– ¡Salvo, ven!
Al final vio a Ingrid, que lo llamaba agitando un brazo. Se encaminó hacia ella.
– El dottor Montalbano. El señor de la casa, el barón Piscopo di San Militello.
El barón, un hombre alto y delgado, iba vestido exactamente igual que uno que Montalbano había visto en una película dirigiendo una cacería del zorro. Sólo que el actor llevaba una chaqueta roja mientras que la del barón era verde.
– Sea usted bienvenido, dottore -dijo, alargando la mano.
– Gracias -respondió Montalbano, estrechándosela.
– ¿Se encuentra bien?
– Muy bien.
– Me alegro.
El barón lo miró sonriente y dio unas palmadas. El comisario se sintió confuso. ¿Qué tenía que hacer? ¿Dar palmadas también? A lo mejor era una costumbre de aquella gente en semejantes ocasiones, en señal de complacencia. Así que dio unas fuertes palmadas. El barón lo miró un tanto perplejo. Ingrid se echó a reír. En aquel momento, un camarero con librea le entregó al barón una trompa con el tubo enrollado sobre sí mismo. Por eso las palmadas: ¡llamaba al camarero! Mientras Montalbano se ruborizaba por su metedura de pata, el barón se llevó la trompa a los labios y sopló. Salió un sonido tan fuerte que semejaba la señal de una carga de caballería. La cabeza de Montalbano, cuya oreja se encontraba a diez centímetros de la trompa, quedó aturdida.
De repente se hizo el silencio. El barón le devolvió la trompa al camarero y tomó el micrófono que le tendía.
– Ladies and gentlemen! ¡Un momento de atención, por favor! ¡Les recuerdo que dentro de diez minutos la taquilla cerrará y ya no será posible apostar!
– Discúlpenos, barón -dijo Ingrid, tomando a Montalbano de la mano y llevándoselo.
– ¿Adónde vamos?
– A apostar.
– Pero si ni siquiera sé quién corre.
– Las favoritas son dos, Benedetta di Santo Stefano y Rachele, aunque no corra con su caballo.
– ¿Cómo es esa Benedetta?
– Una enana con bigote. ¿Te gustaría que te besara ella? No seas tonto; tú tienes que apostar por Rachele, como yo.
– ¿Y Beatrice della Bicocca cómo es?
Ingrid se detuvo de golpe, sorprendida.
– ¿La conoces?
– No; sólo quería saber…
– Es una guarra. A estas horas se estará tirando a algún mozo de cuadra. Lo hace siempre antes de una carrera.
– ¿Por qué?
– Porque dice que después siente mejor el caballo. ¿Sabes que los pilotos de Fórmula Uno sienten con el trasero cómo va el coche? Pues Beatrice siente cómo va el caballo con el…
– Vale, vale, ya he comprendido.
Rellenaron los cheques encima de una mesita que encontraron libre.
– Tú espérame aquí -le dijo Ingrid.
– No, mujer; ya voy yo.
– Mira, hay cola y a mí me dejan pasar.
Sin saber qué hacer, Montalbano se acercó a una de las mesas del bufet. Todo lo que habían puesto de comer se lo habían zampado ya. Aristócratas sí, pero más hambrientos que una tribu de Burundi después de la sequía.
– ¿Desea algo? -le preguntó un camarero.
– Sí, un J &B solo.
– Ya no queda whisky, señor.
Le era absolutamente necesario beber algo para reanimarse.
– Un coñac.
– El coñac también se ha terminado.
– ¿Tienen alguna bebida alcohólica?
– No, señor. Nos queda zumo de naranja y Coca-Cola.
– Un zumo de naranja -dijo, hundiéndose en la depresión ya antes de empezar a beber.
Ingrid llegó corriendo con dos recibos en la mano mientras el barón tocaba una segunda carga de caballería.
– Anda, ven, que el barón nos llama al hipódromo. -Y le entregó su recibo.
El hipódromo era pequeño y muy sencillo. Constaba de una gran pista circular rodeada por vallas bajas hechas con ramas de árbol.
Había también dos torretas de madera. Las casillas de salida, que eran seis y aún estaban vacías, se alineaban al fondo de la pista. Los invitados podían situarse de pie alrededor de la pista.
– Pongámonos aquí -propuso Ingrid-. Así estaremos cerca de la llegada.
Se apoyaron en la empalizada. A poca distancia había una franja blanca dibujada en el suelo que debía de ser la línea de meta, y a su lado, pero en la parte interior, una torreta, destinada tal vez a los jueces. En lo alto de la otra torreta apareció el barón Piscopo micrófono en mano.
– ¡Atención, por favor! Los señores jueces de la competición, conde Emanuele della Tenaglia, coronel Rolando Romeres y marqués Severino di San Severino, ocupen sus puestos en la torreta.
Eso era un decir. A la plataforma elevada se accedía a través de una escalerita de madera más bien incómoda. Teniendo en cuenta que el más joven, el marqués, pesaba unos ciento veinte kilos, que el coronel era un octogenario con tembleque y que el conde tenía la pierna izquierda tiesa, el cuarto de hora que tardaron en llegar arriba puede considerarse sin duda un récord.
– Una vez tardaron tres cuartos de hora en subir -dijo Ingrid.
– ¿Son siempre los mismos?
– Sí. Por tradición.
– ¡Atención, por favor! ¡Distinguidas amazonas, sitúense con sus monturas en las casillas que les han sido asignadas!
– ¿Cómo las asignan? -preguntó Montalbano.
– Por sorteo.
– ¿Cómo no está Lo Duca por aquí?
– Estará con Rachele. El caballo con el que ella corre es suyo.
– ¿Sabes cuál es su casilla?
– La primera, la más cercana a la parte interior.
– ¡No habría podido ser de otro modo! -comentó un tipo que había oído la conversación, pues se encontraba a la izquierda de Montalbano.
El comisario se volvió hacia él. Era un cincuentón sudoroso, con la cabeza tan pelada y reluciente que hasta dolía la vista de mirarla.
– ¿Qué quiere decir?
– Lo que he dicho. ¡Con la supervisión de Guido Costa, tienen el valor de llamarlo sorteo! -exclamó el sudoroso, alejándose indignado.
– ¿Tú lo has entendido, Ingrid?
– ¡Pues sí! ¡Las consabidas malas lenguas! Puesto que se le ha confiado el sorteo a Guido, ese señor sostiene que se ha manipulado en favor de Rachele.
– O sea, que ese Guido debe de ser…
– Sí.
Así pues, en el ambiente se sabía que había una relación entre ellos.
– ¿Cuántas vueltas dan?
– Cinco.
– ¡Atención, por favor! A partir de este momento, el starter puede dar la señal de salida cuando lo considere oportuno.
No pasó ni un minuto antes de que se oyera un disparo de pistola.
– ¡Listos!
Montalbano esperaba que el barón se pusiera a comentar la carrera, pero en cambio dejó el micrófono y agarró unos gemelos.
Al término de la primera vuelta, Rachele iba en tercera posición.
– ¿Quiénes van en cabeza?
– Benedetta y Beatrice.
– ¿Crees que Rachele lo conseguirá?
– A saber. Con un caballo que no conoce…
Después se oyeron unos gritos y hubo unas precipitadas carreras hacia el otro lado de la pista.
– Ha caído Beatrice -dijo Ingrid, y añadió con aire malévolo-: Quizá no la han puesto en condiciones de sentir el caballo.
– Ladies and gentlemen. Les comunico que la amazona Beatrice della Bicocca ha caído, pero sin ninguna consecuencia, afortunadamente.
A la segunda vuelta, Benedetta continuaba en cabeza, pero la seguía una amazona que el comisario no conocía.
– ¿Quién es?
– Verónica del Bosco; no debería ser un peligro para Rachele.
– ¿Cómo es posible que Rachele no haya aprovechado la caída?
– Vete tú a saber.
Al principio de la última vuelta, Rachele pasó a la segunda posición. A lo largo de unos cien metros entabló un intenso duelo cabeza con cabeza con Benedetta, auténticamente emocionante, mientras la gente parecía haberse vuelto loca de tanto como chillaba. El propio Montalbano se puso a gritar:
– ¡Rachele! ¡Ánimo, Rachele!
Después, a unos treinta metros de la meta, el caballo de Benedetta pareció tener doce patas y Rachele perdió cualquier posibilidad.
– ¡Lástima! -suspiró Ingrid-. Con Súper seguro que habría ganado. ¿Lo lamentas?
– Bueno, un poco.
– Sobre todo porque no recibirás el beso de Rachele, ¿verdad?
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Ahora el barón leerá los resultados.
– ¿Qué resultados? Ya sabemos quién ha ganado.
– Son interesantes. Espera.
Montalbano encendió un cigarrillo. Tres o cuatro personas que había cerca se apartaron, mirándolo con reprobación.
– Ladies and gentlemen!-llamó el barón desde la torreta-. ¡Tengo el placer de anunciarles que la suma total de las apuestas asciende a seiscientos mil euros! ¡Les estoy verdaderamente agradecido!
Teniendo en cuenta que allí había trescientas personas y que eran gente de alto linaje, de negocios o rentistas, no se podía decir precisamente que se hubieran rascado el bolsillo.
– ¡La amazona que ha reunido el número más elevado de apuestas ha sido la señora Rachele Esterman!
Hubo aplausos. Rachele había perdido la carrera, pero era la que había reportado los máximos ingresos.
– Ruego a los señores invitados que no permanezcan en el prado, donde hay que instalar las mesas para la cena, sino que pasen a los salones de la villa.
Cuando Montalbano e Ingrid dieron la espalda a la pista, lo último que vieron fue a dos camareros que, tras haber asegurado con cuerdas al coronel Romeres, lo estaban bajando desde la torreta.
– Voy a cambiarme -dijo Ingrid, alejándose a toda prisa-. Nos vemos dentro de una hora en el salón de los antepasados.
Montalbano se dirigió al salón, encontró un sillón misteriosamente libre y se sentó. Tenía que dejar transcurrir una hora sin pensar en lo que había advertido mientras contemplaba la carrera y que lo había puesto muy nervioso. Había reparado en que veía poco; inútil negarlo. Cada vez que los caballos recorrían la mitad de la pista opuesta a donde él estaba, no distinguía el color de la casaca de las amazonas. Todo se mezclaba, los perfiles se perdían. De no haber sido por Ingrid, ni siquiera se habría enterado de que quien había caído era Beatrice della Bicocca.
«¿Y qué? ¿Te extraña? -preguntó Montalbano primero-. Es la vejez. ¡Mimì Augello tenía razón!»
«Pero ¿qué chorradas estás diciendo? -se rebeló Montalbano segundo-. Mimì Augello dice que estiraba los brazos para leer. Eso es la presbicia típica de los años. ¡Mientras que aquí estamos hablando de miopía, que no tiene nada que ver con la edad!»
«Pues entonces, ¿con qué tiene que ver?»
«Mira, podría ser cansancio, una bajada momentánea…»
«De todos modos, ir a que te echaran un vistazo no estaría tan…»
La discusión fue interrumpida por alguien que se situó delante del sillón.
– ¡Comisario Montalbano! Rachele me había dicho que estaba usted aquí, pero no conseguía encontrarlo.
Era Lo Duca. Cincuentón, alto, extremadamente distinguido, muy bronceado a base de sol artificial, sonrisa deslumbrante al máximo, cabello entrecano muy repeinado. Con él era necesario utilizar superlativos por fuerza. Montalbano se levantó y se estrecharon la mano.
– ¿Por qué no vamos fuera? -propuso Lo Duca-. Aquí dentro no se puede ni respirar.
– Pero es que el barón ha dicho…
– No haga caso al barón; venga conmigo.
Volvieron a recorrer los salones de las armaduras y salieron por una de las cristaleras, pero, en lugar de enfilar el amplio paseo, Lo Duca giró a la izquierda. Allí había un jardín muy bien cuidado, con tres cenadores. Dos estaban ocupados, pero el tercero estaba desierto. Empezaba a oscurecer, y uno de los cenadores tenía la luz encendida.
– ¿Quiere que ponga la luz? -preguntó Lo Duca-. Pero, créame, es mejor que no. Los mosquitos se nos comerían vivos. Cosa que, por otra parte, ocurrirá durante la cena.
Había dos cómodos sillones de mimbre además de una mesita con un recipiente de esencias aromáticas y un cenicero. Lo Duca sacó un paquete de tabaco y se lo ofreció al comisario.
– Gracias, prefiero el mío.
Cada uno se encendió un cigarrillo.
– Disculpe que vaya directo al grano -dijo Lo Duca-. Quizá ahora no le apetezca hablar de cuestiones de trabajo, pero…
– No tenga reparo.
– Gracias. Rachele me ha dicho que fue a la comisaría para denunciar el robo de su caballo, pero que no lo hizo al decirle usted que lo habían matado.
– Ajá.
– Quizá Rachele se trastornó un poco cuando usted le comunicó que lo habían eliminado con especial brutalidad; la verdad es que al contármelo no estaba en condiciones de ser más concreta…
– Ajá.
– Pero ¿usted cómo lo supo?
– Por pura casualidad. El caballo fue a morir precisamente bajo las ventanas de mi casa.
– ¿Y es cierto que después desapareció el cadáver?
– Ajá.
– ¿Tiene alguna idea del porqué?
– No. ¿Y usted?
– Tal vez sí.
– Dígamela, si quiere.
– Pues claro. Cuando se encuentre el cuerpo de Rudy, mi caballo, en caso de que se encuentre, probablemente se verá que lo mataron como al otro. Se trata de una venganza, comisario.
– ¿Ha contado esa hipótesis suya a mis compañeros de Montelusa?
– No. De la misma manera, por lo que me consta, que usted tampoco les ha dicho todavía que encontró muerto el caballo de Rachele.
Una buena estocada, sin lugar a dudas. Lo Duca era un experto espadachín. Era evidente que convenía andarse con mucho cuidado.
– ¿Ha dicho venganza?
– Sí.
– ¿Podría hablar más claro?
– Sí. Hace tres años mantuve una acalorada discusión con uno de los que cuidan mis caballos, y en un arrebato de furia le golpeé la cabeza con una barra de hierro. No creía haberle causado mucho daño, pero quedó inválido. Como es natural, no sólo me hice cargo de todos los gastos del tratamiento sino que le paso una suma mensual equivalente a la paga que cobraba.
– Pero, si ésa es la situación, ¿por qué ese hombre tendría que haber…?
– Mire, desde hace tres meses su mujer no tiene noticias suyas. Estaba trastornado. Un día salió profiriendo amenazas contra mí y a partir de entonces ya no volvieron a verlo. Corren rumores de que ha establecido contacto con el ambiente del hampa.
– ¿Mañosos?
– No, gente del hampa. Delincuentes comunes.
– Pero ¿por qué ese hombre no se limitó a robar y matar su caballo sino que, además, se llevó también el de la señora Esterman?
– No creo que, en el momento de robarlo, supiera que no era mío. Debió de averiguarlo poco después.
– ¿Ni siquiera de eso ha hablado con los compañeros de Montelusa?
– No. Y no creo que lo haga.
– ¿Por qué?
– Porque considero que sería como atacar a un desgraciado de cuya enfermedad mental soy responsable.
– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?
– Porque me han dicho que usted, cuando quiere comprender, comprende.
– Puesto que comprendo, ¿puede decirme el nombre de esa persona?
– Gerlando Gurreri. ¿Tengo su palabra de que no le dirá a nadie ese nombre?
– Puede estar tranquilo. Sin embargo, me ha explicado el móvil, pero no me ha dicho por qué han hecho desaparecer el cadáver del animal.
– Yo creo que Gurreri, tal como ya le he dicho, robó los dos caballos creyendo que ambos eran míos. Pero alguno de sus cómplices debió de revelarle que uno era de Rachele. Y entonces lo mataron e hicieron desaparecer el cadáver para dejarme en la duda.
– No entiendo.
– Comisario, ¿usted tiene la certeza de que el caballo que vio en la playa era el de Rachele y no el mío? Eliminando los restos, imposibilitan la identificación. Y así, dejándome a mí en la incertidumbre, me amargan más la pena. Porque yo le tenía mucho cariño a Rudy.
El razonamiento era impecable.
– Acláreme una curiosidad, señor Lo Duca. ¿Quién advirtió del robo a la señora?
– Creía haber sido yo. Pero, por lo visto, alguien se me adelantó.
– ¿Quién?
– Bueno, a lo mejor uno de los cuidadores de los caballos. Por otra parte, Rachele le había dejado al vigilante los números en que podía ponerse en contacto con ella. El vigilante tenía la hoja con los números colgada detrás de la puerta de su casa. Pero ¿eso tiene importancia?
– Sí, mucha.
– Explíquese mejor.
– Verá, señor Lo Duca, si nadie de su cuadra llamó a la señora Esterman, eso significa que quien lo hizo fue Gerlando Gurreri.
– ¿Y por qué habría de hacerlo?
– Tal vez porque pensaba que usted, hasta el último momento, intentaría no informar a la señora Esterman del robo del caballo, en la esperanza de poder recuperarlo cuanto antes, quizá mediante el pago de un elevado rescate.
– En otras palabras, ¿para obligarme a hacer el ridículo y dejarme en evidencia delante de todo el mundo?
– Puede ser una hipótesis, ¿no le parece? Pero si usted me dice que Gurreri, con lo desquiciado que está, no se encuentra en condiciones de pensar con tanta sutileza, entonces mi hipótesis se viene abajo.
Lo Duca lo pensó un poco.
– Bueno -dijo al cabo-. Es posible que quien orquestó la historia de la llamada no fuera Gurreri sino alguno de los delincuentes con los que está asociado.
– Eso también es probable.
– Salvo, ¿dónde estás?
Era Ingrid, que andaba buscándolo.