Se levantaron. En los salones quedaban como mucho unas diez personas.
Había alguien tumbado de cualquier manera, desmadejado sobre unos sillones, medio dormido. Dado que no era muy tarde, estaba claro que la sopita y los jodidos salmonetes habían ejercido cierto efecto a medio camino entre el envenenamiento y la pesadez gástrica. El patio casi se había vaciado de coches.
Recorrieron trescientos metros hasta el coche de Ingrid, ya solitario, aparcado bajo un almendro, pero el presidiario no estaba por los alrededores. Sin embargo, había dejado las llaves en la puerta.
Puesto que era de noche y había poco tráfico, Ingrid se sintió autorizada a circular a un promedio de ciento cincuenta kilómetros por hora. Y no sólo eso sino que, en una curva, adelantó un camión mientras en dirección contraria se acercaba disparado otro coche. En aquel instante Montalbano leyó su propia esquela en el periódico. Pero esa vez no quiso darle a Ingrid la satisfacción de pedirle que no corriera tanto.
Su amiga no hablaba, conducía con atención, con la punta de la lengua asomando entre los labios, pero se veía que su humor no era el de siempre. Sólo abrió la boca cuando tuvieron a la vista Marinella.
– ¿Rachele ha conseguido lo que quería? -soltó bruscamente.
– Gracias a tu ayuda.
– ¿Qué quieres decir?
– Que tú y Rachele os habéis puesto de acuerdo, quizá cuando os estabais cambiando para la cena. Ella te habrá dicho que le gustaría, ¿cómo decirlo?, probarme. Y tú has allanado el terreno, echando mano de un Giogió que jamás ha existido. ¿Es cierto o no?
– Sí, sí, lo es.
– Pues entonces, ¿qué te ocurre?
– Me ha dado un ataque de celos tardíos, ¿vale?
– No, no vale. Es ilógico.
– La lógica te la dejo toda para ti. Yo razono de otra manera.
– ¿O sea?
– Salvo, el caso es que tú conmigo te haces el santo, y con las otras…
– ¡Pero si eres tú quien me ha publicitado ante Rachele, estoy seguro!
– ¡¿Publicitado?!
– ¡Sí, señor! Ya sabes, ¡la cassata Montalbano es la mejor que hay! ¡Probar para creer!
– Pero ¿qué demonios dices?
Habían llegado. Montalbano bajó del coche sin despedirse. Ingrid también bajó y se puso delante de él.
– ¿La tienes tomada conmigo?
– ¡Contigo, conmigo, con Rachele y con el universo entero!
– Mira, Salvo, hablemos claro. Es cierto que Rachele me preguntó si podía intentarlo y yo le despejé el terreno. Pero no es menos cierto que, cuando os quedasteis solos, no te habrá apuntado con un revólver para obligarte a hacer lo que quería. Te lo habrá ofrecido de alguna manera y tú accediste. Podrías haber dicho que no y la cosa no habría pasado de ahí. No puedes tomarla conmigo ni con Rachele sino sólo contigo mismo.
– De acuerdo, pero…
– Déjame terminar. He entendido lo que quieres decir con tu cassata. ¿Querías sentimiento? ¿Querías una declaración de amor? ¿Querías que Rachele te susurrara apasionadamente: «Te amo, Salvo. Eres la única persona del mundo a la que amo»? ¿Querías la coartada de los sentimientos para echar un polvo y sentirte menos culpable? Rachele te propuso honradamente hacer un, espera, ¿cómo diría?… ah, sí, un trueque. Y tú has aceptado.
– Sí, pero…
– ¿Y quieres saber otra cosa? La verdad, me has decepcionado un poco.
– ¿Por qué?
– Pensaba que seguramente podrías manejar a Rachele. Y ahora ya basta. Perdóname el desahogo y buenas noches.
– Perdóname tú a mí.
Esperó a que Ingrid se alejara, levantó un brazo para despedirse, dio media vuelta, abrió la puerta, encendió la luz, entró y se quedó petrificado.
Los ladrones le habían dejado la casa patas arriba.
Tras pasarse media hora tratando de devolver cada cosa a su sitio, se desanimó. Sin la ayuda de Adelina, jamás lo conseguiría; mejor dejarlo todo tal como estaba. Ya era casi la una, pero se le había pasado el sueño. Los ladrones habían forzado la vidriera de la galería, y de hecho ni siquiera les había costado demasiado, porque él no la había cerrado con llave antes de irse con Ingrid. Había bastado un empujón con el hombro para abrirla.
Entró en el cuartito donde la asistenta guardaba todo lo necesario para la casa, y descubrió que los ladrones habían buscado cuidadosamente incluso allí. El armario de las herramientas estaba abierto, su contenido desperdigado por el suelo. Al final encontró el martillo, el destornillador y tres o cuatro tornillos. Pero en cuanto intentó arreglar la cerradura de la cristalera, se dio cuenta de que, en realidad, necesitaba gafas.
¿Cómo era posible que no hubiese advertido que estaba cegato? Su humor, ya ensombrecido a causa de Rachele y lo que había encontrado en casa, se tornó todavía más negro, tanto como la tinta. De pronto, recordó que en el cajón de la mesita de noche había unas gafas de su padre que le habían enviado junto con el reloj.
Se dirigió al dormitorio y abrió el cajón. El sobre con el dinero seguía en su sitio y también el estuche de las gafas. Pero encontró algo que no se esperaba en absoluto: le habían devuelto el reloj.
Se puso las gafas y enseguida vio mejor. Regresó al comedor y empezó a reparar la cerradura.
Los ladrones, aunque por supuesto no era justo llamarlos así, no habían robado nada. Al contrario, habían restituido lo que se habían llevado en su primera visita. Y eso era una clara señal o, mejor dicho, una evidencia: «Querido Montalbano: no hemos entrado para robar, sino para buscar una cosa.»
¿La habrían encontrado después de aquel meticuloso registro que ni los de la policía? ¿Y qué podía ser? ¿Una carta? Pero si en casa no tenía ninguna correspondencia que pudiera interesar a nadie. ¿Un documento? ¿Algún escrito relacionado con una investigación? Pero raras veces se llevaba trabajo a casa, y cuando se daba el caso, al día siguiente lo devolvía a la comisaría.
Sea como fuere, la conclusión del asunto era que, si no lo habían encontrado, seguramente regresarían para otra visita más devastadora que la primera.
Le pareció que el arreglo de la cristalera había quedado bien. Abrió dos veces para probar y la cerradura funcionó.
«Pues mira, cuando te jubiles podrías dedicarte a trabajitos domésticos de este tipo», dijo Montalbano primero.
Fingió no haberlo oído. El aire nocturno llevaba consigo el aroma del mar y, por consiguiente, le despertó el apetito. A mediodía apenas había comido nada, y por la noche, sólo dos cucharadas de aquella sopita al ácido muriático. Abrió el frigorífico: aceitunas, uvas pasas, queso, anchoas. El pan estaba un poco duro, pero todavía comestible. El vino no faltaba. Se preparó un buen plato con todo lo que había y se lo llevó a la galería. Los ladrones -vamos a seguir llamándolos así provisionalmente- habían tenido que dedicar mucho tiempo a registrar la casa de aquella manera. ¿Sabían que él no estaba en el pueblo y que sólo regresaría muy entrada la noche? Si lo sabían, significaba que alguien los había avisado. ¿Y quién sabía que se iba a Fiacca? Sólo Ingrid y Rachele.
«Un momento, Montalbà, no corras tanto, porque corriendo y corriendo podrías caer en un precipicio de chorradas.» La explicación más sencilla era que lo estaban vigilando. Y en cuanto habían visto que salía, habían forzado la vidriera en pleno día. Por otra parte, ¿quién podía estar en la playa a aquella hora? Habían entrado, habían entornado la cristalera y habían tenido toda la tarde para trabajar a sus anchas.
¿Acaso no habían hecho lo mismo la primera vez? Esperaron a que él saliera a comprar whisky para entrar. Sí, lo controlaban, lo vigilaban.
De hecho, tal vez en ese mismo instante, mientras se comía el pan con aceitunas, estuvieran mirándolo. Bueno, ¡menuda lata!
Experimentó un agudo malestar al pensar que todos sus movimientos estaban bajo el control de desconocidos. Deseó que hubieran encontrado lo que buscaban para que dejaran de tocarle los cojones.
Cuando terminó de comer, llevó a la cocina el plato, el vaso y la botella, cerró con llave la cristalera, felicitándose por el buen trabajo que había hecho, y fue a ducharse. Mientras se lavaba, algunas briznas de paja le cayeron de la cabeza, flotaron junto a los pies, y a continuación fueron engullidas por el pequeño remolino del desagüe.
Lo despertaron los gritos de Adelina, que entró muy asustada en el dormitorio.
– ¡Oh, Madre de Dios! ¡Oh, Virgen santa! ¿Qué ha pasado aquí?
– Ladrones, Adelì.
– ¿Ladrones en casa de usía?
– Eso parece.
– ¿Y qué robaron?
– Nada. Es más, hazme un favor. Mientras vuelves a colocarlo todo en su sitio, comprueba si falta algo.
– Muy bien. ¿Le apetece café?
– Pues claro.
Se lo bebió tumbado en la cama. Y, sin incorporarse, se fumó el primer cigarrillo.
Después se dirigió al cuarto de baño, se vistió y regresó a la cocina para tomar una segunda taza.
– ¿Sabes, Adelì? Anoche en Fiacca tomé una sopita y, siento decírtelo, pero jamás había probado nada igual.
– ¿De veras, dutturi? -dijo Adelina, disgustada.
– De veras. Pedí que me dieran la receta. En cuanto la encuentre, te la leo.
– Dutturi, no sé si me dará tiempo a arreglar la casa.
– No te preocupes. Llega hasta donde puedas y sigue mañana.
– ¡Ah, dottori, dottori! ¿Cómo pasó el santo domingo?
– Estuve en Fiacca, en casa de unos amigos. ¿Qué hay?
– Fazio está en su despacho. ¿Lo llamo?
– No; voy yo.
Fazio ocupaba un despacho con dos escritorios. El otro estaba a la disposición de un funcionario de grado equivalente que faltaba desde hacía cinco años y jamás había sido sustituido por falta de personal, tal como contestaba el señor jefe superior de policía cada vez que Montalbano se lo pedía por escrito.
Fazio se levantó, perplejo al verlo entrar, pues era insólito que el comisario acudiese a verlo.
– Buenos días, dottore. ¿Qué hay? ¿Quiere que vaya a su despacho?
– No. Como tengo que presentar una denuncia, soy yo quien ha de venir aquí.
– ¿Una denuncia? -Fazio se quedó atónito.
– Sí. Quiero denunciar un robo con escalo. O tal vez un intento de robo con escalo. Lo cierto es que ha habido rotura. De cojones.
– Dottore, no entiendo nada.
– Han entrado ladrones en mi casa de Marinella.
– ¿Ladrones?
– Pero está claro que no eran ladrones.
– ¿No eran ladrones?
– Mira, Fazio, como no dejes de repetir lo que digo, me dará un ataque de nervios. Cierra la boca, que se te ha quedado abierta, y siéntate. Así me siento yo también y te cuento toda la historia.
Fazio se sentó tan tieso como un mango de escoba.
– Bueno pues, una noche la señora Ingrid…
Y le contó la primera entrada de los ladrones con la desaparición del reloj.
– Eso -dijo Fazio- parece obra de unos chavales para comprarse unas cuantas dosis.
– Hay segunda parte. Es una historia por entregas. Ayer a las tres pasó la señora Ingrid con el coche…
Esa vez, Fazio guardó silencio al final.
– ¿No dices nada?
– Estaba pensando. Está claro que la primera vez robaron el reloj para parecer ladrones, pero no encontraron lo que buscaban. Ante la necesidad de tener que regresar, decidieron jugar con las cartas sobre la mesa y le devolvieron el reloj. Tal vez la devolución signifique que han hallado lo que querían y que, por consiguiente, no volverán.
– Pero eso no lo sabemos con certeza. Una cosa es segura: tienen prisa por encontrar lo que buscan. Y si no lo han encontrado, tal vez regresen hoy mismo, esta noche o, como mucho, mañana.
– Se me ocurre una idea.
– Dime.
– ¿Usía está casi seguro de que lo vigilan?
– En un noventa por ciento.
– ¿A qué hora se va de su casa su asistenta?
– A las doce y media, una menos cuarto.
– ¿Puede llamarla y decirle que irá a casa a comer?
– Sí, claro. Pero ¿por qué?
– Usía va a comer a su casa para que nadie pueda entrar mientras usía esté dentro. A las tres llego yo con un coche de servicio. Pongo la sirena y armo un jaleo impresionante. Usía sale corriendo, sube al coche y nos vamos.
– ¿Adónde?
– A hacer una visita a los templos. Si lo vigilan, supondrán que he ido a recogerlo por una emergencia. Y entrarán inmediatamente en acción.
– ¿Y qué?
– Los que lo vigilan no saben que Galluzzo está apostado en las inmediaciones. Lo llamo enseguida y le explico la situación.
– No, Fazio, por Dios, no es el caso de…
– Permita que se lo niegue, dottore. Este asunto no me convence y no me gusta.
– Pero ¿tú tienes idea de lo que buscan?
– ¿Usía no lo sabe y quiere averiguarlo a través de mí?
– ¿Cuándo empieza el juicio de Giacomo Licco?
– Creo que dentro de una semana. ¿Por qué lo pregunta?
Giacomo Licco había sido detenido tiempo atrás por Montalbano. Era un miembro poco importante de la mafia, un cobrador del pizzo. Un día disparó a las piernas de un comerciante que se había negado a pagar. El comerciante, asustado, afirmaba que le había disparado un desconocido. Sin embargo, el comisario descubrió numerosos indicios que conducían a Giacomo Licco. No obstante, se trataba de un proceso en el que tendría que declarar y que no sabía cómo podía terminar.
– Tal vez no vengan a buscar nada. A lo mejor es una advertencia: «A ver cómo te portas en el juicio, porque podemos entrar y salir de tu casa cuando y como queramos.»
– Eso también es posible.
– Hola, Adelina.
– Dígame, dutturi.
– ¿Qué estas haciendo?
– Procuro poner un poco de orden en la casa.
– ¿Has preparado la comida?
– Lo haré después.
– Hazlo enseguida. A la una voy a comer a Marinella.
– Como quiera usía.
– ¿Qué has comprado?
– Dos lenguados que le haré fritos. Y de primero, pasta con brécol.
Entró Fazio.
– Galluzzo se ha ido a Marinella. Sabe dónde esconderse para vigilar su casa desde la costa.
– Muy bien. Oye, no hables de esto con nadie, ni siquiera con Mimì.
– De acuerdo.
– Siéntate. ¿Está Augello?
– Sí, señor.
Levantó el auricular.
– Catarella, dile al dottor Augello que venga a mi despacho.
Mimì se presentó de inmediato.
– Ayer estuve en Fiacca -empezó el comisario-, donde se celebraba una carrera de caballos. Corría también la señora Esterman con un caballo que le había prestado Lo Duca, quien estuvo hablando largo rato conmigo. Según él, se trata de una venganza de un tal Gerlando Gurreri, un antiguo mozo de cuadra suyo. ¿Lo habéis oído nombrar alguna vez?
– Jamás -contestó a coro el dúo Fazio-Augello.
– Pues tendríamos que averiguar algo más. Parece que se ha puesto de acuerdo con unos delincuentes. ¿Te encargas tú, Fazio?
– Muy bien.
– ¿Podríamos saber con todo detalle lo que te dijo Lo Duca? -preguntó Mimì.
– Os lo digo enseguida.
– No es una hipótesis tan descabellada -comentó Mimì al terminar el comisario.
– Lo mismo me parece a mí -coincidió Fazio.
– Pero si Lo Duca tiene razón, ¿os dais cuenta de que la investigación termina aquí?
– ¿Por qué? -preguntó Augello.
– Mimì, lo que Lo Duca me ha contado a mí, no se lo ha contado y jamás se lo contará a nuestros compañeros de Montelusa. Ellos han recibido una denuncia genérica que se refiere al robo de dos caballos. Ignoran que uno ha muerto a palos porque nosotros no se lo hemos dicho. Por otra parte, nosotros ni siquiera tenemos la denuncia de la señora Esterman. Y Lo Duca me dijo explícitamente que sabe que no mantenemos contacto con los compañeros de Montelusa. Por consiguiente, de una manera u otra, no contamos con ninguna pista que nos indique cómo actuar.
– ¿Y entonces? -preguntó Mimì.
– Entonces tenemos que hacer por lo menos dos cosas. La primera es averiguar algo más acerca de Gerlando Gurreri. Tú, Mimì, me reprochaste haber creído en las palabras de la señora Esterman sin comprobarlas. Comprobemos pues lo que me contó Lo Duca sobre el golpe en la cabeza que le propinó a Gurreri con la barra de hierro. En algún hospital de Montelusa lo ingresarían, ¿no?
– Comprendo -dijo Fazio-. Usía quiere pruebas de que la historia de Lo Duca es cierta.
– Exactamente.
– Así se hará.
– Y la segunda es que en la hipótesis de Lo Duca hay un elemento importante. Él vino a decirme que, en realidad, ahora mismo nadie sabe qué caballo resultó muerto, si el suyo o el de la señora Esterman. Sostiene que eso se hizo para tenerlo en vilo, pero una cosa es segura: que verdaderamente nadie sabe a ciencia cierta cuál de los dos caballos murió. Lo Duca me dijo incluso que el suyo se llama Rudy. Ahora bien, si existe una fotografía de ese animal y Fazio y yo pudiéramos verla…
– A lo mejor sé dónde encontrarla -terció Mimì. Soltó una risita y añadió-: Claro que, para no estar muy bien de la cabeza a juzgar por lo que te contó Lo Duca, ese Gurreri razona muy bien.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que primero mata el caballo de la Esterman para tener en ascuas a Lo Duca a propósito de la suerte que haya podido correr su Rudy, después llama a la señora Esterman para que Lo Duca no pueda ocultarle el robo… Me parece que tiene la cabeza muy bien amueblada, ¡de pobre loco ni hablar!
– La misma observación le hice yo a Lo Duca -dijo Montalbano.
– ¿Y él qué contestó?
– Que muy probablemente Gurreri está aconsejado por alguno de sus cómplices.
– En fin.