir una ración de vodka entre todos los heridos del hospital. Luego nos retiramos, en medio de un murmullo de gratitud.
Al llegar al palacio, tuve que soportar el júbilo desbordante de los dignatarios de todo plumaje. Era como si ellos mismos hubieran expulsado al enemigo de Moscú. Todos estaban de acuerdo en que Napoleón había tomado su decisión porque temía que sus tropas no soportaran un crudo invierno entre las ruinas de la ciudad, que les faltara el abastecimiento, que se relajara la disciplina como consecuencia de la prolongada inacción, y también por los permanentes ataques de los guerrilleros rusos contra las unidades que se aventuraban por el campo. Además, se había producido un duro enfrentamiento en Vinkovo, cerca de Tarutino, con un resultado adverso a los franceses. El paciente y apático Kutuzov había hecho bien en tomarse su tiempo antes de atacar. Nicolás me lo explicó con un entusiasmo que me resultó extrañamente desagradable.
– ¡Treinta y dos días! -dijo-. ¡Napoleón aguantó sólo treinta y dos días en Moscú! Y esos treinta y dos días transformaron a sus soldados en saqueadores, borrachos y desertores. Kutuzov lo había previsto. Napoleón podrá ser un gran capitán, pero el viejo Kutuzov es todavía más fuerte que él. ¡Soy tan feliz! ¡Cómo me gustaría estar allí, entre los que persiguen a los franceses con la espada en sus riñones!
Ese mismo día, Miguel y Nicolás le pidieron una vez más a mi madre que les permitiera enrolarse en el ejército. Y una vez más, esa autorización les fue negada en razón de su juventud y de la necesidad de la familia imperial de permanecer unida en esas horas tan graves para el país. Ambos vinieron a mí con expresión de niños castigados. La sociedad de la Triopatía llevó a cabo una reunión en el saloncito adyacente a mi cuarto. Para consolar a mis hermanos, les aseguré que Napoleón no había dicho aún su última palabra, que muy bien podía haberse atrincherado en otra parte para proseguir la lucha, y que, algunos meses más tarde, seguramente ellos podrían tomar parte en los combates, tal como lo deseaban. Esa perspectiva pareció reconciliarlos con su momentánea inactividad.
– ¡Sería lamentable para nosotros si la guerra terminara sin que hubiéramos podido ver al enemigo siquiera con catalejos! -exclamó Miguel.
Tenía catorce años. Su impaciencia me resultaba cómica. En cuanto a Nicolás, dos años mayor, estaba más cerca de cumplir su anhelo. Pero, al mirarlo, no podía evitar pensar en el pobre corneta Golubiakin con su pierna de menos. Miguel quería conocer a toda costa mi opinión sobre lo que él llamaba “la carrera maléfica de Bonaparte”. Le contesté con cautela que, a mi juicio, ese hombre era un administrador notable, que había reorganizado a Francia, pero se había hecho odiar por todas las naciones civilizadas con su política de conquista, sin ninguna consideración por la sangre derramada.
– Pareces demasiado indulgente con él -me dijo-. Yo creo que no hizo nada bueno, ni en su país ni en ninguna otra parte. Cuando pienso que se atrevió a pedir tu mano…
Al oír esas palabras, sentí en el corazón una leve punzada que conocía muy bien. Todas mis ilusiones, todas mis decepciones se despertaron, como un nido de avispas bajo los rayos del sol.
– Sí -respondí débilmente-. Es bastante extraño…
– ¡Qué arrogancia! ¡Él, un ex soldado raso, y tú, una gran duquesa de Rusia! ¡Es un descarado!
– No tendrá cuna, pero tiene genio -señalé, evasiva.
– ¡Yo no llamaría genio a eso! -exclamó.
– ¿Entonces cómo lo llamarías?
– ¡Suerte! ¡Pero el viento puede cambiar! ¡Este es el principio del fin!
Se frotó las manos. Me pareció cruel y tonto. Para interrumpir sus disquisiciones, llamé a Natalia. Nicolás se hizo el simpático delante de ella y luego se fue, llevándose a Miguel, que lo seguía a todas partes como si fuera su sombra. Pero también Natalia estaba de un humor agresivamente patriótico. Me machacó sus refranes gloriosos; todo en francés, por supuesto. Incluso para insultar a Francia, no se nos cruzaba por la mente usar otro idioma que el del enemigo. Me dijo:
– ¡Jamás estuve tan orgullosa de ser rusa!
– Yo tampoco -repliqué-. Sin embargo, temo que sea demasiado temprano para cantar victoria.
La mirada de Natalia adquirió tal intensidad, tal profundidad, que me sentí desnuda. Penetró en mí con violencia. Sin dejar de observarme, Natalia murmuró, sonriendo a medias:
– Su Alteza Imperial, me da la impresión de que no tiene las ideas demasiado claras…
Furiosa por sentirme descubierta de ese modo, la despedí con un tono seco:
– ¡Vete! ¡Me fastidias, Natalia Mijáilovna!
En cuanto cruzó el umbral, lamenté mi brusquedad. Incluso pensé en llamarla para disculparme. Pero una gran duquesa no tiene por qué rendirle cuentas a una dama de compañía. Encerrada en mi ridícula dignidad, yo era menos libre de mis sentimientos que la última de las criadas.
Esa noche se llevó a cabo una cena de gala en el palacio. Un mismo júbilo iluminaba todos los rostros. Alejandro, feliz, rejuvenecido, estaba en la gloria. A su alrededor, los embajadores de los países aliados competían en sus adulaciones. La comida fue suculenta; el chef, Pastoureau, era francés. La emperatriz viuda y la emperatriz Isabel ostentaban las joyas más hermosas de la corona. Yo me había puesto un vestido de terciopelo color bronce, bastante austero, adornado con bordados en el mismo tono. Al final de la cena, mi madre me llevó aparte y me reprochó que me hubiera vestido con demasiada sencillez para la circunstancia.
A partir de ese día, empecé a leer con enorme interés los boletines del ejército. Eran cada vez más optimistas. Los franceses, heridos, hambrientos, desorganizados, cargados con los productos de sus pillajes, se arrastraban aturdidos por los caminos. Tras un duro enfrentamiento en Malo Iaroslavets, Napoleón se dirigió a Smolensk a través de regiones devastadas. Con las primeras nevadas, el frío terminó de desmoralizar a los que huían. Los cosacos de Platov caían a menudo sobre esas hordas harapientas, masacraban a los hombres, se alzaban con los restos de las provisiones, y desaparecían, terribles e inalcanzables, en la bruma invernal. Cuando llegaron, exhaustos, a Smolensk, los sobrevivientes descubrieron una ciudad desierta, donde no había ninguna posibilidad de alimentarse ni de hospedarse. Se vieron obligados a seguir adelante, sin poder descansar. Y entonces tuvo lugar la masacre de Berezina, que resultó ser una trampa para lo que quedaba del famoso Gran Ejército, compuesto por veinte naciones distintas. En el pueblo se decía que había sido el mujik ruso, con su hoz, quien había expulsado al ocupante.
Por un momento creí que tomarían prisionero a Napoleón allí mismo. Pero logró escapar. Abandonó a sus tropas y regresó a Francia a toda velocidad. Detrás de él, los últimos jirones de las unidades francesas cruzaron la frontera en desorden. Como dijo mi madre: “Por fin, Rusia barrió de su suelo a los que vinieron a insultar su grandeza y mancillar sus iglesias”. Kutuzov volvió a ocupar Vilna. Alejandro se dirigió en persona a la ciudad reconquistada. A pesar de su escasa simpatía por el viejo mariscal de campo, le agradeció sus esfuerzos y lo premió con la orden de San Jorge. Y aunque Kutuzov le aconsejó deponer las armas, puesto que ya habían expulsado al enemigo del territorio nacional, Alejandro dijo que quería continuar la lucha para derrotar a Napoleón en forma definitiva. Mi madre le daba la razón a distancia, y repetía: “El foco del mal está en Francia. Si queremos una paz duradera, debemos firmarla en París”. Por otra parte, todos los “verdaderos patriotas” compartían esa opinión. Yo pensaba que, si la guerra proseguía, se producirían nuevas hecatombes. Me acababa de enterar de la muerte de mi inofensivo pretendiente Valery Znamenski en el combate de Malo Iaroslavets. Busqué el pequeño libro que me había regalado: los poemas de Derzhavin. Lo abrí al azar:
El río del tiempo, en su trayecto,
se lleva las obras de los hombres
y arroja al abismo del olvido
a los pueblos, reinos y monarcas.
Estos versos me parecieron proféticos. Pero, al leerlos, no pensé en Valery Znamenski, sino más bien en Napoleón, en su ambición quebrada, su desconcierto en la derrota, la traición y el odio que, sin duda, lo esperarían en Francia tras el fracaso de su insensata empresa. Tenía tantas víctimas sobre su conciencia que, sin duda, merecía ese castigo. Y sin embargo, me sorprendí teniéndole compasión al mismo tiempo que lo condenaba. No podía sacarme de la cabeza la idea de que, si yo hubiera estado junto a él, no habría cometido el error de atacar Rusia.
El 1º de enero de 1813, se celebró una misa solemne en la catedral de Kazan de San Petersburgo para agradecerle a Dios el haber permitido la triunfal liberación de la patria. En esa oportunidad, Nicolás me recordó nuestra apuesta. Me había apostado que a fines de 1812 no quedaría un solo francés en nuestro suelo. Según lo convenido, le entregué un rublo de plata.
– ¡Ganaste! -le dije.
– ¡Ganamos! -me corrigió con voz grave.
Y guardó la moneda bajo la corbata fija de su uniforme.
El círculo de metal, apretado contra su cuello, le molestaba. Hizo una mueca.
– Cuidado, Nicolás -le dije-, se te va a caer el rublo…
– No hay peligro -replicó con una sonrisa conquistadora-. Está dentro de un pliegue. Más adelante lo haré engarzar en malaquita y lo colocaré sobre mi escritorio para tenerlo siempre a la vista.