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Bernal Herrera a Presidente Lorenzo Terán


Querido compadre y señor Presidente, te escribo en esta nueva e imprevista circunstancia que para ti resulta natural en el sentido de que tú nunca respondes a ningún mensaje, sólo los recibes. Supongo que tu condición será que nadie más los lea. Por eso te escribo con total franqueza. Ninguno de tus colaboradores puede referirse a las cartas dirigidas a ti porque revelarían ante el Presidente su propia indiscreción siendo, por lo tanto, indignos de tu confianza.

Te digo esto para que no te admires de mi franqueza y sinceridad. Déjame ser, mi querido Presidente, tu espejo. Ya sabes lo que se dice de ti. El poder hace que hasta el más feo se vea guapo. Pero todos tenemos el espejo interior del poder y allí podemos vernos medrosos, cansados, inciertos. Cuando dejamos que este espejo interno se vuelva externo y lo miren todos, corremos el peligro de que se piense: Abulia, cansancio, incertidumbre, miedo y peor tantito:

– Esto es lo que quiere el Presidente como fórmula para mantenerse en la Silla. Es Presidente inerte que gobierna por inercia.

Hay que evitar, te lo dije siempre, que tus dudas internas se vuelvan externamente visibles. Dirás que llevo agua a mi molino y pinto un retrato hablado de mis propias virtudes para sucederte en la Silla del Águila.

Puede que sí, Lorenzo. Puede que tengas razón. No por ello he dejado de decirte verdades útiles aún, no tanto para la sucesión y la campaña inminentes, sino para los poco más de tres años que todavía te quedan en la Presidencia. No eres excepción a una verdad. Todo jefe de Estado debe escoger entre numerosos caminos. Siempre está en el cruce y lo van a empujar muchas fuerzas.

– Ve por aquí.

– No, mejor por allá.

Ninguna fuerza más poderosa, sin embargo, que la fuerza interior del propio Presidente. Es difícil ubicarla, definirla y actuar sobre ella porque lo insoportable de ser Presidente es que todos te miran como si viesen su propio destino en tu cara. ¡Sobre todo, los miembros del Gabinete! La mayoría cree, por desgracia, que el Presidente recompensa la lealtad más que la capacidad.

Te repito: no quiero llevar agua a mi molino. No hablo pro domo sua. Me expreso hipotéticamente. Los mexicanos acostumbran culpar de todo al "sistema", sea cual éste sea. Jamás se culpan a sí mismos como personas o como ciudadanos. No: es siempre "el sistema' y la cabeza del sistema es el señor Presidente. Una regla no escrita del bendito sistema -desde siempre, desde la Colonia, para acabar pronto- es que es lícito enriquecerse en el poder por un motivo y con dos condiciones.

El motivo es que, sin que nadie lo diga, todos saben que la corrupción "engrasa' al sistema, lo "lubrica" si tú quieres, lo vuelve fluido y puntual, sin esperanzas utópicas respecto a su justicia o falta de ella. México, empero, nunca ha tenido el monopolio de la corrupción. Recuerda la operación "manos limpias" en Italia, los casos Banesto y Matesa en España, la corrupción atribuida al propio canciller Kohl en Alemania o a los cercanos de la virginal señora Thatcher en Inglaterra, para culminar con la corrupción corporativa en los Estados Unidos -el caso Enron, seguido del caso WorldCom, el caso Haliburton, etc., que desnudaron, si no al Presidente Bush junior, un hombre totalmente despistado, un muñeco de ventrílocuo, seguramente a su entorno inmediato ligado al mundo de las finanzas y del petróleo…

Para qué seguir. La diferencia con México es que en Europa o los Estados Unidos se castiga y en América Latina o se premia o se pasa por alto. Ahora te pongo un caso ejemplar, querido compadre y Presidente. Supongamos que X es corrupto y se le sorprende. ¿Conviene o no castigarlo? ¿Qué debe privar, la justicia o la conveniencia?

Yo sé que un sistema político, el que sea, tiene que crear sus propios tabúes no sólo para proteger a los privilegiados, sino, esto es lo que importa, para proteger a la sociedad misma. Si no hay política sin bandidos, lo cierto es que tampoco hay sociedad sin demonios. A veces hay que tolerar o disfrazar pecados de Estado para defender, más que al Estado, a la sociedad, de sus propios poderes diabólicos.

Dicen que estás demasiado aislado y que no ver a nadie te permite imaginar en los demás todas las virtudes -y todos los defectos-. El resultado político neto, tú lo sabes, es que los subalternos, interpretando cada cual a su manera la impasibilidad del Presidente, se pelean entre sí. Mientras tú disfrutas, musitándola, de lo que llamas

– Mi necesaria soledad para pensar claro y actuar derecho,

tus colaboradores se pelean entre sí. Figúrate qué gran oportunidad cuando se acerca la sucesión presidencial. Los pleitos y rivalidades de tus colaboradores, fomentados por la supuesta pasividad del Presidente, te permiten actuar, en última instancia, como árbitro.

No te engañes, Lorenzo. Señor Presidente: el país percibe tu pasividad como un defecto. Has perdido autoridad, seamos francos. Pero ahora, si te lo propones, puedes ganar, en cambio, el poder. Gana la implacable batalla por la sucesión presidencial. Lo que muchos consideran tu defecto, puede ser ahora tu virtud: toma el castillo sin despertar a los perros.

Perdona, pero no le hagas caso a Séneca, que te recomienda pasearte entre la gente, como un califa de Bagdad, disfrazado de pordiosero. Recuerda que si abres las ventanas de Palacio, van a entrar un sol muy brillante y un viento muy fuerte. El pueblo se va a deslumbrar, pero el gobierno se va a acatarrar. Ten listas tus aspirinas y tu desenfriol.

Y las purgas, no para ti, sino para tus colaboradores desleales. Si aún no lo sabes, pronto lo sabrás.

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