– Y de esta manera, la señora Rachele Esterman, en un abrir y cerrar de ojos, ha mandado al carajo todas nuestras preciosas hipótesis -concluyó Montalbano, terminando el informe de la reunión.
– Dejando, sin embargo, todos nuestros problemas tal como estaban antes -observó Augello.
– En primer lugar: ¿por qué han secuestrado y matado el caballo de una forastera? -preguntó Fazio.
– Bueno. Quizá no la tuvieran tomada con ella, sino con Saverio Lo Duca.
– Pero entonces habrían matado uno de los suyos -objetó Mimì.
– Tal vez ignoraran que aquel caballo no pertenecía a Lo Duca. O quizá lo sabían muy bien y lo mataron precisamente porque no pertenecía a Lo Duca.
– No he entendido el razonamiento.
– Supongamos que hay gente que quiere perjudicar a Lo Duca. Perjudicar su imagen. Si matan uno de sus caballos, puede que la cosa ni siquiera traspase los confines de la provincia. En cambio, si matan el de alguien que pertenece a su ambiente y que él custodia, en cuanto ese alguien regresa a Roma, se lo cuenta a todo el mundo y, directa o indirectamente, lo pone de vuelta y media. Todos sabemos que Lo Duca presume por todas partes de ser un personaje intocable respetado por todo el mundo, incluida la mafia. ¿Tiene sentido?
– Lo tiene.
– El razonamiento funciona-reconoció Fazio-. Pero me parece demasiado forzado.
– Puede ser. En segundo lugar: ¿por qué se han llevado el cadáver del animal, corriendo un grave peligro?
– Todo lo que hemos supuesto al respecto ha resultado completamente erróneo. La verdad, ahora mismo no se me ocurren otras hipótesis -declaró Augello.
– ¿Y tú tienes alguna idea?
– No, señor -contestó Fazio, desconsolado.
– Pues entonces detengámonos aquí. Cuando a alguien se le ocurra alguna suposición brillante…
– Un momento -interrumpió Mimì-. La señora Esterman, tras pensarlo mejor, ha considerado inútil presentar una denuncia. Por consiguiente, yo quisiera saber: ¿sobre qué bases nos movemos?
– Nos movemos sobre una base que ahora mismo te explico, Mimì. Pero antes tengo que hacerte una pregunta. ¿Estás de acuerdo con que una cosa así puede acarrear graves consecuencias?
– Pues sí.
– Entonces la base, oficiosa y no oficial, es la siguiente: intentar prevenir de alguna manera una posible reacción. ¿De quién? No lo sabemos. ¿Cómo? No lo sabemos. ¿Dónde? No lo sabemos. ¿Cuándo? No lo sabemos. Si quieres echarte atrás porque hay demasiadas incógnitas, no tienes más que decírmelo.
– A mí me divierten las incógnitas.
– Me alegro de que te quedes. Fazio, ¿tú sabes dónde tiene Lo Duca los caballos?
– Sí, dottore. En Monserrato, por la parte de la aldea de Columba.
– ¿Has estado allí alguna vez?
– No, señor.
– Mañana por la mañana a primera hora ve a echar un vistazo y procura enterarte de quién trabaja allí. ¿Es fácil que una o varias personas entren y roben un caballo? ¿O bien han necesitado algún cómplice interno? ¿De noche sólo duerme allí el vigilante? En resumen, todo lo que a tu juicio nos pueda ofrecer un punto de partida.
– ¿Y yo? -preguntó Augello.
– ¿Tú sabes quién es Michilino Prestia?
– No. ¿Quién es?
– Un ex contable medio imbécil, un testaferro de los verdaderos organizadores de las carreras clandestinas. Que Fazio te diga lo que ya sabe acerca de él y después sigue investigando por tu cuenta.
– Muy bien. Pero ¿quieres explicarme qué tienen que ver las carreras clandestinas?
– No sé si tienen algo que ver, pero es mejor que no descartemos nada.
– ¿Me permite, dottore? -terció Fazio.
– Dime.
– ¿No sería mejor que el dottor Augello y yo intercambiáramos nuestras tareas? Porque, verá, yo conozco a personas cercanas a Prestia que…
– Mimì, ¿estás de acuerdo?
– Questa o quellaper me pari sooono… -respondió Mimì, canturreando el aria del duque de Rigoletto: «Esta o aquélla iguales son para mí…»
– Pues entonces, buena velada a todos y…
– Un momento -dijo Mimì-. Lamento parecer pesado, pero quisiera hacer una observación.
– Habla.
– A lo mejor cometemos un error al creer a pie juntillas lo que nos ha contado la señora Esterman.
– Explícate mejor.
– Salvo, ella te ha dicho que no había ninguna razón en el mundo para que le mataran el caballo, y que si patatín y patatán. Pero ¿las cosas son así efectivamente?
– Entiendo. ¿Crees que sería oportuno averiguar algo más acerca de la bella señora Rachele?
– Exacto.
– De acuerdo, Mimì. Yo me encargo de eso.
Antes de irse a Marinella, llamó a Ingrid.
– Oiga, ¿casa Sjostrom?
– Se eguiboca de námaro.
Pero ¿de dónde sacaba Ingrid a las sirvientas? Comprobó el número que se había aprendido de memoria. Era correcto.
A lo mejor había hecho mal en dar el nombre de soltera de Ingrid; seguramente la sirvienta no lo conocía. Pero ¿cuál era su nombre de casada? No lo recordaba. Así las cosas, volvió a llamar.
– ¿Oiga? Quisiera hablar con la señora Ingrid.
– Siñuora no ser aguí.
– ¿Y tú saber si siñuora vuelve?
– No saber, no saber.
Montalbano colgó y marcó el número del móvil.
«El teléfono al que llama…»
Soltó una maldición y lo dejó correr.
Oyó sonar el teléfono mientras introducía la llave en la cerradura. Abrió. Corrió a levantar el auricular.
– ¿Me buscabas? -Era Ingrid.
– Sí. Necesito que…
– Tú sólo me llamas cuando necesitas algo. Nunca me propones una cena íntima, aunque sea sin la previsible conclusión, sólo por el placer de estar juntos.
– Sabes muy bien que eso no es cierto.
– Por desgracia, es lo que yo digo. ¿Qué necesitas esta vez? ¿Consuelo? ¿Ayuda? ¿Complicidad?
– Nada de todo eso. Quisiera que me dijeras algo sobre tu amiga Rachele. ¿Está contigo?
– No; se ha ido a una cena en Fiacca con los organizadores de la carrera. A mí no me apetecía. ¿Te ha llamado la atención?
– No se trata de una cuestión privada.
– ¡Ay, qué formales nos hemos vuelto! De todas maneras, que sepas que, al regresar, Rachele no ha hecho más que hablar bien de ti. De lo amable, comprensivo, simpático y hasta guapo que eres, lo cual, sinceramente, me parece excesivo… ¿Cuándo nos vemos?
– Cuando quieras.
– ¿Qué tal si voy a Marinella?
– ¿Ahora?
– ¿Por qué no? ¿Qué te ha dejado de comer Adelina?
– Todavía no he mirado.
– Mira y pon la mesa en la galería. Tengo mucho apetito. Dentro de media hora estoy en tu casa.
Un plato hondo con tanta caponatina que rebosaba. Seis salmonetes con fritura de cebolla y berenjena. Comida más que suficiente para dos personas. Había vino. Puso la mesa. Hacía fresco, pero no soplaba ni una pizca de viento. Para más seguridad, fue a ver si le quedaba whisky. Había una botella con sólo dos dedos. Una cena con Ingrid era inconcebible sin una abundante ingesta alcohólica final. Lo dejó todo tal cual y se sentó al volante.
En el bar de Marinella compró dos botellas por las que tuvo que pagar cuatro veces más que el precio normal. En cuanto enfiló la pequeña carretera que conducía a la casa, vio el potente vehículo rojo de Ingrid. Pero ella no estaba. La llamó; no hubo respuesta. Entonces pensó que Ingrid había bajado a la playa para rodear el muro de la casa y entrar por la galería.
Cuando abrió la puerta, Ingrid no le salió al encuentro. La llamó.
– ¡Estoy aquí! -contestó ella desde el dormitorio.
Montalbano dejó las botellas en la mesa y fue hacia allá. La vio saliendo de debajo de la cama.
– ¿Qué haces ahí? -preguntó, sorprendido.
– Me escondía.
– ¿Te apetece jugar al escondite?
Sólo entonces reparó en que Ingrid estaba pálida y le temblaban ligeramente las manos.
– ¿Qué ha sucedido?
– Llamé al timbre y, al ver que no abrías, decidí entrar por la galería. Pero nada mas doblar la esquina, vi a dos hombres que salían de la casa. Entonces, asustada, entré pensando que… Después se me ocurrió que podían volver y me escondí. ¿Hay whisky?
– Todo el que quieras.
Se dirigieron a la otra habitación. Montalbano abrió una botella y llenó media copa, que Ingrid se bebió de un trago.
– Ya me encuentro mejor.
– ¿Los has visto bien?
– No; enseguida retrocedí.
– ¿Iban armados?
– No sabría decirte.
– Ven.
Se la llevó a la galería.
– ¿Hacia dónde se han ido?
Ingrid pareció dudar.
– No sabría. Al mirar de nuevo a los pocos segundos, habían desaparecido, ya no estaban.
– Qué extraño. Hay un poco de luna. Por lo menos tendrías que haber visto dos sombras que se alejaban.
– No había nadie.
¿Entonces significaba que se habían escondido en las inmediaciones a la espera de que él regresara?
– Aguarda un momento -le dijo a Ingrid.
– Ni soñarlo. Voy contigo.
Montalbano salió por la puerta con Ingrid prácticamente pegada a su espalda, abrió el coche, sacó la pistola de la guantera y se la guardó en el bolsillo.
– ¿Has cerrado el coche?
– No.
– Ciérralo.
– Hazlo tú -dijo ella, entregándole las llaves-. Pero primero mira si hay alguien escondido dentro.
Montalbano echó un vistazo al interior del vehículo, lo cerró y regresaron juntos a casa.
– Te has asustado mucho, Ingrid. Nunca te he…
– ¿Sabes? Al irse esos dos, cuando entré llamándote y tú no contestabas, pensé que te habían… -Se detuvo, lo abrazó y le dio un beso en la boca.
Mientras correspondía a sus manifestaciones de afecto, Montalbano pensó que la velada estaba siguiendo un camino peligroso. Entonces le dio dos golpecitos amistosos en los hombros.
Ingrid comprendió el mensaje y se apartó.
– ¿Quiénes crees que eran? -preguntó.
– No tengo la más mínima idea. Quizá unos cacos que me vieron marcharme de casa y…
– ¡No me vengas con historias que ni tú mismo te crees!
– Te aseguro que…
– ¿Cómo podían saber los ladrones que no había nadie más en la casa? ¿Y por qué no robaron nada?
– Tú no les diste tiempo.
– ¡Pero si ni siquiera me vieron!
– Te habrán oído llamar a la puerta, llamarme… Anda vamos, que Adelina ha preparado una…
– Me da miedo comer en la galería.
– ¿Por qué?
– Serías un blanco fácil.
– Venga, Ingrid…
– Pues entonces, ¿por qué has cogido la pistola?
Pensándolo bien, no andaba tan equivocada. Pero quiso tranquilizarla.
– Mira, Ingrid, desde que vivo en Marinella, y de eso hace muchos años, jamás ha venido nadie por aquí con malas intenciones.
– Todo tiene un principio.
Y esta vez tampoco se equivocaba.
– ¿Dónde quieres comer?
– En la cocina. Llévalo todo allí y después cierra la cristalera. He perdido el apetito.
Recuperó el apetito después de dos vasos de whisky.
Se zamparon la caponatina y repartieron equitativamente los salmonetes: tres por barba.
– ¿Cuándo empieza el interrogatorio? -preguntó Ingrid.
– ¿En la cocina? Vamos al salón, donde hay un sofá muy cómodo.
Se llevaron una botella de vino recién descorchada y la de whisky, que ya iba por la mitad. Se sentaron en el sofá, pero Ingrid se levantó, acercó una silla y puso las piernas encima. Montalbano encendió un cigarrillo.
– Ataca.
– De tu amiga quisiera saber…
– ¿Por qué?
– Porque no sé nada de ella.
– ¿Y por qué quieres saber más si no te interesa como mujer?
– Me interesa como comisario.
– ¿Qué ha hecho?
– Ella, nada. Pero, tal como ya sabrás, han matado a su caballo; por si fuera poco, de una manera bárbara.
– ¿Cómo?
– A golpes, con una barra de hierro. Pero eso no se lo digas a nadie, ni siquiera a tu amiga.
– No se lo diré a nadie. ¿Y tú cómo te has enterado?
– Lo he comprobado con mis propios ojos. Vino a morir aquí, delante de la galería.
– ¿De veras? Cuéntame.
– ¿Qué quieres que te cuente? Me levanté, abrí la ventana y lo vi.
– Bueno, pero ¿por qué quieres saber de Rachele?
– Tu amiga asegura que no tiene enemigos y, por consiguiente, yo me veo obligado a pensar que al caballo lo mataron para agraviar a Lo Duca.
– ¿Y qué?
– Que necesito saber si las cosas son así verdaderamente. ¿Desde cuándo la conoces?
– Desde hace seis años.
– ¿Cómo os conocisteis?
Ingrid se echó a reír.
– ¿De veras quieres saberlo?
– Más bien sí.
– Fue en Palermo, en el hotel Igea. Eran las cinco de la tarde y yo estaba con un tal Walter. Nos habíamos olvidado de cerrar la puerta con llave y Rachele entró hecho una furia. Yo ignoraba que Walter tenía otra mujer. Él ya se estaba vistiendo y consiguió escapar. Yo me quedé inmóvil como una piedra en la cama, y ella se me echó encima e intentó estrangularme. Por suerte, dos huéspedes que pasaban por el pasillo consiguieron impedirlo.
– Y con ese precioso comienzo, ¿cómo os las arreglasteis para haceros amigas?
– Aquella misma noche yo estaba cenando sola en el restaurante del hotel y ella se acercó a mi mesa. Me pidió perdón. Hablamos un rato, llegamos a la conclusión de que Walter era un cabrón de mucho cuidado, nos caímos bien y nos hicimos amigas. Eso es todo.
– ¿Ha venido a verte a Montelusa más veces?
– Sí. Y no sólo con ocasión de la carrera de Fiacca.
– ¿Le has presentado a muchas personas?
– Prácticamente a todos mis amigos. Y a otros los ha conocido por su cuenta. Por ejemplo, tiene un círculo de amistades en Fiacca a quienes no conozco.
– ¿Ha tenido algún ligue?
– Con mis amigos, no. De todas formas, ignoro lo que hace en Fiacca.
– ¿Ella no te habla de eso?
– Me ha mencionado a un tal Guido.
– ¿Se acuesta con él?
– No sabría decirte. Lo describe como una especie de caballero galante.
– ¿Ninguno de tus amigos ha intentado acostarse con ella?
– Si es por eso, casi todos.
– Y entre esos casi todos, ¿quién en particular?
– Bueno, pues Mario Giacco.
– ¿No podría ser que, a espaldas tuyas, tu amiga…?
– ¿… hubiera estado con él? Es posible, aunque no…
– ¿Y no podría ser que Giacco, para vengarse por haber sido abandonado, hubiera organizado lo del caballo?
Ingrid no abrigó ninguna duda.
– Lo descarto totalmente. Mario es ingeniero y se encuentra en Egipto desde hace un año. Trabaja para una compañía petrolera.
– Era una hipótesis estúpida, lo sé. Y con Lo Duca ¿qué relaciones mantiene?
– No sé nada de eso.
– Pero si Rachele le dejaba su caballo, quiere decir que son amigos. ¿Tú conoces a Lo Duca?
– Sí, pero me cae fatal.
– ¿Rachele te ha hablado de él?
– Algunas veces. Con indiferencia, diría yo. No creo que entre ellos dos haya algo. A no ser que Rachele quiera ocultarme su relación.
– ¿Lo ha hecho otras veces?
– Bueno, según la hipótesis que tú planteas…
– Que tú sepas, ¿Lo Duca está en Montelusa?
– Ha llegado hoy tras enterarse de lo del caballo.
– ¿Esterman es su apellido de soltera?
– No. Es el apellido de Gianfranco, su marido. Ella se llama Anselmi del Bosco, es una aristócrata.
– Me dijo que con su marido sólo mantenía relaciones fraternales. ¿Por qué no se divorcia?
– ¡¿Divorciarse?! Pero ¿qué dices? Gianfranco es ultra-católico, va a misa, se confiesa, no sé qué importante cargo ocupa en el Vaticano; jamás se divorciaría. Creo que ni siquiera están separados. -Ingrid volvió a reír, pero no fue una carcajada de alegría-. En resumen, se encuentra en mi misma situación. Mientras voy al baño, tú abre la otra botella de whisky.
Se levantó. Dio un bandazo a la izquierda y después otro a la derecha, recuperó el equilibrio y se puso en marcha con cierto titubeo. Sin darse cuenta, se lo habían bebido todo.