Y la cosa terminó como las otras veces.
A cierta hora, cuando en la segunda botella sólo quedaban cuatro dedos escasos de whisky y ellos habían hablado de todo, Ingrid dijo que le había entrado sueño y quería irse a dormir enseguida.
– Te acompaño a Montelusa; no estás en condiciones de conducir.
– ¿Y tú sí?
De hecho, al comisario le daba un poco de vueltas la cabeza.
– Ingrid, me lavo la cara y estoy listo.
– Pues yo soy de la opinión de ducharme y después meterme en la cama.
– ¿En la mía?
– ¿Acaso hay otras? Seré muy rápida -añadió con voz pastosa.
– Oye, Ingrid, no es por…
– Vamos, Salvo. ¿Qué te pasa? No es la primera vez, ¿verdad? Además, sabes que me gusta mucho dormir castamente a tu lado.
¡Castamente, un cuerno! Él sabía el precio que tenía que pagar por aquella castidad: insomnio, levantamientos de la cama en plena noche para darse urgentemente duchas frías…
– Sí, pero es que…
– ¡Y es tan erótico!
– ¡Ingrid, pero es que no soy un santo!
– Cuento precisamente con ello -replicó ella, levantándose entre risas del sofá.
A la mañana siguiente, Montalbano despertó tarde y con un leve dolor de cabeza. Habían bebido demasiado. De Ingrid quedaba el perfume de su piel en las sábanas y la almohada.
Consultó el reloj: casi las nueve y media. A lo mejor Ingrid tenía cosas que hacer en Montelusa y lo había dejado dormir. Pero ¿cómo era posible que Adelina aún no hubiera llegado?
Entonces recordó que era sábado y que los sábados la asistenta se presentaba hacia el mediodía, pues antes iba a hacer la compra para toda la semana.
Se levantó, fue a la cocina, se preparó una cafetera de café cargado, pasó al comedor, abrió la cristalera y salió a la galería.
El día parecía una fotografía: no se registraba el menor atisbo de viento, todo estaba inmóvil e iluminado por un sol especialmente empeñado en no dejar nada a la sombra. Ni siquiera había resaca.
Volvió a entrar y enseguida reparó en la presencia de su pistola encima de la mesa.
Se extrañó. ¿Qué estaba haciendo allí la…?
Entonces recordó de repente lo que Ingrid, muerta de miedo, le había contado la víspera acerca de los dos hombres que habían entrado en la casa cuando él estaba en el bar de Marinella comprando whisky.
En el cajón de la mesilla de noche guardaba siempre un sobre con doscientos o trescientos euros de reserva; el dinero que necesitaba para la semana lo sacaba del cajero automático y lo llevaba en el bolsillo. Fue a echar un vistazo: el sobre estaba en su sitio con todo el dinero dentro.
El café ya se había enfriado; se bebió dos tazas seguidas y continuó recorriendo la casa para ver si faltaba algo.
Al cabo de media hora llegó a la conclusión de que no faltaba nada. Aparentemente. Porque en su cabeza rondaba un molesto pensamiento diciéndole que algo se le había pasado por alto.
Fue al cuarto de baño, se duchó y afeitó. Cogió la pistola, cerró la puerta, abrió el coche, montó en él, metió la pistola en la guantera, puso en marcha el motor y se quedó inmóvil.
De pronto recordó lo que faltaba. Quiso confirmarlo. Volvió a la casa, se dirigió al dormitorio y abrió de nuevo el cajón de la mesilla de noche. Se habían llevado el reloj de oro de su padre, dejando el sobre que había debajo sin imaginar que contenía dinero. No habían podido robar nada más porque llegó Ingrid.
Entonces experimentó sentimientos contradictorios. Rabia y alivio. Rabia porque le tenía cariño al reloj: era uno de los pocos recuerdos que conservaba. Alivio porque aquélla era la prueba de que los que habían entrado en su casa eran tan sólo ladrones aficionados, y seguro que ni siquiera sabían que estaban robando en la casa de un comisario de policía.
Puesto que aquella mañana no tenía demasiadas cosas que hacer en el despacho, pasó por la librería para reabastecerse. Al ir a pagar, se dio cuenta de que los autores eran todos suecos: Enquist, Sjówall-Wahlóó y Mankell. ¿Un homenaje inconsciente a Ingrid? Después recordó que necesitaba por lo menos otras dos camisas. Y otro par de calzoncillos tampoco le iría mal. Fue a comprarlo todo.
Cuando llegó a la comisaría, ya era casi mediodía.
– ¡Ah, dottori, dottori!
– ¿Qué hay, Catarè?
– ¡Lo estaba llamando, dottori!
– ¿Por qué?
– Al ver que no venía, me he preocupado. Temía que estuviera enfermo.
– Estoy perfectamente, Catarè. ¿Alguna novedad?
– Ninguna, dottori. Pero el dottori Augello, que acaba de llegar, me ha dicho que lo avise en cuanto usted llegue.
– Dile que ya he llegado.
Mimì se presentó bostezando.
– ¿Tienes sueño? Seguro que has dormido hasta muy tarde y no te has acordado de que tenías que ir a la aldea de Columba…
Augello levantó la mano para que no siguiera, volvió a bostezar ruidosamente y se sentó.
– Es que esta noche el chiquillo no nos ha dejado pegar ojo…
– Mimì, esa excusa ya está empezando a tocarme los cojones. Ahora mismo llamo a Beba para que me diga si es verdad.
– Harías muy mal papel. Beba lo confirmaría. Si me permites terminar…
– Habla.
– A las cinco de la madrugada, puesto que estaba completamente desvelado, me fui a la aldea de Columba. Pensé que allí empezarían a trabajar a primera hora de la mañana. Me costó encontrar la cuadra. Se llega allí siguiendo la carretera de Montelusa. Tres kilómetros más adelante, a la derecha, hay un camino de tierra, una senda privada que lleva a la cuadra, que está vallada. Había un paso cerrado con una barra de hierro y, a su lado, una estaca con un timbre. Pensé saltar por encima de la barrera.
– Una bobada.
– En efecto. Llamé al timbre y poco después salió un hombre de una barraca de madera preguntándome quién era.
– ¿Y tú?
– Por su manera de hablar y moverse, parecía un hombre de las cavernas. Era inútil discutir con él. Entonces le dije: «Policía.» Con voz autoritaria. Y enseguida me franqueó la entrada.
– No ha sido un comportamiento muy acertado. No estamos autorizados a…
– ¡Quita, hombre, si ése no me preguntó nada en ningún momento! ¡Ni siquiera sabe cómo me llamo! Estaba dispuesto a contestar todas mis preguntas porque me confundió con alguien de la jefatura superior de Montelusa.
– Pero si la señora Esterman no ha denunciado el robo, ¿cómo es posible que…?
– Espera que te cuente. Nosotros, de todo este asunto, sólo conocemos de la misa la mitad. Parece que Lo Duca se ha encargado de presentar la denuncia directamente a la jefatura de Montelusa, porque la historia no es tan fácil.
– ¿Por qué en la jefatura de Montelusa?
– La mitad de la cuadra pertenece a nuestra jurisdicción y la otra mitad a la de Montelusa.
– ¿Y cuál es la historia?
– Espera que primero te explico cómo está hecha la cuadra. Pasada la barrera, a la derecha hay dos barracas de madera, una bastante grande, otra más pequeña y un pajar. La primera es la casa del vigilante, que vive allí día y noche, y en la segunda guardan los arreos y todo lo necesario para atender a los animales. A mano derecha hay una hilera de diez boxes, donde se encuentran los caballos. Más allá de los boxes hay un enorme recinto de doma.
– ¿Y los caballos están siempre allí?
– No; los llevan a pastar a los prados de la Voscuzza, que pertenecen a Lo Duca.
– Pero ¿te has enterado de lo que ocurrió?
– ¡Vaya si me he enterado! El troglodita, que se llama… Espera. -Sacó del bolsillo un papel y se puso unas gafas.
Montalbano se quedó helado.
– ¡Mimì!
Fue casi un grito. Augello lo miró sorprendido.
– ¿Qué pasa?
– Pero tú… tú…
– ¡Oh, Virgen santa! ¿Qué he hecho?
– ¡¿Tú llevas gafas?!
– Pues sí.
– ¿Y desde cuándo?
– Ayer por la tarde fui a recogerlas y hoy me las he puesto por primera vez. Si te molestan, me las quito.
– ¡Madre mía, qué raro me pareces con gafas, Mimì!
– Pues tanto si te parezco raro como si no, las necesitaba. Y si quieres un consejo, tú también tendrías que revisarte la vista.
– ¡Yo veo muy bien!
– Eso lo dirás tú. Pero yo me he fijado en que, desde hace algún tiempo, estiras un poco los brazos para leer, como me pasaba a mí.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que necesitas gafas de cerca. ¡Y no pongas esa cara! ¡No es el fin del mundo!
El fin del mundo por supuesto que no, pero sí el fin de la edad adulta. Ponerse gafas significaba rendirse a la vejez sin oponer resistencia.
– Bueno pues, ¿cómo se llama el troglodita? -gruñó.
– Antonio Firruzza es el hombre que se encarga de la limpieza y sustituye provisionalmente al vigilante, que se llama Vario Ippolito.
– ¿Y el vigilante dónde está?
– En el hospital.
– ¿O sea, que la noche del robo estaba de guardia Firruzza?
– No; estaba Ippolito.
– ¿O sea, que su apellido es Vario? -Estaba distraído. No conseguía apartar los ojos de las gafas de Augello.
– No; Varío es el nombre.
– Ya no entiendo nada.
– Salvo, si no dejas de interrumpirme a cada momento, yo mismo me pierdo. ¿Qué hacemos?
– Bueno, bueno.
– O sea, que aquella noche, hacia las dos, a Ippolito lo despierta el sonido del timbre.
– ¿Vive solo?
– ¡Pero qué pesado! ¿Me dejas hablar o no? Sí, vive solo.
– Vale, perdona. Oye, ¿no te iría mejor una montura más ligera?
– A Beba le gusta así. ¿Puedo seguir?
– Sí, sí.
– Ippolito se levanta porque piensa que Lo Duca está fuera de sí y le ha entrado el delirio de ver a sus caballos. Ya lo ha hecho otras veces. Coge una linterna y va hacia la barrera de la entrada. Ten en cuenta que es de noche y está oscuro. Pero cuando llega cerca del hombre que espera para entrar, advierte que no es Lo Duca. Le pregunta qué quiere, y el otro, por toda respuesta, lo apunta con un revólver. Ippolito se ve obligado a abrir la barrera con las llaves, el hombre le exige que se las entregue y después lo derriba de un fuerte culatazo en la cabeza.
– O sea, que el vigilante ya no pudo ver nada más. Por cierto, ¿cuántas dioptrías tienes?
Mimì se levantó airado.
– ¿Adónde vas?
– Me voy, y sólo volveré cuando se te pase esa manía que te ha entrado con mis gafas.
– Vamos, siéntate. Prometo olvidarme de las gafas.
Mimì volvió a sentarse.
– ¿Dónde me había quedado?
– ¿El vigilante había visto antes al hombre que lo atacó?
– No, era la primera vez que lo veía. La conclusión es que Firruzza y los otros dos que cuidan de los caballos encuentran a Ippolito en su casa, atado, amordazado y con una fuerte conmoción cerebral.
– Pues entonces no pudo ser Ippolito quien llamó a la señora Esterman para comunicarle el robo.
– Es evidente.
– A lo mejor fue Firruzza.
– ¡¿Ese?! Imposible.
– Pues entonces, ¿quién pudo ser?
– ¿Te parece importante? ¿Puedo seguir?
– Perdona.
– En cualquier caso, Firruzza y los otros dos ven enseguida dos boxes abiertos y se dan cuenta de que han robado dos caballos.
– ¿Cómo dos? -preguntó Montalbano, sorprendido.
– Exactamente. Dos. El de la señora Esterman y otro de Lo Duca; se parecían mucho.
– A ver si tuvieron dificultades para elegir y, por si acaso, se llevaron los dos…
– Se lo pregunté a Pignataro y él…
– ¿Quién es Pignataro?
– Uno de los dos que cuidan los animales a diario. Matteo Pignataro y Filippo Sirchia. Pignataro asegura que, entre las cuatro o cinco personas que fueron a robar, por lo menos una tenía que entender mucho de caballos. Del almacén cogieron los arreos apropiados, sillas incluidas, para los dos animales. O sea, que ni siquiera tuvieron el problema de elegir, sino que se los llevaron sabiendo muy bien lo que hacían.
– ¿Cómo se los llevaron?
– En un camión equipado. En algunos puntos se ven todavía las huellas de los neumáticos.
– ¿Quién avisó a Lo Duca?
– Pignataro, que pidió también una ambulancia para Ippolito.
– Pues entonces debió de ser Lo Duca quien le dijo a Pignataro que avisara a la señora Esterman.
– Tú te has emperrado con la historia de quién avisó a la señora. ¿Podría saber por qué?
– Pues ni yo mismo lo sé. ¿Alguna otra cosa?
– No. ¿Te parece poco?
– Todo lo contrario. Te las has arreglado muy bien.
– Gracias, maestro, por la amplitud, la abundancia y la variedad de unas alabanzas que tan profundamente me conmueven.
– Mimì, vete a tomar por donde ya sabes.
– ¿Cómo tenemos que actuar?
– ¿Con quién?
– Salvo, no somos la República Independiente de Vigàta. Nuestra comisaría depende de la jefatura de Montelusa. ¿O acaso lo has olvidado?
– ¿Y qué?
– En Montelusa está en marcha una investigación. ¿No sería nuestro deber informarles de cómo y de qué manera han matado al caballo de la señora Esterman?
– Mimì, reflexiona un momento. Si nuestros compañeros están haciendo una investigación, antes o después interrogarán a la señora Esterman. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Y la señora Esterman les dirá palabra por palabra lo que ha sabido de su caballo a través de mí. ¿Es así?
– Es así.
– Entonces nuestros compañeros de Montelusa vendrán corriendo a hacernos preguntas. A las cuales sólo entonces estaremos obligados a contestar. ¿No te parece?
– Correcto. Pero ¿cómo es posible que la suma de todas esas cosas correctas dé un resultado equivocado?
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que nuestros compañeros pueden preguntarnos por qué, obedeciendo a nuestra propia iniciativa, no les hemos comunicado…
– ¡Virgen santa! Mimì, nosotros no hemos recibido ninguna denuncia y ellos ni siquiera nos han informado del robo de los caballos. Estamos empatados.
– Si tú lo dices.
– Volviendo al asunto, ¿cuántos caballos has visto en las cuadras?
– Cuatro.
– O sea que, cuando llegaron los ladrones, había seis.
– Sí. Pero ¿por qué haces estas cuentas?
– No hago cuentas. Me estoy preguntando por qué los ladrones no robaron todos los animales.
– Quizá porque no tenían suficientes camiones.
– ¿Lo dices en broma?
– ¿Lo dudas? ¿Sabes qué te digo? Que por hoy ya he hablado suficiente. Me largo. -Se levantó.
– Mimì, no digo una montura distinta, puesto que ésa le gusta a Beba, pero un poquito más clara…
Mimì se fue soltando maldiciones y dando un portazo.
¿Qué sentido tenía la historia de aquellos caballos? La tomara por donde la tomase, siempre había algo que no cuadraba. Por ejemplo: habían robado el caballo de la señora Esterman para matarlo. Pero ¿por qué no lo habían matado donde estaba y, en cambio, se lo habían llevado a la playa de Marinella para hacerlo? Y al otro, el de Lo Duca, ¿también lo habrían robado para matarlo? ¿Y dónde lo habían hecho? ¿En la playa de Santolì o en las inmediaciones de la cuadra? Si, por el contrario, a uno lo hubieran matado y al otro no, ¿qué significaría todo aquello?
Sonó el teléfono.
– Dottori, parece que está la señora Striomstriommi.
¿Que querría Ingrid?
– ¿Al teléfono?
– Sí, señor dottori.
– Pásamela.
– Hola, Salvo. Perdona que esta mañana no me haya despedido, pero recordé que tenía un compromiso.
– Faltaría más.
– Oye, me ha llamado Rachele desde Fiacca; esta noche ha dormido allí. Ha accedido a correr con un caballo de Lo Duca. Esta tarde intentará ganarse la confianza del animal, y por eso se quedará allí. Me ha dicho y repetido varias veces que se alegraría mucho de que fueras conmigo a verla.
– ¿Tú irías lo mismo sin mí?
– Con el corazón destrozado, pero iría. Siempre voy cuando corre Rachele.
Montalbano se lo jugó a pares y nones. No cabía duda de que aquel ambiente le tocaría los cojones al máximo, pero, por otra parte, sería una ocasión única para comprender algo del círculo de amigos y probables enemigos de la señora Esterman.
– ¿A qué hora es la carrera?
– Mañana a las cinco de la tarde. Si estás de acuerdo, paso a recogerte por Marinella a las tres.
Lo cual significaba subir al coche inmediatamente después de comer, con la tripa llena.
– ¿Es que tardas dos horas de Vigàta a Fiacca?
– No, pero tenemos que llegar por lo menos una hora antes. Sería una grosería presentarse en el momento de la salida.
– De acuerdo.
– ¿De verdad? ¿Ves como yo tenía razón?
– ¿En qué?
– En que mi amiga Rachele te había llamado la atención.
– Qué va, he aceptado para estar unas horas más contigo.
– Eres más falso que… que…
– Ah, por cierto. ¿Cómo tengo que ir?
– Desnudo. La desnudez te favorece.