Abrió los ojos cuando ya era de día. Y aquella mañana no experimentó el deseo de volver a cerrarlos enseguida en señal de rechazo de la jornada. Tal vez porque había pasado una buena noche, durmiendo de un tirón desde que cerró los ojos, cosa de lo más insólita últimamente.
Permaneció tumbado contemplando el juego de luces y sombras constantemente distintas que los rayos del sol, al colarse por los listones de la persiana, proyectaban en el techo de la habitación. Un hombre que paseaba por la playa se convirtió en una figura a lo Giacometti; parecía hecho de hilos de lana trenzados.
Recordó que, de pequeño, era capaz de pasarse una hora entera con el ojo pegado a un caleidoscopio que le había comprado su tío, hechizado por el continuo cambio de formas y colores. Su tío también le compró un revólver de hojalata cuyos cartuchos eran arandelitas de papel rojo oscuro que se introducían por encima del tambor, y cada disparo hacía chac-chac…
Aquel recuerdo lo devolvió de golpe al tiroteo entre Galluzzo y los que estaban empeñados en quemarle la casa.
Y pensó también que era extraño que quienes querían de él algo que él desconocía hubieran dejado pasar casi veinticuatro horas sin hacer acto de presencia. ¡Y eso que parecían tener prisa! ¿Cómo es que ahora lo dejaban con las riendas descansando sobre el cuello?
Ante esa pregunta le entró la risa, porque jamás antes se le había ocurrido pensar utilizando términos relacionados con los caballos. ¿Era consecuencia de la investigación en curso o era porque todavía tenía presente la velada con Rachele? Claro que Rachele era una mujer que…
Sonó el teléfono.
Montalbano se levantó de la cama de un salto, más para huir a toda velocidad de la imagen de Rachele que por la prisa de contestar.
Eran las seis y media.
– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Soy Catarella!
Al comisario le entraron ganas de tomarle el pelo.
– ¿Cómo ha dicho, perdone? -preguntó cambiando la voz.
– ¡Soy Catarella, dottori!
– ¿A qué doctor busca? Esto son las urgencias del veterinario.
– ¡Oh, Virgen santa! Perdone, me he equivocado.
Volvió a llamar enseguida.
– ¿Oiga? ¿Es el consultorio veterinario?
– No, Catarè. Soy Montalbano. Espera un momento, que te doy el número del consultorio.
– ¡No, siñor, no quiero el del consultorio!
– Pues entonces, ¿por qué los llamas?
– No lo sé. Perdone, dottori, confundido estoy. ¿Puede colgar, que empiezo otra vez?
– De acuerdo.
Llamó por tercera vez.
– Dottori, ¿es usía?
– Soy yo.
– ¿Qué hacía, dormir?
– No; bailaba rock and roll.
– ¿De veras? ¿Sabe bailarlo?
– Catarè, dime qué ha ocurrido.
– Un cadáver encontraron.
No fallaba. Si Catarella llamaba a primera hora de la mañana, significaba que había un muerto matutino.
– ¿De macho o de hembra?
– Se trata de sexo masculino.
– ¿Dónde lo encontraron?
– En la localidad de Spinoccia.
– ¿Y eso dónde está?
– No lo sé, dottori. De todas maneras, ahora pasa a recogerlo Gallo.
– ¿A quién? ¿Al muerto?
– No, siñor dottori, a usía personalmente en persona. Gallo va con el coche y lo lleva él mismo al lugar que se encuentra en la localidad de Spinoccia.
– ¿Y no podría ir Augello?
– No, siñor, porqui en el momento de la llamada que le hice la mujer contestó que no estaba en casa.
– Pero ¿no tiene móvil?
– Sí, siñor. Pero si trata de un tilifonillo apagado.
¡Y un cuerno Mimì había salido a las seis de la madrugada! Ése estaba durmiendo como un tronco. Y le había pedido a Beba que le cubriese las espaldas.
– ¿Y Fazio dónde está?
– Ha salido hace un rato con Galluzzo hacia la susodicha localidad.
Gallo llamó a la puerta cuando él aún tenía la cara embadurnada de jabón.
– Entra, que estoy listo en cinco minutos. ¿Dónde demonios cae Spinoccia?
– En el quinto pino, dottore. En el campo, a unos diez kilómetros de Giardina.
– ¿Sabes algo del muerto?
– Nada de nada, dottore. Me llamó Fazio para decirme que pasara a recogerlo y yo he venido a recogerlo.
– Pero ¿sabes cómo llegar?
– En teoría sí. He mirado en el mapa.
– Gallo, mira que estamos en un sendero, no en la pista de Monza.
– Lo sé, dottore, por eso voy despacio.
Y a los cinco minutos:
– ¡Gallo, te he dicho que no corras!
– Voy muy despacito, dottore.
Ir muy despacito por un asqueroso sendero lleno de baches y corrimientos de tierra, agujeros que parecían hechos por bombas y con polvo por todas partes, para Gallo significaba no superar los ochenta.
Estaban atravesando una tierra desolada, abrasada, amarillenta, con algún que otro árbol. Era un paisaje que a Montalbano le gustaba mucho. Hacía un kilómetro que habían dejado atrás el último y minúsculo dado de una casa. Sólo se habían cruzado con un carro que desde Vigàta subía hacia Giardina y con un campesino en mula que iba en dirección contraria.
Tras pasar una curva, a cierta distancia vieron el coche de la comisaría y un pollino. El animal, que sabía muy bien que por los alrededores no había nada que comer y por eso permanecía con aire desanimado al lado del vehículo, los vio acercarse con escaso interés.
Gallo salió del sendero con un volantazo tan repentino que el comisario cayó de lado a pesar del cinturón de seguridad y sintió que la cabeza se le separaba del cuerpo. Se puso a soltar maldiciones.
– ¿No podías detenerte un poco más adelante?
– Me detengo aquí, dottore, así dejo sitio para los demás coches cuando lleguen.
Bajaron. Entonces se dieron cuenta de que, más allá del automóvil de la comisaría, en el lado izquierdo del sendero, sentados en el suelo cerca de un par de matas de sorgo, estaban comiendo Fazio, Galluzzo y un aldeano. Éste había sacado de su zurrón unos trozos de pan y queso y los había repartido. Puesto que el sol ya quemaba mucho, todos iban en mangas de camisa.
Un cuadrito idílico, campestre, una especie de déjeuner sur l’herbe.
En cuanto Fazio y Galluzzo vieron al comisario, se levantaron de golpe y hasta se pusieron la chaqueta. El aldeano se quedó sentado. Pero se llevó la mano a la boina en una especie de saludo militar. Debía de tener ochenta años como mínimo.
El muerto estaba únicamente cubierto por unos calzoncillos y se encontraba boca abajo, en paralelo a la carretera. Justo por debajo del hombro izquierdo se veía una herida con un poco de sangre alrededor, causada por un disparo. En el brazo derecho, un mordisco le había arrancado un trozo de carne. Sobre las dos heridas, un centenar de moscas.
El comisario se inclinó para examinar el brazo mordido.
– Un perro fue -explicó el aldeano, y se tragó el último pedazo de pan con queso. Después sacó del zurrón una botella de vino, la abrió, bebió un trago y volvió a guardarlo todo en su sitio.
– ¿Lo habéis descubierto vos?
– Sí, siñor. Esta mañana cuando pasaba con el borrico -respondió levantándose.
– ¿Cómo os llamáis?
– Giuseppi Contrera, y no tengo las cartas marcadas.
Se refería a que no tenía antecedentes. Pero ¿cómo había hecho para avisar a la comisaría desde aquel desierto? ¿Con una paloma mensajera?
– ¿Habéis llamado vos?
– No, siñor. Mi hijo.
– ¿Y dónde está vuestro hijo?
– En su casa, en Giardina.
– Pero ¿estaba con vos cuando habéis descubierto…?
– No, siñor, no istaba cunmigo. En su casa istaba. Él todavía durmía, el siñuritu. Él trabaja como cuntable.
– Pero si no estaba con vos…
– ¿Me permite, dottore? -terció Fazio-. En cuanto ha visto el muerto, el amigo Contrera ha llamado a su hijo y…
– Sí, pero ¿cómo lo ha llamado?
– Con istu -dijo el anciano, sacándose un móvil del bolsillo.
Montalbano se quedó de una pieza. El hombre vestía como un aldeano de antaño: calzones de fustán, zapatos con suelas claveteadas, camisa sin cuello y chaleco. Aquel artilugio desentonaba en sus manos callosas, que parecían un mapa geográfico en relieve de los Alpes.
– Entonces, ¿por qué no nos habéis llamado directamente vos?
– En primer lugar, yo con istu sólo sé llamar a mi hijo y, en segundo, ¿cómu coño iba a saber vuestro número?
– Al señor Contrera -explicó Fazio-, el móvil se lo regaló su hijo, porque teme que su padre, dada la edad…
– Mi hijo Cosimo es un cabrón. Cuntable y cabrón. Piensa en su salud y no en la mía -declaró el aldeano.
– ¿Has tomado nota de sus datos personales y su dirección? -le preguntó Montalbano a Fazio.
– Sí, dottore.
– Pues entonces ya podéis iros -le dijo a Contrera.
El viejo hizo un saludo militar y se fue a montar el asno.
– ¿Has avisado a todos?
– Ya está hecho, dottore.
– Esperemos que no tarden en llegar.
– Dottore, tardarán como mínimo media hora, siempre que todo vaya bien.
Montalbano tomó una rápida decisión.
– ¡Gallo!
– A sus órdenes.
– ¿Cuánto hay de aquí a Giardina?
– Con esta carretera, yo diría que un cuarto de hora.
– Pues entonces vamos a tomarnos un café allí. ¿Vosotros queréis? ¿Os traigo?
– No, señor, gracias -contestaron a coro Fazio y Galluzzo, que todavía debían de conservar en la boca el sabor del pan con queso.
– ¡Te he dicho que no corras!
– Pero ¿quién corre?
En efecto, al cabo de unos diez minutos de circular a ochenta, el coche se encontró -sin saber cómo- con el morro metido en un bache tan ancho como el propio sendero y con las dos ruedas traseras casi girando en el aire.
La tarea de sacarlo, mueve tú que muevo yo, estando al volante ora Gallo, ora Montalbano, entre gritos, reniegos y una exhalación de sudor que les dejó las camisas chorreando, duró aproximadamente media hora. Por si fuera poco, el guardabarros izquierdo se había deformado y rozaba con la rueda. Al final, Gallo se vio obligado a circular despacio.
En resumen, entre una cosa y otra, volvieron a Spinoccia al cabo de más de una hora.
Estaban todos menos el fiscal Tommaseo. Montalbano se preocupó por su ausencia. Seguro que cuando apareciera, le haría perder toda la santa mañana. Además, conducía peor que un ciego, siempre chocaba contra cualquier árbol que encontraba.
– ¿Hay noticias de Tommaseo? -le preguntó a Fazio.
– ¡Pero si el dottor Tommaseo ya se ha ido!
¿En qué se había convertido, en Fangio cuando participaba la Carrera Mexicana?
– Por suerte, le había pedido al doctor Pasquano que lo trajera en su coche -añadió Fazio-; ha dado el visto bueno a la retirada del cadáver y ha dejado que Galluzzo volviera a acompañarlo a Montelusa.
La Científica acababa de efectuar la primera tanda de fotografías, y Pasquano ordenó que dieran la vuelta al cadáver. Aparentaba unos cincuenta años o quizá un poco menos. En el pecho no se veía la menor traza de la bala que lo había matado.
– ¿Lo conoces? -preguntó el comisario a Fazio.
– No, señor.
El doctor Pasquano terminó de examinar el cadáver, soltando maldiciones contra las moscas que desde el muerto pasaban a su cara y viceversa.
– ¿Qué me dice, doctor?
Pasquano fingió no haberlo oído. Montalbano repitió la pregunta, fingiendo a su vez creer que el médico no lo había oído. Entonces Pasquano lo miró torciendo el gesto mientras se quitaba los guantes. Estaba totalmente sudado y tenía la cara enrojecida.
– ¿Qué le voy a decir? Pues que hace un día muy bueno.
– Estupendo, ¿verdad? ¿Qué me dice del muerto? -La víspera, Pasquano debía de haber perdido al póquer en el Círculo. Montalbano se armó de paciencia-. Vamos a hacer una cosa, doctor. Mientras usted habla, yo le seco el sudor, le aparto las moscas y, de vez en cuando, le beso la frente.
A Pasquano le entró la risa. Y después dijo todo seguido:
– Lo han matado de un disparo por la espalda. Y eso no hace falta que se lo diga yo. El proyectil no ha salido. Y eso tampoco hace falta que se lo diga yo. No le han disparado aquí, y eso también puede comprenderlo usted por su cuenta, pues uno no se pone a caminar en calzoncillos ni siquiera en un cochino sendero de mierda como éste. Debe de llevar muerto, y usted tiene también la suficiente experiencia para calcularlo, veinticuatro horas como mínimo. En cuanto a la mordedura del brazo, hasta un imbécil comprendería que ha sido un perro. En resumen, no hacía ninguna falta que usted me obligara a hablar y malgastar el aliento, tocándome solemnemente los cojones. ¿Me he explicado?
– Perfectamente.
– Pues entonces buenos días a toda esta amable compañía.
Dio media vuelta, subió al coche y se fue.
Vanni Arquà, el jefe de la Científica, seguía ordenando tomar rollos de fotografías inútiles. De las mil que tomaba, sólo dos o tres serían importantes. Harto, el comisario decidió marcharse. Total, ¿qué estaba haciendo allí?
– Yo me voy-le dijo a Fazio-. Nos vemos en la comisaría. ¿Vamos, Gallo?
No se despidió de Arquà, quien, por otra parte, tampoco lo había saludado al llegar. Desde luego, no se podía decir precisamente que se cayeran bien.
Con la paliza que se había pegado para sacar el coche del bache, el polvo no sólo le había manchado la ropa sino que, además, le había entrado en la camisa y se le había pegado a la piel con el sudor. En aquellas condiciones no se sentía con ánimos de pasarse el día en comisaría. Por otra parte, ya era casi mediodía.
– Llévame a Marinella -pidió a Gallo.
Mientras abría la puerta de su casa, advirtió que Adelina había terminado su trabajo y se había ido.
Fue directamente al cuarto de baño, se desnudó, se duchó, tiró la ropa sucia al cesto y después abrió el armario del dormitorio para elegir un traje limpio. Entre los pantalones había uno todavía dentro de la bolsa de plástico de la lavandería, señal de que Adelina había ido a recogerlo aquella misma mañana. Decidió ponérselo junto con una chaqueta que le gustaba, y estrenar una de las camisas que se había comprado.
Después subió al coche y se fue a la trattoria de Enzo.
Como todavía era temprano, en el comedor sólo había un cliente, aparte él. En la televisión estaban dando la noticia de que un pescador había encontrado el cuerpo de un desconocido en un cañaveral de Spinoccia. Según la policía, se trataba de un crimen, porque en el cuello del hombre se habían observado señales evidentes de estrangulamiento. Al parecer, aunque no estaba confirmado, el asesino había atacado con furia bestial el cadáver, despedazándolo a mordiscos. De las investigaciones se encargaba el comisario Salvo Montalbano. Más detalles, en el siguiente informativo.
También esta vez la televisión había cumplido su misión, que era la de comunicar una noticia condimentándola con detalles y pormenores equivocados, totalmente falsos o de pura fantasía. Y la gente se lo tragaba. ¿Por qué lo hacían? ¿Para volver lo más horripilante posible un homicidio que ya lo era de por sí? Ya no bastaba con dar la noticia de una muerte, sino que había que provocar horror. Por otra parte, ¿acaso Estados Unidos no había desencadenado una guerra basándose en los embustes, las chorradas, las mistificaciones juradas y perjuradas por los hombres más importantes del país delante de las televisiones de todo el mundo? Televisiones que después habían añadido por su parte la carga de profundidad. Por cierto: ¿cómo había terminado la historia del ántrax? ¿Cómo era posible que de un día para otro ya no se oyera hablar más del asunto?
– Si el otro cliente no tiene nada en contra, ¿podrías apagar la tele?
Enzo se acercó al otro cliente, quien, mirando al comisario, declaró:
– Pueden apagarla. A mí me importa un carajo.
Era un corpulento cincuentón que se estaba zampando una triple ración de espaguetis con almejas.
Lo mismo que comió el comisario. Después pidió los consabidos salmonetes.
Al salir de la trattoria, consideró que no sería necesario el paseo por el muelle y por eso regresó al despacho, donde lo esperaba una montaña de papeles para firmar.
Cuando terminó buena parte de su trabajo burocrático, ya hacía rato que pasaban de las cinco. Decidió posponer lo que quedaba para el día siguiente. Dejó el bolígrafo y, simultáneamente, sonó el teléfono. Montalbano lo miró con recelo. Desde hacía algún tiempo, estaba cada vez más convencido de que todos los teléfonos poseían un cerebro pensante autónomo. No se explicaba de ninguna otra manera que, cada vez más a menudo, las llamadas se dispararan en los momentos oportunos o en los inoportunos, nunca cuando él no estaba haciendo nada.
– ¡Ah, dottori, dottori! Parece que está aquí la siñura Estera Manni. ¿Se la paso?
– Sí. Hola, Rachele. ¿Cómo va?
– Muy bien. ¿Y a ti?
– También. ¿Dónde estás?
– En Montelusa. Pero estoy a punto de salir.
– ¿Regresas a Roma? Me habías dicho…
– No, Salvo; me voy a Fiacca.
La repentina punzada de celos que sintió no estaba autorizada. Peor todavía: no estaba ni justificada. No había ninguna razón del mundo que pudiera provocarla.
– Voy con Ingrid para una liquidación -prosiguió ella.
– ¿Zapatos? ¿Vestidos?
Rachele se echó a reír.
– No. Una liquidación sentimental.
Lo cual sólo significaba una cosa: que iba a darle el pasaporte a Guido.
– Pero regresamos esta misma noche. ¿Nos vemos mañana?
– Probemos.