Capítulo 16

En la antesala del jefe superior, tropezó inevitablemente con el dottor Lattes, el ceremonioso jefe del gabinete. Pero ¿cómo era posible que se pasara la vida paseando por la antesala? ¿Le sobraba el tiempo? ¿No tenía un despacho? ¿No podía rascarse los cuernos en sus aposentos? A Montalbano le atacaba los nervios el solo hecho de verlo. En cuanto reparó en él, Lattes puso la cara de quien acaba de enterarse de que ha ganado unos miles de millones en la lotería.

– ¡Encantado de verlo! ¡Cuánto me alegro! ¿Qué tal, qué tal le va, queridísimo amigo?

– Muy bien, gracias.

– ¿Y su señora?

– Va tirando.

– ¿Y los niños?

– Crecen, gracias a la Virgen.

– Démosle siempre las gracias.

A Lattes se le había metido entre ceja y ceja que el comisario estaba casado y tenía por lo menos dos hijos. Tras un centenar de inútiles intentos de explicarle que era soltero, Montalbano se había rendido. E incluso la frase «gracias a la Virgen» era obligada con Lattes.

– El señor jefe superior me ha…

– Llame y entre, que lo espera.

Llamó y entró.

Pero se quedó perplejo en la puerta, porque vio a Vanni Arquà sentado delante del escritorio del jefe superior. ¿Qué estaba haciendo allí el jefe de la Científica? ¿El también participaba en el encuentro? ¿Y por qué? El nivel de antipatía que sentía hacia Arquà alcanzó su cota máxima en un abrir y cerrar de ojos.

– Entre, cierre y siéntese.

En otras ocasiones, Bonetti-Alderighi lo dejaba a propósito de pie, para que pudiera medir la distancia que había entre él, el jefe superior, y el comisario de una insignificante comisaría. Esta vez, en cambio, se comportó de otra manera. Un momento antes de que Montalbano se sentara, hasta se levantó y le tendió la mano. El comisario empezó a asustarse. ¿Qué podía haber ocurrido para que el jefe superior lo tratara con amabilidad, como si fuera una persona normal? ¿En cuestión de minutos le leería el acta de su condena a muerte? Saludó a Arquà con una ligera inclinación de la cabeza. Dadas las relaciones entre ambos, era más de lo normal.

– Montalbano, quería verlo porque hay una cuestión muy delicada que me preocupa mucho.

– Dígame, señor jefe superior.

– Pues verá, tal como usted quizá ya sepa, el doctor Pasquano practicó la autopsia del cadáver encontrado en la localidad de Spinoccia.

– Sí, lo sé. Pero el informe todavía no…

– Lo he pedido, en efecto. Lo tendré esta tarde. Pero no se trata de eso. El caso es que el doctor Pasquano envió a la Científica, con admirable diligencia, la bala recién extraída del cadáver.

– Eso también me lo ha dicho.

– Bien. Al examinarla, el dottor Arquà ha descubierto con asombro… Pero quizá sea mejor que siga él.

Vanni Arquà ni siquiera abrió la boca. Se limitó a sacar del bolsillo una bolsita de plástico sellada y se la entregó al comisario. El proyectil que había dentro estaba muy deformado, pero esencialmente entero.

Montalbano no le vio nada extraño.

– ¿Y bien?

– Es un calibre nueve Parabellum.

– Vale, ya lo he visto -repuso, un tanto ofendido-. ¿Y qué?

– Es un calibre que únicamente utilizamos nosotros -contestó Arquà.

– No; permite que te corrija. No lo utiliza únicamente la policía. También lo emplean el Arma de Carabineros, la Guardia de Finanzas, las Fuerzas Armadas…

– Bueno, bueno -lo interrumpió el jefe superior.

Pero el comisario fingió no haberlo oído.

– … y también todos aquellos delincuentes, y son muchos, la mayoría diría yo, que han conseguido, de la manera que sea, armas de guerra.

– Eso lo sé muy bien -replicó Arquà, con una sonrisita como para emprenderla inmediatamente a guantazos con él.

– Pues entonces, ¿dónde está el problema?

– Vayamos por orden, Montalbano -pidió el jefe superior-. Lo que usted dice es cierto, pero hay que despejar el territorio para eliminar cualquier posible sospecha.

– ¿De qué?

– De que el asesino fuera uno de los nuestros. ¿Usted tuvo noticias de algún conflicto armado a lo largo del lunes pasado?

– No me consta ningún…

– Eso, como me temía, complica las cosas.

– ¿Por qué?

– Porque si algún periodista se entera, ¿usted se imagina cuántas sospechas, cuántas insinuaciones, cuánto fango nos echarán encima?

– Basta con no difundirlo.

– No es tan fácil. Además, si ese hombre fue liquidado por uno de los nuestros por motivos, digámoslo así, personales, quiero saberlo. Me estremece, me duele y me repugna pensar que entre nosotros pueda haber un asesino.

En este punto, Montalbano se rebeló.

– Comprendo lo que siente, señor jefe superior. Pero ¿puedo saber por qué he sido convocado sólo yo? ¿Piensa tal vez que un asesino ha de encontrarse exclusivamente en mi comisaría y no en otro sitio?

– Porque el muerto se descubrió en una zona situada entre Vigàta y Giardina, y ambas pertenecen territorialmente a tu jurisdicción -contestó Arquà-. Por consiguiente, es lógico suponer que…

– ¡No es lógico ni mucho menos! Al muerto pudieron trasladarlo allí desde Fiacca, desde Felá, desde Gallotta, desde Montelusa…

– No se altere, Montalbano -terció el jefe superior-. Lo que usted dice no tiene discusión, pero desde algún punto hay que empezar, ¿no?

– ¿Y por qué se emperr… se obstinan en pensar que ha sido alguien de la policía?

– Yo no lo pienso en absoluto -aseguró el jefe superior-. Mi finalidad es demostrar de manera incontrovertible que el asesino no es un miembro de la policía. Y antes de que empiecen las voces malévolas.

Tenía razón, de eso no cabía ninguna duda.

– Pero la cosa será larga.

– Paciencia. Nos tomaremos todo el tiempo que haga falta; nadie nos persigue -dijo Bonetti-Alderighi.

– ¿Cómo he de actuar?

– Debe comprobar, con mucha discreción, naturalmente, si en los cargadores de las pistolas que están a disposición de sus hombres falta algún cartucho.

Y en aquel preciso instante la tierra se abrió bajo Montalbano, sin hacer ningún ruido, y él se hundió con toda la silla. Había recordado una cosa. Pero consiguió no moverse, no sudar, no palidecer. Consiguió incluso, con un esfuerzo que le costó un año de vida, esbozar una sonrisita.

– ¿Por qué sonríe?

– Porque el lunes por la mañana el inspector Galluzzo disparó contra un perro que me atacó. Galluzzo me había acompañado en coche a mi casa de Marinella, y en cuanto bajé, ese perro… Estaba también presente el inspector jefe Fazio.

– ¿Lo mató? -preguntó Arquà.

– No entiendo la pregunta.

– Si lo mató, procuremos recuperarlo para extraer el proyectil, y nos cercioraremos…

– ¿Qué significa ese «si»? ¿Que mis hombres no saben disparar?

– Contésteme a mí, Montalbano -dijo el jefe superior-. ¿Lo alcanzó o no?

– No; falló, y ya no pudo disparar más porque el arma se le encasquilló.

– ¿Podría verla? -preguntó Arquà, más frío que el hielo.

– ¿Qué cosa?

– El arma.

– ¿Por qué?

– Quiero hacer una comparación.

Como Arquà hiciera la comparación efectuando un disparo con aquella pistola, estarían todos bien jodidos: él, Galluzzo y Fazio. Habría que impedírselo al precio que fuera.

– Pídela a la armería. Creo que estará allí todavía -replicó Montalbano. Entonces se levantó con el semblante pálido, las manos temblorosas, las ventanas de la nariz dilatadas y los ojos como de loco, y añadió con una voz que se le quebraba de rabia-: ¡Señor jefe superior, el dottor Arquà me ha ofendido hondamente!

– ¡Vamos, Montalbano!

– ¡Sí, señor, ofendido hondamente! ¡Y usted ha sido testigo, señor jefe superior! ¡Y yo pediré su testimonio! El doctor Arquà, con su petición, ha puesto en duda mis palabras. La pistola está a su disposición, pero él, a su vez, tendrá que ponerse a la mía.

Arquà temió de verdad que lo desafiara a duelo.

– Pero yo no pretendía… -empezó.

– Vamos, vamos Montalbano… -repitió Bonetti-Alderighi.

El comisario apretó los puños hasta que se le volvieron blancos.

– No, señor jefe superior; lo siento mucho. Me considero ofendido a muerte. Efectuaré todas las comprobaciones que usted me ha pedido. Pero si el dottor Arquà solicita el arma de mi inspector, usted recibirá consecuentemente mi dimisión. Con toda la publicidad consiguiente. Que tengan buenos días.

Y antes de que Bonetti-Alderighi tuviera tiempo de contestar, les volvió la espalda, abrió la puerta y salió, felicitándose del éxito de la escena, propia de un gran actor trágico. En Hollywood habría hecho carrera. Y hasta puede que le hubiera caído un Oscar.


* * *

Necesitaba una confirmación inmediata. Subió al coche y se dirigió al despacho de Pasquano.

– ¿Está el doctor?

– Sí, pero está…

– Voy yo mismo.

La sala donde trabajaba Pasquano tenía una puerta con dos lunas de cristal.

Antes de entrar, miró. Pasquano se estaba lavando las manos, pero aún llevaba la bata manchada de sangre. La mesa sobre la cual practicaba las autopsias estaba vacía. Montalbano empujó la puerta. El médico lo vio y empezó a soltar maldiciones.

– ¡Cagonlaputa! ¿Hasta aquí tengo que verlo? Siéntese en esta mesa, que lo atiendo ahora mismo.

Y agarró una especie de sierra para cortar huesos. Montalbano dio un paso atrás, pues con Pasquano siempre era mejor ser precavido.

– Doctor, un sí o un no y me voy.

– ¿Lo jura?

– Lo juro. ¿Al muerto de Spinoccia le habían trepanado el cráneo o algo parecido?

– Sí.

– Gracias.

Y se largó corriendo. Había conseguido la confirmación que quería.


* * *

– ¡Ah, dottori! Quería decirle que…

– Después. ¡Envíame inmediatamente a Fazio y no me pases llamadas! ¡No estoy para nadie!

Fazio se presentó enseguida.

– ¿Qué hay, dottore?

– Entra, cierra la puerta y siéntate.

– Dígame.

– Sé quién es el muerto de Spinoccia.

– ¿De veras?

– Gurreri. Y también sé quién lo mató.

– ¿Quién?

– Galluzzo.

– ¡Cono!

– Justamente.

– ¿O sea, que el muerto sería Gurreri? ¿Y sería uno de los dos que el lunes quisieron prender fuego a su casa?

– Sí.

– ¿Está seguro?

– Segurísimo. El doctor Pasquano ha encontrado las huellas de la intervención que sufrió en la cabeza, la de hace tres años.

– Pero ¿a usía quién le ha dicho que el muerto es Gurreri?

– No me lo ha dicho nadie. Ha sido una intuición.

Y le contó su reunión con el jefe superior y con Arquà.

– Eso significa que estamos metidos hasta el cuello en la mierda, dottore -fue la consideración final de Fazio.

– No; estamos muy cerca, pero todavía no hemos caído dentro.

– Pero si el dottor Arquà insiste en ver la pistola…

– No creo que lo haga; seguramente el jefe superior le dirá que lo deje correr. He montado un número terrible. Pero… Oye, las armas que hay que arreglar las enviamos a Montelusa, ¿verdad?

– Sí, señor.

– ¿La de Galluzzo ya la han mandado reparar?

– No, señor. Todavía no. Me he dado cuenta esta mañana por casualidad. Quería entregar una pistola que también se ha encasquillado, la del agente Ferrara, pero como no estaban ni Turturici ni Manzella, que son los encargados…

– El muy cabrón de Arquà no tendrá necesidad de pedirme el arma. Puesto que le he dicho que se había encasquillado, comprobará todas las pistolas que se reciban de nuestra comisaría. Tenemos que joderlo absolutamente antes de que él nos joda a nosotros.

– ¿Y cómo lo haremos?

– Se me ha ocurrido una idea. ¿Tienes todavía en tu poder la pistola de Ferrara?

– Sí, señor.

– Déjame hacer una llamada. -Levantó el auricular-. ¿Catarella? Llama al señor jefe superior y pásamelo.

Obtuvo inmediatamente la comunicación y pulsó el botón para poner el altavoz.

– Dígame, Montalbano.

– Señor jefe superior, quiero decirle en primer lugar que lamento profundamente haberme dejado llevar en su presencia por un incontrolado arrebato de nervios que…

– Me alegro de que…

– Quería informarle también de que estoy enviando al dottor Arquà el arma en cuestión… -eso del arma en cuestión no estaba mal- para todas las comprobaciones que él considere oportunas. Y le ruego una vez más, señor jefe superior, que se digne perdonar y aceptar mis más profundos…

– Los acepto, los acepto. Me alegro de que entre usted y Arquà todo se haya resuelto de la mejor manera. Hasta luego, Montalbano.

– Mis respetos, señor jefe superior.

Colgó.

– Pero ¿qué quiere hacer? -preguntó Fazio.

– Toma el arma de Ferrara, sácale un cartucho del cargador y escóndelo bien. Quizá nos sea útil más adelante. Después colocas bien el arma en una caja estilo regalo y se la llevas al dottor Arquà con todos mis respetos.

– ¿Y a Ferrara qué le digo? Si no entrega la pistola encasquillada, no le darán otra.

– Pídeles también a los de la armería que te entreguen la pistola de Galluzzo, porque yo la necesito. Busca la manera de decirles que también me has dado el arma de Ferrara para que le entreguen otra a cambio. Si Manzella y Turturici me piden cuentas, diré que yo mismo quiero llevarlas a Montelusa y protestar. Lo importante es ganar tres o cuatro días.

– ¿Y cómo actuamos con Galluzzo?

– Si está aquí, envíamelo.

A los cinco minutos apareció Galluzzo.

– ¿Me necesita, dottore?

– Siéntate, asesino.


* * *

Cuando terminó de hablar con Galluzzo, miró el reloj y comprendió que ya era demasiado tarde; a aquella hora seguro que Enzo ya habría bajado la persiana metálica de la trattoria.

Entonces decidió, sin pérdida de tiempo, efectuar la jugada que le quedaba por hacer. Tomó la fotografía de Gurreri, se la guardó en el bolsillo, salió y subió al coche.

Vía Nicotera no era una calle propiamente dicha, sino más bien una callejuela estrecha y larga del plano Lanterna. El número 38 era una edificación de mala muerte de dos plantas, con el portal cerrado. Enfrente había una tienda de fruta y verdura -debía de ser la de don Minicuzzu-, pero, dada la hora, ya estaba cerrada. La casa se había permitido el lujo de contar con portero automático. Montalbano pulsó el timbre que había junto a la placa que rezaba «Gurreri». Poco después, sin que nadie le preguntara quién era, oyó el resorte del portal al abrirse.

No había ascensor; por otra parte, la finca era pequeña. En cada piso había dos viviendas. Gurreri vivía en el segundo y último piso. La puerta estaba abierta.

– Permiso…

– Pase -contestó una vez femenina.

Un recibidor pequeñito con dos puertas, una que daba acceso al comedor y otra al dormitorio. Montalbano captó inmediatamente el tufo de una pobreza que encogía el corazón. Una treintañera mal vestida y despeinada lo esperaba de pie en el comedor. Debía de haberse casado con Gurreri muy jovencita y seguramente había sido una chica de gran belleza, pues, todavía y a pesar de todo, en su rostro y su cuerpo conservaba parte de la hermosura perdida.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

Montalbano leyó el miedo en sus ojos.

– Soy comisario, señora Gurreri. Me llamo Montalbano.

– Yo todo se lo dije a los carabineros.

– Ya lo sé, señora. ¿Podemos sentarnos?

Se sentaron. Ella, en la punta de la silla, tensa, preparada para escapar.

– Sé que la han llamado a declarar en el caso Licco.

– Sí, señor.

– Pero yo no he venido a verla por eso.

De repente pareció un tanto aliviada. Pero el miedo seguía agazapado en el fondo de sus ojos.

– Pues entonces, ¿qué quiere?

Montalbano se encontró en una encrucijada. No se sentía con ánimos para tratarla con rudeza, pues le inspiraba demasiada lástima. Ahora que la tenía delante, estaba seguro de que a aquella pobre mujer no la habían convencido con dinero para que se declarara amante de Licco, sino a base de golpes, violencia y amenazas.

Por otra parte, con medidas parciales y amabilidad igual no conseguía nada. Quizá lo mejor fuera sobresaltarla.

– ¿Cuánto tiempo hace que no ve a su marido?

– Tres meses, día más día menos.

– ¿No ha vuelto a tener noticias suyas?

– No, señor.

– No tienen hijos, ¿verdad?

– No, señor.

– ¿Conoce a un tal Ciccio Bellavia?

El miedo le volvió a los ojos, como a un animal. Montalbano advirtió que ahora le temblaba levemente la mano.

– Sí, señor.

– ¿Ha venido aquí?

– Sí, señor.

– ¿Cuántas veces?

– Dos veces. Siempre con mi marido.

– Tendría que acompañarme, señora.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– ¿Adónde?

– Al depósito de cadáveres.

– ¿Y eso qué es?

– El sitio adónde llevan los muertos.

– ¿Y por qué?

– Tendrá que hacer un reconocimiento. -Sacó la fotografía del bolsillo-. ¿Es su marido?

– Sí, señor. ¿Cuándo le hicieron esa foto? Pero ¿por qué tengo que ir…?

– Porque creemos que Ciccio Bellavia mató a su marido.

La mujer se levantó de golpe. Se tambaleó, el cuerpo se le balanceó adelante y atrás, y se apoyó contra la mesa.

– ¡Maldito! ¡Maldito Bellavia! ¡Me había jurado que no le haría nada!

No pudo seguir. Las piernas se le doblaron y se desplomó, desmayada.

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