Abrió los ojos y enseguida volvió a cerrarlos. Hacía un tiempo que le sobrevenía esa especie de rechazo del despertar, pero no era para prolongar algún sueño agradable -a esas alturas cada vez menos frecuentes-, no; eran pura y simplemente ganas de quedarse un poco más en el interior del pozo oscuro, profundo y caliente del sueño, escondido justo al fondo, donde era imposible que lo encontraran.
Pero sabía que estaba irremediablemente desvelado. Entonces, manteniendo los ojos cerrados, se puso a escuchar el rumor del mar.
Aquella mañana el rumor era muy suave, casi un susurro de hojas que se repetía invariablemente, señal de que la resaca, en su ir y venir, mantenía una respiración tranquila. Y por eso el día debía de ser bueno, sin pizca de viento.
Abrió los ojos y miró el reloj. Las siete. Se dispuso a levantarse y entonces recordó que había tenido un sueño, del cual sólo conservaba unas imágenes confusas e inconexas. Un estupendo pretexto para retrasar un poco el momento de levantarse. Volvió a tumbarse y cerró de nuevo los ojos, tratando de ordenar aquellos fotogramas desperdigados.
La persona que se encontraba a su lado en una especie de inmensa explanada cubierta de hierba era una mujer; ahora comprendía que era Livia aunque no lo era, pues tenía el rostro de Livia pero el cuerpo demasiado grande, deformado por un par de posaderas tan gigantescas que le costaba caminar.
Por su parte, él se sentía cansado, como después de un largo paseo, por más que no recordara cuánto rato llevaban caminando.
Entonces preguntaba:
– ¿Falta mucho?
– ¿Ya te has cansado? ¡Ni siquiera un niño se cansaría tan pronto! Ya casi estamos.
La voz no era la de Livia; carecía de gracia y sonaba demasiado estridente.
Recorrían unos cien pasos más y llegaban a una verja de hierro forjado, abierta. Más allá seguía la explanada de hierba.
¿Qué hacía allí aquella verja si, hasta donde alcanzaba la vista, no se veía ni una carretera ni una casa? Quería preguntárselo a la mujer, pero no lo hacía para no oír su voz.
Traspasar una verja que no servía para nada y no llevaba a ninguna parte le parecía tan ridículo que hizo ademán de rodearla.
– ¡No! -gritaba la mujer-. ¿Qué haces? ¡No está permitido! ¡Los señores podrían enfadarse!
Su voz era tan aguda que poco faltaba para que le perforara los tímpanos a Montalbano. Pero ¿de qué señores estaba hablando? Sea como fuere, él obedecía.
Nada más cruzar la verja, el paisaje cambiaba y se convertía en un campo de carreras, en un hipódromo con su correspondiente pista. Pero no había ni un solo espectador y las tribunas estaban desiertas.
Entonces el comisario reparaba en que llevaba unas botas con espuelas en lugar de zapatos, e iba vestido exactamente igual que un jockey. Hasta sujetaba una fusta bajo el brazo. Madre santa, pero ¿qué querían de él? Jamás en su vida había montado a caballo! O quizá sí; cuando tenía diez años, su tío lo había llevado a un campo donde…
– Móntame -decía la desangelada voz.
Él se volvía para mirarla.
Ya no era una mujer, sino casi un caballo. Se había puesto a cuatro patas, pero los cascos de las manos y los pies eran visiblemente falsos; estaban hechos de hueso, y los llevaba calzados como si fueran zapatillas.
Tenía silla de montar y riendas.
– Anda, móntame -repetía la mujer.
Él lo hizo y ella se lanzó al galope a la velocidad del rayo. Catacloc, catacloc, catacloc…
– ¡Para! ¡Para!
Pero ella galopaba todavía más rápido.
En determinado momento, Montalbano se encontraba caído en el suelo, con el pie izquierdo atrapado en el estribo, mientras la yegua relinchaba… no: reía, reía y reía… Después la yegua se arrodillaba de golpe sobre las patas delanteras al tiempo que soltaba un relincho, y él, repentinamente liberado, escapaba.
No consiguió recordar nada más por mucho que lo intentó. Abrió los ojos, se levantó y se acercó a la ventana para subir la persiana.
Y lo primero que vio fue un caballo, tumbado inmóvil sobre la arena.
Se extrañó durante unos segundos. Pensó que seguía soñando. Después comprendió que el animal tirado en la playa era real. Pero ¿cómo era posible que aquel caballo hubiese ido a morir delante de su casa? Seguramente al caer habría soltado un débil relincho, suficiente para que él se inventara en su sueño la imagen de la mujer-yegua.
Se asomó para ver mejor. No había ni un alma; el pescador que todas las mañanas salía desde allí con su barquita ya era un punto negro en el horizonte. En la parte dura de la arena, la más cercana al mar, los cascos del caballo habían dejado una hilera de huellas que se perdían en la lejanía, de donde había llegado el animal.
Montalbano se puso a toda prisa los pantalones y la camisa, abrió la cristalera y bajó a la playa desde la galería.
Cuando estuvo cerca del caballo, se sintió asaltado por un arrebato de rabia irreprimible.
– ¡Cabrones!
Estaba todo ensangrentado: le habían partido la cabeza con una barra de hierro, pero todo el cuerpo presentaba señales de un apaleamiento prolongado y feroz; aquí y allá se veían profundas heridas abiertas, trozos de carne colgando. Estaba claro que en determinado momento el caballo, martirizado como estaba, había conseguido escapar a pesar de todo y había galopado a la desesperada hasta no poder más.
Montalbano estaba tan furioso e indignado que, de haber tenido entre sus manos a uno de los que habían matado al animal, le habría proporcionado el mismo final. Se puso a seguir las huellas.
De vez en cuando se interrumpían y sobre la arena se veían señales de que la pobre bestia derrengada había doblado las patas delanteras.
Caminó casi tres cuartos de hora y finalmente llegó al lugar donde habían torturado al caballo.
Allí, la arena, a causa de los violentos pisoteos registrados, había formado una especie de pista de circo y estaba marcada por huellas de zapatos superpuestas y por el dibujo de las herraduras. Diseminadas alrededor había también una cuerda larga -la que habían utilizado para sujetar al animal- y tres barras de hierro manchadas de sangre seca. Montalbano empezó a diferenciar las pisadas, lo que no fue tarea fácil. Llegó a la conclusión de que quienes habían matado al caballo eran como máximo cuatro. Pero otros dos habían presenciado el espectáculo en el borde de la pista, fumando de vez en cuando algún cigarrillo.
Volvió sobre sus pasos, entró en casa y llamó a la comisaría.
– ¿Diga? Es la…
– Catarella, soy Montalbano.
– ¡Ah, dottori! ¿Es usía? ¿Qué pasa, dottori?
– ¿Está el dottor Augello?
– Todavía no ha llegado.
– Si está Fazio, déjame hablar con él.
– Ahora enseguidita, dottori.
No pasó ni un minuto.
– Dígame, dottore.
– Oye, Fazio, ven ahora mismo a mi casa de Marinella, y, tráete a Gallo y Galluzzo, si están ahí.
– ¿Ocurre algo?
– Sí.
Dejó abierta la puerta de la casa y dio un largo paseo por la orilla del mar. La bárbara matanza de aquella pobre bestia le había provocado una rabia sorda y violenta. Regresó junto al cadáver. Se sentó sobre la arena para verlo más de cerca. Con la barra de hierro le habían apaleado incluso el vientre, quizá mientras el animal se encabritaba. Después advirtió que una de las herraduras estaba prácticamente desprendida del casco. Se tumbó boca abajo, alargó un brazo y la tocó. Sólo la sujetaba un clavo, hundido en la pezuña hasta la mitad.
Fazio, Gallo y Galluzzo llegaron en aquel momento, se asomaron a la galería, vieron al comisario y bajaron a la playa. Contemplaron el caballo y no hicieron preguntas.
Fazio se limitó a comentar:
– ¡La de gente asquerosa que hay por el mundo!
– Gallo, ¿puedes traer el coche hasta aquí y después conducirlo por la orilla del mar?
Gallo esbozó una sonrisita de superioridad.
– Claro, lo que usted diga, dottore.
– Galluzzo, ve con él. Tenéis que seguir las huellas del caballo. Advertiréis con claridad dónde fue la matanza. Hay barras de hierro, colillas y quizá otras cosas. Recogedlo todo con cuidado; quiero que se saquen las huellas digitales, el ADN, todo lo que necesitamos para averiguar quiénes son estos canallas.
– ¿Y qué hacemos después? ¿Los denunciamos a la protectora de animales? -preguntó Fazio mientras los otros dos se retiraban.
– ¿Por qué? ¿Acaso piensas que todo este asunto termina aquí?
– No, no es eso. Sólo era una broma.
– Pues a mí no me parece cosa de risa. ¿Por qué lo han hecho?
Fazio adoptó una expresión dubitativa.
– Dottore, puede ser una afrenta al propietario.
– Puede. ¿Y nada más?
– Bueno, hay una cosa más probable. Yo había oído decir…
– ¿Qué?
– Que desde hace algún tiempo se celebran carreras clandestinas en Vigàta, señor.
– ¿Y tú crees que la muerte del caballo puede ser la consecuencia de algo que ocurrió en ese ambiente?
– ¿Qué otra cosa, si no? No tenemos más que esperar la consecuencia de la consecuencia, que se producirá con toda seguridad.
– Pero sería mejor que consiguiéramos evitar la consecuencia, ¿no?
– Pues sí, claro, pero será difícil.
– Bueno, pues empecemos por decir que, antes de matar al caballo, tienen que haberlo robado.
– ¿Está de guasa, dottore? Nadie denunciará el robo de un caballo. Sería como decirnos: «Soy uno de los organizadores de las carreras clandestinas.»
– ¿Es un negocio importante?
– Se habla de millones y millones de euros en apuestas.
– ¿Y quién está detrás?
– Circula el nombre de Michilino Prestia.
– ¿Quién es?
– Un pobre imbécil de unos cincuenta años, dottore. Hasta el año pasado trabajaba como contable en una empresa del sector de la construcción.
– Pero esto no parece propio de un pobre contable imbécil.
– Por supuesto, dottore. De hecho, Prestia es un testaferro.
– ¿De quién?
– No se sabe.
– Deberías averiguarlo.
– Lo intentaré.
Nada más entrar en la casa, Fazio se dirigió a la cocina para preparar café, y Montalbano llamó al ayuntamiento para avisar que en la playa de Marinella había un caballo muerto.
– ¿Es suyo el caballo?
– No.
– Hablemos claro, distinguido señor.
– ¿Por qué? ¿Cómo estoy hablando? ¿Oscuro?
– No; es que algunos dicen que el animal muerto no es de su propiedad para no pagar la tasa de la retirada.
– Le he dicho que no es mío.
– Pongamos que es verdad. ¿Sabe de quién es?
– No.
– Pongamos que es verdad. ¿Sabe de qué ha muerto?
Montalbano se lo jugó a pares y nones y decidió no contarle nada al empleado.
– No lo sé. He visto el cadáver desde mi ventana.
– O sea, que no ha sido testigo de su muerte.
– Evidentemente.
– Pongamos que es verdad. -Y entonces se puso a canturreáis-: «Tú, que a Dios desplegaste las alas.»
¿Canto fúnebre para el caballo? ¿Amable homenaje de la administración municipal como participación en el duelo?
– ¿Y bien? -dijo Montalbano.
– Estaba pensando -contestó el funcionario.
– ¿Qué es lo que hay que pensar?
– A quién corresponde la retirada del cadáver.
– ¿No les corresponde a ustedes?
– Nos correspondería a nosotros si se trata de un artículo once, pero si, por el contrario, se trata de un artículo veintitrés, entonces corresponde al departamento provincial de higiene.
– Oiga, puesto que hasta ahora me ha creído, siga creyéndome, se lo ruego. Le aseguro que, como no se lo lleven dentro de un cuarto de hora, yo les…
– Pero ¿usted quién es, si no le importa?
– Soy el comisario Montalbano.
El tono del empleado cambió de golpe.
– Seguramente es un artículo once, comisario.
A Montalbano le entraron ganas de chulear.
– ¿O sea, que les corresponde a ustedes retirarlo?
– Claro.
– ¿Está seguro?
El hombre se puso nervioso.
– ¿Por qué me pregunta si…?
– No quisiera que los del departamento de higiene se lo tomaran a mal. Ya sabe usted cómo son estas historias de las competencias… Lo digo por usted; no quisiera que…
– No se preocupe, comisario. Es un artículo once. Dentro de media hora irá alguien, quédese tranquilo. Con mis respetos.
Tomaron el café en la cocina mientras esperaban el regreso de Gallo y Galluzzo. Después el comisario se duchó, se afeitó y se cambió los pantalones y la camisa, que se le habían ensuciado. Cuando regresó al comedor, vio que Fazio estaba en la galería hablando con dos hombres vestidos como un par de astronautas que acabaran de bajar de una pequeña nave espacial.
En la playa había una furgoneta Fiat Fiorino con las puertas posteriores cerradas. El caballo no se veía por ninguna parte; seguramente ya lo habrían cargado.
– Dottore, ¿podría venir un momento? -preguntó Fazio.
– Aquí me tienes. Buenos días.
– Buenos días -contestó uno de los dos astronautas.
El otro se limitó a mirarlo de con mala cara por encima de la mascarilla.
– No encuentran el cadáver -dijo Fazio perplejo.
– ¿Cómo que no…? -replicó Montalbano, sorprendido-. ¡Pero si estaba aquí delante!
– Hemos mirado por todas partes y no está -expuso el más sociable de los astronautas.
– ¿Qué ha sido, una broma? ¿Tienen ganas de divertirse? -preguntó amenazadoramente el otro.
– Aquí nadie gasta bromas -contestó Fazio, a quien estaban empezando a tocarle los cojones-. Y ten cuidado con lo que dices.
El hombre abrió la boca para contestar, pero se lo pensó mejor y volvió a cerrarla.
Montalbano bajó de la galería y fue a mirar donde antes estaba el caballo. Fazio lo siguió.
Ahora se veían sobre la arena unas cinco o seis huellas distintas de zapatos y los dos surcos paralelos de las ruedas de un carro.
Entretanto, los dos astronautas subieron a la furgoneta y se fueron sin despedirse.
– Se lo han llevado mientras tomábamos el café -dijo el comisario-. Lo han cargado en un carretón de mano.
– Por la parte de Montereale, a unos tres kilómetros de aquí, hay una decena de chabolas de extracomunitarios -dijo Fazio-. Esta noche celebrarán una fiesta y comerán carne de caballo.
En ese momento vieron regresar su propio automóvil.
– Hemos recogido todo lo que hemos encontrado -dijo Galluzzo.
– ¿Y qué habéis encontrado?
– Tres barras de hierro, un trozo de cuerda, once colillas de cigarrillos de dos marcas distintas y un encendedor Bic sin gas.
– Vamos a hacer una cosa. Tú, Gallo, ve a la Científica y entrégales las barras y el encendedor. Galluzzo, coge la cuerda y las colillas y me las llevas al despacho. Gracias por todo, nos vemos en comisaría. Tengo que hacer un par de llamadas personales.
Gallo pareció dudar.
– ¿Qué pasa? -preguntó el comisario.
– ¿Qué tengo que pedirles a los de la Científica?
– Que saquen las huellas digitales.
Gallo pareció dudar todavía más.
– Y si me preguntan qué ha ocurrido, ¿qué les digo? ¿Que estamos investigando el asesinato de un caballo? ¡Me echarán a patadas en el culo!
– Diles que ha habido una reyerta con varios heridos y que necesitamos identificar a los agresores.
En cuanto se quedó solo, regresó a casa, se quitó los zapatos y los calcetines, se recogió los pantalones y bajó de nuevo a la playa.
La historia de los extracomunitarios que habían robado el caballo para comérselo no lo convencía en absoluto. ¿Cuánto rato habían estado en la cocina, tomando café y pegando la hebra? Media hora como mucho. ¿Y en media hora los extra-comunitarios habían tenido tiempo de ver el caballo, correr a sus chabolas situadas a tres kilómetros de distancia, conseguir un carretón, volver atrás, cargar el animal y llevárselo?
Imposible.
A no ser que hubieran reparado en el cadáver a primera hora de la mañana, antes de que él abriera la ventana, y después, al regresar con el carretón, lo hubieran visto junto al caballo y se hubieran escondido en las inmediaciones a la espera del momento oportuno.
A unos cincuenta metros, los surcos de las ruedas describían una curva y se dirigían hacia una explanada de cemento plagada de grietas, que el comisario siempre había visto de la misma manera desde su llegada a Marinella. Desde la explanada se accedía fácilmente a la carretera provincial.
«Un momento -se dijo-. Razonemos.»
Cierto que los extracomunitarios habrían podido empujar el carretón mejor y más deprisa por la carretera que sobre la arena. Pero ¿les interesaba que los vieran desde todos los automóviles que circulaban por allí? ¿Y si entre los coches había alguno de la policía o los carabineros?
Seguramente los habrían hecho detenerse para que contestaran a toda una serie de preguntas. Y a lo mejor les caía la orden de repatriación.
No, no eran tan tontos.
¿Pues entonces?
Había otra explicación posible.
Es decir, que quienes habían robado el cadáver no fueran extra sino más que comunitarios, o sea, vigateses.
O de los alrededores.
¿Y por qué? Para recuperar el cuerpo y deshacerse de él.
A lo mejor la cosa se había desarrollado de la siguiente manera: el caballo logra escapar y alguien lo persigue para rematarlo. Pero ese alguien se ve obligado a detenerse porque hay personas en la playa -quizá el pescador matutino- que pueden convertirse en testigos peligrosos. Vuelve atrás e informa al jefe. Este decide que el cadáver ha de recuperarse como sea. Y organiza el numerito del carretón. Pero en cierto momento, él, Montalbano, despierta y le toca los cojones.
Los que habían robado el caballo eran los mismos que lo habían matado.
Sí, tenía que haber ocurrido así.
Y seguramente en la carretera provincial, a la altura de la explanada, había una camioneta preparada para cargar el caballo y el carretón.
No, los extracomunitarios no tenían nada que ver.