Capítulo 13

El coche de Ingrid no estaba en el aparcamiento del bar de Marinella. Evidentemente, Rachele iba con retraso. Carecía de la precisión, más que sueca, suiza, de su amiga. Montalbano no sabía si esperarla fuera o dentro del bar. Se sentía un poco incómodo con aquel encuentro, no podía negarlo. El caso es que jamás le había ocurrido, a sus más de cincuenta años, verse de nuevo con una mujer que le era totalmente desconocida tras haber mantenido con ella un rápido, ¿cómo llamarlo?, eso es: ayuntamiento carnal, tal como lo habría calificado el fiscal Tommaseo. Y la verdadera razón por la que no había querido contestar a las llamadas de Rachele era que se sentía muy cohibido hablando con ella. Cohibido y un poco avergonzado de haberle mostrado a esa mujer un aspecto de sí mismo que esencialmente no le pertenecía.

¿Qué decirle? ¿Cómo tenía que comportarse? ¿Qué cara ponía?

Para darse un poco de ánimo, bajó del coche, entró en el local, se acercó a la barra y le pidió a Pino, el barman, un whisky solo.

Al terminar de bebérselo vio que Pino palidecía mientras miraba fijamente la puerta de entrada. Una estatua con la boca abierta, como un bobalicón, con un vaso en una mano y un trapo en la otra.

Montalbano se volvió.

Rachele acababa de entrar.

Era de una elegancia que daba miedo, pero su belleza asustaba todavía más.

Parecía como si su presencia hubiera aumentado de golpe el voltaje de las bombillas. Pino se había convertido en una figura de mármol: no conseguía moverse.

El comisario fue a su encuentro. Y ella se comportó como una auténtica dama.

– Hola -lo saludó sonriendo, mientras sus ojos azules brillaban por el sincero placer de verlo-. Aquí estoy.

Y no hizo ademán de besarlo ni de dejarse besar ofreciéndole una mejilla.

A Montalbano lo invadió una oleada de gratitud; en un santiamén, se sintió a sus anchas.

– ¿Te apetece un aperitivo?

– Mejor no.

El comisario olvidó pagar el whisky. Pino continuaba en la misma postura de antes, fascinado. En el aparcamiento, Rachele preguntó:

– ¿Has decidido adónde ir?

– Sí. A la zona marítima de Montereale.

– Está en la carretera de Fiacca, me parece. ¿Vamos con tu coche o con el de Ingrid?

– Con el de Ingrid. ¿Te molesta conducir? Yo me siento un poco cansado.

No era cierto, pero es que el whisky le había hecho efecto. ¿Cómo era posible que dos dedos de whisky le alteraran la cabeza? O a lo mejor lo mortal era la mezcla del whisky con Rachele.

Se pusieron en marcha. Rachele circulaba con seguridad; conducía rápido, por supuesto, pero mantenía una regularidad muy precisa. Tardaron diez minutos en llegar a Montereale.

– Ahora guíame tú.

De repente, por el efecto de la mezcla asesina, el comisario olvidó el camino.

– Me parece que está a la derecha.

El sendero de la derecha, de tierra, terminaba delante de una casa rural.

– Pues entonces hay que volver atrás y girar a la izquierda.

Ese tampoco era el adecuado: terminaba delante de un almacén del consorcio agrario.

– A lo mejor hay que seguir recto -dedujo Rachele.

En efecto, ése resultó finalmente el camino correcto.

Al cabo de otros diez minutos, estaban sentados ante una mesa de un restaurante donde el comisario había estado algunas veces y siempre había comido bien.

La mesa que eligieron estaba en el exterior, bajo una pérgola, justo donde empezaba la playa. El mar se encontraba a unos treinta pasos y apenas chapoteaba, señal de que no le apetecía demasiado moverse. Se veían las estrellas, pues no había ni una sola nube.

Había otra mesa ocupada por unos cincuentones, sobre uno de los cuales la contemplación de Rachele tuvo un efecto casi letal: el vino que estaba bebiendo se le atragantó y por poco muere asfixiado. Su amigo consiguió que recuperara el resuello en último extremo, propinándole unos vigorosos manotazos en la espalda.

– Aquí tienen un vino blanco que hasta puede servir de aperitivo… -le dijo Montalbano a Rachele.

– Si me acompañas.

– Pues claro. ¿Tienes apetito?

– Mientras bajaba de Montelusa a Marinella no tenía, pero ahora me ha entrado. Debe de ser el aire del mar.

– Me alegro. Te confieso que, a mí, las mujeres que no quieren comer por temor a engordar me…

Se interrumpió. ¿Cómo se le ocurría hablar con aquella confianza con Rachele? ¿Qué le estaba pasando?

– Yo nunca he seguido dietas -declaró ella-. Al menos hasta ahora no me han hecho falta, por suerte.

Un camarero sirvió el vino. Bebieron la primera copa.

– Es francamente bueno -aprobó Rachele.

Entró una pareja treintañera para elegir mesa. Pero en cuanto la mujer vio cómo su chico miraba a Rachele, lo tomó del brazo y se lo llevó al interior del local.

Volvió el camarero y, llenando las copas vacías, preguntó si querían comer.

– ¿Te apetece un primer plato o los entremeses?

– ¿Lo uno excluye lo otro? -preguntó Rachele a su vez.

– Aquí sirven quince clases distintas de entremeses. Que francamente te aconsejo.

– ¿Quince?

– E incluso más.

– Venga esos entremeses.

– ¿Y de segundo? -quiso saber el camarero.

– Lo pensaremos después -respondió Montalbano.

– ¿Traigo otra botella junto con los entremeses?

– Más bien sí.

Poco después ya no hubo encima de la mesa ni espacio para una lubina.

Quisquillas, langostinos, calamares, atún ahumado, croquetas de chanquetes, erizos de mar, mejillones y almejas, pulpitos al por mayor, pulpo troceado, anchoas en escabeche con zumo de limón, sardinas en aceite, chipirones fritos, calamarcitos y sepias aliñados con naranja y trocitos de apio, anchoas con alcaparras, sardinas rellenas, carpaccio de pez espada…

El silencio en que comieron, intercambiando de vez en cuando una mirada de aprecio por los sabores y los aromas, fue interrumpido sólo una vez, precisamente al pasar de las anchoas con alcaparras a los chipirones, cuando Rachele preguntó:

– ¿Qué pasa?

Y Montalbano contestó, sintiéndose enrojecer: -Nada.

Se había perdido unos instantes contemplando la boca de Rachele al abrirse, el tenedor que entraba dejando momentáneamente al descubierto la intimidad del paladar rosado como el de una gata, el tenedor que salía vacío entre el brillo de los dientes, la boca que se cerraba, los labios que se movían ligera y rítmicamente mientras ella masticaba. Tenía una boca que hechizaba de sólo mirarla. Y, como un relámpago, Montalbano recordó la noche de Fiacca, cuando se extasió contemplando sus labios a la luz del fuego del cigarrillo.

Al terminar los entremeses, Rachele exclamó:

– ¡Dios mío! -Y lanzó un profundo suspiro.

– ¿Todo bien?

– Más que bien.

El camarero se acercó para retirar los platos.

– ¿Qué pedimos de segundo?

– ¿No podríamos esperar un poco? -propuso Rachele.

– Como quieras.

El camarero se alejó. Rachele permaneció en silencio. Después se llenó la copa de vino, cogió el paquete de cigarrillos y el encendedor, se levantó, bajó la escalerita de dos peldaños que conducía a la playa, se descalzó con un simple movimiento de las piernas y se encaminó hacia el mar. Al llegar a la orilla se detuvo mientras el agua le acariciaba los pies.

No le había dicho a Montalbano que la siguiera, justo exactamente igual que la noche de Fiacca. Y él se quedó en la mesa. Al cabo de unos diez minutos, la vio regresar. Antes de subir los escalones, Rachele volvió a ponerse los zapatos.

Cuando se sentó de nuevo delante de él, Montalbano tuvo la impresión de que el azul de sus ojos brillaba más de lo normal. Ella le sonrió.

Y entonces ocurrió que, desde su ojo izquierdo, una lágrima que había permanecido en suspenso empezó a bajarle por la mejilla.

– Me habrá entrado un granito de arena -dijo, mintiendo claramente.

El camarero se presentó como una pesadilla.

– ¿Los señores han decidido?

– ¿Qué tenéis? -preguntó Montalbano.

– Tenemos fritura de pescado, pescado a la parrilla, pez espada como más les guste, salmonetes a la liornesa…

– Yo querría sólo una ensaladita -dijo Rachele. Y dirigiéndose al comisario, añadió-: Perdona, pero es que ya no puedo más.

– Imagínate. Yo también tomaré una ensalada. Pero…

– ¿Pero…? -inquirió el camarero.

– Que lleve también aceitunas verdes y negras, apio, zanahoria, alcaparras y todo lo que se le pase por la cabeza al cocinero.

– Yo también la quiero así -se apuntó Rachele.

– ¿Desean otra botella?

Quedaba suficiente para otras dos copas, una por barba.

– Para mí hay bastante -contestó Rachele.

Montalbano hizo señas de que no y el camarero se retiró, quizá un poco decepcionado por lo poco que habían pedido.

– Perdóname por lo de antes -dijo Rachele-. Me he levantado y me he ido sin decirte nada. Pero… es que no quería echarme a llorar delante de ti.

Montalbano no abrió la boca.

– A veces, por desgracia muy pocas, me ocurre.

– ¿Por qué dices por desgracia?

– Mira, Salvo, es muy difícil que yo llore por un disgusto o por un dolor. Todo se me queda dentro. Estoy hecha así.

– En la comisaría te vi llorar.

– Esa fue la segunda o tercera vez en mi vida. En cambio, fíjate qué raro, me entran unas ganas incontrolables de llorar en ciertos momentos de… felicidad… No; es una palabra demasiado fuerte: mejor decir cuando experimento una gran calma dentro de mí, con todos los nudos sueltos, todas las… Basta, no quiero aburrirte con la descripción de mis estados de ánimo.

Esa vez Montalbano tampoco dijo nada.

Pero se estaba preguntando cuántas Racheles distintas había en ella.

La que conoció en la comisaría era una mujer inteligente, racional, extremadamente controlada; aquella con la que estuvo en Fiacca era una mujer que había obtenido con gran lucidez lo que quería, pero capaz, al mismo tiempo, de desmandarse en un instante, perdiendo toda su lucidez y su control; la que ahora tenía delante era, por el contrario, una mujer vulnerable que le había confesado, sin decírselo abiertamente, lo desdichada que era y lo insólitos que eran para ella los momentos de serenidad, de paz consigo misma.

Pero, por otra parte, ¿qué sabía él de las mujeres? Pues mire, señorita, aquí tiene el catálogo, un catálogo que es más bien una birria: una relación antes de Livia, Livia, la veinteañera cuyo nombre ya no quería pronunciar y Rachele.

¿E Ingrid? Pero Ingrid era una cuestión aparte; en su relación, la frontera entre la amistad y otra cosa distinta era verdaderamente muy pero que muy delgada.

Claro que mujeres había conocido, y muchas, en el transcurso de las investigaciones que había realizado, pero siempre las conocía en condiciones especiales en que las féminas tenían el máximo interés en mostrarse, ante él, distintas de lo que eran en realidad.

El camarero sirvió las ensaladas. A Montalbano le refrescó la lengua, el paladar y los pensamientos.

– ¿Quieres un whisky?

– ¿Por qué no?

Se lo sirvieron enseguida. Había llegado el momento de hablar del asunto que más interesaba a Rachele.

– Traía una revista, pero me la he dejado en el coche -empezó Montalbano.

– ¿Qué revista?

– Una en que aparecen fotografiados los caballos de Lo Duca. Te lo comenté por teléfono.

– Ah, sí. Y creo haberte dicho que el mío tenía una mancha en forma de estrella en el costado. ¡Pobre Súper!

– ¿De dónde te viene esta afición a los caballos?

– Me la transmitió mi padre. Seguramente no sabes que he sido campeona europea.

Montalbano se quedó de piedra.

– ¿De veras?

– Sí. También he ganado dos veces el concurso en la Plaza de Siena, he ganado en Madrid y en Longchamps… Viejas glorias.

Hubo una pausa. Montalbano decidió jugar con las cartas sobre la mesa.

– ¿Por qué te has empeñado tanto en verme?

Ella se sobresaltó, quizá porque no se esperaba un ataque directo. Después enderezó los hombros, y el comisario comprendió que ahora tenía delante a la Rachele de la primera vez.

– Por dos razones. La primera es estrictamente personal.

– Di.

– Como no creo que volvamos a vernos una vez que me haya ido, quería aclararte mi comportamiento en Fiacca. Para que no te quede un recuerdo deformado de mí.

– No es necesaria ninguna aclaración -repuso Montalbano, que de nuevo se sintió incómodo.

– Sí lo es. Ingrid, que me conoce muy bien, debería haberte advertido de alguna manera de que yo… no sé cómo decirlo…

– Si no sabes cómo decirlo, no lo digas.

– Cuando un hombre me gusta, me gusta de verdad, profundamente, cosa que no me sucede a menudo; y no puedo evitar… empezar con él con lo que para las demás es el punto de llegada. Eso es. No sé si me he…

– Te has explicado perfectamente.

– Después pueden darse dos casos. O bien ya no quiero volver a oír de él o bien intento tenerlo cerca de alguna manera, como amigo, amante… Cuando te dije que me habías gustado (por cierto, Ingrid me contó que te había sentado mal), bueno, cuando te dije que me habías gustado, no pensaba en lo que acababa de ocurrir entre nosotros sino en cómo estás hecho, en cómo actúas… en resumen, en ti como hombre en su conjunto. Comprendo que mi frase podía malinterpretarse. Pero no me equivoqué contigo, ya que ahora me estás regalando una velada como ésta. Asunto cerrado.

– ¿Y la segunda razón?

– Se refiere a los caballos robados. Pero he vuelto a pensarlo y no sé si vale la pena hablarte de ello.

– ¿Por qué no?

– Porque me has dicho que no te encargas de la investigación. No quisiera contarte cosas que sólo pueden suponerte una molestia más de las que ya tienes.

– Si quieres, puedes hablarme de ello de todos modos.

– El otro día acompañé a Scisci a la cuadra, donde nos encontramos al veterinario, que había ido a hacer el control habitual.

– ¿Cómo se llama?

– Mario Anzalone. Es muy bueno.

– No lo conozco. ¿Qué ocurrió?

– El veterinario, hablando con Lo Duca, dijo que no acertaba a comprender por qué habían robado a Rudy y no a Rayo de luna, el caballo que yo monté en Fiacca.

– ¿Por qué?

– Porque si había un experto entre los ladrones, tendría que haber preferido a Rayo de luna, en primer lugar porque es muchísimo mejor y, en segundo, porque era evidente que Rudy estaba enfermo y su dolencia era de difícil curación; tanto es así que el propio Anzalone, para ahorrarle la agonía, había propuesto abatirlo de un disparo.

– ¿Y conoces la reacción de Lo Duca a esa propuesta?

– Sí. Adujo que la había declinado porque le tenía demasiado cariño a aquel caballo.

– ¿De qué estaba enfermo Rudy?

– De arteritis viral, unas lesiones en las paredes de las arterias.

– En resumen, es como si los ladrones, tras haber entrado en un salón de automóviles de lujo, se hubieran llevado un vehículo muy caro y un seiscientos descacharrado.

– Más o menos.

– ¿La enfermedad es infecciosa?

– Pues sí. Durante el regreso a Montelusa tuve una discusión con Scisci. Le pedí explicaciones. Él mismo me había dicho que con mucho gusto alojaría a mi caballo, ¿y me lo ponía al lado de uno que estaba enfermo?

– ¿Dónde lo habías alojado las otras veces?

– En Fiacca, en las cuadras del barón Piscopo.

– ¿Y Lo Duca cómo se defendió?.

– Me dijo que la enfermedad de Rudy ya había superado la fase infecciosa. Y añadió que, aunque dadas las circunstancias fuera algo inútil, yo podía llamar al veterinario, quien seguramente me lo confirmaría.

– Pero se estaba muriendo, ¿no?

– Sí.

– Pues entonces, ¿para qué robarlo?

– Por eso quería verte. Yo también me lo he preguntado, y he llegado a una conclusión que contradice la que Scisci te dio en Fiacca.

– ¿O sea?

– Que sólo querían robar y matar a mi caballo, pero como Rudy era casi idéntico a Súper, no sabían cuál era el mío y se llevaron los dos. Querían manchar la imagen de Scisci y así lo hicieron.

Era una hipótesis que ya se habían planteado en comisaría.

– ¿Leíste el periódico de ayer? -añadió Rachele.

– No.

– En el Corriere dell'Isola dedicaban mucho espacio al robo de los dos caballos. Pero al parecer los periodistas ignoran que al mío lo han matado.

– ¿Cómo se habrán enterado del robo?

– En Fiacca todos me vieron montar un caballo que no era mío. Y alguien habrá hecho preguntas. Súper era muy conocido en el mundo de la hípica porque había ganado muchas carreras importantes.

– ¿Siempre montado por ti?

Rachele rió a su manera.

– ¡Ojalá! -Después preguntó-: Tengo una curiosidad: ¿habías asistido alguna vez a una carrera o a un concurso hípico?

– La de Fiacca fue la primera.

– ¿Te apasiona el fútbol?

– Cuando juega la selección nacional, veo algún partido. Pero prefiero ver las competiciones de Fórmula Uno, quizá porque nunca he sabido conducir bien un coche.

– Pues Ingrid me ha dicho que nadas mucho.

– Sí, pero no por deporte.

Se terminaron el whisky.

– ¿Lo Duca ha preguntado en la jefatura de Montelusa en qué fase se encuentra la investigación?

– Sí. Le han contestado que no hay novedades. Y me temo que no las habrá.

– No está claro. ¿Tomarás otro whisky?

– No, gracias.

– ¿Qué quieres hacer?

– Si no te molesta, me gustaría regresar a casa.

– ¿Te ha entrado sueño?

– No, pero me apetece meterme en la cama a disfrutar un buen rato de los momentos de esta velada.

Al despedirse en el aparcamiento del bar de Marinella, a ambos les pareció natural abrazarse y besarse.

– ¿Te quedas más tiempo por aquí?

– Por lo menos, tres días más. Mañana te llamo para saludarte. ¿Quieres?

– Sí.

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