Durante los días que siguieron, se sopesaron los pros y los contras. Toda la familia estaba alborotada. Mi madre, guardiana del honor dinástico, y Alejandro, sostuvieron innumerables conciliábulos con Catalina, mientras el embajador de Francia Caulaincourt aguardaba la respuesta con impaciencia. Por supuesto, a mí no me tenían al tanto de esas negociaciones matrimoniales, pero la astuta Natalia Baranova me traía las noticias. Según ella, Catalina no era hostil a la idea de casarse con Napoleón: la perspectiva de reinar sobre los franceses le hacía considerar el proyecto en forma favorable. En cambio, mi madre rechazaba la idea de entregarle su hija a un bandido que no tenía ningún derecho hereditario al título de jefe de Estado. En cuanto a Alejandro, aunque temía ofender a su antiguo enemigo con un rechazo, también vacilaba frente a la humillación de ese casamiento desigual. Sobre todo porque su queridísima “Cató” estaba cada día más hermosa, y si la enviaban a Francia la perdería de vista para siempre. Creo que una separación tan brutal estaba por encima de sus fuerzas. Buscaba alguna excusa que le permitiera conservar a nuestra hermana en Rusia sin provocar complicaciones diplomáticas con “el aliado francés”. Durante aquellas horas de transacciones secretas, me preguntaba cómo podía haber pedido Napoleón la mano de Catalina sin haberla visto nunca. ¿Se habría basado sólo en los informes elogiosos de Caulaincourt y de sus agentes en Europa? En suma, se trataba de un asunto político en el que el corazón estaba tristemente ausente. Considerada desde ese punto de vista, la propuesta de Napoleón era al mismo tiempo halagüeña y lamentable.
Todavía me hacía preguntas sobre la solución del problema, cuando estalló una noticia con el estruendo de una bomba: la gran duquesa Catalina contraería enlace, en pocos días más, con el príncipe Jorge de Oldenburgo, que había entrado hacía poco tiempo al servicio del zar. Yo ya había visto a ese grotesco personaje en una recepción en el palacio. Era feo, enclenque, tartamudo, y estaba lleno de granos. Pero Catalina se mostró encantada. ¿Se sentía feliz por haber evitado a Napoleón o disimulaba su decepción con una máscara de alegría? A pesar de mi aversión instintiva hacia el emperador de los franceses, me pareció que mi hermana perdía en el cambio. Era evidente que había cedido, por respeto a la tradición, a la voluntad de nuestra madre y nuestro hermano. A su alrededor, todo el mundo fingía celebrar su suerte. Yo casi no tuve oportunidades de estar a solas con ella. Pero durante la presentación oficial de los votos de esponsales, pude llevarla aparte y le hice la pregunta que me quemaba los labios: “¿Es realmente el elegido de tu corazón?”. Ella sonrió moviendo su fina cabeza de porcelana y respondió a media voz: “Mi pequeña Annette, debes saber que, en el matrimonio, la felicidad es para aquellas que saben pintar los huevos de Pascua más ordinarios con los colores más brillantes”. Y volvió con sus invitados. Su reflexión me dejó pensando. ¿Había querido insinuar que el éxito de una pareja dependía del talento de la mujer para embellecerlo todo a su alrededor? Al verla junto a su prometido, más bien estaba tentada a creer que, en algunas muchachas, la obsesión por el matrimonio era tan fuerte que estaban dispuestas a sacrificar sus sentimientos íntimos por el vanidoso placer de que les colocaran un anillo en el dedo. Y me juré que yo sería diferente.
Napoleón tomó muy mal la evasiva de Catalina, sobre todo porque Alejandro otorgó a la boda de su hermana un brillo inusitado. La bendición nupcial estuvo rodeada de toda la pompa imaginable. Y los festejos que siguieron deslumbraron a los más reacios y puntillosos de los observadores. Cuarenta y cinco mil soldados formados a lo largo de las calles, espléndidos obsequios, cenas, bailes, fuegos artificiales, espectáculos con la famosa actriz mademoiselle George en el teatro del Ermitage. Era como si, de ese modo, la corte de Rusia hubiera querido imitar los fastos franceses de Erfurt. Una circunstancia agravante para Francia era que los huéspedes de honor de esas ceremonias fueron el rey y la reina de Prusia, enemigos jurados de Napoleón. En San Petersburgo circulaba el rumor de que Alejandro albergaba tiernos sentimientos hacia la reina Luisa, de modo que yo estaba impaciente por verla. Como acababa de cumplir catorce años, tuve la gran satisfacción de ser admitida en todos los festejos oficiales. No estaba acostumbrada a ese desenfreno festivo, y la cabeza me daba vueltas en medio de los chispeantes y saltarines asistentes de los salones. Para esa ocasión, tuve el derecho de usar tres vestidos nuevos. Natalia me dijo que estaba bellísima. Pero, cuando me comparaba con las protagonistas de esas recepciones, me veía como una avecita desplumada perdida en el reino de los cisnes. Catalina, la reina Luisa y la emperatriz Isabel Alexéievna eclipsaban a las demás mujeres por la gracia de sus rostros y el esplendor de sus atuendos. Como era de esperar, Alejandro llenó de palabras galantes a la reina Luisa, y se mostró igualmente solícito con su amante, María Antónovna Narishkin. Ella lucía un vestido blanco muy sencillo y un ramito de nomeolvides en sus cabellos color azabache como todo adorno. En cambio, la reina de Prusia exhibía los hombros desnudos y un gran escote, y estaba cubierta de diamantes y perlas. Aunque estaba embarazada, quería que todos la vieran atractiva, desde el amo de Rusia hasta el último de los lacayos. Su piel era blanca como la leche. Sus labios, siempre sonrientes, incitaban a besarlos. A mí me parecía que Alejandro estaba equivocado en interesarse por ella, cuando su propia esposa era mucho más seductora y misteriosa en su modestia.
El marqués de Caulaincourt deambulaba entre los grupos con cara larga. Para él, esos festejos ruso-prusianos constituían una afrenta a Napoleón. Observaba con disimulo a Catalina, con una mirada hostil, como si ella fuera una pieza seleccionada en una subasta que no había logrado adquirir. Por otra parte, los invitados trataban al francés con frialdad. Todas las atenciones se dirigían a la joven desposada y a los ilustres visitantes prusianos. Catalina abrió el baile del brazo de su esposo, que bailaba con la rigidez de una escoba. Caulaincourt se me acercó y me murmuró con una sonrisa irónica: “Al ver estos esplendores internacionales, me pregunto a quién agasajan hoy, si a la gran duquesa Catalina o a la reina Luisa”. Dudé un segundo y repliqué: “Mi hermana Catalina recibe aquí el tributo de nuestro amor, y la reina Luisa, el de nuestra cortesía”. Mi respuesta pareció causarle gracia, y exclamó: “¡Su Alteza Imperial supera a nuestros más finos diplomáticos!”. Evidentemente, no estaba contento.
Yo me divertía mucho en esa fiesta. Un joven gentilhombre de cámara, Valery Znamenski, alabó mi peinado; Natalia me había adornado el cabello con rosas de tela. El muchacho tenía una cara regordeta, ojos de un azul brillante, largas pestañas femeninas y una prominente manzana de Adán que sobresalía del cuello bordado de su uniforme. Mi título de gran duquesa lo impresionaba tanto que no se atrevía a mirarme cuando me hablaba. Me manifestó su admiración por no sé qué oda de Derzhavin. Yo no había leído nada de ese poeta, aunque era mundialmente conocido, y disimulé mi ignorancia con un mohín dubitativo. Para convencerme, Znamenski me recitó algunos versos con ardor. Sus pupilas centelleaban. Por un instante, me pareció atractivo. Mientras recitaba, Natalia se acercó a nosotros. Tenía una expresión de suave reproche. Entendí que le parecía impropio que una alteza imperial estuviera a solas con un hombre de menor rango, aunque éste se hallara al servicio de la corte. Fue mi madre, sin duda, quien le encargó que me llamara al orden. Me alejé de Znamenski a regañadientes.
– Seguro que le recitó a Derzhavin -me dijo Natalia.
– Sí -admití de mala gana.
– ¡Es un mujeriego empedernido! Tiene su método. Pero reconozco que no le falta estilo.
Una oleada de calor me subió a las mejillas y balbuceé:
– ¡No tiene ninguna importancia!
– En todo caso -replicó Natalia-, se equivocó de destinataria. ¡Su Alteza Real debe apuntar más alto!
– No apunto a nada en absoluto -respondí secamente.
Me hizo un gesto amenazante con el dedo. Comprendí que no debí mostrarme ofendida, y lancé una carcajada, arrastrando a Natalia a compartir mi buen humor. En varias oportunidades, Znamenski dio vueltas a nuestro alrededor. Sus maniobras me divertían. De pronto, me sentí tan bella, tan astuta y tan ingeniosa como Catalina.
Al volver a pensar en mi pasado, me doy cuenta de que, en los tiempos de mi primera juventud, había dentro de mí una absurda mezcla de ambición y timidez. Me sentía indigna de un destino excepcional y, al mismo tiempo, impaciente por demostrar lo contrario. Cuanto más me decepcionaba mi imagen en el espejo, más lejos me llevaban mis sueños. Y mientras me planteaba interrogantes sobre mi futuro suspirando frente al espejo del tocador, la historia marchaba a grandes pasos.
Guerra entre Austria y Francia. Muy bien. Pero en los primeros enfrentamientos, los austríacos fueron derrotados. A pesar de la promesa de Alejandro de apoyar en cualquier circunstancia a su aliado francés, las tropas rusas no se hicieron presentes en el campo de batalla de Wagram. En consecuencia, Napoleón, furioso, impuso mediante el tratado de Viena, en octubre de 1809, la ampliación del gran ducado de Varsovia, y casi toda Polonia quedó bajo el protectorado francés, en detrimento de los intereses de la debilitada Rusia.
Como consecuencia de todos esos errores de la política rusa, en nuestro palacio reinaba el mal humor. Por lo visto, Napoleón desplazaba las fronteras a su voluntad, disponía de los pueblos como si se tratara de ganado, y cualquiera que intentara oponerle resistencia perdía su trono. Aunque se hicieran los bravucones, la mayoría de los soberanos de Europa sólo reinaban con su permiso. Las maldiciones que lanzaban contra él por lo bajo, en el interior de sus palacios y sus iglesias, no tenían la menor influencia sobre la buena estrella que guiaba el avance de Bonaparte hacia la conquista del mundo. Refugiada en Gachina con mi madre y mis hermanos menores, me limitada a rezar para que el apetito desmedido del monstruo devorador no llegara a Rusia. Mi querida Natalia seguía diciéndome que, según su tío Rumiantsev, no teníamos nada que temer. Me lo decía con un aire misterioso que me molestaba y me dejaba intrigada.
Todo se aclaró un día de noviembre de 1809. Mi madre me citó en sus aposentos, me hizo sentar frente a ella, me tomó las dos manos y, mirándome fijamente a los ojos, dijo con una voz embargada de emoción:
– Tengo una noticia seria para darte, Annette. Al ser rechazado por tu hermana Catalina, Napoleón te eligió a ti.
Al oír esas palabras, una extraña calma se apoderó de mi mente. En cierto modo, me sorprendí de no estar más sorprendida. Como si desde mucho tiempo atrás hubiera estado preparada, sin saberlo, para esa eventualidad. Como si el asunto ya hubiera sido discutido entre Napoleón y yo.
– ¡Ah! Sí… -balbuceé-. Es… Es… ¿Por qué no?…
– Nadie pide tu opinión -me interrumpió mi madre.
Erguí la cabeza.
– ¿No soy acaso la principal interesada?
– La principal interesada es Rusia -replicó con dureza.
Luego, continuó con más suavidad:
– Alejandro y yo estamos analizando la situación. Por un lado, si volvemos a rechazar a Napoleón, quedará resentido, se enfurecerá y encontrará rápidamente un pretexto para atacarnos. Además, si nuestro pueblo se entera de que el zar y yo rechazamos una propuesta matrimonial que podría haber alejado el peligro de la guerra, nos lo reprocharía. Pero, por otro lado, ¿puedo sacrificarte a ti, mi pequeña Annette, por el bien del Estado? Aún no tienes quince años, y él tiene cuarenta. Su carácter perverso no tiene ningún freno. ¿Qué suplicios deberás sufrir a su sombra? Y si llega a morir, ¿qué será de ti? ¿Podemos suponer que la dinastía de ese usurpador será respetada? Todos estos interrogantes nos inquietan. Como siempre, Napoleón tiene prisa por conseguir su objetivo. Caulaincourt nos pide que nos decidamos en las próximas horas. Por suerte, Alejandro tiene que viajar a Moscú, de manera que postergaremos la decisión para más adelante. ¡Qué lástima que Catalina no esté con nosotros! Pero le escribiré a Tver para pedirle consejo. Ella tiene una mente equilibrada y fuerte. Mientras tanto, estudiaré todas las soluciones posibles. No te preocupes, hija mía, haremos lo mejor que podamos.
Hablaba con tanta decisión que no me atreví a protestar. Yo sabía que, por mi nacimiento, estaba condenada a casarme con un hombre elegido por ella y por mi hermano, según consideraciones estrictamente políticas. Una gran duquesa de Rusia no se pertenece a sí misma. Sólo en apariencia es una mujer. En realidad, es una pieza de madera o de marfil, un peón en el tablero de ajedrez europeo. ¿Me moverían a la casilla de Francia o a alguna casilla secundaria, como en el caso de Catalina? En el fondo de mi corazón, tenía la esperanza de un destino imperial y francés. Por orgullo, por amor al peligro, como una revancha por mi físico ingrato.
Reuní valor y murmuré:
– Haré lo que usted diga, madre. Pero la idea de vivir en París no me disgusta.
Mi madre se echó hacia atrás en su sillón, y un ataque de risa sacudió su opulento pecho encerrado en una blusa púrpura y oro, vigorosamente ajustada con ballenas.
– Deja de pensar en esto. Te avisaremos a su debido tiempo. Ahora vete.
Y después de bendecirme con la señal de la cruz, me dio a besar su mano. Salí de allí trastornada.
Poco después me vino a la memoria la historia de Isabel I: según había oído decir, la prometieron, muy joven, al rey de Francia Luis XV, que en ese momento tenía quince años, y su precoz compromiso se rompió a último momento por oscuras razones políticas. ¿No era un precedente significativo? Además, ¿eso debía alegrarme o preocuparme? Se lo comenté a mi madre, unos días después, cuando volví a visitarla. Se enojó por esa comparación, y se limitó a decirme:
– Es historia antigua. Tanto Francia como Rusia cometieron torpezas en esas negociaciones. Por otra parte, si buscas comparaciones, antes de Isabel, en el siglo XI, hubo un plan de matrimonio franco-ruso que sí se llevó a cabo: Ana de Kiev, la hija del príncipe Iaroslav I de Kiev, se casó con Enrique I, rey de Francia. ¡Pero fue hace tanto tiempo! Las mentalidades evolucionaron mucho desde aquella época. ¡No pienses más en eso!
Pero yo pensaba tanto en eso que fui a hacerle algunas preguntas sobre el tema a Gregor Matveiev, mi antiguo profesor. Pareció molesto por esa recordación histórica, y se negó a hacer comentarios inútiles. Todo lo que me quedó grabado de esa incursión en el pasado de mi patria es que desde hacía mucho tiempo Francia experimentaba una atracción sentimental por Rusia, y viceversa. Por eso, inferí que el terreno estaba preparado, y que, al interesarse por mí, Napoleón obedecía a una inclinación tradicional. Lo que más me turbaba era el hecho de llevar el mismo nombre que Ana de Kiev. Veía en eso una suerte de predestinación. Pero ¿Napoleón me había elegido porque yo era la única gran duquesa disponible en Rusia, después del apresurado casamiento de Catalina? ¿O lo hacía porque Caulaincourt le había hecho llegar una miniatura que me representaba con un aspecto favorable? En los últimos tiempos, cada vez que me encontraba con ese hombre elegante y discreto en una recepción, él se las ingeniaba para intercambiar algunas palabras conmigo. Su mirada me evaluaba como si estuviera en venta. Yo me sentía al mismo tiempo afectada en mi pudor y halagada en mi amor propio.
Al volver a mi cuarto, me entregué a una insensata esperanza. Soñé que mi madre aceptaba a Napoleón como yerno, que mi hermano me llevaba a París, donde el pueblo francés me recibía en un delirio de júbilo, y que, después de una suntuosa boda que reunía a mi alrededor a todas las testas coronadas de Europa, yo emprendía, sólo con los medios de la seducción femenina, la conquista de un hombre cuyos cambios de humor temía todo el mundo. Mi dulzura lo desarmaba y lo ponía de rodillas. Yo le quitaba la espada de la mano, y el minotauro se convertía en cordero. Y siguiendo nuestro ejemplo, Rusia y Francia dejaban de odiarse y comulgaban en un fraternal afecto. La dificultad de la tarea, lejos de paralizarme, estimulaba mi valentía. Cuanto más temía a Napoleón, más deseaba ser su esposa. Cuanto más reflexionaba sobre la enorme diferencia de edad, más me convencía de que mi juventud y mi frescura me darían poder sobre un marido que envejecía y estaba de vuelta de todo. Yo sería en su vida como el último rayo de sol en un jardín crepuscular. “¡Quiera Dios que mi madre y mi hermano compartan mi fe en el porvenir!”, pensaba.
En el colmo de la excitación, hice venir a Natalia y le repetí, palabra por palabra, la conversación que acababa de tener con mi madre. Creí que mi dama de compañía quedaría muda de asombro, pero ella me confesó que estaba al tanto de las intenciones de Napoleón desde hacía varios días. Los colaboradores de Rumiantsev no habían podido quedarse callados. En las oficinas y las antecámaras de Gachina y San Petersburgo, todo el mundo comentaba la noticia.
– No me correspondía decírselo a usted antes que su madre -me dijo Natalia-. Pero ahora, como ya está al tanto, puedo contarle todo en detalle. Napoleón anunció en forma oficial, frente a su familia reunida, que repudiaba a Josefina. El Senado recibió el acta y preparó un decreto para legalizarla. Al mismo tiempo, Su Majestad, su hermano Alejandro, fue informado del deseo del emperador de los franceses de tomarla a usted por esposa. Sin esperar la respuesta del zar, Caulaincourt hizo saber en París que usted cumpliría quince años en los primeros días de enero de 1810, que según su conocimiento era usted núbil desde hace cuatro meses, y que le parecía totalmente apta para tener hijos. La noticia ya trascendió en Francia. Los periódicos recogieron la información y escribieron comentarios simpáticos sobre el proyecto. A orillas del Sena, se habla del “probable casamiento de Bizancio con Roma”, de “Carlomagno con Irene”… Algunos incluso aventuran que el divorcio con Josefina se realizará en diciembre, la boda con usted tendrá lugar a fines de enero de 1810, y en 1811, un heredero de la dinastía de los Bonaparte ocupará su cuna dorada. Pero aquí, como le dijo su madre, todavía hay dudas: su extrema juventud, el hecho de casarse con un militar de carrera, divorciado por añadidura, la cuestión religiosa… Es inconcebible que una gran duquesa rusa se bautice católica, y los franceses no aceptarán que su nueva emperatriz tenga una capilla ortodoxa particular, y que se paseen popes barbudos por las Tullerías. ¡Todo este asunto es muy complicado! La compadezco por ser el motivo de todas esas negociaciones. Al parecer, si su madre y su hermano aceptan, Napoleón nos ofrecerá Polonia a cambio.
– ¡Una gran duquesa como precio de un país! -suspiré, agobiada.
– Eso le da la medida del interés que siente por usted su magnífico pretendiente. En todo este enredo hay coincidencias que dan que pensar. No necesito recordarle cuáles son: Ana de Kiev y Ana de San Petersburgo, Enrique I y Napoleón I. La historia no siempre se renueva. ¡A veces se repite!
Desde el inicio de nuestra conversación, poco a poco mi entusiasmo se fue convirtiendo en un frío glacial. De pronto, me sentí tan pequeña, tan vulnerable, que empecé a añorar mis seis años, mis juguetes y mis institutrices. Susurré:
– Tengo miedo, Natalia.
– ¿De qué?
– De que mi deseo se cumpla y de que no se cumpla.
– ¿Y cuál es su deseo?
Incapaz de responder, rompí en llanto. Ella me rodeó con su brazo y me meció con ternura. Su corazón latía contra el mío. Canturreó:
– Vamos, vamos… Todo se va a arreglar… Aquí o allá, con él o con otro…
– ¡No quiero otro! -grité-. ¡Es él o nadie!
– ¿Se lo ha dicho a su madre?
– No, no me atreví.
– ¿Se lo dirá algún día?
– No lo creo.
– Entonces, ¿cómo podría saberlo?
– ¡No quiero que lo sepa! Sólo tú puedes comprenderme… ¡Oh, soy tan desdichada, Natalia! Me da vergüenza que tantas personas se ocupen de mí, hablen de mí… ¡Me gustaría desaparecer de la vista de todos!
Me ahogaba en sollozos. Mientras Natalia intentaba consolarme, unos pasos se acercaron a la puerta. Natalia se apartó y dijo en voz baja:
– Séquese los ojos. Viene alguien. Y piense en Ana de Kiev. ¡Ella no hizo tantos problemas para aceptar!
Era mi hermano Nicolás. ¿También él estaba enterado? Me costó mucho trabajo mantener una actitud natural frente a él. Nicolás me entregó un libro que le había dado Valery Znamenski para mí: poemas de Derzhavin. Sin duda, ese joven enamorado era insistente. Arrojé el libro sobre la mesa. Una flor seca se deslizó de entre las páginas y cayó sobre la alfombra. No la recogí. Todo eso había quedado atrás. Tal vez no leyera nunca aquellos versos. Por ahora, tenía otros pensamientos en la cabeza. Me parecía que Znamenski, con su cara insulsa y su traje de gentilhombre de cámara, pertenecía a una vida anterior. Apenas podía oír lo que decía Nicolás, que seguía parloteando con su voz chillona. Sus bromas, que antes me hacían reír, me parecían ahora vulgares chiquilladas. Ya no había un año y medio de diferencia entre nosotros, sino cinco, diez años… No veía la hora de que se fuera de mi cuarto. Cuando salió, me tendí sobre la cama. La voz de Natalia me sacó de mi embotamiento:
– Debe prepararse, Su Alteza Imperial. ¡No olvide que esta noche se realiza el baile de la princesa Dolgoruki!
– ¡Es verdad! ¡Qué fastidio!
– Allí estará toda la corte, todo el cuerpo diplomático.
– ¿El general Caulaincourt? -pregunté distraída.
– ¡Seguro!
Me corrió electricidad por el cuerpo. Salté de la cama.
– Vamos a elegir mi vestido -dije-. Aconséjame. Ya nada me interesa…
Aunque fingía indiferencia, ansiaba presentarme con el mejor aspecto posible frente al enviado de Napoleón.