Recuerdo que apoyado en la regala, mirando cómo unos puntos rojos y dorados se convertían en montes boscosos, y unas manchas marrones en campos de tallos enmarañados, pensé en lo raros que habríamos parecido si alguien nos hubiera visto: una elegante chalupa —un velero como podría haberse visto en cualquier muelle de Nessus— que bajaba del cielo flotando en silencio. Era temprano por la mañana, cuando hasta los árboles más bajos arrojan sombras largas y unos zorros rojos trotan hacia sus madrigueras atravesando el rocío como escamas de fuego.
—¿Dónde estamos? —le pregunté al capitán—. ¿Hacia dónde está la ciudad?
—Hacia el norte por el noreste —dijo él, señalando.
Las provisiones que nos dio estaban en dos largos sarcenos, grandes más o menos como un tubo de cañón atado a la base del buenaventura. Nos enseñó a cargarlos, pasando la correa por el hombro izquierdo. Al fin nos estrechó la mano y, por lo que pude juzgar, nos deseó suerte sinceramente.
Un puente de plata se deslizó desde la junta entre la cubierta y el casco. Por él bajamos Burgundofara y yo y una vez más pisamos el suelo de Urth.
Como creo que nadie habría evitado, nos volvimos a ver cómo subía la gabarra, enderezándose no bien la quilla se libró del suelo, cabeceando en un leve oleaje que sólo ella podía sentir y elevándose como una cometa. Habíamos llegado a Urth por entre nubes, ya lo he dicho; pero la gabarra encontró una brecha (no puedo sino pensar que para que la viéramos) y por ella ganó altura, cada vez más, hasta que casco y mástiles no fueron más que un alfiler de luz dorada. Al fin la vimos florecer en una mota brillante, como el acero que cae de una escofina; entonces supimos que la tripulación había soltado las velas, todas de metal dorado y cada una más grande que muchas islas, y las había orientado, y que no volveríamos a verla nunca. Miré hacia otra parte para que Burgundofara no notara las lágrimas en mis ojos. Cuando me volví a decirle que debíamos ponernos en marcha, descubrí que ella también había llorado.
Nessus quedaba al norte por el noreste, había dicho el capitán; con el horizonte aún tan cerca del sol no fue difícil mantener el rumbo. Durante media legua o más cruzamos campos muertos por la escarcha, entramos en un pequeño bosque y pronto alcanzamos un arroyo al borde del cual ondulaba un sendero.
Hasta ese momento Burgundofara no había hablado, y yo tampoco; pero cuando vimos el agua corrió a la orilla y recogió toda la que le cabía en las manos. Después de beberla dijo: —Ahora sé de verdad que hemos vuelto a casa. Me contaron que para los de tierra estar en casa es comer pan con sal.
Le contesté que así era, aunque casi me había olvidado.
—Nosotros tenemos que beber el agua del lugar. En los barcos suele haber pan y sal de sobra, pero el agua se estropea o se pierde. Cuando llegamos a una tierra nueva bebemos el agua, si es buena. Si no, la maldecimos. ¿Crees que ésto va a dar al Gyoll?
—Seguro que sí, o a un afluente más grande que lleva al Gyoll. ¿Quieres volver a tu aldea? Ella asintió. —¿Vendrás conmigo; Severian?
Me acordé de Dorcas, de cómo me había rogado que bajara con ella al Gyoll en busca de un viejo y una casa en ruinas.
—Si puedo —le dije—. Pero no me parece que sea capaz de quedarme.
—Entonces quizá me vaya contigo, pero antes me gustaría ver Liti de nuevo. Cuando llegue besaré a mi padre y todos mis parientes, y probablemente cuando me vaya será como apuñalarlos. De todos modos tengo que ver la aldea.
—Te comprendo.
—Eso esperaba. Gunnie dijo que eras un hombre así… que comprendías muchas cosas.
Mientras ella hablaba yo había estado escrutando el sendero. Ahora le indiqué que callase, y por unos cien alientos aguzamos el oído. Un viento fresco agitaba las copas de los árboles; aquí o allá cantaba algún pájaro, aunque la mayor parte ya había volado al norte. El arroyo reía quedamente.
—¿Qué pasa? —susurró al fin Burgundofara.
—Alguien ha salido corriendo. ¿Ves las huellas? Un muchacho, creo. Puede que haya dado un rodeo para observarnos, o ha ido a buscar a otros.
—Este sendero debe usarlo mucha gente.
Me agaché junto a una pisada para explicarle.
—Estaba aquí esta mañana, cuando aparecimos. ¿Ves qué oscura es la huella? Vino por los campos, como nosotros, y traía los pies mojados de rocío. Se secará en seguida. Tiene pies pequeños para ser un hombre, pero corre a pasos largos… Un muchacho que es casi un hombre.
—Eres profundo. Gunnie me lo dijo. Yo no habría visto tanto.
—Aunque he pasado cierto tiempo en las dos clases de naves, tú las conoces mil veces mejor que yo. En una época fui jinete explorador. Hacíamos este tipo de cosas.
—Tal vez tendríamos que ir para el otro lado.
Negué con la cabeza. —Ésta es la gente que he venido a salvar. No voy a salvarla si huyo.
Cuando reanudamos la marcha, Burgundofara dijo: —No hemos hecho nada malo.
—Nada que ellos sepan, dirás. Todo el mundo ha hecho algo malo, y yo un centenar de veces… O mejor dicho mil.
Como el bosque estaba tan callado y no se olía humo, yo había supuesto que el lugar adonde había corrido el muchacho distaba al menos una legua. El sendero dio una curva brusca, y ante nosotros se alzó una aldea de una docena de chozas.
—¿No podemos pasar de largo? —preguntó Burgundofara—. Quizá estén durmiendo.
—Están despiertos —le dije—. Nos están vigilando por los umbrales, desde bien atrás para que no los veamos.
—Tienes buena vista.
—No. Pero conozco algo a los aldeanos, y el muchacho llegó antes que nosotros. Si pasamos de largo, nos pueden clavar una horquilla en la espalda.
Miré de choza en choza y alcé la voz:
—¡Gentes de esta aldea! Somos viajeros inofensivos. No tenemos dinero. Sólo pedimos usar vuestro camino.
Algo se agitó levemente en el silencio. Avancé y le dije a Burgundofara que me siguiera.
Un hombre de unos cincuenta años salió de uno de los umbrales; tenía la barba castaña veteada de canas y llevaba un mayal.
—Es usted el atamán de esta aldea —dije—. Gracias por la hospitalidad. Como he dicho, venimos en son de paz.
Me miró fijamente, recordándome a cierto albañil que había conocido una vez.
—Herena dice que vienen de un barco que cayó del cielo.
—¿Qué importa de dónde venimos? Somos viajeros pacíficos. Lo único que pedimos es que nos dejen pasar.
—A mí me importa. Herena es mi hija. He de saber si miente.
Le comenté a Burgundofara: —Ya ves que no lo sé todo.
Ella sonrió, aunque era obvio que tenía miedo.
—Atamán, si confiaras en la palabra de un extraño y no en la de tu hija serías un necio. —A esas alturas la chica se había acercado a la puerta lo bastante para que yo le viese los ojos.— Sal, Herena —dije—. No te haremos daño.
Avanzó; era una quinceañera alta, con largo pelo castaño y un brazo encogido, no más grande que el de un bebé.
—¿Por qué nos espiabas, Herena?
Habló, pero yo no la oí.
—No estaba espiando —dijo el padre—. Estaba juntando nueces. Es una buena chica.
De vez en cuando, aunque sólo raramente, un hombre mira algo que ha visto decenas de veces y lo ve de manera diferente. Cuando yo, la refunfuñona Thecla, instalaba mi caballete junto a alguna catarata, mi maestro siempre decía que la viese de otra manera; nunca entendí qué quería decir y no tardé en convencerme de que no quería decir nada. Ahora veía el brazo marchito de Herena, no como una deformidad permanente (como siempre había visto esas cosas), sino como un error que podría repararse con unas pocas pinceladas.
Burgundofara arriesgó: —Ha de ser duro… —Comprendiendo que podían considerarlo una ofensa, concluyó:— Salir tan temprano.
Yo dije: —Si quiere, corregiré el brazo de su hija.
El atamán abrió la boca para hablar y volvió a cerrarla. Pareció que en el rostro no cambiaba nada, pero atisbé una expresión de miedo.
—¿Quiere?
—Sí, sí, claro.
Los ojos del hombre y las invisibles miradas de los demás aldeanos me oprimían el pecho.
—La muchacha debe venir conmigo. No iremos lejos, y no tardaremos mucho.
El hombre asintió lentamente. —Tienes que ir con el sieur, Herena. —De pronto comprendí cuán ricas debían parecerles a esa gente las ropas que había tomado del camarote.— Pórtate bien y recuerda que tu madre y yo siempre… —Se alejó.
La chica echó a andar delante de mí, de vuelta por el sendero hasta que no vimos la aldea. El lugar donde el brazo marchito juntaba con el hombro estaba oculto bajo la bata raída. Le dije que se la quitara; lo hizo, pasándosela por encima de la cabeza.
Yo tenía conciencia de las hojas rojodoradas, de la piel morena de la muchacha como si fueran un microcosmos enjoyado que yo espiaba por un agujero. Los trinos de los pájaros y el canto del agua eran tan lejanos y dulces como el campanilleo de un orquestrión en un patio, muy abajo.
Toqué el hombro de Herena y la realidad misma fue arcilla para alisar y extender. Con un pase o dos le modelé un brazo nuevo, imagen refleja del otro. Una lágrima me mojó los dedos mientras yo trabajaba, tan caliente que pudo habérmelos quemado; la muchacha temblaba de pies a cabeza.
—He acabado —le dije—. Ponte la bata. —Estaba de nuevo en el microcosmos, y de nuevo me parecía el mundo.
Ella volvió la cara hacia mí. Sonreía, aunque por las mejillas le corrieran lágrimas.
—Lo amo, milord —dijo, y en seguida se arrodilló a besarme la punta de la bota.
Yo pregunté: —¿Me dejas verte las manos? —Ni yo mismo podía creer lo que había hecho.
Las extendió. —Ahora me llevarán lejos como es clava. No me importa. Pero no, no me llevarán… Me esconderé en los montes.
Yo le miraba las manos, que me parecieron perfectas, incluso cuando las apreté una contra otra. Es raro que una persona tenga las dos manos tan exactamente del mismo tamaño, porque la que más usa suele ser la más grande; sin embargo las de ella eran idénticas.
—¿Quién te llevará lejos, Herena? ¿Qué pasa con tu aldea, suelen atacarla los cultellarii?
—Los tasadores, claro está.
—¿Sólo porque ahora tienes dos brazos sanos? —Porque ahora no tengo ningún defecto. —Se interrumpió, los ojos muy abiertos, conmovida por una posibilidad nueva.— No tengo ninguno, ¿no? No era momento de filosofar. —No, eres perfecta… Una joven muy atractiva.
—Entonces me llevarán. ¿Se encuentra bien?
—Un poco débil, no más. Dentro de un momento estaré mejor. —Igual que cuando era torturador, me sequé la frente con el ruedo de la capa.
—No tiene muy buen aspecto.
—Fue sobre todo energía de Urth la que te corrigió el brazo, creo. Pero brotó de mí. Supongo que se habrá llevado parte de la mía.
—Usted sabe cómo me llamo, milord. ¿Cómo se llama usted?
—Severian.
—En casa de mi padre le daré de comer, lord Severian. Todavía queda algo.
Mientras volvíamos se alzó un viento que alborotó a nuestro alrededor las hojas de colores brillantes.