Fazio, a quien no le habían visto el pelo en toda la mañana, se presentó en la comisaría cuando ya eran casi las cinco.
– ¿Traes un buen cargamento?
– Suficiente.
– Antes de que abras la boca, quiero decirte que esta mañana a primera hora Mimì ha ido a las cuadras de Lo Duca y ha averiguado cosas interesantes.
Y le contó lo que había descubierto Augello. Fazio adoptó una expresión dubitativa.
– ¿Qué te pasa?
– Dottore, perdone, pero en este momento ¿no sería mejor que nos pusiéramos en contacto con los compañeros de Montelusa y…?
– ¿Y se lo cediéramos a ellos?
– Dottore, quizá les sea útil saber que a uno de los caballos lo mataron aquí, en Marinella.
– No.
– Como quiera usía. Pero ¿puede explicarme la razón?
– Si te empeñas… Es una cuestión personal. Estoy profundamente impresionado por la estúpida ferocidad con que mataron a ese pobre animal. Quiero mirar a esa gente a la cara.
– ¡Pero usted puede contarles a los compañeros cómo acabaron con el caballo!;Con todos los detalles!
– Una cosa es contar un hecho y otra es haberlo visto.
– Dottore, perdone que insista, pero…
– ¿Has hecho un pacto con Augello?
– ¿Yo, un pacto? -repuso Fazio, palideciendo.
Montalbano comprendió que había metido la pata.
– Perdóname, estoy nervioso.
Y lo estaba de verdad. Porque acababa de recordar que le había dicho que sí a Ingrid, y resultaba que se le habían pasado las ganas de ir a Fiacca y hacer el papel de uno de los muchos cabrones que babeaban por Rachele.
– Hablame de Prestia.
Fazio todavía estaba un poco ofendido.
– Dottore, usía no debe decirme ciertas cosas.
– Vuelvo a pedirte perdón, ¿de acuerdo?
Fazio sacó un papel del bolsillo, y el comisario comprendió que empezaría a recitarle todos los datos del registro civil de Michilino Prestia y sus socios. De la misma manera que hay gente que colecciona sellos, láminas o caparazones de moluscos, Fazio coleccionaba datos del registro civil. Seguramente, al volver a casa, introducía en el ordenador los datos de las personas que estaba investigando. Y cuando tenía un día de descanso, se lo pasaba en grande releyéndolos.
– ¿Puedo? -preguntó Fazio.
– Sí.
En otras ocasiones lo había amenazado de muerte en caso de que se atreviera a leerlos. Esta vez lo había ofendido y de algún modo debía ofrecerle una reparación. Fazio sonrió y empezó a leer. Se había restablecido la paz.
– Michele Prestia, llamado Michilino, nacido en Vigàta el veintitrés de marzo de mil novecientos cincuenta y tres, hijo del difunto Giuseppe y la difunta Giovanna Larosa, residente en Vigàta, en vía Abate Meli, número treinta y dos. Casado en mil novecientos ochenta con Grazia Stornello, nacida en Vigàta el tres de septiembre de mil novecientos sesenta, hija de Giovanni y…
– ¿Eso podrías saltártelo? -preguntó con delicadeza Montalbano, que había empezado a sudar.
– Es importante.
– Bueno, sigue -se resignó el comisario.
– … y Marianna Todaro. Michele Prestia y Grazia Stornello tuvieron un hijo varón, Balduccio, muerto en un accidente de motocicleta a la edad de dieciocho años. Prestia, tras haber estudiado contabilidad, fue contratado como auxiliar de contabilidad en la empresa Cozzo y Rampello, que en la actualidad es propietaria de tres supermercados. Diez años después fue ascendido a contable. Dejó el trabajo en dos mil cuatro. Y sigue en el paro. -Fazio dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo-. Eso es todo lo que consta oficialmente.
– ¿Y oficiosamente?
– ¿Empiezo por la boda?
– Empieza por donde quieras.
– Michele Prestia conoció a la Stornello en una boda. Y a partir de aquel momento fue detrás de ella. Comenzaron a salir juntos, pero lograron ocultar a todo el mundo su relación. Hasta que un día la chica se quedó preñada y se vio obligada a decírselo todo a sus padres. Al llegar a este punto, Michilino pide vacaciones en la empresa y desaparece.
– ¿No quería casarse?
– Ni siquiera se le pasaba por la cabeza. Pero al cabo de menos de una semana regresa a Vigàta desde Palermo, donde se había escondido en casa de un amigo, y se declara dispuesto a una boda reparadora.
– ¿Por qué cambió de idea?
– Hicieron que cambiara de idea.
– ¿Quién?
– Ahora me explico. ¿Recuerda quién es la madre de Grazia Stornello?
– Sí, pero no…
– Marianna Todaro. -Fazio miró con expresión insinuante al comisario, pero éste lo decepcionó.
– ¿Y ésa quién es?
– ¿Cómo que quién es? Es una de las tres sobrinas de Balduccio Sinagra…
– Alto ahí. ¿Me estás diciendo que detrás de las carreras clandestinas está Balduccio?
– Dottore, por favor, no pegue esos saltos de canguro. Todavía no le estoy diciendo nada de las carreras clandestinas. Estábamos en la boda.
– De acuerdo, sigue.
– Marianna Todaro va a ver a su tío y se lo cuenta todo: cómo la hija etc., etc. Sinagra tarda exactamente veinticuatro horas en encontrar a Michilino en Palermo y lo manda traer aquí de noche, a su chalet.
– Secuestro.
– ¡Imagínese el miedo que le da a don Balduccio secuestrar a una persona!
– ¿Lo amenaza?
– A su manera. Durante dos días y dos noches lo mantiene encerrado en el interior de una habitación vacía, sin comer ni beber. Cada tres horas entra uno con una pistola, la carga, mira a Michilino, lo apunta con el arma y después da media vuelta y se retira sin decir ni una palabra. Al tercer día, cuando se presenta Sinagra disculpándose por haberlo hecho esperar (usía ya sabe cómo es don Balduccio: todo sonrisas y cumplidos), Michilino se arroja de rodillas a sus pies llorando y le pide que le conceda el honor de casarse con Grazia. Cuando nació el niño, le pusieron por nombre Balduccio.
– Y después, ¿cuáles fueron las relaciones entre Sinagra y Prestia?
– Al año de la boda, don Balduccio le propuso dejar su empleo en la Cozzo y Rampello y trabajar para él. Pero Michilino no aceptó, le dijo que tenía miedo de no estar a la altura. Y don Balduccio lo dejó correr.
– ¿Y después?
– Después, hace cosa de cuatro años, a Michilino le dio por el vicio del juego. Hasta que los señores Cozzo y Rampello descubrieron la desaparición de una considerable suma de dinero de la caja. Por respeto a Sinagra, no denunciaron a Michilino, sino que lo obligaron a renunciar a su puesto. Pero querían que les devolviera el dinero robado. Le dieron tres meses de plazo.
– ¿Y él se lo pidió a don Balduccio?
– Claro. Pero éste lo mandó a freír espárragos. Le dijo que ni siquiera era un imbécil.
– ¿Y Cozzo y Rampello lo denunciaron?
– No, señor. Porque al cumplirse los tres meses, Michilino Prestia se presentó ante los señores Cozzo y Rampello con el dinero contante y sonante en la mano. Lo devolvió todo, hasta el último céntimo.
– ¿Quién se lo había dado?
– Ciccio Bellavia.
¡Ese nombre sí lo conocía! ¡Vaya si lo conocía! Ciccio Bellavia había sido el astro ascendente de los stiddrari, la mafia juvenil que quería pegarle una puñalada trapera a la vieja generación de los Sinagra y los Cuffaro. Después traicionó a sus compañeros y pasó a las órdenes de los Cuffaro, convirtiéndose en su hombre de confianza.
O sea, que detrás de las carreras clandestinas estaba la mafia. Como no podía ser de otro modo.
– ¿Fue Prestia quien se dirigió a Bellavia?
– No, señor, justo lo contrario. Bellavia se le presentó un día para decirle que se había enterado de que se encontraba en dificultades y que él estaba dispuesto a…
– ¡Pero Prestia no tendría que haber accedido! Aceptar ese dinero era como proclamar que se ponía contra Balduccio!
– ¿Acaso no le he dicho yo desde el primer momento que Michilino Prestia es un pobre idiota? ¿Un don nadie mezclado con un don ninguno? Sinagra lo había descrito diciendo que ni siquiera llegaba a imbécil. No sólo eso sino que, además, tuvo que pagar a Bellavia asumiendo la responsabilidad de las carreras clandestinas. No pudo decirle que no. Por consiguiente, se puso en contra de don Balduccio incluso en el campo de los negocios.
– No lo veo envejecer tranquilamente a este Prestia.
– Yo tampoco, dottore. Pero, perdone, ¿sigue encontrando relación entre la muerte del caballo y las carreras?
– No sé qué decirte, Fazio. ¿Tú no la ves?
– Si recuerda, en un primer momento, cuando encontramos el animal muerto, fui yo quien habló de las carreras clandestinas. Pero ahora ya no me parece que sea el caso.
– Explícate.
– Dottore, cada vez que hacemos una suposición, nos la desmontan puntualmente. ¿Usía pensó que habían robado el caballo de la forastera para agraviar a Lo Duca? Pues nosotros averiguamos que también habían robado un caballo de Lo Duca. Por consiguiente, ¿qué necesidad tenían de robar el de la forastera?
– De acuerdo. Pero ¿y las carreras?
– Lo Duca, por lo que me consta, no tiene nada que ver con las carreras.
– ¿Estás seguro?
– En un cien por cien, no. No pondría la mano en el fuego. Pero no da la imagen.
– Nunca te fíes de las apariencias. Por ejemplo, hace diez años, ¿habrías considerado a Prestia capaz de controlar las carreras?
– No, señor.
– Pues entonces, ¿cómo puedes decir que no da la imagen? Te diré otra cosa. Lo Duca va por ahí proclamando que la mafia lo respeta. O por lo menos lo respetaba hasta ayer. ¿Tú sabes por qué está tan seguro? ¿Tú sabes de quién es amigo y quién lo protege?
– No, señor dottore. Pero intentaré averiguarlo.
– ¿Sabes dónde se hacen esas carreras?
– Dottore, los lugares cambian casi cada vez. He sabido que hicieron una en la parte de atrás de villa Panseca…
– ¿La de Pippo Panseca?
– Sí, señor.
– Pero, que yo sepa, Panseca…
– En efecto, Panseca no tiene nada que ver. A lo mejor no sabe nada. Como tuvo que ir a Roma y quedarse allí unos quince días, el vigilante alquiló el terreno por una noche a Prestia. Con lo que le pagaron, se compró un coche nuevo. Otra vez la hicieron por la parte de la montaña del Crasto. Por regla general, hay una cada semana.
– Un momento. ¿Las hacen siempre de noche?
– Claro.
– ¿Y cómo se las arreglan para ver?
– Están muy bien equipados. Cuando se rueda una película, llevan consigo generadores eléctricos, ¿no? Pues los que tienen ellos son capaces de iluminarlo todo como si fuera de día.
– ¿Y cómo les comunican a los clientes la hora y el lugar?
– Dottore, los clientes que interesan, los que apuestan fuerte, son como máximo treinta o cuarenta; los demás son descartes que si van, bien, y si no van, mejor. Demasiada gente con coches arma un ruido peligroso.
– Pero ¿cómo los avisan?
– Con llamadas telefónicas en clave.
– ¿Y nosotros no podemos hacer nada?
– ¿Con los medios que tenemos?
Montalbano permaneció un par de horas más en la comisaría y después regresó a Marinella.
Antes de poner la mesa en la galería le entraron ganas de darse una ducha. En el comedor, se sacó de los bolsillos todo lo que llevaba para dejarlo encima de la mesita, y así se encontró en la mano la hojita en que había escrito el número del móvil de la señora Esterman. Se le ocurrió que debería haberle preguntado una cosa. Podía preguntárselo al día siguiente, cuando se reunieran en Fiacca. Pero ¿se le presentaría la oportunidad de hacerlo? A saber cuánta gente tendría a su alrededor. ¿No sería mejor llamarla en ese momento? Ni siquiera eran las ocho y media. Llegó a la conclusión de que eso sería lo mejor.
– ¿Oiga? ¿Señora Esterman?
– Sí. ¿Con quién hablo?
– Soy el comisario Montalbano.
– ¡Ah, no! ¡No me diga que ha cambiado de idea!
– ¿Acerca de qué?
– Ingrid me ha dicho que mañana vendría a Fiacca.
– Ahí estaré, señora.
– Me alegraré muchísimo. Procure estar libre también por la noche; habrá una cena, y por supuesto usted figura entre mis invitados.
¡Virgen santa! ¡Una cena no!
– Verá, es que precisamente por la noche…
– ¡No busque excusas tontas!
– ¿Ingrid también asistirá?
– ¿No puede dar un paso sin ella?
– No; mire, es que como es ella quien me acompaña a Fiacca, pensaba que para la vuelta…
– No se preocupe, Ingrid también estará. ¿Por qué me ha llamado?
– ¿Yo?
La perspectiva de la cena, de la gente cuyos comentarios tendría que escuchar, las probables porquerías que le servirían y que él tendría que tragarse aunque le entraran ganas de vomitar, le habían hecho olvidar el motivo de su llamada.
– Ah, sí, perdone. Pero no quisiera robarle más tiempo. Si mañana pudiera encontrar cinco minutos…
– Mañana habrá un lío tremendo. Ahora, en cambio, dispongo de algo de tiempo porque me estoy preparando para ir a cenar.
¿Con Guido? ¿Un encuentro a la luz de las velas?
– Mire, señora…
– Llámeme Rachele.
– Mire, Rachele. ¿Recuerda que me dijo que el vigilante de la cuadra le había comunicado que su caballo…?
– Sí, lo recuerdo. Pero debí de equivocarme.
– ¿Por qué?
– Porque Scisci, perdón, Lo Duca me dijo que el pobre vigilante nocturno se encontraba ingresado en el hospital. Sin embargo…
– ¿Sí, Rachele?
– Sin embargo, estoy casi segura de que se presentó como el vigilante. Pero yo estaba durmiendo, era muy temprano y había regresado muy tarde…
– Comprendo. ¿Lo Duca le dijo a quién le había encargado telefonearla?
– Lo Duca no se lo encargó a nadie. Entre otras cosas, habría sido una canallada para conmigo. Le correspondía a él informarme.
– ¿Y lo hizo?
– ¡Pues claro! Me llamó desde Roma sobre, las nueve.
– ¿Y usted le dijo quién se le había adelantado?
– Sí.
– ¿Hizo algún comentario?
– Dijo que a lo mejor había sido alguien de la cuadra, pero por su propia iniciativa.
– ¿Dispone de un minuto más?
– Estoy en una bañera y me encuentro muy a gusto. Oír su voz tan cerca de mi oído en este momento es… Bueno, dejémoslo correr.
Jugaba fuerte Rachele Esterman.
– Usted dice que por la tarde llamó a la cuadra…
– Recuerda mal. Me llamó alguien desde la cuadra para decirme que todavía no habían encontrado a Súper.
– ¿Dijo quién era?
– No.
– ¿Era la misma voz que la de la mañana?
– Pues… me parece que sí.
– ¿Le comentó esa segunda llamada a Lo Duca?
– No. ¿Tendría que haberlo hecho?
– No era indispensable. Bueno, yo…
– Espere.
Hubo un prolongado silencio. La comunicación no se había cortado porque Montalbano oía respirar a Rachele. Después ella dijo a media voz:
– Comprendo.
– ¿Qué comprende?
– Lo que usted sospecha.
– ¿Es decir?
– Que la persona que me llamó dos veces no era un empleado de los establos. Sino uno de los que robaron y mataron a Súper. ¿Es así?
Experta, guapa e inteligente.
– Es así.
– ¿Por qué lo hicieron?
– Ahora mismo no sabría decírselo.
Hubo una pausa.
– Ah, oiga. ¿Hay alguna noticia del caballo de Lo Duca?
– Se ha perdido el rastro.
– Qué extraño.
– Bueno, Rachele, no tengo nada más que…
– Querría decirle una cosa.
– Dígame.
– Usted… me cae muy bien. Me gusta hablar con usted, estar con usted.
– Gracias -contestó Montalbano un tanto perplejo, sin saber qué añadir.
Ella rió. Y él se la imaginó desnuda en la bañera mientras reía echando la cabeza atrás. Un estremecimiento de frío le recorrió la espalda.
– No creo que mañana podamos estar un ratito tranquilos nosotros dos… Aunque tal vez podríamos… -Rachele interrumpió la frase como si se le hubiera ocurrido una idea.
Montalbano esperó un poco y después hizo «ejem, ejem», justo como en las novelas inglesas.
Ella prosiguió.
– De todas maneras, he decidido quedarme en Montelusa tres o cuatro días, me parece que ya se lo había dicho. Espero que tengamos ocasión de volver a vernos. Hasta mañana, Salvo.
El comisario se duchó y después salió a comer en la galería. Adelina le había preparado una ensalada de pulpitos suficiente para cuatro personas y unos langostinos enormes simplemente aliñados con ajo, limón, sal y pimienta negra.
Comió y bebió, y sólo consiguió pensar en chorradas.
Después se levantó y llamó a Livia.
– ¿Por qué no me llamaste anoche? -fue lo primero que dijo ella.
¿Podía contarle que se había emborrachado con Ingrid y había olvidado llamarla?
– La verdad es que me fue imposible.
– ¿Por qué?
– Estaba ocupado.
– ¿Con quién?
¡Bueno, menuda lata!
– ¿Cómo que con quién? Con mis hombres.
– ¿Qué hacíais?
Eso le tocó definitivamente los cojones.
– Un concurso.
– ¡¿Un concurso?!
– A ver quién soltaba las mayores gilipolleces.
– Y ganaste tú, naturalmente. ¡Tú no tienes rival en ese campo!
Y se inició la consabida y relajante discusión nocturna.