XXII — Descenso

—Tendrás muchas preguntas que hacer —susurró Apheta—. Salgamos al pórtico y las contestaré todas.

Sacudí la cabeza, porque a través del umbral abierto oía la música acuática de la lluvia.

Gunnie me tocó el brazo. —¿Hay alguien espiándonos?

—No —le dijo Apheta—. Pero salgamos. Será más agradable, y a los tres nos queda poco tiempo.

—Te entiendo perfectamente —le dije—. Me quedaré aquí. Puede que algún otro muerto de este montón empiece a quejarse. Para ti sería una voz muy apropiada.

Asintió. —Desde luego.

Me había sentado donde el primer día se agazapara Tzadkiel; ella se sentó a mi lado, sin duda para que pudiera oírla mejor.

Un momento después Gunnie también se sentó, y luego de limpiarse la daga en el muslo, la metió en la vaina.

—Lo siento —dijo.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Haber luchado por mí? No te culpo.

—Siento que no lucharan los demás, que la gente mágica tuviera que defenderte de nosotros. De todos salvo de mí. ¿Quiénes eran? ¿Los llamaste de un silbido?

—No —dije yo.

Y Apheta: —Sí.

—Era gente que he conocido, nada más. Algunas eran mujeres que yo había amado. Muchos están muertos: Thecla, Agilus, Casdoe… Puede que ahora estén muertos todos, que todos sean meros fantasmas, aunque yo no lo sabía.

—Son nonatos. Tú sabes bien que cuando la nave viaja muy rápido el tiempo corre hacia atrás. Te lo dije yo misma. Son nonatos, lo mismo que tú. —Se volvió hacia Gunnie:— Dije que los había llamado él porque los sacamos de su propia mente, buscando a los que lo odiaran o al menos tuvieran razones para odiarlo. Si Severian no lo hubiera derrotado, el gigante que viste habría podido dominar la Comunidad. La mujer rubia no le perdonaba que la hubiera devuelto a la vida.

—No puedo impedirte que expliques todo esto —le dije—, pero hazlo en otra parte. O deja que me vaya adonde no tenga que oírlo.

—¿No te alegró? —preguntó Apheta.

¿Verlos a todos de nuevo, viniendo a defenderme por obra de un truco? ¿Por qué me iba a alegrar?

—Porque no eran un truco, como no lo era el maestro Malrubius todas las veces que lo viste después de muerto. Los encontramos en tu memoria y dejamos que te juzgaran. Excepto tú, todos los que estaban en esta Cámara vieron las mismas cosas. ¿No te ha parecido raro que aquí yo apenas pueda hablar?

Me volví a clavarle la mirada, sintiendo que me había ido lejos y ahora volvía para oírla hablar de otro asunto.

—En nuestras habitaciones siempre se oye el silbido del viento y el susurro del agua. Esta fue construida para ti y los de tu especie.

Gunnie dijo: —Antes de que tú entraras, él… Zak… nos mostró que Urth tenía dos futuros. Podía morir y nacer de nuevo. O podía seguir viviendo mucho tiempo antes de morir para siempre.

—Eso lo he sabido desde niño.


Ella asintió, y por un momento me pareció que yo veía no a la mujer que ella había llegado a ser, sino a la niña que había sido.

—Pero nosotros no. Nosotros no. —Desvió los ojos y la vi mirar un cadáver tras otro.— En la religión, sí, pero los marineros no le hacen mucho caso.

—Supongo que no —le dije, a falta de algo mejor.

—Mi madre sí, y era como una chifladura, lo tenía en un rincón de la mente. ¿Sabes qué quiero decir? Y creo que eso era todo.

Yo me volví hacia Apheta y empecé a decir: —Lo que quiero saber…

Pero la mano de Gunnie, grande y fuerte para una mujer, me agarró del hombro y me hizo girar de nuevo hacia ella.

—Nosotros creíamos que iba a ser dentro de mucho; mucho después de que muriéramos.

Apheta susurró: —Cuando alguien se emplea en la nave, viaja del Comienzo al Fin. Todos los marineros lo saben.

—Nosotros no. No hasta que tú nos lo mostraste. Fue él. Zak.

—¿Y tú sabías que fue Zak?

Gunnie asintió. —Cuando lo prendieron estaba con él. No creo que de otra forma me hubiese dado cuenta. O a lo mejor sí. Como había cambiado tanto, yo ya sabía que no era lo que creíamos al principio. Es… no lo sé.

Apehta susurró: —¿Me dejas decírtelo? Es un reflejo, una imitación de lo que seréis vosotros.

—¿Si llega el Sol Nuevo, quieres decir? —pregunté.

—No. Quiero decir que ya está llegando. Que tu juicio ha concluido. Te ha obsesionado demasiado tiempo, lo sé, y tiene que ser difícil para ti entender que ha concluido de veras. Has triunfado. Has salvado vuestro futuro.

—También habéis triunfado vosotros —dije yo. Apheta asintió. —Ahora lo comprendes.

—Yo no —dijo Gunnie—. ¿De qué estáis hablando?

—¿No te das cuenta? Los jerarcas y sus hieródulos, y también los hierogramatos, han tratado de que nos convirtiéramos en lo que fuimos. En lo que podemos ser. ¿Me equivoco, milady? Ésa es la justicia que imparten, la razón por la que existen. Nos alumbran mediante el dolor con que los alumbramos nosotros. Y… —no pude completar la idea. Las palabras se me habían vuelto hierro en los labios.

Apheta dijo: A vuestro turno nos haréis pasar por lo que habéis pasado vosotros. Creo que comprendes. Pero tú… —Miró a Gunnie.—Tú no. Es posible que vuestra raza y la nuestra no sean sino un mecanismo reproductivo de la otra. Tú eres mujer, y dices que produces un óvulo para que algún día haya otra mujer. Pero tu óvulo diría que produce esa mujer para que algún día haya otro óvulo. Nosotros deseábamos el triunfo del Sol Nuevo con la misma ansiedad con que él deseaba su propio triunfo. Francamente, con más urgencia. Salvando a vuestra raza, ha salvado a la nuestra; como salvando a la vuestra nosotros hemos salvado a nuestra raza futura. —Apheta se volvió hacia mí:— Te dije que habías traído una nueva que no queríamos recibir. La nueva era que podíamos perder el juego del que los dos hemos hablado.

—Tengo tres preguntas, milady —dije yo—. Déjame hacerlas y me iré, si lo permites.

Ella asintió.

—¿Cómo dijo Tzadkiel que el examen había terminado cuando los aquástores tuvieron que luchar y morir por mí?

—Los aquástores no murieron —dijo Apheta—. Viven en ti. En cuanto a Tzadkiel, dijo eso porque era la verdad. Había examinado el futuro y descubierto grandes posibilidades de que tú llevaras a tu Urth un sol nuevo y salvaras un hilo de tu raza, del que saldría la nuestra en el universo briáhtico. Todo giraba alrededor de ese examen; terminó, y el resultado te fue favorable.

Gunnie volvió los ojos de Apheta a mí como si fuera a hablar, pero no dijo nada.

—Segunda pregunta. Tzadkiel también dijo que el juicio no podía ser justo y que repararía la falta. Tú dices que es sincero. ¿Fue diferente el juicio del examen? ¿En qué te pareció injusto?

La voz de Apheta fue apenas un suspiro.

—Para el que no tiene que juzgar, o juzga sin necesidad de ser justo, es fácil hablar de imparcialidad y quejarse de las arbitrariedades. Cuando realmente uno debe hacer de juez, como Tzadkiel, descubre que no puede ser justo con alguien sin ser injusto con otro. Por honradez con aquellos de Urth que van a morir, y sobre todo con los pobres e ignorantes que nunca comprenderán por qué mueren, convocó a un grupo de representantes…

—¡Hablas de nosotros! —exclamó Gunnie.

—Sí, vosotros, los marineros. Ya ti, Autarca, te dio como defensores a quienes tenían motivo para odiarte. Lo cual fue justo con los marineros, pero no contigo.

—Muchas veces merecí castigos, y no los recibí.

Apheta asintió. —Por eso en el angosto pasillo que rodea esta sala se mostraron ciertas escenas de las que viste o habrías visto si te hubieras molestado en mirar. Algunas te recordaban tu deber. El propósito de otras era mostrarte que habías impartido la justicia más dura. ¿Comprendes ahora por qué se eligieron?

—¿Un torturador, salvar al mundo? Sí.

—Quítate las manos de la cabeza. Ya alcanza con que tú y esta pobre mujer apenas me podáis oír. Al menos permite que yo pueda oíros. Has hecho las tres preguntas que decías. ¿Tienes más?

—Muchas. Vi a Daría. Y a Guasacht y Erblon. ¿Había alguna razón para que me odiaran?

—No sé —susurró Apheta—. Tendrás que preguntárselo a Tzadkiel, o a sus asistentes. O pregúntatelo a ti mismo.

—Supongo que la había. De haber podido habría desplazado a Erblon. Como Autarca, podría haber promovido a Guasacht pero no lo hice; y después de la batalla nunca intenté encontrar a Daría. Había tantas otras cosas que hacer, tantas cosas importantes… Comprendo ahora por qué dijiste que yo era un monstruo.

Gunnie exclamó: —¡El monstruo no eres tú! ¡Es ella!

Me encogí de hombros. —Y sin embargo todos lucharon por Urth, y Gunnie también. Fue maravilloso.

—No por la Urth que tú has conocido —susurró Apheta—. Por una Urth Nueva que muchos no verán, salvo por tus ojos y por los de otros que la recuerden. ¿Te quedan muchas preguntas?

—Yo tengo una —dijo Gunnie—. ¿Dónde están mis compañeros? ¿Los que huyeron y se salvaron?

Entendí que le daban vergüenza. —Es muy probable que también nosotros nos hayamos salvado porque huyeron.

—Serán devueltos a la nave —le dijo Apheta.

—Y Severian y yo, ¿qué?

—Durante el viaje a casa —le dije— intentarán matarnos, Gunnie; o quizá no. Si lo intentan, tendremos que hacerles frente.

Apheta sacudió la cabeza. —A vosotros se os devolverá a la nave, claro está, pero por otro camino. Creedme, no habrá problemas.

Por el pasillo, jerarcas de túnica oscura juntaban fatigosamente a los muertos.

—Los enterrarán en los terrenos de este edificio —susurró Apheta—. ¿Hemos llegado a tu última pregunta, Autarca?

—Casi. Pero mira. Uno de esos cuerpos pertenece a uno de los tuyos, el hijo de Tzadkiel.

—También él yacerá aquí, junto a los otros caídos. —¿Pero estaba pensado así? ¿Esto también lo planeó su padre?

—¿Que muriera? No. Pero sí que corriera el riesgo. ¿Qué derecho tendríamos a arriesgar tu vida y las de tantos más si no soportáramos arriesgar las nuestras? Tzadkiel se arriesgó a morir contigo en la nave. Venían a morir aquí.

—¿Sabía lo que iba a ocurrir?

—¿Tzadkiel, dices, o Venant? Sin duda Venant no, pero sabía qué era posible que ocurriera, y se arriesgó para salvar nuestra raza, como lo han hecho otros para salvar la suya. Por Tzadkiel no puedo hablar.

—Me dijiste que cada una de las islas es juez de una galaxia. ¿Tan importantes somos… tan importante es Urth para vosotros al fin y al cabo?

Apheta se puso en pie, alisándose el vestido blanco. El pelo flotante, que tan extraño me había parecido al principio, ahora me era familiar; tuve la certeza de que en algún sitio de la infinita galería del viejo Rudesind había pintada una oscura aureola como ésa, aunque el cuadro preciso no me venía a la mente.

—Hemos velado con los muertos —dijo ella—. Ahora ellos se van, y es tiempo de que nos vayamos nosotros también. Puede que el Hieros brote de tu antigua Urth renacida. Yo creo que será así. Pero yo soy sólo una mujer, y de posición no encumbrada. Dije lo que dije para que no murieras desesperado.

Gunnie iba a hablar pero Apheta le impuso silencio diciendo: Ahora seguidme.

La seguimos, pero apenas dio dos pasos hasta el sitio en donde se había alzado el Sillón de justicia de Tzadkiel.

—Severian, dale la mano —me dijo. Ella misma me tomó la mano libre, y también la de Gunnie. La losa donde estábamos parados se hundió de pronto. Un instante después el suelo de la Cámara de Examen se cerraba sobre nuestras cabezas. Caímos, o eso pareció, en un vasto foso colmado de áspera luz amarilla, un foso cien veces más ancho que el cuadrado de piedra. Las paredes eran grandiosos mecanismos de metales plateados y verdes, frente a los cuales hombres y mujeres revoloteaban o se precipitaban como moscas, y por cuyo relieve trepaban como hormigas unos titánicos escarabajos de oro y azul.

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