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Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván


Mi bella señora, no quiero parecer insistente, pero considero que la promesa que usted me hizo al conocernos debe cumplirse ahora. Soy lo que soy y esa fue la condición que usted puso, ¿recuerda?

– Nicolás Valdivia: yo seré tuya cuando tú seas Presidente de México.

Acudo a su ventana con la promesa cumplida. Me encanta su coquetería. ¿De manera que antes de abrirme las puertas de su casa me pide que, por última vez, repitamos el rito inicial? Está bien. Yo respeto sus caprichitos. Tiene derecho a pedirme lo que quiera. Cumplió usted su profecía. Llegué a donde usted, temerariamente en enero, pronosticó. O más bien: prometió.

Me doy cuenta de que no es a María del Rosario Galván a quien le debo el puesto, sino a una cadena de circunstancias que a principios de este fatídico (o muy fausto) año no era posible prever. Otra vez, la necesidad es obra del azar. No imagine, por ello, que mi gratitud decrece. Al contrario. Llego a usted sin compromisos, limpio y libre. A usted le debo mi educación política. Soy el mejor alumno que viene a darle el premio a la maestra. ¿Puedo ahora culminar en su lecho mi educación erótica?

Sigo sus instrucciones. Hoy en la noche volveré al bosque que rodea su casa y desde allí la veré desnudarse frente al ventanal iluminado. Hágame una seña. Apague la luz, prenda una vela, como en las viejas películas de misterio -y acudiré a "lechos de batalla, campo blando".

Ansiosamente suyo, N.

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