El teléfono volvió a sonar menos de cinco minutos después.
– ¡Ah, dottori! Parece que está el dottori Pasquano.
– ¿Al teléfono?
– Sí, siñor.
– Pásamelo.
– ¿Cómo es que todavía no me ha tocado los cojones? -empezó Pasquano con la amabilidad que lo distinguía.
– ¿Por que tendría que haberlo hecho?
– Para conocer los resultados de la autopsia.
– ¿De quién?
– Montalbano, esto es una señal evidente de vejez. La señal de que sus células cerebrales se desintegran cada vez a mayor velocidad. El primer síntoma es la pérdida de memoria, ¿lo sabe? ¿Todavía no le ha ocurrido que hace una cosa y, un instante después, olvida que la ha hecho?
– No, pero usted, doctor, ¿no tiene cinco años más que yo?
– Sí, pero la edad no tiene nada que ver. Hay personas que a los veinte años ya son viejas. En cualquier caso, creo que a todo el mundo le resulta evidente que, entre nosotros dos, el más agilipollado es usted.
– Gracias. ¿Querría decirme de qué autopsia se trata?
– Del muerto de esta mañana.
– ¡Pues no, doctor! ¡Podía imaginar cualquier cosa, menos que usted hiciera esa autopsia tan rápido! ¿Le caía bien el muerto? Siempre deja pasar días y días antes de…
– En esta ocasión tenía un par de horas libres y me lo he quitado de encima antes de comer. A propósito de lo que ya le he dicho esta mañana, hay dos pequeñas novedades. La primera es que he extraído la bala y la he enviado a la Científica, que, naturalmente, dará señales de vida después de la próxima elección del presidente de la República.
– ¡Pero si al nuevo lo han elegido hace apenas tres meses!
– Precisamente.
Era cierto. Recordó que les había enviado las barras de hierro con que habían matado al caballo para la obtención de huellas digitales y que aún no le habían contestado.
– ¿Y la segunda novedad?
– He encontrado trazas de algodón hidrófilo en el interior de la herida.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que el que le disparó no es el mismo que fue a tirarlo al campo.
– ¿Puede explicarse mejor?
– Pues claro, y lo hago con mucho gusto, sobre todo en consideración a la edad.
– ¿Qué edad?
– La suya, querido amigo. La vejez también conduce a esto, a cierta lentitud de comprensión.
– Doctor, ¿por qué no se va a que le ensanchen el…?
– ¡Ojalá! ¡A lo mejor tendría más suerte en el póquer! Le estaba explicando que, a mi juicio, alguien disparó contra el futuro muerto y lo hirió gravemente. Un amigo, un cómplice o lo que fuera se lo llevó a casa, lo desnudó y trató de restañar la sangre que manaba de la herida. Pero el otro debió de morir poco después. Entonces el cómplice esperó a que se hiciera de noche y después lo metió en su coche y fue a descargarlo al campo, lo más lejos posible de su casa.
– Es una hipótesis verosímil.
– Gracias por haberlo comprendido sin ulteriores explicaciones.
– Oiga, doctor, ¿algún dato personal?
– Cicatriz de operación de apendicitis.
– Servirá para la identificación.
– ¿De quién?
– Del muerto, ¿no?
– ¡Al muerto no lo habían operado de apendicitis!
– ¡Pero si usted acaba de decirlo!
– Ay, mi querido amigo, ésa es sin duda otra señal de senilidad. Me ha planteado usted la pregunta de una manera tan confusa que he creído que le interesaba conocer mis datos personales.
Bromeaba, le tomaba el pelo. Se divertía poniéndolo nervioso.
– De acuerdo, doctor, aclarado el equívoco, vuelvo a hacerle la pregunta de una manera más lineal para que usted no tenga que hacer un excesivo esfuerzo mental que podría serle fatídico: el cuerpo del muerto cuya autopsia ha practicado hoy ¿presentaba señales particulares?
– Más bien diría que sí.
– ¿Puede decírmelas?
– No. Es algo que prefiero poner por escrito.
– ¿Cuándo recibiré su informe?
– Cuando tenga tiempo y ganas de escribirlo.
Y no hubo manera de hacerlo cambiar de idea.
Permaneció una hora más en el despacho y, después, como ni Fazio ni Augello habían dado señales de vida, regresó a Marinella.
Poco antes de acostarse, lo llamó Livia. Y también esta vez la conversación, si no volvió a terminar como el rosario de la aurora, a punto estuvo de hacerlo.
A aquellas alturas ya no se entendían hablando, ya no se comprendían; era como si las palabras que ambos iban a buscar en el mismo diccionario tuvieran dos definiciones distintas y contradictorias según las usara él o ella. Y aquel doble significado era un motivo constante de equívocos, malentendidos y discusiones.
Pero cuando estaban juntos y conseguían guardar silencio, el uno al lado del otro, las cosas cambiaban por completo. Era como si sus cuerpos empezaran primero a husmearse, a olfatearse a distancia, y después a hablar entre sí, comprendiéndose muy bien con un lenguaje mudo, hecho de pequeñas señales, como una pierna que se desplazaba unos centímetros para estar más cerca de la otra, una cabeza que se volvía apenas hacia la otra cabeza. E inevitablemente los dos cuerpos, siempre mudos, acababan abrazándose con desesperación.
Durmió mal y hasta tuvo una pesadilla que lo despertó en mitad de la noche. Mientras la rememoraba, le entraron ganas de reír. Pero ¿cómo era posible que se hubiera pasado años y años sin pensar para nada en caballos, carreras y cuadras, y ahora hasta soñara con ellos?
Se encontraba en un hipódromo que tenía tres pistas paralelas. Lo acompañaba el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi, impecablemente vestido de jinete. Él, en cambio, despeinado y sin afeitar, llevaba un desastre de traje, con una manga de la chaqueta arrancada. Parecía un pobre desgraciado que pidiera limosna. La tribuna estaba llena a rebosar de gente que gritaba y se abrazaba.
– ¡Augello, póngase las gafas antes de montar! -le ordenaba Bonetti-Alderighi.
– No soy Augello; soy Montalbano.
– Eso no importa, ¡póngaselas de todos modos! ¿No ve que está ciego como un topo?
– No puedo ponérmelas, las he perdido viniendo para acá porque tengo el bolsillo roto -contestaba él, avergonzado.
– ¡Penalización! ¡Ha hablado en dialecto! -decía alguien a través de un altavoz.
– ¿Ve la que ha armado? -lo regañaba el jefe superior.
– Perdóneme.
– Coja el caballo.
Al volverse para sujetarlo, se daba cuenta de que el caballo era de bronce y tenía las mandíbulas medio desencajadas, justamente igual que el de la RAI, los estudios de la Radiotelevisión Italiana.
– ¿Cómo lo hago?
– ¡Tírele de las crines!
En cuanto sus manos tocaban las crines, el caballo le metía la cabeza entre las piernas, lo levantaba, haciéndolo resbalar por su cuello, y se lo cargaba a la grupa, y él se encontraba montado al revés, con la cara hacia el culo del animal.
Oía risas desde las tribunas. Entonces, avergonzado, se daba la vuelta trabajosamente y aferraba las crines, porque el caballo, ahora convertido en un animal de carne y hueso, no estaba ensillado y ni siquiera tenía riendas.
Alguien disparaba una especie de cañonazo y el corcel salía al galope hacia la pista central.
– ¡No! ¡No! -gritaba Bonetti-Alderighi.
– ¡No! ¡No! -repetía la gente de la tribuna.
– ¡Es la pista equivocada! -le decía a voz en grito Bonetti-Alderighi.
Todo el mundo le hacía gestos que él no distinguía; sólo veía unas confusas manchas de color, pues había perdido las gafas. Comprendía que el caballo estaba haciendo algo erróneo, pero ¿cómo le dices a un caballo que se está equivocando? Y además: ¿por qué aquella pista no era la correcta?
Lo comprendía un instante después, cuando el animal empezaba a moverse denodadamente. La pista estaba hecha de arena como la de una playa, pero fina y profunda, a tal extremo que el caballo, a cada paso, se hundía en ella. Era una pista de arena. ¿Precisamente a él tenía que ocurrirle eso?
Entonces intentaba guiar al animal hacia la izquierda, para que se dirigiera a la otra pista. Pero en aquel momento descubría que las dos pistas paralelas ya no existían; había desaparecido el hipódromo con las vallas y la tribuna, e incluso la pista en que él se encontraba, porque todo se había convertido de golpe en un océano de arena.
Ahora, a cada agotador paso, el animal se hundía profundamente, y como consecuencia, a Montalbano la arena le cubría primero las piernas, después la barriga y luego incluso el pecho. Al final sentía que, debajo de él, el caballo ya no se movía, muerto, asfixiado por la arena.
Trataba de desmontar, pero la arena lo tenía apresado. Entonces comprendía que moriría en aquel desierto, y mientras rompía a llorar, a pocos pasos de él se materializaba un hombre cuyo rostro no conseguía ver por no llevar gafas.
– Tú sabes cómo salir de esta situación -le decía el hombre.
El quería contestar, pero en cuanto abría la boca, le entraba arena y empezaba a ahogarse.
En su desesperado intento por recuperar el resuello, despertó.
Había hecho una especie de mermelada mezclando la fantasía con los acontecimientos que le habían ocurrido. Pero ¿qué significaba que corriera por una pista equivocada?
Llegó al despacho más tarde que de costumbre porque tuvo que ir al banco, pues había encontrado en el cajón de la mesita de noche una carta donde lo amenazaban con cortarle la luz por impago del último recibo. ¡Pero si él había encargado al banco el pago de aquellos recibos! Hizo una cola de casi una hora y entregó el requerimiento al empleado, que empezó a investigar, y al final resultó que el recibo se había pagado a su debido tiempo.
– Habrá habido un error, dottore.
– ¿Y yo qué tengo que hacer?
– No se preocupe; de eso nos ocupamos nosotros.
Montalbano meditaba desde hacía tiempo en volver a redactar la Constitución. Puesto que eso lo hacían puercos y perros, ¿por qué no podía hacerlo él también? El artículo primero estaría concebido de la siguiente manera: «Italia es una república precaria basada en los errores.»
– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Esta carta acaba de enviarla ahora mismo la Científica!
Montalbano la abrió mientras se dirigía a su despacho.
Contenía unas cuantas fotografías del rostro del muerto de la localidad de Spinoccia, con los datos correspondientes a la edad, estatura, color de los ojos… No había ninguna referencia a las señas particulares.
De nada serviría pasarle las fotos a Catarella, diciéndole que buscara en el archivo de personas desaparecidas un rostro que se le pareciera. Las estaba guardando en el sobre cuando entró Mimì Augello. Volvió a sacarlas y se las mostró.
– ¿Lo has visto alguna vez?
– ¿Es el muerto encontrado en Spinoccia?
– Sí.
Mimì se puso las gafas. Montalbano se removió inquieto en la silla.
– En mi vida lo he visto -dijo Augello, dejando las fotografías y el sobre encima del escritorio; se guardó las gafas en el bolsillo.
– ¿Me dejas probarlas?
– ¿El qué?
– Las gafas.
Augello se las dio. Montalbano se las puso y todo se convirtió en una fotografía desenfocada. Se las quitó y devolvió.
– Veo mejor con las de mi padre.
– ¡Pero tú no puedes pedirle a cualquier persona con gafas que te deje probarlas! Tienes que ir a un oculista, que te examinará y te prescribirá…
– Bueno, bueno. Cualquier día de éstos voy. ¿Cómo es que ayer no te vi en todo el día?
– Porque estuve mañana y tarde con el asunto de ese chiquillo, Angelo Verruso.
Un niño que ni siquiera tenía seis años se había echado a llorar al volver de la escuela y no había querido comer. Al final, tras insistir largo rato, su madre consiguió que le contara que el maestro lo había obligado a entrar en un trastero para hacer «cosas feas». La madre le pidió detalles, y el pequeño le contó que el maestro se la había sacado para que él se la tocara. La señora Verruso, mujer sensata, no creía que el maestro, un cincuentón padre de familia, fuera capaz de algo semejante, pero, por otra parte, tampoco se sentía inclinada a no creer a su hijo.
Puesto que la madre era amiga de Beba, se lo comentó a ésta. Y Beba a su vez se lo comentó a su marido Mimì. El cual se lo reveló a Montalbano.
– ¿Qué tal ha ido?
– Pues mira, mejor tratar con un delincuente que con uno de esos críos. Nunca sabes cuándo dicen la verdad y cuándo mienten. Además, tengo que andarme con cuidado, pues no quiero perjudicar al maestro; basta con que empiece a correr la voz para que esté perdido…
– Pero ¿cuál es tu impresión?
– Que el maestro no ha hecho nada. No he oído ni una sola palabra en su contra. Además, en el trastero de que habla el niño apenas caben un cubo y dos escobas.
– Pues entonces, ¿por qué se habrá inventado toda esa historia?
– En mi opinión, para vengarse del maestro, que creo lo trata mal.
– ¿Así, directamente?
– ¿Por qué no? ¿Quieres conocer la última hazaña de Angelo? Hizo caca encima de un periódico, la envolvió como un paquete y la metió en el cajón de la mesa del maestro.
– ¿Y por qué lo bautizaron Angelo?
– Cuando nació, los padres no sabían las que se inventaría el muy diablillo.
– ¿Sigue yendo a clase?
– No; he aconsejado a la madre que lo convenza de que está enfermo.
– Has hecho bien.
– Buenos días, dottori -saludó Fazio entrando. Vio las fotografías del muerto-. ¿Puedo coger una? Quiero enseñarla un poco por ahí.
– Cógela. ¿Qué hiciste ayer por la tarde?
– Seguí recopilando información sobre Gurreri.
– ¿Fuiste a hablar con su mujer?
– Todavía no. Pero iré durante el día.
– ¿Qué has averiguado?
– Dottore, lo que le contó Lo Duca encaja en parte.
– ¿O sea?
– Que Gurreri dejó la casa hace más de tres meses. Se enteraron todos los vecinos.
– ¿Por qué?
– Le gritó a su mujer, llamándola guarra y puta, y aseguró que jamás regresaría a aquella casa.
– ¿Dijo que quería vengarse de Lo Duca?
– No se lo oyeron decir. Pero tampoco pueden jurar que no lo dijera.
– ¿La vecina te contó alguna otra cosa?
– La vecina no, pero don Minicuzzu sí.
– ¿Y quién es don Minicuzzu?
– Uno que vende fruta y verdura frente a la casa de Gurreri y ve quién entra y quién sale.
– ¿Qué te dijo?
– Dottori, según Minicuzzu, Licco jamás ha cruzado ese portal. Por consiguiente, ¿cómo podía ser el amante de la mujer de Gurreri?
– Pero ¿conoce bien a Licco?
– ¿Bien? ¡Era a él a quien le pagaba el pizzo! Y me dijo también otra cosa importante. Una noche se le ocurrió pensar que no había cerrado bien la persiana metálica. Entonces se levantó de la cama, salió de casa y fue a echar un vistazo. Cuando llegó a la tienda, se abrió la puerta de Gurreri y salió Ciccio Bellavia, a quien él conocía muy bien.
¡Cómo no iba a sacar de la cloaca a Ciccio Bellavia!
– ¿Y eso cuándo sucedió?
– Hace más de tres meses.
– Y por eso nuestra hipótesis funciona. Bellavia acude a casa de Gurreri y le propone un pacto. Si su mujer le proporciona la coartada a Licco diciendo que es su amante, Gurreri será contratado como empleado fijo por los Cuffaro. El tipo lo piensa un poco y después acepta, haciendo la comedia de abandonar para siempre la casa porque su mujer le pone los cuernos.
– Hay que reconocer que lo han organizado muy bien -comentó Mimì-. Pero ¿Minicuzzu está dispuesto a declarar?
– Eso ni pensarlo -contestó Fazio.
– Pues entonces es como si no hubiésemos llegado a ninguna conclusión.
– Pero hay una cosa en la que habría que ahondar -observó Montalbano.
– ¿O sea?
– No sabemos nada de la mujer de Gurreri. ¿Comprendió enseguida por qué le ofrecían dinero? ¿La amenazaron, tal vez? ¿Cómo reaccionaría ante la posibilidad de ir a parar a la cárcel por perjurio? ¿Acaso es consciente de que corre ese riesgo?
– Dottore -respondió Fazio-, a mi juicio, Concetta Siragusa es una mujer honrada que ha tenido la desgracia de casarse con un delincuente. Sobre su comportamiento no he oído ningún comentario malicioso. Estoy seguro de que la han obligado. Entre los puñetazos, los puntapiés y los guantazos de su marido y lo que debió de decirle Ciccio Bellavia, la pobrecilla no tenía más remedio que acceder.
– ¿Sabes qué te digo, Fazio? A lo mejor es una suerte que todavía no hayas podido hablar con ella.
– ¿Por qué?
– Porque se nos tiene que ocurrir una idea para apretarle las tuercas.
– Podría ir yo -dijo Mimì.
– ¿Y qué le cuentas?
– Que soy un abogado enviado por los Cuffaro para informarla bien acerca de lo que deberá decir en el juicio, y de esta manera, hablando y hablando…
– Mimì, ¿y si eso ya lo han hecho y ella empieza a sospechar?
– Ya, es verdad. ¡Pues entonces enviémosle una carta anónima!
– Estoy seguro de que no sabe leer ni escribir-dijo Fazio.
– En tal caso hagamos otra cosa -siguió proponiendo Mimì-. Me disfrazo de cura y…
– ¿Quieres dejar de soltar chorradas? Por ahora, nadie va a ver a Concetta Siragusa. Lo pensamos un poco, y cuando se nos ocurra una buena idea… Tanta prisa no hay.
– Pero la idea del cura era buena.
Sonó el teléfono.
– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!
¿Cuatro veces? Debía de ser el siñor jifi supirior.
– ¿Es el jefe superior?
– Sí, siñor dottori.
– Pásamelo -dijo, poniendo el altavoz.
– ¿Montalbano?
– Buenos días, señor jefe superior, dígame.
– ¿Podría venir a mi despacho enseguida? Disculpe la molestia, pero se trata de un asunto muy serio del cual no quiero hablar por teléfono.
El tono del jefe superior lo indujo a contestar inmediatamente que sí.
Colgó y todos se miraron.
– Si ha hablado de esa manera, debe de ser algo verdaderamente serio -dijo Mimì.