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Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván


Gracias por dejar que te hable de tú, María del Rosario. Es un regalo, sobre todo porque me compensa de la posición en la que me has colocado. Ya sé que es decisión del señor Presidente. Ya sé que a él, a través de ti, le debo estar hoy con escritorio en las oficinas del Ejecutivo. ¡Pero qué precio me haces pagar, mujer! ¡Tener que ver el día entero a Tácito de la Canal! Cuanto me dijiste de él se queda corto ante la tenebrosa realidad. Si lo soporto es sólo porque te amo y te agradezco tu solicitud para conmigo. Respeto, asimismo, tus razones. Mi primer puesto en la Administración Terán es muy cerca del Presidente, en la oficina que es como el corazón de la Primera Magistratura y a las órdenes del secretario de la Presidencia, Tácito de la Canal.

Debo disciplinarme y aceptar la diaria compañía de tan repugnante sujeto. Obedecerlo. Respetarlo. Si esto no es prueba de amor, María del Rosario, no sé cuál pueda darte mejor y más cierta, más acá de un romántico suicidio a lo joven Werther. Tú dices que por algún lugar se empieza y yo espero que mi paso por esta oficina sea veloz y pedagógico. Me repugna la obsequiosidad del licenciado De la Canal, la manera como se inclina ante el Presidente, su posición perpetua al lado del jefe como la del Cardenal junto al Rey, su veloz movimiento de criado para acomodarle la silla al Presidente cada vez que Terán se para o se sienta. ¿Es indispensable que sea Tácito quien le despliega y tiende la servilleta al jefe a la hora de la comida? Con lo campechano que es Lorenzo Terán, que come en mangas de camisa y arrojándole pedacitos de carne a su mastín El Faraón… No sé si el Chief-of-Staff quisiera ser él quien alimentase al perro, o si en realidad preferiría él mismo ser el perro y recibir las sobras de la mesa presidencial en cuatro patas.

Si has querido, María del Rosario, darme una muestra inmediata de las bajezas a las que conduce el servilismo político, no pudiste escoger mejor lugar o actor más consumado. Llevo apenas una semana en esta oficina, pero ya puedo ofrecerte un mínimo análisis. Tácito de la Canal es el maestro del disimulo, audaz en la sombra, humilde en el sol, generoso cuando le conviene, pero mezquino por naturaleza. Basta ver cómo trata a los inferiores. Parecería tener una mezcla de temor y resentimiento porque ya no es inferior pero podría volverlo a ser.

Hay una secretaria cohibida por el extraño disfraz con que se presenta al trabajo. Tiene unos cuarenta años -se le notan- pero anda vestida de niña chiquita. No de jovencita, María del Rosario, sino estricta, realmente, de niña. Bucles de tirabuzón y un moño azul celeste -baby-blue- coronándola. Trajes de tafeta azul o rosa, tobilleras blancas con angelitos bordados y zapatos de charol mary jane. Su única concesión a la edad adulta es la abundancia de polvo en la cara para disimular las arrugas, el carmín descarado de los labios, las cejas depiladas y las pestañas embadurnadas de rímel.

Apenas la vi, decidí que esta mujer tenía un secreto y que lo discreto, lo humano, era respetarlo.

Imagina mi repugnancia, mi horror, cuando ayer apareció una muñeca Barbie sentada en la silla giratoria de la secretaria-niña que primero se turbó y luego leyó la tarjeta prendida con alfiler al pelo rubio de Barbie.

No sé qué decía la tarjeta, pero la secretaria la leyó, se soltó llorando y arrojó la muñeca al cesto de la basura. Quise averiguar y Penélope, que es una secretaria madura, maciza y directa, me explicó que el licenciado De la Canal se entretiene humillando a Doris -es el nombre de la mujer-niña- enviándole regalos propios de una muchachita de diez años y recriminándole con frases como:

– ¿Qué diría tu mamá? Que no eres una niña aplicada. Que el profesor te castigará.

Entonces Doris entra al despacho de Tácito y media hora más tarde sale llorando pero tratando de disfrazar el llanto, desarreglada, con el moño en una mano, ajustándose el corpiño…

Penélope dice que el licenciado De la Canal no puede vivir sin una empleada que sea su "puerquito", y en Doris ha encontrado a su víctima ideal. María del Rosario: yo siempre llamo primero o toco a la puerta antes de entrar a la oficina de Tácito, pero ayer no me aguanté y entré sin más cuando Doris se encontraba a solas con De la Canal. Tenía apresada a la mujer-niña, acariciándole un seno con la mano derecha y la izquierda introducida en la pantaleta de olanes de Doris, mientras le murmuraba al oído:

– No le digas nada a tu mamá o te va a castigar muy feo. Sé buena conmigo y te regalo más muñecas. Tenle miedo a tu mamá y obedécela en todo -menos en esto que hacemos juntos, putita.

Te digo, María del Rosario, que las crueldades de Tácito de la Canal son peores que sus perversiones. Hace cosas tan pequeñamente odiosas como recorrer cada semana los almacenes de la papelería de la oficina, contando el número de lápices, hojas membretadas, hojas bond sin membrete, clips, gomas de borrar, tijeras, fólders, plumones, y tal. Ayer, la astuta Penélope se le adelantó y repuso los artículos de oficina faltantes.

– Yo llevo la cuenta exacta, señor licenciado. Si quiere, revisemos juntos y verá usted que no falta nada.

– ¿Las devolvió usted a tiempo, señorita Penélope? -dijo el arrogante De la Canal.

– Nunca las sustraje, señor licenciado.

– ¿De manera que usted anda esculcando mi escritorio, señorita Penélope?

– Mi deber es que no le falte nada, don Tácito.

¿Sabes qué hice, María del Rosario? Tomé a Doris del brazo, la llevé a la tienda Fratina y la vestí toda de negro, traje sastre negro, medias negras, zapatos estiletos, bolsita Chanel, ándale, y de la mano la llevé a casa de su madre en la Colonia Satélite, petrificada de miedo la niña Doris, y se la presenté a su madre, una vieja agria con la mirada perdida y una bola de estambre entre las manos, sentada en silla de ruedas, con una jarra de limonada y un arsenal de analgésicos al lado. Ah, y un gato feo en el regazo. Sólo le dije:

– Así va a ir Doris a la oficina de ahora en adelante.

– ¿Y usted quién demonios es?

– Su jefe, señora, y si quiere que su hija traiga el sueldo a la casa y se ocupe de usted, más le vale que Doris vaya vestida así a la oficina, porque si no, me la rapto, señora, me llevo a Doris a vivir conmigo…

La vieja gritó y yo tuve una de esas intuiciones repentinas que son como relámpagos del cerebro:

– Y mucho cuidado con decirle nada de esto al sinvergüenza De la Canal. Ese trato se acabó, señora. No se atreva a seguir vendiendo a su hija o la llevo a la cárcel.

Ahora la vieja chilló y el gato saltó maullando amenazante, como si quisiera defender a su ama. Le di una patada en el culo al pinche felino y Doris vio vencida a su madre, sonrió por primera vez y desde ahora va vestida como una mujer de su edad.

Penélope me guiña el ojo y me muestra un pulgar de victoria.

Pero Tácito me mira con verdadero odio. Sabe que lo he leído de cabo a rabo. Zalamero con los poderosos. Soberbio con los débiles. ¿En qué posición intermedia me he puesto yo mismo? Lo miro directo a los ojos. No tiene más remedio que sostenerme la mirada. Pero yo sonrío. Él no. Y cuando pide que Doris entre a su oficina, le digo:

– Perdone, señor licenciado. Doris me está haciendo un trabajo urgente.

Si tuviera pelo, al cabrón se le pondría de punta.

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