La llamada le quitó las ganas de acostarse enseguida. Volvió a sentarse en la galería, pues necesitaba distraerse con algo que no guardara relación con Livia ni con el asunto del caballo.
La noche era serena pero muy oscura; apenas se distinguía la línea más clara del mar. Justo a la altura de la galería pero en alta mar, se veía la luz de un farol que parecía cercana debido a la oscuridad.
De repente sintió entre el paladar y la lengua el sabor de un lenguado recién frito. Tragó saliva.
Tenía diez años cuando su tío se lo llevó por primera y última vez a pescar con el farol tras suplicarle a su mujer durante toda una noche.
– ¿Y si el chiquillo se cae al mar?
– ¡Pero qué cosas se te ocurren! Si se cae al mar, lo sacamos. Vamos Ciccino y yo, ¡imagínate!
– ¿Y si tiene frío?
– Dame un jersey, y si tiene frío se lo pongo.
– ¿Y si le entra sueño?
– Se queda dormido en el fondo de la barca.
– Y tú, Salvuzzu, ¿quieres ir?
– Bueno…
No había deseado otra cosa cada vez que su tío salía a pescar. Al final su tía accedió, haciéndole mil recomendaciones.
La noche, recordaba, era igualita que ésta, sin luna. Se veían todas las luces de la costa.
En determinado momento, Ciccino, el marinero sesentón que manejaba los remos, dijo:
– Encienda.
Y el tío encendió el farol. Proyectaba una luz muy potente, casi azulada.
A Salvo le dio la impresión de que el fondo arenoso del mar había subido de repente a ras del agua, completamente iluminado, y vio un banco de pececillos que, deslumbrados, se habían detenido de golpe y miraban hacia el farol.
Había medusas transparentes, dos peces que parecían serpientes, una especie de cangrejo que se arrastraba…
– Si te asomas así, te caes al mar -le susurró Ciccino.
Fascinado, ni siquiera se había dado cuenta de que poco faltaba para que tocara el agua con la cara. Su tío estaba de pie en la popa, con un arpón para delfines de diez dientes y un mango de tres metros atado a la muñeca con tres metros de cuerda.
– ¿Por qué hay otros dos arpones en la barca? -le preguntó a Ciccino en voz baja, como siempre, para no ahuyentar los peces.
– Uno es un arpón de escollera, y otro, de alta mar. Uno tiene los dientes más resistentes y el otro más afilados.
– ¿Y lo que sujeta el tío en la mano qué es?
– Una fisga de arena. Es para pescar lenguados.
– ¿Dónde están?
– Escondidos bajo la arena.
– ¿Y cómo hace él para descubrirlos bajo la arena?
– Los lenguados se tapan ligeramente y sólo se ven los dos puntitos negros de los ojos. Mira y tú también los verás.
Forzó la vista, pero no distinguió los puntitos negros.
Después notó una sacudida de la barca, percibió el ruido de la fisga al penetrar con fuerza en el agua y oyó que su tío exclamaba:
– ¡Pillado!
En lo alto de la fisga, un lenguado del tamaño de su brazo se debatía en vano. Al cabo de dos horas, cuando ya había pescado unos diez lenguados grandes, el tío decidió descansar.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó Ciccino.
– Un poquito.
– ¿Preparo?
– Sí.
Tras subir los remos a bordo, el viejo marinero abrió un saco de lona y sacó una sartén y un hornillo de gas, junto con una botella de aceite, un cucurucho de harina y otro pequeño de sal. Salvo contemplaba todos aquellos preparativos, sorprendido. ¿Cómo se podía comer a esas horas de la noche? Entretanto, Ciccino colocó la sartén sobre el hornillo, echó un poco de aceite y enharinó dos lenguados para freírlos.
– ¿Y tú, Ciccino? -le preguntó su tío.
– Yo me lo preparo después. Son demasiado grandes y en la sartén no caben tres.
Mientras esperaban la comida, su tío le contó que la dificultad de pescar con la fisga era la refringencia, y le explicó lo que era eso. Pero él no entendió nada; sólo entendió que el pez parece que está aquí y, en cambio, resulta que está un poco más allá.
En cuanto empezaron a freír los lenguados, el olor le despertó el apetito. Se lo comió, colocándolo sobre una hoja de papel de periódico y quemándose la boca y las manos.
En los cuarenta y cinco años que siguieron, no había vuelto a encontrar aquel sabor.
Los milaneses matan en sábado era el título de un libro de relatos de Scerbanenco que había leído muchos años atrás. Y mataban en sábado porque los demás días estaban demasiado ocupados trabajando.
Los sicilianos no matan los domingos era, en cambio, el posible título de un libro que jamás había escrito nadie.
Porque el domingo por la mañana los sicilianos van a misa con toda la familia, después visitan a los abuelos y se quedan a comer con ellos, por la tarde ven el partido en la tele, y por la noche se van a comer un helado también con toda la familia. ¿Cuándo tienes tiempo un domingo para matar a alguien?
Por eso el comisario decidió ducharse más tarde que de costumbre, en la certeza de que no iba a molestarlo ninguna llamada de Catarella.
Se levantó y abrió la cristalera. Ni una nube, ni un soplo de viento.
Se dirigió a la cocina, preparó café y llenó dos tazas; se bebió una en la cocina y se llevó la otra al dormitorio. Dejó cigarrillos, encendedor y cenicero en la mesita de noche y volvió a meterse en la cama medio incorporado, con dos almohadas detrás de la espalda.
Se bebió el café saboreándolo poco a poco y después encendió un cigarrillo, dando la primera calada con doble satisfacción. La primera debida al sabor de la nicotina acompañado de la cafeína, y la segunda porque, cuando Livia estaba acostada a su lado, era inevitable el requerimiento: «¡O apagas ese cigarrillo o me levanto y me voy! ¿Cuántas veces te he dicho que no quiero que fumes en el dormitorio?» Y él se veía obligado a apagarlo.
Ahora, en cambio, podía fumarse todo el paquete sin que nada le importara un carajo.
«¿No sería conveniente que pensaras un poco en la investigación?», le preguntó Montalbano primero.
«¿Quieres dejarlo un poco en paz?», terció Montalbano segundo, polemizando con Montalbano primero.
«Para un policía serio ¡el domingo es un día laborable como cualquier otro!»
«¡Pero si hasta Dios descansó el séptimo día!»
Montalbano fingió no oírlos y siguió fumando como si tal cosa. Cuando terminó el cigarrillo, se tumbó cuan largo era y probó a cerrar nuevamente los ojos.
Poco a poco, por la nariz empezó a penetrarle un suave y dulcísimo perfume, un perfume que enseguida lo indujo a pensar en Rachele desnuda en la bañera…
Después comprendió que Adelina no había cambiado la funda de la almohada en que Ingrid había apoyado la cabeza dos noches atrás, y que sin duda allí había quedado impregnado el perfume de su piel, intensificado por el calor de su propio cuerpo.
Trató de resistir unos minutos, pero no lo consiguió y tuvo que levantarse de la cama para evitar peligrosos tumultos en el sur.
La ducha casi fría le borró los malos pensamientos.
«Pero ¿por qué malos? -protestó Montalbano primero-. ¡Todos son unos buenos y benditos pensamientos!»
«Con la edad, ¿qué se recupera?», preguntó en plan malicioso Montalbano segundo.
Cuando fue a vestirse, se le planteó un problema.
El domingo Adelina no acudía y, por consiguiente, él debía ir forzosamente a la trattoria de Enzo. Pero en Enzo no se podía comer antes de las doce y media. Saldría de la trattoria aproximadamente una hora y media después, es decir, a las dos.
¿Tendría tiempo de regresar a Marinella y cambiarse de ropa antes de la llegada de Ingrid? Ésa, como buena sueca, se presentaría a las tres en punto.
No; lo mejor sería vestirse bien directamente.
¿Y cómo? Para la carrera bastaría con un atuendo deportivo, pero ¿y para la cena? ¿Se llevaba una maleta con un traje para cambiarse? No; era ridículo.
Optó por un traje gris que se había puesto sólo dos veces: una para un funeral y otra para una boda. Se vistió de punta en blanco, con camisa, corbata y unos zapatos relucientes. Se miró en el espejo y se vio cómico.
Se lo quitó todo, se quedó en calzoncillos y se sentó desconsolado en la cama.
De repente pensó que quizá había una solución: telefonear a Ingrid y decirle que le habían pegado un tiro en la cabeza, aunque por suerte la bala le había pasado de refilón, y por consiguiente…
¿Y si ella, asustada, se presentaba a toda prisa en Marinella? No había problema. Se encargaría de que lo encontrara acostado, con un aparatoso vendaje en la frente; total, en casa tenía vendas y gasas a tutiplén…
«¡Procura ser serio! -lo reprendió Montalbano primero-. ¡Todo eso no son más que excusas! ¡La verdad es que no te apetece ver a esa gente!»
«Y si no le apetece, ¿está obligado a verla? ¿Dónde está escrito que tiene que ir necesariamente a Fiacca?», replicó Montalbano segundo.
La conclusión fue que el comisario se presentó a las doce y media en la trattoria de Enzo con traje gris y corbata, pero con una cara…
– ¿Se ha muerto alguien? -le preguntó Enzo al verlo vestido de aquella manera y con un semblante tan fúnebre.
Montalbano soltó una maldición por lo bajo, pero no contestó. Comió con desgana. A las tres menos cuarto ya estaba de nuevo en Marinella. Tuvo el tiempo justo de refrescarse un poco antes de que llegara Ingrid.
– Estás elegantísimo. -Ella iba con vaqueros y camiseta.
– ¿Irás así también a la cena?
– ¡No, hombre! Me cambiaré. Lo llevo todo.
¿Por qué a las mujeres les resultaba tan fácil quitarse y ponerse un vestido mientras que para un hombre eso era siempre una tarea de lo más complicada?
– ¿No puedes ir más despacio?
– Estoy yendo muy despacio.
Montalbano apenas había comido, pero lo poco que había ingerido le subía al gaznate cada vez que Ingrid tomaba una curva a ciento veinte como mínimo.
– ¿Dónde es la carrera?
– Fuera de Fiacca. El barón Piscopo di San Militello se ha construido un auténtico hipódromo, pequeño pero perfectamente equipado, justo detrás de su villa.
– ¿Y quién es el barón Piscopo?
– Un sexagenario bondadoso y amable que se dedica a obras de caridad.
– ¿Y el dinero se lo ha ganado con la bondad?
– El dinero se lo dejó su padre, socio minoritario de una importante acería alemana, y él ha sabido sacarle provecho. Hablando de dinero, ¿tú llevas algo?
Montalbano se sorprendió.
– ¿Hay que pagar para asistir a la carrera?
– No; pero se hacen apuestas sobre la ganadora. En cierto sentido es obligado apostar.
– ¿Hay un ganador?
– ¡Claro que no! El dinero de las apuestas se destina a obras benéficas.
– Y quien acierta ¿qué consigue?
– La ganadora de la carrera recompensa con un beso a los que han apostado por ella. Pero algunos no lo aceptan.
– ¿Por qué?
– Dicen que por galantería. Pero la verdad es que a veces la ganadora es simplemente horrenda.
– ¿Apuestan fuerte?
– No demasiado.
– ¿Cuánto, aproximadamente?
– Mil o dos mil euros. Pero hay quien se deja más.
¡Coño! ¿Y qué era una apuesta alta para Ingrid? ¿Un millón de euros? Notó que empezaba a sudar.
– Pero es que yo no…
– ¿No tienes?
– En el bolsillo tendré como mucho cien euros.
– ¿Llevas talonario de cheques?
– Sí.
– Mejor. Es más elegante un cheque.
– Bueno, pero ¿de cuánto?
– Tú hazlo de mil.
Todo se podría decir de Montalbano excepto que fuera avaro o tacaño. Pero eso de tirar mil euros por asistir a una carrera en medio de un montón de gilipollas no le parecía de recibo, la verdad.
Llegaron a trescientos metros de la mansión del barón Piscopo, pero los detuvo un tipo que vestía una librea nueva, como sacado de un cuadro del siglo XVI. Lo único que desentonaba era su cara, pues daba la impresión de haber salido justo en aquel momento del penal de Sing Sing tras haberse pasado allí treinta años a la sombra.
– No se puede seguir con el coche -dijo el presidiario.
– ¿Por qué?
– Porque ya no queda sitio.
– ¿Y qué hacemos? -preguntó Ingrid.
– Pues ir a pie. Déjeme las llaves, que el coche se lo aparco yo.
– Me has hecho llegar tarde -se quejó Ingrid mientras sacaba una bolsa del portamaletas.
– ¿Yo?
– Sí. Con tu constante ve despacio, ve despacio…
Había coches a ambos lados de la carretera. Llenaban de bote en bote el amplio espacio. Delante de la puerta del grandioso edificio de tres plantas con su torre anexa había otro sujeto con una librea cubierta de ringorrangos dorados. ¿El mayordomo? Tendría como mínimo noventa y nueve años y, para no desplomarse, se apoyaba en una especie de báculo pastoral.
– Buenos días, Armando -lo saludó Ingrid.
– Buenos días, señora -respondió Armando con un hilillo de voz-. Están todos fuera.
– Ahora mismo nos reunimos con ellos. Tenga esto -le dijo, entregándole la bolsa-; llévelo a la habitación de la señora Esterman.
Armando sujetó la liviana bolsa, cuyo peso lo obligó a inclinarse hacia un lado. Montalbano lo sostuvo. Aquel hombre se habría inclinado incluso si una mosca se le hubiera posado en el hombro.
Cruzaron un vestíbulo estilo hotel Victoriano de diez estrellas, otra enorme estancia llena de retratos de antepasados, una segunda estancia todavía más grande repleta de armaduras, con tres cristaleras seguidas, abiertas a un gran paseo arbolado. Hasta aquel momento, aparte del presidiario y el mayordomo, no habían visto ni un alma.
– Pero ¿dónde se han metido los demás?
– Ya están allí. Date prisa.
El gran paseo seguía recto unos cincuenta metros y después se bifurcaba en dos, uno a la derecha y otro a la izquierda.
En cuanto Ingrid enfiló el paseo de la izquierda, cerrado por unos setos muy altos, a Montalbano le llegó un gran jaleo de gritos, llamadas, carcajadas.
Y de repente se encontró en un prado con mesitas y sillas, parasoles y tumbonas. Había también dos mesas larguísimas con cosas para comer y beber, y los correspondientes camareros con chaqueta blanca. Aparte había una casita de madera con una ventana en que se veía a un hombre; delante había una cola de gente.
El prado estaba ocupado por unas trescientas personas entre hombres y mujeres, unos sentados y otros de pie, hablando y riendo, formando grupitos. Más allá del prado se entreveía el llamado hipódromo.
La gente iba vestida como si fuera carnaval: entre los varones había quien iba ataviado de jinete, o para una recepción de la reina de Inglaterra con chistera y todo, con vaqueros y jersey grueso con cuello de cisne, de tirolés, con uniforme de vigilante forestal (por lo menos, eso le pareció a Montalbano), y hasta había uno vestido de árabe y otro con pantalones cortos y chanclas de playa. Entre las mujeres, algunas lucían sombreros tan grandes que en ellos habría podido aterrizar un helicóptero, otras llevaban minifaldas a nivel axilar o bien faldas tan largas que quienes pasaban por su lado inevitablemente tropezaban y corrían el riesgo de acabar en el suelo, una llevaba una falda de tubo y un atuendo de amazona del siglo XIX, una veinteañera lucía unos pantaloncitos vaqueros muy ajustados que podía permitirse el lujo de usar gracias al notable trasero con que la había dotado la Madre Naturaleza.
Cuando terminó de mirar, se dio cuenta de que Ingrid ya no se encontraba a su lado. Se vio perdido. Experimentó una súbita tentación de dar media vuelta, recorrer en sentido inverso los paseos y los salones de la villa, llegar hasta el coche de Ingrid y…
– ¡Pero si es el comisario Montalbano! -exclamó una voz masculina.
Se volvió. La voz pertenecía a un cuarentón muy alto y delgado que llevaba una sahariana caqui, pantalones cortos, calcetines, un casco colonial y unos gemelos en bandolera. Llevaba también una pipa en la boca. A lo mejor se creía en la India de la época de los ingleses. Le tendió una mano sudorosa y blanda que parecía pan mojado.
– ¡Pero qué placer! Soy el marqués Ugo Andrea di Villanella. ¿Usted es pariente del teniente Colombo?
– ¿El teniente de los carabineros de Fiacca? No, no soy…
– No me refería al teniente de los carabineros, sino al de la televisión, ya sabe, el de la gabardina que tiene una mujer a la que nunca se ve por ninguna parte…
¿Acaso era imbécil o quería tomarle el pelo?
– No; soy gemelo del comisario Maigret -contestó con grosería.
El otro pareció decepcionado.
– No lo conozco, lo siento.
Y se retiró. Decididamente, un idiota, un idiota quizá un poco chalado.
Se le acercó otro que iba vestido de jardinero, con un delantal sucio que apestaba y una pala en la mano.
– Usted me parece nuevo.
– Sí, es la primera vez que…
– ¿Por quién ha apostado?
– La verdad es que todavía no he…
– ¿Quiere un consejo? Apueste por Beatrice della Bicocca.
– Yo no…
– ¿Conoce la lista de tarifas?
– No.
– Se la recito. Si sueltas un mil audaz / un beso en la frente recibirás. / Si apuestas uno de cinco mil, la Bicocca / un beso precioso te dará en la boca. / Con uno de diez mil podrás contar / con que con la lengua en la boca se deje besar.
Hizo una reverencia y se fue.
Pero ¿a qué mierda de manicomio había ido a parar? Además, lo de la tal Beatrice della Bicocca ¿no era competencia desleal?