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Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván


Pues bien, mi amada y admirada señora, he cumplido una vez más sus instrucciones (que usted eufemísticamente llama "recomendaciones") y me he trasladado al puerto de Veracruz a fin de "hacer méritos" y "pulir mi educación política", como me indica usted. He llegado con una carta de presentación suya para el Personaje.

Allí estaba, tal y como usted me lo dijo, sentado frente a una mesa del portal del Café de la Parroquia, bastón en mano y con un humeante café con leche frente a él. Mantiene el aspecto que usted y yo y el país conocemos. La cabeza noble sobre el cuerpo frágil. La frente amplísima, las entradas como avenidas, el cabello perfectamente cortado, entrecano y muy bien cepillado. (No sé por qué, el Personaje me dio la impresión de que está cepillado de pies a cabeza.) Y claro, lo más memorable en él: la mirada. ¡Qué manera de parecer tan distraído como un gorrión y tan aguzado como un gavilán! Es, realmente, un águila, en todos sentidos y cualquiera que sea el grado de intensidad o distracción, ambas perfectamente calculadas, de mirar. Ningún Presidente de la República como él ha merecido la simbiosis de la persona y el símbolo. Sentado en la Silla del Águila, el Personaje era, él mismo, el águila. Y no la segunda, sino la primerísima.

Ahora se le conoce universalmente como El Anciano del Portal. Pero aunque cambie de nombre o de edad, lo que no varía son las ojeras profundas que ensombrecen sus párpados como dos cortinas negras, aliviadas tan sólo por las anchas cejas. Se habla de "nieve perpetua" en las montañas. El Anciano del Portal tiene "negruras perpetuas" en esas cejas que se dirían diabólicas si no contrastasen, señora, con la sonrisa petrificada de unos labios gruesos, frescos para un hombre de su avanzada edad, pero delatados y reforzados por las hondísimas comisuras que los enmarcan. Y entre la boca y los ojos, una nariz recta pero más bien roma, discreta, pero delatada por las anchas aletas humeantes como las de un perro de presa.

Describo lo que usted conoce de sobra para confirmar mi propia visión de El Anciano. Porque así es conocido aquí: El Anciano del Portal, sentado el día entero en una mesa al aire libre del Café de la Parroquia, bebiendo el aromático elixir de Coatepec entre buche y buche de agua con gas y con un ejemplar de La Opinión abierto sobre las rodillas. Bien trajeado, como siempre, con su terno gris oscuro a rayas, su camisa blanca, su inevitable corbata de moño con bolitas blancas, sus mancuernas con el águila y la serpiente, sus calcetines adornados de flechas y sus zapatos negros muy bien lustrados.

Me presenté, le entregué la carta de usted y, como usted misma me lo advirtió, El Anciano del Portal inició su lista de definiciones y recomendaciones políticas como un cura que recita el Credo. Humor no le falta al viejo. Se da cuenta de que es, en efecto, un viejo muy viejo y que los jóvenes ya lo han condenado, de tiempo atrás, a la muerte del olvido.

– Hay quienes consideran un hecho humanitario apresurar mi paso a la tumba -rió sin reír, hábito, por lo visto, muy de él-. No les daré ese gusto. Seguiré siendo lo que algunos llaman "un estorbo político".

Me espetó, acto seguido (tal y como usted me lo advirtió y como él sabe que usted sabe que me dijo y yo espero) sus famosas máximas, dichas originalmente por él, pero tan viejas y conocidas que ya forman parte de nuestro folklore político. Pero como le digo, humor no le falta al viejo, ni una cierta dosis de autocrítica con cara de palo.

– Vamos saliendo rápido de las máximas que me atribuyen, para no tener que repetirlas más…

– Soy de los jóvenes que no lo consideran un estorbo, señor Presidente. Para mí todo lo suyo es novedad.

– ¿Qué es "lo mío"? No me llame "señor Presidente". Recuerde que ya no lo soy.

– Es mi formación francesa, señor Presidente. En Francia nadie es ex-nada. Se considera una falta de cortesía.

– ¡Otro francés en Veracruz! -exclamó sin sonreír-. ¡Dale con los gabachos!

– Digo, me formé en la École Nationale d'Administration de París…

– Aquí llegaron sus buques en la Guerra de los Pasteles.

– ¿La qué…? -dije, señora, admitiendo mis lagunas sobre la prehistoria mexicana.

– Sí, como no -sorbió el café lechero-. Un pastelero francés de la Ciudad de México, de nombre Remortel, se quejó de que en un motín popular la turba le destruyó sus eclers y sus cruasáns, así que en 1838 los franceses mandaron una flota a bombardear Veracruz para reclamar el pago del patisié ese. ¿Qué le parece? ¿Nunca vio la película con Mapy Cortés?

– ¿Mapy…?

– Un cuero puertorriqueño, sí señor. Una hembra de quitar el hipo. Unos muslos de dar miedo. Bailaba una conga llamada Pim pam pum -dijo y volvió a sorber.

– Cómo no -intenté recobrar mi prestigio raspado, toda vez que Mapy Cortés y pim-pam-pum importaban más que la Escuela Nacional de Administración de Francia-. Cómo no, el mundo ha entrado a México por Veracruz desde que Hernán Cortés desembarcó aquí en 1519…

– Y los franceses de vuelta, apoyando al Imperio de Maximiliano y Carlota, en 1862 -la reminiscencia nostálgica hizo brillar por un instante los encapotados ojos-. Viera usted la tropa de belgas, austriacos, húngaros, alemanes y gente de Praga, Trieste y Marsella, zuavos, bohemios, flamencos, que entraron por aquí con las banderas en alto, mi amiguito, pura bandera de águila, águilas de dos cabezas, águilas coronadas, águilas rampantes y nosotros aquí con una sola aguilita, pero qué aguilita mi amiguito Valdivia, una aguilita a toda madre, incomparable, con las garras sobre un nopal y devorando una serpiente, eso no se lo esperaban los europeos, aquenó, ¿verdad?

– Pues me imagino que no, señor.

– Ay, y el reguero de chamacos de piel morena y ojos azules que dejaron en Veracruz esas tropas del Imperio. ¿Nunca vio usted la película Caballería del Imperio?

– No, pero leí una novela maravillosa, Noticias del Imperio de Fernando del Paso.

– Menos mal -me dijo con conmiseración-. Algo sabe, pues.

Miró de lejos hacia el mar y la fortaleza de San Juan de Ulúa. Una masa gris, imponente y disuasiva, un islote prohibitivo. El Anciano me miró mirando y no le gustó mi mirada. Respondí como si me hubiese preguntado algo.

– No, señor Presidente… perdón, es que de niño recuerdo que un rompeolas unía el castillo de Ulúa a tierra firme.

– Yo mandé quitar el rompeolas.

– ¿?

– Afeaba el paisaje -dijo cuando el mesero se acercó a vaciar de nuevo el café hirviente desde lo alto de su cabeza al recipiente exacto de nuestros vasos de vidrio, con perfecta puntería.

El Anciano continuó: -Por eso me tiene sentado aquí, mirando al puerto de Veracruz para dar aviso si algún extraño enemigo, como dice nuestro himno, osare profanar con su planta nuestro suelo.

Empecé a cogitar que El Anciano del Portal era un monomaniaco que desvariaba mientras seguía su cantinela de los agravios históricos sufridos por México.

– Y los gringos, jovencito, los gringos que le han sorbido el seso a nuestra juventud. Se visten como gringos, bailan como gringos, piensan como gringos y quisieran ser gringos.

Hizo un gesto obsceno con la mano izquierda y levantó el bastón con la derecha.

– ¡Por la pata perdida de Santa Anna que a los gringos me los paso por el arco del triunfo! Aquí desembarcaron en 1847, otra vez en 1914… ¿Cuál será la siguiente?

Se acomodó la dentadura falsa que se le estaba desubicando en medio de tanta evocación y regresó al tema:

– Mire jovencito, para que no se vaya desilusionado, le repetiré mis máximas legendarias…

Y las repitió muy serio y casi meditando, sin dejar de menear el azúcar con la cucharilla dentro del vaso de café.

– La política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos.

No rió. Nada más apretó la dentadura falsa para fijarla bien en las encías.

– En la política mexicana, hasta los tullidos son alambristas.

Aprovechó mi fingida risa para pedirle al mozo un mollete.

– Bolillo caliente con frijoles refritos y queso derretido. Buenos para la digestión -dijo-. Y la mera verdad: La Presidencia es como la montaña rusa. Con la cara que uno pone cuando lo sueltan cuesta abajo, con esa cara se queda uno para siempre.

Le dio una severa mordida al mollete.

– Por eso me verá siempre con esta misma cara, la del primer día de mi Ejercicio…

Prosiguió, María del Rosario, con una sonrisa medio macabra:

– Lo que nadie sabe es que mi arsenal de dichos inéditos es inacabable.

Le interrogué cortésmente, sin decir palabra. Me dijo disimulando algo así como un sonido equivalente a la campanilla de la garganta si las campanillas de la garganta doblaran a muerto.

– Sépalo de una vez. A mí no me entran ni las balas ni los catarros.

Ante tan contundente máxima, me quedé callado, esperando las siguientes palabras del viejo y preguntándome qué hacía yo aquí sino seguir, mi bella dama, vuestras instrucciones:

– Habla con El Anciano del Portal. Ten paciencia y aprende.

– ¿Sabe usted, jovencito? Antes de ser Presidente hay que sufrir y aprender. Si no, se sufre y se aprende en la Presidencia y a costa del país.

¿De manera que María del Rosario Galván -a usted me refiero, señora, no se me haga la distraída le había comunicado al anciano expresidente su audaz promesa de llevarme a la Silla del Águila y yo estaba aquí para recibir lecciones? Si lo supuse, por supuesto que no lo dije. Sólo me atreví a remarcar:

– Cárdenas fue Presidente a los 36 años, Alemán a los 39, Obregón a los 44, Salinas a los 40…

– No me refiero a la edad, señor Valdivia. No he mencionado la edad, ese tema es tabú para su servidor. Me refería a sufrimiento y aprendizaje. Me refería a experiencia. Todos los que usted menciona eran jóvenes y tenían experiencia. ¿Y usted?

Negué con la cabeza: -Lo admito, señor Presidente. Soy un novato. Pero una mañana con usted me enseñará todo lo que no aprendí en la ENA de París.

Sacudió levemente la cabeza, como si temiera que las piezas allí encerradas se descompusieran o se le soltaran las tuercas.

– Ta bueno -sorbió el cafecito-. Sabe usted, todo Presidente termina donde el siguiente debía empezar. Es decir, donde él mismo debió empezar. ¿Me explico? El anterior le habla al sucesor sin necesidad de decir palabra. Esa es la experiencia a la que me refiero.

– Sólo que el sucesor suele ser sordo o antipático frente al que lo precedió.

Creí que le iba a simpatizar mi aguda gracejada. Por el contrario, la ojerosa mirada se le oscureció aún más…

– La gratitud, señor Valdivia, la gratitud y la ingratitud. La primera es rara moneda política. La segunda, morralla de todos los días.

Se quitó discretamente una lagaña del ojo.

– Póngase a pensar cuántos presidentes salidos del PRI fueron leales con su antecesor. Después de todo, en el sistema PRI-Presidente el que llegaba a sentarse en la Silla del Águila llegaba por decisión del que ya estaba sentado allí. El Tapado pasaba a ser el Ungido. ¡Un perverso efecto del sistema! El nuevo mandamás tenía que probar cuanto antes que no dependía de quien lo nombró. Qué paradoja o mejor dicho, qué parajoda, señor Valdivia. Un sistema de Partido único en el cual la oposición siempre ganaba, porque el nuevo Presidente tenía que darle en la madre a su antecesor…

– Hubo excepciones -dije muy cartesianamente.

El Anciano escogió tres bolillos de la canasta de pan y dejó otros ocho adentro. No tuvo que decir más, aunque con el dedo de Dios escribió invisiblemente sobre el mantel 1940-1994.

– Pero ahora vivimos en democracia -comenté con forzado optimismo.

– Y el Presidente en turno sigue teniendo favoritos para sucederle, en su cabeza está pesando y sopesando quién servirá mejor al país, quién le será más leal, quién le respetará a su gente y quién no…

– Pero ahora el candidato del Presidente no será, como en tiempos de usted, el mero mero…

– No, pero el expresidente saliente será, letalmente, el expresidente, gane quien gane las elecciones. Y sucede que todo expresidente tiene esqueletos en el armario. Hermanos pillos, amantes insaciables, hermanitas impresentables, hijos perdularios, hombres de paja para los negocios, amigos de toda la vida que no pueden ser condenados a muerte, qué sé yo… ¿Qué le queda a uno sino compensar la extravagancia de sus allegados con una austeridad monástica? Ya ven lo que dicen de mí. Que me acuesto temprano para no gastar las velas.

– Sabe usted todo -le di mi mejor sonrisa. No me la contestó.

– Sufrir y aprender -suspiró y miró de nuevo con ensoñación hacia la masa brumosa del castillo de San Juan de Ulúa, la fortaleza que vigila la entrada del puerto.

Me percaté de que, atento al gesto y palabra de El Anciano del Portal, no había puesto una mirada atenta en la mole grisácea de Ulúa, que parecía una arquitectura aparte, inserta en el pasado, cargada de contingencias inamovibles…

– ¿Mira usted el castillo que es prisión? ¿Imagina la cantidad de políticos que debían estar allí purgando sus ofensas a la nación?

– Ya que usted lo dice, señor…

Se encogió de hombros, crujiendo levemente.

– Tenemos dos reglas de oro para la política mexicana. Una es benigna: la no reelección. Otra es más severa: el exilio. Pero la razón es la misma: todo malhechor es reincidente, mi joven amigo.

Me miró desde las profundidades de sus ojeras.

– ¿Sabe usted? Es un error creer que el Presidente sólo domina a los débiles. Lo más necesario pero lo más difícil es dominar a los poderosos. Le doy una regla y si quiere pásesela a los aspirantes a puestos públicos. Es esta. Si alguien quiere formar parte del Gabinete, primero debe ingerir un litro de vinagre por la nariz. Es la mejor preparación para llegar a la Presidencia, se lo aseguro…


El mozo de La Parroquia se acercó con la humeante y enorme cafetera. El Anciano se excusó. No me había invitado a beber un tercer café. Me arrimó el vaso de vidrio. El fantástico servidor cumplió con ese rito extraordinario que conocen todos los que desayunan en La Parroquia. El mozo levanta la cafetera por encima de su cabeza. La inclina y hace que el chorro del aromático líquido (¿así se dice?) caiga precisamente dentro del vaso.

Parece -es- un acto de magia. Fue en ese momento, inoportunamente, cuando le pregunté al exjefe del Estado:

– Y usted, señor Presidente, ¿se inclina por alguien para la sucesión de Lorenzo Terán?

El viejo pudo guardar silencio, mirar los cuervos anidándose para pasar una buena noche en los laureles de la plaza: nubes de aves buscando guarida nocturna con un alboroto que por fortuna opaco mis palabras, aunque El Anciano las escuchase. Le puedo decir desde ya, señora, que no he conocido oído más fino que el del expresidente al que, estúpidamente, quienes le pedían favores lo conducían al rincón más apartado del despacho para decirle:

– Como dicen que en el fondo es usted muy buena gente…

Yo no sé si El Anciano del Portal es buena o mala gente. Sólo sé que es un viejo astuto, que se las sabe todas y que no suelta prenda. ¿Me oyó, no me oyó, no quiso que el camarero oyese? El hecho, mi admirada aunque cruel amiga, es que el viejo empleó esos minutos de silencio, interrumpido sólo por el alborotado (¿o plañidero?) graznar de las aves crepusculares, para darme una clase de cómo se dice todo sin decir nada en la política mexicana.

Le ruego repetir ante un espejo cada una de las indicaciones mímicas del viejo expresidente.

Se llevó un dedo al lóbulo de la oreja y se lo restregó. Hay que saber escuchar.

Luego se pasó las manos por los ojos, tapándolos. Si te vi, no me acuerdo.

Acto seguido, tiró con el índice del párpado inferior de un ojo, abriéndolo desmesuradamente. Mucho ojo. Cuidado. Alerta.

Acto inmediato, arqueó una sola ceja como para comunicar escepticismo. No te dejes tomar el pelo por este individuo.

Y al mismo tiempo, hizo un gesto de volar con una sola mano. Cuidado con este. Es más largo que la cuaresma. Sabe sostener un engaño.

Y acabó con el dedo índice sobre una de las aletas nasales. No te dejes engañar. Huéletelas.

Enumero, querida amiga, la rápida sucesión de señas que siguió al simbolismo nasal. La mano sobre el corazón. Ambas manos agitadas en signo de separación de asuntos incomparables. La mano a la bragueta para indicar muchos güevos. El pulgar levantado como César que otorga vida en el Circo Máximo y en seguida volteado para condenar a muerte. El dedo índice cortando el gaznate como una navaja. El índice y el pulgar unidos para formar la perfecta "O" del éxito. La mueca de los labios para inyectar escepticismo en la ilusión de triunfo. Los ojos achicados por la duda y el "¿qué te crees?" Los hombros levantados con resignación, "¿qué se le va a hacer?" Las manos abiertas con el "ni modo" fatal. Luego su famoso dedo índice levantado en ominosa advertencia. Y finalmente el mismo dedo pasado por los labios como invisible zíper. Ni una palabra. Chitón. El silencio es oro.

Después de esta muestra de soberanía gestual, mi admirada y deseada señora, qué me quedaba sino agradecerle a El Anciano del Portal sus consejos, su tiempo, su atención. Me miró con la máscara de la imparcialidad. Quiso que viera en él a un personaje interpretando un papel. El benigno Patriarca de Provincia. El Sabio Cincinato Mexicano. Me estaba educando: -Niño: juega al pendejo. Hay que saber pasar por idiota. Sé el Pacheco del drama. Puro gesto. Ni una palabra. El maestro de la perífrasis. El malabarista de lo no dicho por sobrentendido. El rey del eufemismo.

Me retiré dando las gracias mientras El Anciano me inclinaba la cabeza, una cacatúa se le paraba en el hombro y el mesero le ofrecía la caja con fichas de dominó.


El sol se ponía alarmantemente, los cuervos graznaban escondidos y el castillo-prisión de San Juan de Ulúa, tan turbio durante el día, cobraba resplandores de leyenda al caer la noche.

Posdata: Me ha retirado usted el derecho a tutearla mientras no me muestre a la altura de las circunstancias. Me ha enviado como un párvulo a recibir lecciones de El Anciano del Portal como si la nueva Academia de Platón se encontrase en la plaza central de este vagabundo puerto. No crea que me ofende. Nada más me acicatea. Vale. NV

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