Avanzaba a pasos de gigante. Las ciudades se abrían fascinadas cuando se acercaba, multitudes entusiastas lo aclamaban como a un libertador, los regimientos enviados para interceptarlo se negaban a disparar, el mariscal Ney, que había prometido “traer de vuelta al usurpador en una jaula de hierro”, lo encontró en Auxerre y se puso a sus órdenes… No se trataba de un golpe de fuerza, sino del regreso de un padre entre sus hijos. Nunca habían dejado de amarlo. Muchos se arrepentían de haberlo traicionado. ¡Lo obedecerían con mayor fervor que antes de su exilio! A medida que se confirmaba la victoria pacífica de Napoleón en su propio país, en San Petersburgo el asombro se transformaba en cólera. Yo era consciente de ser la única en Rusia que, en el fondo de mi corazón, me atrevía a saludar la reconquista de Francia por parte de los franceses. Cuando mi madre me dijo que, según una carta de Alejandro, Luis XVIII acababa de huir a toda velocidad para refugiarse en Gande, y que Napoleón había vuelto a entrar en París en medio del alborozo general, no pude contener la alegría.
– ¡Qué proeza! -exclamé.
– Sí -dijo mi madre-. Pero no irá muy lejos. Los aliados se preparan para hacerle pagar caro su audacia.
Catalina me había escrito, por su parte, que desde el anuncio del desembarco de Napoleón en golfo Juan, en Viena se había acabado la fiesta. No más bailes, banquetes ni espectáculos. Los salones estaban desiertos; las luces, apagadas; los músicos y las bellas espías, ahora sin trabajo, se habían esfumado. Los representantes de las ocho potencias terminaron de prisa su tarea, proclamando la guerra a ultranza contra el enemigo del género humano. Mi madre estaba encantada con el renovado acuerdo entre los soberanos legítimos contra el perturbador del orden europeo.
– ¿Y Rusia participará en las campañas? -pregunté.
– ¡Por supuesto! Pero hay un problema: como nuestras tropas evacuaron Francia el año pasado, habrá que reunirlas otra vez y llevarlas a marcha forzada hacia el Rin. Eso tomará tiempo.
– ¿Quiere decir que, una vez más, los soldados rusos derramarán su sangre por la causa de los Borbones?
– ¡Por la causa de la monarquía hereditaria en todos los países civilizados! -replicó mi madre secamente.
– ¡Qué suerte tiene Luis XVIII por contar con tantos amigos en el mundo!
– No es él quien tiene amigos, sino el principio que representa. Luis XVIII encarna la continuidad.
– ¿Y Napoleón?
– La aventura.
Ahí terminó nuestra conversación. Era evidente que a mi madre le disgustaba el interés que yo manifestaba por los triunfos de Napoleón. Pero también le molestaba que Alejandro involucrara a su ejército en una expedición destinada a restablecer en el trono a un rey que nos había desairado. En cuanto a mí, volví a sumergirme de cuerpo entero en mi sueño. Imaginaba que Napoleón, reinstalado por fin en las Tullerías, se divorciaba de la ingrata María Luisa y empezaba a pensar otra vez en la gran duquesa Ana Pávlovna de Rusia. Ella, al menos, no lo había abandonado. Aunque me decía a mí misma que, con la abrumadora carga del poder nuevamente a cuestas, sin duda Napoleón tenía otros asuntos más urgentes que resolver, no podía evitar creer que yo ocupaba un modesto rincón de su cerebro. Nos unía una misteriosa transmisión espiritual: yo, de pie frente al espejo, en mi cuarto del Palacio de Invierno, y él, caminando de un lado a otro en su gabinete de trabajo, en París. Mientras contemplaba mi imagen, tuve la sensación de que él me veía así, vestida para dormir y con el cabello suelto. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo.
Fui a buscar la banda de mando y me la anudé en la cadera. Como siempre, me procuró una extraña paz. Recordé que, según los relatos de mi madre, mi padre, Pablo I, después de haber vilipendiado al general Bonaparte, reconoció su genio y le deseó éxito en una Francia todavía sacudida por los efectos de la Revolución. Incluso, sin pensarlo dos veces, expulsó de Mitau a los Borbones, a quienes había dado asilo con anterioridad, y se acercó a la Francia del Directorio. De eso, infería que mi padre habría aprobado mi entusiasmo por Napoleón. También recordé haber oído hablar de los cambios de humor de Pablo I, de su carácter caprichoso, de su desequilibrio. ¿Acaso no había heredado yo, en cierto modo, esa locura, al enamorarme de un nombre, de un grabado, de un fantasma? Jamás me hubiera imaginado que un hombre al que no conocía más que por comentarios, pudiera obsesionarme hasta ese punto. Sabía que él apenas conocía mi existencia, que mi familia y mi país lo detestaban, que seguramente nunca lo vería, y sin embargo, a toda hora del día, en todo lugar, en toda circunstancia, sentía su presencia detrás de mí. A veces me sucedía que en una conversación con Natalia o con mi madre, o cuando le daba órdenes a un criado, dejaba de hablar de improviso como si alguien acabara de entrar en la habitación. Y era él. ¡Por fin! Luego despertaba, aturdida, de ese espejismo y volvía a los gestos y las palabras habituales de mi condición.
Mientras tanto, a lo lejos se reanudaban los combates con furia sangrienta. Toda la jauría de los enemigos de Napoleón se reunió para destruirlo. Él venció en Ligny, pero, según algunos estrategos bien informados, su ejército, integrado por veteranos exhaustos y jóvenes reclutas sin experiencia, ya no tenía la competencia de antaño. Algunos afirmaban, con una sonrisa satisfecha, que sus mariscales más avezados habían dejado de creerlo invencible. Y, de pronto, se anunció la derrota del “gran hombre de guerra” frente a Blücher y Wellington en Waterloo. Toda Rusia festejó la noticia y, en esta oportunidad, yo también tuve que fingir la alegría del desquite. En realidad, ese triunfo nacional me dejaba un regusto amargo. Lo único que atenuaba mi aflicción era el hecho de que las unidades rusas habían llegado demasiado tarde al terreno para participar del combate.
En cuanto recibió la confirmación de la victoria de los aliados, mi madre me mandó llamar. Me pareció que había engordado en las últimas horas. Más rolliza, más radiante, más resplandeciente que nunca, se lucía en su vestido verde esmeralda de volados superpuestos. Un júbilo militar brotaba por todos los poros de su piel. Exclamó:
– ¡Esta vez, el monstruo está de rodillas! ¡Dios eligió su bando! Y el artífice de este triunfo de las fuerzas del Bien sobre las fuerzas del Mal no es otro que mi hijo, tu hermano. ¡Estoy orgullosa de él!
– Yo también, madre -dije con prudencia-. Pero Napoleón todavía puede recuperarse…
– ¡Es demasiado tarde! ¡Ya nadie quiere saber nada con él, ni siquiera en Francia! De acuerdo con mis informaciones, su abdicación es una cuestión de días.
Recibí el golpe en pleno pecho, pero disimulé mi confusión y le pedí a mi madre que me avisara cuando un correo le trajera más novedades de Francia.
– Pareces más interesada por lo que pasa allí que por lo que sucede aquí -me dijo con ironía.
– Allí, aquí, es lo mismo -farfullé, conteniendo las lágrimas.
– No del todo. Allí, es el castigo. Aquí, es la bendición. Está bien, vete… Te mantendré al tanto.
No tuve que esperar demasiado. De un día para el otro, los más extraordinarios acontecimientos sacudieron el mundo. Napoleón abdicó por segunda vez. París se abrió a los prusianos. Luis XVIII volvió al trono y Alejandro, feliz, se instaló de nuevo en el palacio del Elíseo. Según Catalina, que me escribía por su cuenta, nuestro hermano había cambiado mucho en esos últimos tiempos. Ofuscado por los esplendores de Viena, se había volcado más aún al misticismo, bajo la influencia de una tal baronesa Julia von Krüdener, una profetisa locuaz, de origen báltico, que decía estar inspirada por el Altísimo. Después de haber derrotado a los franceses, ahora Alejandro se había metido en la cabeza la idea de salvarlos del caos. Olvidando su repugnancia por los Borbones, no dejaba pasar ninguna oportunidad para defender los intereses de los vencidos frente a los aliados, que desconfiaban del rey y sus consejeros. Ahora que se había reconciliado con Luis XVIII, ¿sería capaz de retomar la idea de sellar el acuerdo franco-ruso con una boda cuya víctima sería yo?
Mientras para mí volvía a perfilarse en el horizonte la amenaza del duque de Berry, Napoleón perdía a sus últimos amigos. Abandonado por todos, entregado a los ingleses, fue embarcado en una nave británica y despachado a las antípodas, a una isla que nadie había oído nombrar jamás: Santa Elena.
Recibí la noticia de su partida con tanto dolor como si esa “separación” fuera a trastornar mi existencia. Sin embargo, no estaría más ausente de mi vida sepultado en esa isla que cuando vivía en París o dirigía a sus generales en los campos de batalla. Era inaccesible ayer, y lo era también hoy. Simplemente, había cambiado la púrpura del vencedor por los harapos del mendigo. La verdad es que por un rasgo extraño de mi carácter, creí amarlo aún más en el fracaso que en el triunfo. Su desgracia lo acercaba a mí. Me imaginaba que necesitaba mi fidelidad para sobrevivir. Mi corazón desbordaba de compasión por ese hombre derrotado que envejecía, que había conocido todas las glorias y ahora debía conformarse con sus recuerdos. Lo veía de pie en la proa de un barco que lo llevaba al exilio, con el agua salpicando su frente, la mirada perdida en las olas embravecidas y el alma entregada a los peores venenos de la memoria. ¿Cómo era posible que mi hermano, tan generoso en sus meditaciones políticas y religiosas, hubiera consentido humillar así a un adversario a quien sólo ayer admiraba, aun cuando lo combatiera?
Otro pensamiento me atormentaba: que, en su obsesión por resolver a fuerza de decretos el destino de su familia y del planeta, a Alejandro se le ocurriera encontrarme rápido, rápido, un marido entre los insulsos príncipes que pululaban en Europa. Todos los días me estremecía pensando que las embajadas pudieran estar ocupándose de mi modesta persona y me depararan otra vez una desagradable sorpresa.
Poco tiempo después, mi madre tuvo la idea de organizar un espectáculo para celebrar la victoria de los aliados. En el decorado de cartón de un templo, se erigiría un busto del emperador Alejandro I. Lo rodearía un ramillete de jóvenes allegadas a la corte, cada una representando a una nación de Europa. Bailarían y cantarían en coro con una música de carácter patriótico, y luego se adelantarían una a una para depositar flores ante la efigie del zar. Se hizo un sorteo entre esas señoritas para saber quién sería Inglaterra, quién Prusia, Rusia, Austria, Italia, etcétera. Ninguna quería ser Francia. Mi madre, que se encargaba de la distribución de los papeles, fingió sentirse afectada por esa exclusión, e insistió:
– ¡A ver, a ver, un poco de buena disposición!… ¡Necesito una voluntaria!
Sin dudar, di un paso adelante:
– ¡Yo, Su Majestad!
Mi madre me lanzó una mirada burlona y dijo:
– Te reconozco muy bien en esto, Annette, pero debes saber que no representarás a la Francia de Napoleón, sino a la de Luis XVIII…
– No hay que confiar en las apariencias, Su Majestad -respondí, desviando la vista.
Tuve miedo de que hiciera una escena, pero no sucedió nada. Terminada la distribución de papeles, al día siguiente comenzaron los ensayos bajo la dirección de Armand Lucullus, maestro de danza empleado en la corte. Este viejo inmigrante francés, con cara de pájaro y ademanes graciosos, puso un gran cuidado en marcar nuestras reverencias y los desplazamientos. Llevaba a cada jovencita aparte y esbozaba, con elegancia senil, los movimientos que deseaba que hiciera. Según la puesta en escena que había ideado, yo, Francia, tenía que aparecer en último lugar y coronar con laureles a quien me había restituido a mis reyes. Natalia aceptó, a disgusto, representar el papel de Polonia, otra nación poco recomendable. Nosotras dos éramos las cenicientas de la compañía. También tuvimos que aprender una canción en honor al zar. Nos la enseñó el maestro de capilla de la iglesia del palacio. El mismo había compuesto la música. La letra estaba en francés, para que el público, en el que habría muchos embajadores, pudiera entenderla. En cuanto al vestuario, fue confeccionado por las costureras de acuerdo con los diseños de Lucullus: vestidos blancos que imitaban túnicas antiguas, con cinturones de diferentes colores para cada país.
Cuando aparecí por primera vez en el ensayo, con mi túnica nívea de largos pliegues, el maestro Lucullus se acercó a mí y me susurró, con los ojos húmedos:
– Gracias, Su Alteza Imperial, por haber aceptado…
– No tengo ningún mérito…
– ¡Sí lo tiene! ¡Francia es tan despreciada! Nos consideran una nación de payasos… ¡Gracias a usted, mi patria será la reina de la fiesta!
Después del ensayo, me llevó a un rincón de la sala y me preguntó:
– ¿Es verdad, como dicen algunas de estas señoritas, que es usted bonapartista?
Lo negué con violencia. Él sonrió:
– No se enoje, Su Alteza Imperial. Yo mismo, que emigré en el 91 y aplaudí el retorno de los Borbones, siento alguna gratitud hacia Napoleón. Es verdad que nos hizo mucho daño, pero gracias a él, durante un tiempo, la gloria de Francia ha deslumbrado al mundo. Le perdono la sangre derramada en consideración a la bravura recuperada. ¿Qué quiere usted? Soy un saltimbanqui. Me gusta el brillo, la desmesura, la fanfarria… Después de su partida al exilio, todo volvió a ser pequeño y gris en el país de mis antepasados. ¡Él era, es todavía, una ilusión, una ilusión imposible de olvidar!
– Tiene usted razón -murmuré con un nudo en la garganta.
Me pareció que ese hombre, que apenas me conocía, me entendía más que nadie.
El espectáculo tuvo lugar una noche del mes de agosto, en Peterhof. Habían acondicionado una de las salas del gran castillo como teatro. Bajo la doble presidencia de mi madre y de la emperatriz Isabel, un nutrido público de dignatarios, diplomáticos, generales y mujeres de la mejor sociedad, magníficamente engalanadas y cubiertas de diamantes, esperaba que se levantara el telón. Yo temblaba de miedo, junto a mis compañeras, entre bambalinas. Temía dar un paso en falso, cantar alguna nota desafinada, perder un zapato en medio de una danza. Natalia me apretaba la mano, nerviosa:
– Todo saldrá bien, Su Alteza Imperial, ya lo verá…
Detrás de la cortina roja, el rumor de las voces iba en aumento. La impaciencia de esa multitud elegante terminó de aflojarme las piernas. Para darme valor, me había anudado debajo de mi túnica de vestal, la banda fetiche que me había dado mi madre. Después de pasarnos revista, el maestro Lucullus hizo sonar por fin los tres golpes.
La luz de los quinqués que iluminaba el escenario me encandiló, y mis temores desaparecieron de inmediato. De pronto, me convertí en otra. El mundo que me rodeaba era tan irreal y absurdo como algunos de mis sueños. No me hubiera sorprendido que Napoleón estuviese en la sala.
Los cantos y las danzas se desarrollaron sin incidentes y fueron recompensados con aplausos corteses. Luego comenzó el desfile de los homenajes floridos. Una a una, las “vírgenes” avanzaban, con pasos lentos, al compás de la música, hacia el templo, y el maestro Armand Lucullus anunciaba:
– Rusia… Austria… Prusia… Suecia…
Cada vez que se nombraba un país, los invitados aplaudían al unísono. Sin embargo, Polonia, encarnada por Natalia, sólo recibió un vago rumor de aprobación. Yo debía cerrar el desfile. Cuando llegó mi turno, me dirigí, con las piernas débiles, hacia el busto de mi hermano.
El maestro Lucullus anunció con voz vibrante:
– ¡Francia!
La sala se amuralló en el silencio. La efigie de mármol blanco de Alejandro me observaba con sus ojos ciegos. Me sentí flaquear, de la cabeza a los pies, bajo esa mirada de piedra. Era realmente él, con su rostro redondo, las patillas rizadas y el hoyuelo en la barbilla, pero desencarnado, solemnizado, listo para los comentarios de las futuras generaciones. Mientras me acercaba con pasos medidos a la escultura, me decía que ese hombre al que se rendía homenaje había aprobado el asesinato de mi padre para subir al trono, y luego sacrificó a miles de soldados por el placer de ser considerado el vencedor de Napoleón. De pronto, me invadió una sorda cólera contra mi hermano, como si hubiera hecho todo eso con el único propósito de hacerme daño. Aunque nadie lo supiera, yo era su principal víctima. Y tenía que cubrirlo de laureles. La idea de una desvergonzada mentira atravesó mi mente cuando coloqué sobre la cabeza de la estatua la corona de la victoria. La sala estalló en aplausos. En ese momento, me pareció que el busto de Alejandro se tambaleaba sobre su pedestal y las columnas del templo se ladeaban; un velo blanco me cubrió los ojos. Tuve conciencia de que caía en medio de un tumulto de pesadilla. El piso del escenario era blando como un lecho de plumas. Percibí confusamente que gritaban y se agitaban a mi alrededor. Alguien exclamó:
– ¡Se desmayó Francia!
Cuando volví en mí, estaba acostada en un sofá, en un rincón entre los bastidores, y mi madre me humedecía las sienes con un trapo embebido en agua de colonia. Murmuró:
– ¡Gracias al cielo, te has recuperado!… Eres demasiado frágil para esta clase de emociones… Debí haberlo previsto… Pero no importa: el espectáculo tuvo mucho éxito entre nuestros visitantes extranjeros. El embajador de Suecia incluso me dijo: “Su Alteza Imperial, la gran duquesa Ana Pávlovna era la más atractiva de todas…”. Ya ves, puedes estar contenta… ¡Vamos, Annette, levántate! Te llevarán a tus habitaciones. La fiesta continuará sin ti…
Le agradecí su robusta solicitud y me disculpé por haber estropeado sin querer la velada. Natalia me acompañó a mi cuarto, con la ayuda de una criada, a través de interminables galerías de mármoles, espejos y arañas. Cuando me acosté en la cama, empecé a tiritar. A pesar del calor de la noche de verano, me castañeteaban los dientes. Un sudor frío corría por mi cuello. Natalia me sostenía la mano:
– ¡Me puse en ridículo! -dije-. Desmayarme así, delante de todas esas personas… ¡Qué vergüenza!
Mientras Natalia trataba de consolarme, entró mi madre. Delante de ella, venían dos lacayos con candelabros. Después de colocarlos sobre una mesita, se retiraron, y Natalia, obedeciendo a una señal de Su Majestad, hizo lo mismo. Quise levantarme, pero mi madre me ordenó que permaneciera acostada. De pie junto a mí, me clavó a la cama con la mirada. Todavía llevaba su vestido de gala violeta de seda, y una diadema coronaba sus cabellos ondulados, recogidos con alfileres de cabezas de brillantes minúsculos. La luz de las velas iluminaba desde abajo su grueso mentón romano y su boca voraz. Me aplastaba con su imponente buena salud.
– ¿Te sientes mejor? -me preguntó con tono seco.
– Mucho mejor.
– ¿Entonces, puedo hablarte seriamente?
– Por supuesto, Su Majestad.
– ¿Cuál fue la razón de tu desmayo?
– No lo sé -balbuceé.
– ¿Estás indispuesta?
– No.
– ¿Te impresionó la presencia de un público tan numeroso?
– Sí, sin duda…
– ¿O son tus obsesiones francesas las que te oscurecieron la mente?
Una oleada de rubor cubrió mis mejillas.
– No sé a qué se refiere Su Majestad -farfullé.
– Te estoy observando desde hace algunos días, Annette -prosiguió-. Aunque nunca me has dicho nada, adivino el extraño curso de tus sentimientos. Estás en pleno delirio. Hay que extirpar esas ideas aberrantes de tu cabeza. ¡Tienes veinte años, qué diablos! La infancia terminó. Olvida la isla de Santa Elena y a su molesto cautivo. Te pido que regreses con nosotros. Y si es necesario, ¡te lo ordeno!
Tenía la expresión de un general al frente de sus tropas. Me intimaba a volver a la fila. Exhausta, desorientada, renuncié a toda idea personal. Pero ¿qué quedaría de mí si me quitaban mi sueño?
– Está bien -dije-. Trataré de mostrarme más dócil. Pero no me pida que esté satisfecha con mi destino.
– ¿De qué te quejas? -gruñó súbitamente-. ¿No tienes todo lo que deseas: abolengo, salud, fortuna, respeto, el afecto de los tuyos?
– Sí, madre -balbuceé-. Tiene razón. Soy ingrata con Dios, que me ha otorgado casi todo.
– ¿Por qué “casi”? ¿Qué quieres decir?
– Es mi secreto -dije con un hilo de voz-. ¡Permítame guardarlo un poco más!
Se encogió de hombros:
– ¡Eres una cabeza de chorlito!
Esperé su beso de las buenas noches. No me lo dio y, empuñando uno de los candelabros, salió acompañada por el pesado frufrú de su vestido.