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Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván


Tiene usted derecho a reprocharme mi lentitud, señora. Déjeme confiar en la conocida máxima italiana, siendo Italia fuente de toda sabiduría, pero también de toda malicia política: Chi va piano va lontano. Y ojalá que algún día me otorgue la distinción de otro italiano menos anónimo que el autor de proverbios y reconozca en mí, señora, un niño mimado de la fortuna pero que, como previene otro Nicolás, mi tocayo Maquiavelo, jamás dependerá enteramente de la fortuna, que es (¿en quién pienso, señora?) variable, inconstante y por así decirlo, casquivana…

En todo caso, ¿le parece poco haber minado la soberbia de Tácito de la Canal convirtiendo en toda una mujer a la adorable Dorita, subyugada como lo estaba por su jefe y por su madre?

He seguido esta táctica, querida María del Rosario. Ayer, por ejemplo, 14 de febrero, Día de San Valentín, fiesta de los novios (quién sabe por qué) organicé un agasajo del amor en la oficina. Escogí el Salón Emiliano Zapata porque México es un país que primero asesina a sus héroes y luego les levanta estatuas. Me pareció el espacio adecuado para invitar a todo el personal de la casa presidencial. Usted sabe, los que nunca son vistos porque no deben ser vistos. Ya le he mencionado a las secretarias, tan apuradas estos días sin teléfonos ni computadoras ni faxes, obligadas a regresar a las viejas Remington que se estaban empolvando en los archivos…

¡Los archivos! ¿Quién ha visto nunca a esos viejos -porque en los archivos no trabaja un solo joven, ¿se ha fijado usted?- que llevan la notaría documental de la Presidencia con un esmero y devoción merecedores de una medalla? Son los invisibles entre los invisibles, viven en cuevas de papel y son guardianes de todo lo que se quiere mantener secreto y olvidado. Los archivistas.

Invité a los jardineros, a los ujieres, a los choferes, a las cocineras y a las camareras, a las afanadoras y a las lavanderas. Le encargué a la fiel Penélope -nunca fuese dama mejor nombrada- hacer los arreglos del caso, colgar linternas, adornarlo todo con corazones, distribuir serpentinas, ordenar el buffet, todo.

Viera usted la alegría que reinó -hasta que el licenciado don Tácito de la Canal hizo su triunfal entrada y cayó sobre la fiesta un silencio fúnebre-. Cosa que alegró al jefe de Gabinete. Se vistió de fiesta, que para él consiste en quitarse la corbata y abrirse los tres botones más altos de la camisa con propósito algo más que informal, María del Rosario. Nos quería mostrar a todos el pecho. Calvo como un melón, deseaba que viéramos la pelambre -impresionante: Tarzán podría columpiarse allí de teta a teta- de su viril apostura. Muy bien. ¿Pero a que no te imaginas lo que traía colgándole del cuello, enredándosele entre los pelos? Un camafeo, mi querida amiga. ¿Y quién nos sonreía desde la pintura? Pues nadie más y nadie menos que usted, doña María del Rosario Galván. ¿Qué dijo, la virgencita de Guadalupe? No, señora, usted, ¡cónica entre las peludas tetillas de Tácito. ¡Nada más que usted! ¿Qué pasó, pues? Que don Tácito fue a anunciar que era algo más que íntimo amigo de la íntima amiga del señor Presidente y que usted, distinguida dama, gozaba de los pilosos favores del licenciado de la Canal.

Tómelo como quiera. Yo me limito a informar, cumpliendo al pie de la letra (o será desde el corazón de las tinieblas que el señor licenciado esconde detrás de velluda coraza) las instrucciones de mi bella dama, la audacia del susodicho voyeur de vuestra distinguida y delectable desnudez, señora, y ahora exhibicionista él mismo de un amor que -¡confío!- no sea correspondido. La apariencia, la postura, el desdén evidente de Tácito de la Canal hacia sus empleados, produjo un silencio inmediato y la sensación de que una cobija mojada había caído sobre todos los presentes.

Se retiró sin decir nada, me felicitó por mi 'Jocosa' iniciativa y sin quererlo, como reacción a su deprimente presencia, provocó una alegría desmedida apenas se largó. Hay gente así. Mandé escanciar las frías y muy pronto la alegría que le digo se desbordó peligrosamente, como si las masas estuvieran a punto de tomar la Bastilla. Yo fui recorriendo los grupos, animando, alegrando, hasta caer en lo que podríamos llamar el Senado de los Archivistas.

¿Desde cuándo está allí el más viejo? ¿Desde López Mateos? ¿El más joven? ¿Desde López Portillo? ¿Les interesa su trabajo? Cómo no, les exige gran orden para seguir las pautas de temas, calendarios y personalidades. ¿Leen lo que archivan? Miradas en blanco. No. Nunca. Reciben papeles, basta el sello de la oficina, la fecha, el Asunto marcado arriba a la derecha y meter en el expediente del caso. ¿No hay nada marcado, digamos, "confidencial", "secreto", "personal" o algo así? Claro que sí. ¿Recuerda alguno de ustedes algún tema bajo estos rubros? No, ellos se limitan a archivar.

Sus ojos me dijeron que, una de dos: o se aburrían o no entendían. Además, la masa de papel que entraba día con día era tal que apenas daba tiempo de archivar. Y listo.

¿Tenía yo derecho de consultar?

No hice la pregunta porque distinguí en los archivistas, querida amiga, un sentimiento de gremio. Gremio de papel viejo, de sótanos oscuros, de horarios largos, tediosos e invariables, de vacaciones breves y mal pagadas, de familias borrosas y rostros pálidos.

Escogí a uno solo. El que dijo datar de tiempos de López Portillo. El que ni a la hora de la fiesta se quitaba el uniforme del viejo oficinista mexicano: visera verdosa ceñida a un cráneo arrugado y protegiendo una mirada sin curiosidad ni sospecha. Cuello de celuloide sujeto a la camisa por un botón blanco de plástico. Chaleco desabotonado y ligas en las mangas para disimular la desproporción entre largo del brazo y largo de la manga -o, quizá, para evitar que los puños se desgastaran.

– Mi familia es de jalisco -le dije mintiendo, sin provocar la menor reacción.

– Somos parientes de los Gálvez y Gallo -continué.

La mirada se le iluminó.

– ¡El señor secretario particular que más admiro! -dijo con verdadero alborozo.

– El mismo -le sonreí.

– ¡Qué caballero! ¡Casado con una verdadera dama! Fíjese, señor Valdivia, nunca se olvidaron del cumpleaños de uno solo de nosotros, nunca nos faltó un regalo, una sonrisa… ¡Qué diferencia!

– ¿Diferencia con Tácito de la Canal?

– Yo no he dicho eso -el viejo se llevó una mano a la boca-… yo no…

Lo abracé fuerte.

– Pierda cuidado, ¿señor…?

– Cástulo Magón, para servir a usted. Archivista desde 1982. ¡Otros tiempos, señor Valdivia! -Cómo no. Recordar es vivir. Tengo mucho interés en nuestros archivos.

– ¿De veras?

– De veras, don Cástulo.

– Pues a sus órdenes, cuando usted guste baja usted abajo. Con mucho gusto. Pero se lo advierto, son muchos papeles, es mucha historia, uno mismo se pierde en esos vericuetos.

No, le dije: Yo sé lo que busco. No se preocupe.

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